viernes, 14 de diciembre de 2018

VI. Los misterios de las florestas


Hacia el ocaso del día siguiente, la barcaza a vapor regresaba a la bahía de Marudu, llevando a Sandokan, Yanez, Tremal-Naik, Kammamuri y quince malayos.
Fue para todos un golpe fulminante enterarse que el yacht había saltado por el aire junto con Nasumbata, el khidmatgar y los dos malayos de guardia, porque no podían exactamente saber cómo habían ido las cosas.
Los cuatro hombres, después de haber interrogado a malayos e indios, se habían reunido en la playa, mirando hacia el lugar que veinticuatro horas antes el yacht ocupaba.
—Vamos, Yanez —dijo Sandokan que aparecía un poco preocupado—. ¿Qué dices de este inesperado desastre?
—¡Por Júpiter...! —exclamó el portugués que no parecía menos impresionado ni menos sorprendido—. Yo me preguntaba en este momento si tú estás verdaderamente seguro de tus hombres.
—Cuando tú estabas con los cachorros de Mompracem, ¿alguna vez te has percatado de que pudiese haber traidores?
—Pero, hermanito. Tú, para ellos, has sido siempre una especie de semidiós.
—Entonces, si ha sido un traidor, no se encontrará entre mis malayos —dijo Sandokan.
—Es aquello lo que pensaba en este momento —respondió Yanez.
—¿Estabas seguro de tu khidmatgar?
—¡Confiar en estos indios! ¡Cuando crees tenerlos fidelísimos, te la juegan, y cómo...!
—Entonces prefiero a mis malayos y a mis dayak.
—¡Eh...! Parece que un dayak te ha dado ya preocupaciones.
—¡Era un falso dayak!
—Yo no sé si era falso o qué, sólo sé que el yacht ha saltado por el aire y que aquel preciado Nasumbata ha desaparecido.
—Saltando con el yacht.
—¿Quién te dice, Sandokan?
—¿Dudas?
Yanez puso una mano sobre el hombro derecho del Tigre de la Malasia y le dijo, sonriendo:
—Hermanito, solías ser más desconfiado.
—¿Qué quieres decir, Yanez?
—Que aquel bribón de khidmatgar y Nasumbata nos la han jugado.
—¿Por qué motivo? —preguntó Tremal-Naik—. Tu mayordomo se te había encariñado, o al menos parecía.
—Al menos parecía —dijo Yanez—. Bien dicho.
—¿Tenías quizá alguna duda de él? —preguntó Sandokan.
—Ninguna hasta ayer a la mañana, pero ve tú a estudiar el corazón de los indios. Yo lo he intentado varias veces, y no he conseguido comprender mas que dos solos: el de Tremal-Naik y el de Kammamuri.
—¡Ah...! ¡Yanez...! —exclamó Tremal-Naik, riendo.
—Tienes razón —dijo Sandokan—. ¿Entonces qué quieres concluir?
—Que no veo nada claro en este asunto del yacht.
—No obstante lo veo bien yo.
—¿Qué quieres decir, Sandokan?
—Que ha saltado por el aire y que se encuentra a quince metros bajo el agua.
—Flaca conclusión, hermanito.
—Evidentísima, no obstante.
—No lo niego —respondió Yanez.
—¿Estaba bien provista tu caja?
—No contenía mas que siete u ocho mil rupias.
—Que habrán pasado a los bolsillos de tu fidelísimo khidmatgar.
—Es probable, Sandokan.
—Entonces concluyamos.
—Te espero.
—Ahora que tu yacht no existe más, podemos prescindir de la protección del sultanato de Labuk, porque mi barcaza y mis praos pueden remontar cómodamente el Marudu. Ahorraremos camino y estaremos también más seguros.
—¿Sabes dónde termina aquel río?
—Lo ignoran incluso los dayak. Sé no obstante que se adentra en la isla y que su curso no es breve. A bordo de nuestros leños podremos defendernos mejor y evitar feas sorpresas. Si el rajá del lago, como supongo, ha sido ya informado de nuestros proyectos, no dejará de obstaculizarnos la marcha en todas las formas posibles, y tú sabes como yo cómo son de peligrosas las densas florestas.
—Las emboscadas jamás me han gustado —dijo Yanez—. Siempre he preferido combatir al aire libre.
