jueves, 29 de noviembre de 2018

V. Un muerto que resucita


La barcaza había partido hacía pocos minutos, cuando Sidar, el mayordomo de Yanez, después de haber ordenado a la tripulación del yacht descender a tierra para emprender la construcción de otras cabañas, descendió al castillo de popa.
Una extraña llama brillaba en los ojos del indio, mientras que su rostro transparentaba una profunda preocupación.
Se detuvo un momento en el salón, bebió una copita de licor que había quedado aún en la botella, luego abrió la puerta de uno de los camarotes laterales, mandando un silbido agudo semejante a aquel que lanza la cobra de anteojos, la terrible serpiente de las junglas indias, cuando está en cólera.
Un silbido igual, que parecía provenir de debajo del piso, le respondió enseguida.
—No duerme —murmuró Sidar—. Entonces debe haber escuchado todo. Eso me ahorrará una explicación de más.
Tomó una clavija de hierro, la introdujo en un agujero, y con un pequeño esfuerzo hizo correr una tabla del piso, descubriendo una trampa de medio metro cuadrado.
—Sahib, puede salir —dijo entonces el indio—. Estamos finalmente solos.
—Era tiempo —respondió una voz que venía de debajo del piso—. No podía más.
—Te creo, sahib. Un faquir no habría podido resistir más.
—Mientras que yo no soy un faquir.
Una cabeza apareció, luego un cuerpo humano y un hombre brincó fuera con una agilidad más que extraordinaria.
No era un indio, sino un europeo de estatura alta de piel blanquísima, que resaltaba más vivazmente a causa de una larga barba negrísima que le enmarcaba el rostro.
Tenía las facciones regularísimas, la nariz aguileña, los ojos negros y ardientes pero que tenían sin embargo un no sé qué de duro y de cruel.
Como todos los europeos que habitan las regiones calidísimas del Asia Meridional, estaba vestido de ligerísima franela blanca. Sobre la cabeza, no obstante, en lugar del caparazón de caña de bambú, llevaba un casquete rojo, con un gran lazo de lana azul, semejante a aquellos que suelen llevar los griegos y los levantinos del Mediterráneo.
Apenas salió de aquella abertura, se desperezó los miembros, entrecerrando varias veces los ojos, como si sus pupilas no pudiesen afrontar de golpe la intenta luz que entraba por la escotilla abierta de par en par, luego dijo:
—¡He aquí que las venganzas cuestan caras...! ¡Veintidós días de cautiverio y siempre inmerso en la oscuridad...! Solamente un griego como yo puede resistir semejante prueba.
—¿Qué puedo ofrecerle, sahib? —preguntó Sidar que lo contemplaba estático.
—Bebería con gusto uno de aquellos cafés que saben preparar en Esmirna y en Constantinopla, pero tú no sabes ni siquiera qué es. Tráeme algún líquido infernal que me galvanice. Tu amo tendrá botellas, supongo. Un rajá jamás se pone en viaje si antes no se ha provisto bien.
—¿Ginebra?
—¡Ve por la ginebra!
El indio abrió un pequeño armario y presentó al europeo una taza y una botella casi llena.
—¿Dónde han ido? —preguntó, después de haber vaciado un par de tazas.
—Donde cierto sultán de Labuk —respondió Sidar.
—¿Quién es ese?
—Parece que es amigo del terrible hombre que comanda a los piratas malayos.
—¿No vendrá nadie a molestarnos?
—No, porque he mandado a toda la tripulación a tierra y he retirado la escala. Estamos solos, sahib.
—¿No han tenido ninguna sospecha sobre mi presencia a bordo de este yacht?
—¿Y cómo, sahib? Cuando me han mandado a Rangún a adquirir este leño, te he hecho preparar secretamente el escondite y nadie ha sabido nada. Tú podrías permanecer a bordo incluso años enteros con plena tranquilidad.