—Y yo, hijo de la jungla, no menos que tú —añadió Tremal-Naik.
—Entonces podemos partir —dijo Sandokan—. No demos tiempo al rajá del lago de organizar la defensa.
—¿Y la kota que has conquistado?
—A nosotros no nos puede servir, Yanez —respondió el Tigre de la Malasia—. Está demasiado lejos del lago.
—Pienso que podría servirnos de punto de apoyo en caso de que nosotros nos viésemos forzados a batirnos en retirada. Cincuenta hombres, guiados por nosotros y bien armados, pueden bastar para mandar al aire a los súbditos de aquel pillo.
—Quizá tú no estés equivocado. Encargaremos a Sambigliong de mantener la fortaleza con una veintena de hombres. Vamos, apresurémonos.
Fueron enseguida impartidas las órdenes a los malayos y a los indios y fue mandado un mensajero a Sambigliong, a fin de que enviase a la costa una decena de sus hombres y mantuviese fuertemente la kota hasta el regreso de la expedición.
Al mediodía, después del almuerzo, la barcaza llevaba a remolque los praos, encaminándose lentamente hacia el Marudu, un amplio curso de agua aún no explorado, pero que se sabe que se adentra por varios centenares de millas en la inmensa isla.
Sandokan, Yanez y Tremal-Naik habían tomado su lugar en la barcaza que, estando provista de puente, no carecía de camarotes, mientras los praos, que eran pequeños veleros, estaban absolutamente desprovistos.
Los malayos ya se contentaban normalmente con el attap, un pequeño cobertizo que se levanta entre los palos trinquete y mayor y que es más que suficiente para repararlos en aquellos climas calidísimos interrumpidos sólo por furiosos aguaceros que no duran más de media hora.
A las dos, la escuadrilla llegaba a la desembocadura del río, desembocadura bastante ancha, aun cuando tuviese esparcidos innumerables bancos de arena cubiertos por una soberbia vegetación, y comenzaba la remontada sin haber notado nada de extraordinario.
Los dayak que habían asaltado el yacht, no se habían hecho ver más, por temor quizá de tener que sufrir otra y más desastrosa derrota. Su ausencia por otra parte no tranquilizaba en absoluto a Sandokan y tanto menos a Yanez. Ambos estaban casi seguros de volverlos a ver en algún lugar, conociendo el carácter vengativo de aquellos indomables isleños.
—Si Nasumbata no ha saltado junto con el yacht, los impulsará por cierto contra nosotros —había dicho Sandokan.
Superada la barrera sin haber divisado ningún ser viviente, estando las costas septentrionales del Borneo muy poco pobladas a causa de las incesantes correrías de los piratas, la flotilla avanzó sobre el río.
El curso de agua, ancho en más de doscientos metros, se desarrollaba soberbiamente, mostrando dos orillas cubiertas de inmensos bosques que formaban como dos paredes impenetrables, siendo tan densas las plantas.
A diestra y a siniestra se alzaban inmensas arengas sacchariferas, bananos monstruosos que lanzaban sus espléndidas hojas en todas direcciones, palmitos, pombos cargados de cítricos, grandes como la cabeza de un niño, mangostanes, cedros gigantescos y también no pocos upas, los árboles que esconden bajo su corteza el veneno que no perdona, y del cual se sirven los dayak para bañar la punta de sus flechas.
Loris rojos, cacatúas candidísimas con un bellísimo penacho amarillo, terengulones con el dorso color esmeralda, el vientre amarillo dorado y la cola azulada saltaban entre las ramas y entre los rotang, mientras sobre las altas cimas parloteaban ruidosamente bandadas de papagayos de plumas multicolor.
—He aquí un verdadero paraíso para los cazadores —dijo Yanez, que estaba sentado en la proa de la barcaza haciendo estragos con los cigarrillos—. Pecado tener tanta prisa.
—Tendrás tiempo de desahogarte más tarde —respondió Sandokan que estaba al lado—. Este río no debe ser muy largo, y estaremos obligados a hacer un largo paseo entre las florestas. El lago está lejos.
—¿Y qué haremos con los praos y las barcazas?
—El país está poco poblado y encontraremos siempre algún lugar para esconder una y otros. ¿No te acuerdas cuando arribamos a Labuan? Nuestros leños siempre los hemos encontrado.
—¡Siempre y cuando no nos espíen!
—¿Y quién?