—¡Bella cárcel que me ofreces, khidmatgar...! —gritó el europeo que parecía exasperado—. ¡Yo no soy ya un ratón para vivir en el fondo de una bodega...! ¿Entonces se me cree efectivamente muerto en la corte de Assam?
—Nadie ha hablado más de ti.
—¡Imbéciles...! ¿No se han ocupado de hacer buscar mi cuerpo?
—No lo habrían encontrado, porque, apenas te he visto caer, aprovechando la confusión que reinaba en aquel momento en el palacio, te he sacado enseguida.
—¡Estúpidos...! ¡Se necesitan más que dos o tres balas para matar al favorito del rajá...! Los griegos tienen la piel dura, y la de Teotokris es más dura que la de todos los griegos del Archipiélago y del Levante. ¡Ah...! ¡Se me cree muerto...! ¡Mi querido señor Yanez, príncipe consorte de Surama, le haré un día ver cómo aún estoy vivo! ¡Por todas las furias del infierno...! Daré golpe sobre golpe, y vengaré a aquel desgraciado ex rajá de Assam, que se apaga lentamente, soñando siempre con ser el esposo de Surama. Cuando haya abatido a estos hombres, no será mas que un juego para mí arrancar a aquella mujer el trono. ¡Ah...! ¡Ah...! ¡No conocen aún quién es Teotokris el griego...! Sidar, dame un cigarro. Hace veintitrés días que no fumo uno.
El khidmatgar tomó del armario una caja de laca llena de cigarrillos de distintos tipos y de cigarros. El griego tomó un rokok, un cigarro pequeñísimo enrollado en una hoja de nipa, muy delicioso, luego se tendió sobre una cómoda silla de bambú poniendo una pierna sobre la otra.
—Ahora conversemos de nuestros asuntos, Sidar —dijo, después de haber lanzado al aire tres o cuatro chorros de humo perfumado.
—Estoy a tus órdenes, sahib —respondió el indio—. ¿Has oído aquello que ha narrado hace poco el Tigre de la Malasia?
—No se me ha escapado una palabra —respondió el griego—. Se diría que estos hombres son conquistadores de tronos.
—¿Qué piensa de todo esto?
—Que nunca se me ofreció una ocasión mejor para vengarme de estos aventureros y sobre todo de aquel Yanez. ¿Has conseguido saber quién es su adversario?
—Mi amo no tiene secretos para mí, y por eso nada puede escapárseme. Ellos van muy lejos, por lo que parece, hacia un lago que se llama Kinabalu, que yo, hasta ahora, jamás había oído nombrar.
—Tú eres un estúpido, Sidar. Borneo no está en la India, ni Assam. Ni siquiera yo sé dónde se encuentra, pero, si lo ignoramos nosotros, no será desconocido para los salvajes que habitan esta isla. Se trata de abocarse con alguno de ellos, de conquistar su confianza con regalos o con dinero y hacerme conducir donde aquel rajá blanco, que estos bribones, injustamente o con razón, quieren destronar como aquel pobre Sindhia.
—Yo podría tenerlo a mano a aquel hombre —dijo Sidar.
—¡Tú...!
—Sí, sahib. Yo he sabido que estos piratas han hecho prisionero a un dayak que había sido encargado, por lo que he podido entender, de espiarlos por encargo del rajá del lago.
—¿Estás bien seguro de lo que dices?
—Estaba presente cuando el Tigre de la Malasia contó esto a mi amo.
—¿Lo has visto a aquel dayak?
—Sí, sahib.
—¿Qué tipo es?
—Me pareció un hombre muy astuto y muy inteligente.
—¡Por todas las furias del infierno...! ¿Tendré yo tanta suerte? ¿Cómo podría ver a aquel hombre?
—Es algo muy simple —respondió Sidar—. Cuando mi amo está ausente, soy yo quien comanda. ¿Quién me impide decir a los malayos que lo vigilan, de conducirlo a bordo del yacht para mayor seguridad?
—¿Y cuándo regresará Yanez?
—Yo no estaré seguramente más aquí, amo. Si tú partes, yo te seguiré. Tú me has prometido vengar al ex rajá de Assam que fue siempre generoso de favores, tanto a mí como a ti: mata al usurpador, y mi cuerpo y mi alma serán tuyos, sahib.