—Aquel maldito Nasumbata lo tengo siempre delante de los ojos.
—No tenemos prueba de que él esté todavía vivo.
—El estallido del yacht no me ha convencido. Es imposible que haya saltado por sí mismo.
—Nasumbata tenía una pierna rota, Yanez.
—Pudo haber tenido cómplices.
—Sí, en tu khidmatgar.
—Sin embargo me cuesta creer que aquel hombre me haya traicionado. ¿Y luego con qué propósito? No puede conocer al rajá del lago, porque jamás ha estado en el Borneo.
—Este es un misterio, mi querido, que quizá un día aclararemos. Algún traidor hay, de esto estoy más que seguro. Que sea Nasumbata u otro, esto no lo sé. Esperemos y veamos.
En aquel momento un grito estridente se alzó sobre la orilla izquierda, seguido por un estruendo que parecía producido por el batir de un gigantesco tamtan. Sandokan y Yanez se habían prontamente alzado, aferrando las carabinas que estaban apoyadas en la amura, al alcance de la mano.
Los malayos y los indios los habían enseguida imitado, apuntando al mismo tiempo las espingardas hacia las dos orillas.
—¿Qué sucede, amigos? —preguntó Tremal-Naik, corriendo a proa—. ¿Ha sido algún animal que ha mandado aquel grito?
—Sí, un animal que luego se divierte ejecutando el tamtan —dijo Yanez—. ¿Alguna vez has visto en tu jungla negra bestias tan extraordinarias?
—No, en serio —respondió el indio—. ¿Habrá sido alguna señal?
—¡Seguro! —dijo Sandokan—. Yo apostaría un prao contra una simple canoa, a que los dayak que nos han dado batalla han desembarcado en la desembocadura del Marudu, antes de que lleguemos nosotros y ahora nos siguen marchando a través de los bosques.
—No me extrañaría —dijo Yanez—. Si quieren asaltarnos, deberán arrojarse a nado.
—Nos esperarán en las orillas.
—No tenemos ninguna necesidad de desembarcar.
—Te engañas, Yanez.
—¿Por qué, Sandokan?
—Nuestra provisión de carbón no durará más de cuarenta y ocho horas, y si queremos seguir avanzando, estaremos obligados a descender a tierra para hacer leña.
—¡Por Júpiter! ¡No había pensado en este inconveniente! Afortunadamente somos un buen número y, si bien hemos perdido el yacht, las armas grandes no nos faltan.
—¡Callen! —dijo en aquel momento Tremal-Naik.
El grito estridente se había nuevamente hecho oír, seguido otra vez por aquel retumbar extraño que parecía producido por un enorme martillo dejado caer con toda fuerza sobre una placa de cobre o de bronce.
—Estos fragores vienen ahora de la orilla derecha —dijo Yanez—. Los bribones responden.
—Y nos señalan —añadió Sandokan.
—¿Nos prepararán alguna emboscada? —preguntó Tremal-Naik.
—La noche no la pasaremos ciertamente tranquila —respondió Sandokan—. Parece que están precisamente resueltos a darnos batalla antes de que nos adentremos en las tierras del rajá del lago. Afortunadamente los dayak no poseen mas que pésimas armas de fuego, y sus cerbatanas no tienen mas que un alcance bastante limitado. ¡Eh, maquinista, si es posible, apresura la marcha...! No hagas demasiada economía de carbón. Hay florestas infinitas para quemar sin pagar una rupia ni un rigsdaler.
La barcaza avanzaba con discreta velocidad, aun cuando remolcase a los praos, manteniéndose siempre en el medio del río para evitar alguna sorpresa, pero no tardó en acelerar la carrera.
Las dos orillas se mantenían siempre cubiertas de árboles de dimensiones extraordinarias, envueltos en densas redes de rotang y de nepentes, en medio de las cuales, de vez en cuando, hacían su aparición los siamang, los simios más horrendos de las grandes islas de la Malasia, teniendo la frente baja, los ojos extremadamente hundidos, la nariz ancha y plana, la boca grandísima y la garganta provista de un bocio monstruoso que se dilata solamente cuando su propietario se pone a aullar.
Tienen en cambio un pelaje bellísimo, brillante, de un negro oscuro, que se vuelve muy largo bajo las caderas.
No menos insolentes que otros cuadrumanos, se divierten en hacer muecas y en lanzar sobre la toldilla de la barcaza y de los praos frutas estropeadas y ramas que cortan con sus agudísimos dientes.
También las aves de trecho en trecho hacían su aparición, atravesando el río con velocidad fulmínea. Principalmente eran espléndidos cálaos, de enorme pico amarillo, coronado por una especie de vírgula, que saludaban a los navegantes con gritos estridentes que hacían sobresaltar a Tremal-Naik y a Kammamuri.
Ya el sol estaba por desaparecer detrás de los altísimos árboles que formaban, hacia el poniente, una barrera insuperable, cuando por tercera vez se hicieron oír el grito y el retumbar que habían alarmado a Sandokan y Yanez.
Simios y pájaros habían de golpe escapado, desapareciendo entre las profundidades de las florestas.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez—. ¿Los dayak quieren ofrecernos un concierto?
—Sí, pero a base de escopetazos —dijo Sandokan que observaba atentamente las dos orillas—. Aquellos bribones nos siguen, corriendo como babirusas.
—¿Creerán que nos espantan con sus formidables “boum”? Tenemos también nosotros instrumentos musicales que arrancan no obstante gritos de dolor a quien los oye. ¿Si probamos hacer cantar tu ametralladora, hermanito? Dispara en abanico: se podrían barrer las dos orillas.
—¿Para masacrar inútilmente los rotang y los nepentes? No, Yanez, no derrochemos municiones.
—Sin embargo estas señales me irritan.
—Antes eras más prudente.
—Entonces no era rajá —respondió el portugués, riendo.
—¿Los príncipes indios son entonces tan fácilmente irritables?
—Así parece, hermanito. Es probablemente cuestión de ambiente.
—Finge ser otra vez un cachorro de Mompracem y...
Sandokan se había bruscamente interrumpido viendo al portugués brincar, con un arrebato de pantera, sobre la amura de proa de la barcaza.
—¿Qué tienes, hermano? —preguntó Sandokan, viendo a Yanez arrojar rápidamente en el río el cigarrillo que estaba fumando y embrazar el fusil.
—Quiere ofrecernos algún asado de simio —dijo Tremal-Naik.
Yanez no respondió. Parecía que con el cañón de su carabina siguiese algo que se deslizaba entre las plantas de la orilla derecha.
—Desapareció —dijo de pronto, bajando el arma—. Qué astutos son estos dayak. Serían capaces de dar clases a los cuadrumanos, en materia de agilidad.
—¿Qué has visto entonces, Yanez? —preguntó Sandokan que también había armado precipitadamente su carabina de dos tiros, mientras cuatro malayos se habían arrojado sobre la ametralladora.
—Una sombra deslizándose a través de los rotang.
—¿Una sombra humana?
—¡Por Júpiter...! ¡No tengo los ojos de un gato yo...! El sol ya se ha puesto y no es fácil divisar lo que sucede en las orillas del río.
—Entonces pudiste haber confundido un mawas con un hombre —dijo Sandokan.
—¿Qué es? —preguntó Tremal-Naik.
—Un orang utan, alto como una persona y peligrosísimo. En estas florestas no deben faltar.
—También ellos ejecutantes —dijo Yanez—. ¡Estos son bosques maravillosos...! ¡Tocan las hojas, las frutas, los troncos e incluso las flores...! Comienzo a tener suficiente de estos misteriosos conciertos.
—Y yo no menos que tú, Yanez —respondió Sandokan.
—Mientras se contenten con hacernos oír silbidos y golpes de tamtan dejémoslos hacer —dijo Tremal-Naik—. No son peligrosos.
—¿Y este tiro? —preguntó Yanez.
Un tiro de arcabuz había resonado en medio de la floresta de la orilla izquierda y se había oído a lo alto silbar la bala.
Sandokan había mandado un grito.
—¡Hundan las anclas y estén listos para hacer tronar las espingardas y la ametralladora...!
La barcaza a vapor se había detenido de golpe, describiendo medio giro a babor.
Malayos y asameses habían brincado a las amuras sobre las que habían sido dispuestas las hamacas estrechamente enrolladas.
Las anclas habían sido caladas con rapidez fulmínea y un profundo silencio había subintrado a bordo de los leños inmovilizados en medio del río.
No se oía mas que el gorgoteo de la corriente que espumeaba dulcemente entre las plantas palustres que crecían a lo largo de las orillas.