—¿Quién vigila a aquel hombre?
—Hay dos malayos en la cabaña —respondió Sidar.
—Querrán subir también ellos a bordo.
—¿Y eso?
—Nos darán problemas.
El indio se sacó de una oreja un anillo bastante grueso y tocó una pequeña muesca mostrando un agujerito.
—Aquí hay suficiente para adormecer a diez hombres —dijo luego.
—¿Conseguirá entendernos aquel prisionero? —preguntó el griego.
—Todos los hombres del Tigre de la Malasia hablan la lengua inglesa —respondió el indio—. Si aquel prisionero, como he oído narrar, fue parte de las bandas del pirata, bien o mal lo comprenderá también él, me imagino.
—Es una carga peligrosa la que tú me propones —dijo el griego—. Se podría perder de un golpe solo la partida.
Tomó otro rokok, lo encendió, y por un minuto fumó en silencio, frunciendo de vez en cuando la frente y agitando nerviosamente la pierna que apoyaba sobre la otra.
—¿Cuándo regresarán? —preguntó de pronto al indio, que estaba siempre delante de él en una actitud respetuosa.
—Mañana a la noche, sahib.
—¿Estás seguro de poder hacer trasladar aquí al dayak?
—Supongamos que mi amo junto con el Tigre de la Malasia me hubiesen dado esta orden antes de partir. ¿Quién lo pondría en duda?
—Eres bribón como los levantinos —dijo el griego.
—No sé quiénes son.
—Personas que no te interesan en absoluto en este momento. ¿Qué hora es?
—Son las tres, sahib.
—Ve a intentar el golpe.
—¿Está decidido, sahib?
—Sin aquel hombre no podría hacer nada, y sin un guía seguro y fiel no sé si conseguiría alcanzar al rajá del lago y es necesario que lo vea a toda costa. Es allí que el usurpador del trono de Assam ajustará cuentas conmigo.
—Debo advertirle, sahib, que aquel hombre tiene una pierna quebrada y que no sé cómo hará para guiarnos en el interior de esta inmensa tierra.
—¡¿Quién se la ha partido?!
—El Tigre de la Malasia.
—Contrataremos gente y lo haremos transportar. Tendremos tiempo de pensar en esto. Cierra la puerta con dos vueltas de llave, has traer a aquel hombre a un camarote aquí cerca y déjame pensar a mí el resto. Deja aquí la botella y también los cigarros y regresa pronto.
Mientras el indio se apresuraba a salir, cerrando la puerta con doble vuelta, el griego encendió un tercer rokok y bajó la cortina de seda roja de la escotilla, para no exponerse al peligro de ser divisado por algún hombre de la tripulación, y se puso a pasear por el estrecho camarote.
—Era tiempo de desentumecer las piernas —murmuró—. ¡Veintitrés días, casi siempre inmóvil y siempre en la oscuridad como un topo...! ¡Es verdad que las venganzas es necesario pagarlas a veces muy caras...! ¡Mi querido señor Yanez, usted creía que yo estaba muerto y que no le daría ningún fastidio más...! ¡No conoce a los griegos del Archipiélago, señor mío! Yo he perdido la terrible partida que habíamos empeñado en Assam, aquella partida que me ha eliminado los favores de aquel pobre rajá y que a usted ha dado la corona, pero ahora nosotros la jugaremos aquí. Seré un adversario implacable y doblemente peligroso, porque usted ignora de qué parte caerá el peligro. ¡Extraño destino...! Nacido pescador de esponjas, termino mi existencia entre príncipes más o menos salvajes.
El griego se alisó la larga barba negra con visible satisfacción y volvió a encender el tercer o cuarto cigarrillo, entrecerrando los ojos como si tuviese la intención de tomarse una siesta.
Había transcurrido una media hora, cuando un golpe violento contra la tablazón del yacht lo hizo brincar en pie. Parecía que una chalupa hubiese abordado el leño. Arrojó el rokok ya apagado, se arrimó silenciosamente a la escotilla, alzó la cortina de seda y lanzó fuera una rápida mirada.
No se había engañado. Una ballenera había chocado el yacht en cercanía de la escala que había permanecido bajada.
Contenía solamente cuatro hombres: el indio, dos malayos provistos de remos y un salvaje de colorido amarillo broncíneo que estaba tendido sobre una especie de palanquín apoyado sobre dos bancos centrales.
—Aquel Sidar es más astuto y más resuelto de lo que creía —murmuró Teotokris—. ¡Vayan a estudiar a estos indios...! Parecen impasibles estatuas de bronce, mientras tienen en las venas sangre no peor que la de los levantinos. Lo tengo en el puño y haré de él lo que yo quiera.
Se retiró lentamente, dejando caer con precaución la cortina y volvió a sentarse, diciendo:
—Esperemos.
Oyó deslizar las poleas, luego personas caminar sobre el puente, por consiguiente pasos que descendían la escalera del castillo de popa y la voz de Sidar, que decía:
—Aquí, en este camarote... estará más seguro que en tierra. Es un hombre demasiado valioso y mi amo quiere tenerlo a mano. Y luego aquí hay dos piezas de artillería y, si sus amigos intentan sacarlo, tendrán que hacerle frente a la ametralladora.
—¡Un verdadero pillo! —murmuró el griego—. Si aquel pobre Sindhia hubiese tenido diez de estos hombres, muy probablemente no habría perdido tan estúpidamente la corona de Assam.
Oyó todavía un golpear de puertas, luego la llave que giraba en la cerradura.
—¿Eres tú? —preguntó en voz baja.
—Sí, sahib —respondió Sidar, también a media voz.
—Entra.
La puerta se abrió silenciosamente, y Sidar apareció diciendo:
—Está hecho, amo.
—¿Te han hecho alguna observación?
—No, sahib; es más, han plenamente aprobado mi disposición.
—¡Imbéciles...! ¿Está débil el herido?
—Se diría que está mejor que tú y que yo —respondió Sidar—. Estos salvajes poseen una fuerza de ánimo excepcional.
—¿Has intentado hablarle en inglés?
—Sí; y me ha entendido perfectamente.
El griego respiró como si le hubiesen quitado una roca del pecho.
—Ahí estaba mi duda —murmuró—. ¡Ahora a nosotros dos, príncipe consorte de Assam! Veremos cómo atravesarás las grandes florestas que conducen a aquel lago misterioso.
Luego, volviéndose a Sidar, preguntó:
—¿Qué hacen los dos malayos que vigilan al prisionero?
—Beben —respondió el indio estrujando los ojos.
—¿La muerte o el sueño?
—El sueño.
—Da igual —murmuró el griego—. ¿Cuánto tiempo se necesita antes de que se duerman?
—Apenas una media hora.
—Lléname las copas y dame otro cigarrillo.
Llevó, sin hacer ruido, la silla delante de la escotilla, alzó un poco la cortina de seda, encendió el rokok que Sidar le ofrecía y pareció que se sumergía en profundos pensamientos, mirando distraídamente la infinita extensión del mar centelleante de luces.
Sidar se había colocado detrás suyo, siempre en espera de órdenes. Se entendía que el griego ejercía sobre el indio una influencia ilimitada.
Había apenas transcurrido media hora, cuando ambos fueron arrancados de sus meditaciones por un golpe sordo que parecía producido por la caída de un cuerpo humano sobre el piso del cercano camarote.
El griego se había alzado de golpe.
—Uno se ha desplomado —dijo.
—Esperemos al otro, sahib —respondió Sidar.
—¿No dará la alarma?
—No estará en grado ni siquiera de alzarse. El narcótico que poseo actúa rápidamente, quita no sólo las fuerzas, sino también la voz. ¡Uf...! Aquí está el otro que ha caído. Ven, sahib: ya estamos seguros de no tener incómodos testigos.
Abrió la puerta, subió la escalera impulsándose hasta la toldilla para asegurarse de que nadie había llegado a bordo, luego volvió a descender rápidamente y entró en el camarote vecino.
El griego lo había prontamente seguido, teniendo en mano, por precaución, un largo y afiladísimo puñal.
Sobre un catre, estrechamente atado, yacía Nasumbata. En tierra, uno junto a otro, con las manos estrechadas alrededor de dos botellas ya completamente vacías, se encontraban los dos malayos de guardia.
El narcótico debía haber sido muy potente, porque tenían ambos la rigidez de los cadáveres.
—¿No se despertarán aunque nos oigan hablar? —preguntó Teotokris a Sidar.
—No lo harán por veinticuatro o quizá treinta horas —respondió el indio—. Podría cantar, bailar y hacer resonar el tamtan.
El griego miró a Nasumbata que parecía no poco impresionado por aquella visita inesperada y por la caída de los dos malayos de guardia.
—¿Comprendes la lengua inglesa? —le preguntó.
—Bastante —respondió el dayak.
—Nosotros sabemos quién eres tú.
Nasumbata abrió los ojos, manifestando un vivo estupor.
—Y nosotros te hemos hecho conducir aquí para liberarte —continuó el griego—, porque nosotros somos enemigos de los hombres que te han arrestado.
—¡Ustedes...! —exclamó el salvaje.
—Nosotros sabemos que tú eres el hombre encargado de advertir al rajá del lago de la expedición que está organizando el Tigre de la Malasia a sus dominios.
—¿Quién te lo ha dicho, señor?
—No te preocupes: lo sabemos y basta. ¿Quieres ser libre y reanudar tu marcha hacia el misterioso lago?
—¿Y me lo preguntas? Es mi vida que tú salvas, porque estoy más que seguro que el Tigre de la Malasia no perdonará mi traición.
—Pongo no obstante condiciones.
—Habla, señor.
—¿Tú conoces a aquel rajá?
—Sí: he sido uno de sus guerreros.
—¿Es verdad que es un hombre blanco?
—Es un inglés.
—¿Sabrías conducirme con él?
—El camino de los grandes bosques no es desconocido para Nasumbata.
—Si tú me prometes hacerme tener un abocamiento con el rajá del lago, esta noche tú serás libre.
—Lo juro sobre Batara.
—¿Quién es?
—Mi Dios.
—Ve por el señor Batara —dijo el griego, irónicamente—. ¡Tú no obstante estás herido!
—El Tigre de la Malasia me ha partido una pierna.
—¿Cómo podremos nosotros transportarte a través de las florestas?
Nasumbata sonrió.
—Todos los dayak de la costa me conocen —dijo—. Hazme conducir a la aldea que yo te diré, señor, y donde tengo varios parientes, y organizaremos una pequeña caravana de portadores.
—¿Se podrán contratar también guerreros?
—El dayak ha nacido para la guerra —sentenció Nasumbata.
—¿Quiere decir que pagando podré obtener una escolta?
—Y numerosa cuanto quieras, especialmente con mi apoyo.
—Entonces haremos sudar frío a los enemigos del rajá del lago. Sabe mientras tanto que yo, en un país muy lejano y que quizá habrás oído nombrar, en la India, he sido un gran guerrero.
—Basta verte para creerte, sin ninguna prueba —respondió el dayak—. Y luego todos los hombres blancos son grandes guerreros.
—¿Entonces tú aceptas mi propuesta? —preguntó el griego.
—¿Quién rechazaría la libertad que salva la vida, señor?
—¿Está lejos aquella aldea tuya?
—Apenas dos horas.
—¿Sabrías calarte en una chalupa?
—A mí me bastan los brazos.
—Esperemos que el sol se ponga y que la oscuridad envuelva el mar. Puedes descansar hasta aquel momento.
—Gracias, señor. ¿Y estos dos malayos? ¿No se despertarán?
—Haz de cuenta que están muertos. Nos volveremos a ver más tarde.
El griego salió, seguido por Sidar que no había pronunciado una sola palabra, y regresó a su camarote.
Volvió a alzar un momento la cortina y miró hacia la playa. Los malayos y la tripulación del yacht estaban terminando la construcción de cabañas, sin ocuparse de los veleros que danzaban dulcemente en sus anclas a menos de cuarenta metros del atracadero.
—Todo va bien —murmuró.
Paseó algún minuto alrededor del camarote con el rostro ensombrecido, luego deteniéndose bruscamente delante de Sidar, le preguntó:
—El yacht tiene un pequeño depósito de pólvora, ¿es verdad?
—Sí, sahib —respondió el indio—. ¿Por qué me hace esta pregunta?
¿Dónde se encuentra? —preguntó en cambio el griego.
—Bajo el castillo de popa.
—¿Quién tiene la llave?
—Yo.
—Házmelo ver.
—¿Qué quiere hacer, sahib?
—Dejarle al príncipe consorte de la rani de Assam un mal recuerdo de mi fuga. ¡Qué diantre...! ¿Creíste que me iría como un ladrón sin botín? Ustedes los indios a veces son verdaderos estúpidos; sin embargo se las dan de astutos. Deberían tomar algunas lecciones de los griegos del Archipiélago. Vamos, muéstrame el depósito de la pólvora.
Sidar se inclinó sin responder; sacó del pequeño armario una llave e hizo señas al griego de seguirlo.
Salieron del castillo de popa, pasaron a la bodega desplazando una tabla y descendieron en la sala de popa que estaba iluminada por una linterna a fin de que la tripulación, en el caso de un imprevisto regreso de los dayak que los habían asaltado en la bahía de Kudat, pudiese proveerse prontamente de municiones para las dos piezas de artillería.
—Es aquí —dijo Sidar indicando una puerta.
—Abre —respondió el griego arrancando la linterna.
El indio obedeció y se encontraron enseguida en una oscura cabina que estaba llena de barrilitos cercados de hierro y de cajas medio llenas de proyectiles y de metralla.
—¿Hay mechas aquí? —dijo Teotokris.
Sidar le indicó un barrilito que estaba casi lleno.
El griego tomó una de las más largas, bajó la linterna a fin de no correr el peligro de saltar por el aire, y golpeó con los nudillos de los dedos varios recipientes.
—¡Este! —dijo—. Debe haber aquí dentro al menos treinta libras de pólvora de cañón. ¡Qué bella llamarada...!
Sacó con precaución el tornillo inferior y dejó salir una media libra del terrible explosivo.
—¿Qué hace, sahib? —preguntó Sidar, espantado.
—Preparo mi mina —respondió el griego, enterrando en el montón una extremidad de la mecha—. ¡Verás qué espectáculo! Lo veremos no obstante de lejos.
—¿La nave saltará?
—Es lo que deseo.
—¿Y aquellos dos malayos?
—Que el diablo se los lleve al infierno. Yo no tengo tiempo de ocuparme de ellos.
Midió atentamente la mecha sirviéndose de los dedos.
—Durará cinco o seis minutos —dijo luego—. Cuando el yacht salte por los aires, nosotros estaremos bien lejos, y este será mi primer saludo que daré a estos bandidos que me han hecho perder una posición envidiable junto al rajá de Assam.
Hizo oír una risa estridente, burlona, y salió de la santabárbara, volviendo a su camarote. Sidar lo había seguido.
—Busca si hay algo de comer —dijo Teotokris—. No cuentes con la reserva de mis víveres. Están casi todos estropeados.
El indio salió y poco después regresó trayendo en un canasto un soberbio jamón salado, bizcochos y una botella de vino.
El griego sentado delante de una mesita, tomó un cuchillo y se puso a cortar generosas rebanadas, disponiéndolas en capas sobre algunas galletas que había encontrado en el fondo del canasto.
Se puso a comer sin prisa, regando la cena con copas de vino de España. Cuando hubo terminado, el sol ya había desaparecido y la oscuridad había caído sobre el mar y sobre la costa borneana.
—¿Quiere más, sahib? —preguntó el indio.
—Un rokok todavía, luego ve a preparar la chalupa.
—Está lista.
—Fija un grueso calabrote a la serviola de estribor para que el prisionero pueda descender.
—¿Y luego?
—Pon armas en la chalupa, cuantas puedas encontrar.
—La armería está bien provista.
—Y un barril de pólvora y un saco o dos de balas. En los grandes bosques nos será necesario lo uno y lo otro.
—Tus órdenes serán cumplidas.
El griego lo despidió con un gesto, luego volvió a tenderse sobre la poltrona de bambú, saboreando el cigarro.
De la escotilla abierta de par en par entraban brisas de aire fresco, perfumado. A lo lejos los malayos y los indios del yatch canturreaban, mezclando sus voces al retumbar de la resaca.
Extraños centelleos, que ahora se habían vuelto más intensos y que ahora se desvanecían bruscamente, aparecían sobre el mar.
Medusas y noctilucas subían a flote en miríadas y miríadas, aclarando las aguas vueltas ya color de la tinta.
El griego continuaba fumando, respirando de vez en cuando, a pleno pulmón, el aire nocturno.
De pronto se alzó.
A lo lejos una luz pálida aparecía, cambiando el color de las aguas: era el primer cuarto de luna que subía dulcemente sobre el horizonte.
—¡Sidar...! —llamó.
El indio que probablemente estaba sentado junto a la puerta del camarote, entró.
—¿Está todo listo? —preguntó.
—Sí, sahib.
—Vamos a buscar al herido.
—Sígame.
Entraron en el camarote contiguo.
Nasumbata estaba despierto y se agitaba, impaciente por hacerse a la mar.
El griego le cortó las ligaduras, lo tomó entre los brazos y lo llevó a la toldilla, con la misma facilidad, con la que habría llevado a un niño.
—Desciende primero tú, Sidar —dijo Teotokris—. ¿Hay armas en la chalupa?
—Nada falta.
—Prepara tres carabinas. Podríamos tener necesidad.
Luego puso con cuidado al dayak sobre la amura, diciéndole:
—Agárrate a la cuerda y déjate deslizar. Cuidado con no mandar ningún grito.
—Aunque debiese perder la pierna herida, yo no hablaré.
—¿Y tú, sahib? —preguntó Sidar.
—No te pido mas que medio minuto —respondió el griego—. La mecha me espera hace un par de horas.
—Cuidado, sahib, de no saltar también tú.
—Sé lo que son las mechas —respondió el griego.
Volvió a descender rápidamente en el castillo de popa, entró en el pequeño almacén de la pólvora, abrió la linterna que había tomado al pasar, y dio por consiguiente fuego a la mecha.
Cuando la vio centellear y la oyó crepitar, mandando al aire algún punto luminoso, se alzó, apagó la linterna y subió corriendo las escaleras. Nasumbata y Sidar habían ya descendido a la chalupa.
El griego se agarró al calabrote y en un instante los alcanzó.
—¡A los remos, Sidar, y boga fuerte! —dijo—. La explosión será ciertamente violentísima.
La ballenera se hizo rápidamente a la mar, dirigiéndose hacia el levante.
Sobre la playa malayos e indios cantaban alrededor de las hogueras, no sospechado nada. Habían terminado la cena, y probablemente se preparaban para alguna danza nocturna.
La ballenera, impulsada por dos pares de remos enérgicamente maniobrados, estaba ya lejos tres o cuatro cables, cuando un rayo deslumbrante desgarró imprevistamente la oscuridad, seguido por un estruendo espantoso. Una inmensa nube de humo se alzó hacia el cielo, luego se abatió sobre el mar bajo un golpe de viento.
¡El yacht de Yanez había saltado!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cobra de anteojos: “Cobra-capello” en el original, llamada “cobra india” o “cobra de antojos” (Naja naja), es una especie de serpiente venenosa de la India. Es famosa por el capuchón que despliega alrededor de su cabeza cuando se encuentra excitada o amenazada.

Sahib: Es el honorífico árabe que equivale a “señor” o “don”. Se utiliza como término de respeto en el subcontinente indio.

Faquir: “Fakiro” en el original, en la India, asceta que practica duros ejercicios de mortificación.

Levantinos: Natural del Levante, especialmente de las comarcas mediterráneas correspondientes a los antiguos reinos de Valencia y Murcia.

Esmirna: Segundo puerto más importante de Turquía, sobre la costa egea, cerca del golfo del mismo nombre.

Constantinopla: Nombre histórico de la actual ciudad de Estambul, Turquía.

Rokok: Significa cigarrillo en indonesio. Es el nombre malayo de un cigarro sutil pero no siempre pequeño. Odoardo Beccari, explorador y botánico italiano, cuenta haber fumado largos de hasta 30 centímetros. Actualmente se denominan así a los cigarrillos en malayo.

Nipa: Del malayo “nipah”. Planta de la familia de las Palmas, de unos tres metros de altura, con tronco recto y nudoso, hojas casi circulares, de un metro aproximadamente de diámetro, partidas en lacinias ensiformes reunidas por los ápices, flores verdosas, separadas las masculinas de las femeninas, pero todas en un mismo pedúnculo, y fruto en drupa aovada, de corteza negruzca, dura por fuera y estoposa por dentro, que cubre una nuez muy consistente. Abunda en las marismas de las islas de la Oceanía intertropical. De sus hojas se hacen tejidos ordinarios, y muy especialmente techumbres para las barracas o casas de caña y tabla de los indígenas.

Tablazón: “Fasciame” en el original, conjunto o compuesto de tablas con que se hacen las cubiertas de las embarcaciones y se cubre su costado y demás obras que llevan forro.

Tamtan: “Tam tam” en el original, es un tambor africano de gran tamaño, que se toca con las manos.

Batara: “Datara” en el original, también “Petara”, deriva del sánscrito “Bhattara” (“Señor”, “Maestro”). Los dayak de la costa lo describen como el creador del cielo y la tierra y de todas las cosas, incluyendo el sol, la luna y las estrellas.

Rani: “Rhani” en el original, del hindi “rānī” y esta del sánscrito “rā́jñī” que significa “reina, princesa”. Es la esposa del “rajá” o una soberana en la India.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto, 30 lb equivalen a 13,61 kg; 0,5 lb equivalen a 0,23 kg.

Santabárbara: “Santabarbara” en el original, es el pañol o paraje destinado en las embarcaciones para custodiar la pólvora.

Calabrote: “Gherlino” en el original, es un cabo grueso hecho de nueve cordones colchados de izquierda a derecha, en grupos de a tres y en sentido contrario cuando se reúnen para formar el cabo.

Serviola: “Grua di cappone” en el original, es un pescante (brazo de una grúa) muy robusto instalado en las proximidades de la amura y hacia la parte exterior del costado del buque. En su cabeza tiene un juego de varias roldanas por las que laborea el aparejo de gata. El capón, traducción de “cappone” es la cadena o cabo grueso, firme en la serviola, que sirve para tener suspendida el ancla por el arganeo.

Cables: “Gòmene” en el original, es una unidad de longitud náutica utilizada para medir distancias cortas o la profundidad de un cuerpo en el agua. Es considerada arcaica e imprecisa y cayó prácticamente en desuso. Por definición, un cable es la décima parte de una milla náutica, o sea 185,2 metros. Por lo tanto, 3 cables equivalen a 555,6 m; 4 cables equivalen a 740,8 m.

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