—Este silencio no me tranquiliza en absoluto —dijo Yanez a Sandokan.
—Tienes razón, amigo. Se diría que esconde alguna traición.
—Sin embargo no se divisa ninguna barca o prao avanzar.
—Esperarán el momento oportuno para caernos encima.
—Estos condenados ríos del Borneo son siempre peligrosos. He pasado malos momentos cuando remontaba el Kabatuan para ir a liberar a Tremal-Naik y Darma, y también ahí las traiciones se sucedían a las traiciones.
—Es este el verdadero país de las traiciones —respondió Sandokan.
—¿Qué hacemos entonces?
—Esperamos.
—Esto es fastidioso, Sandokan.
—No quiero arriesgar mi barcaza con esta oscuridad y correr el peligro de estrellarla contra alguna roca.
—¡Calla...!
—¿Otra vez el grito...?
—No: escucha atentamente. Estos son los ladridos de un perro.
—¿Y este fragor qué es entonces?
Hacia el alto curso del río habían oído como una zambullida que parecía haber sido producida por la caída de algún gigantesco vegetal.
—¿Han oído? —preguntó Tremal-Naik acercándose a los dos piratas.
—Aquello puede no significar nada —respondió Sandokan—. En las grandes florestas los árboles caen en buen número por decrepitud.
—¡Uf...! —hizo Yanez, frunciendo el ceño—. ¿Qué deban caer justo en el río?
Sandokan estaba por responder cuando se oyeron otras dos o tres zambullidas.
—¿Las florestas enteras se precipitan al Marudu? —se preguntó Yanez—. El asunto me parece bastante extraño.
—¡Sapagar...! —gritó Sandokan.
—Aquí estoy, capitán —respondió el malayo, brincando a popa.
—Toma contigo dos hombres y escandalla atentamente el río.
—¿Volvemos a partir? —preguntó Yanez.
—Avanzaremos a poco vapor —respondió el Tigre de la Malasia—. Nosotros no debemos permanecer aquí inactivos, mientras quizá nuestros enemigos están preparándonos quién sabe qué sorpresas. Aquellos árboles deben haber sido cortados por los parang y por los campilán de los dayak.
—¿Y con qué propósito? —preguntó Tremal-Naik.
—Quizá con la intención de bloquearnos el paso o de construir balsas. ¡Maquinista...! Avanza despacio, y ustedes, malayos, y también ustedes, indios, estén listos para abrir fuego.
—Entonces se puede fumar otro cigarrillo —dijo Yanez, sentándose sobre la amura con la carabina entre las rodillas—. ¡Quién sabe si más tarde tendré tiempo!
La barcaza se había vuelto a poner en camino, remolcando los praos. Avanzaba no obstante con extrema prudencia mientras Sapagar y sus dos hombres escandallaban el fondo del curso de agua. Era solamente la voz del lugarteniente del Tigre de la Malasia la que resonaba a bordo.
—Siete pies... nueve pies... timonel sotavento a derecha... bancos a babor... ¡adelante...!
Hacia el alto curso en cambio las zambullidas continuaban con un crescendo impresionante.
Parecía que centenares de parang y de campilán trabajasen rabiosamente contra los árboles de las dos orillas.
De vez en cuando aquellos fragores ensordecedores cesaban por algún minuto, luego los grandes troncos volvían a precipitarse en mayor número que antes.
—¿Qué quieren hacer entonces esos bribones? —preguntó Yanez que comenzaba a perder su calma habitual—. Me gustaría saberlo.
—Intentan impedirnos el paso: esta es mi opinión —dijo Tremal-Naik.
—El río es ancho, amigo, y con árboles se necesitarían demasiados para volver la navegación imposible para una barca a vapor. Nosotros pasaremos igualmente y también les daremos...
Un comando seco lanzado por Sapagar le cortó la palabra.
—¡Maquinista...! ¡Alto...!
La hélice dejó inmediatamente de funcionar, mientras la barcaza se desviaba a babor, amenazando con embestir los praos.
—¡Abajo el ancla...! —gritó Sandokan que se había percatado del peligro.
Un anclote fue lanzado a proa hundiendo establemente sus mapas en el lecho fangoso del río.
—Eh, Sapagar, ¿has visto al diablo? —preguntó Yanez, saltando sobre la toldilla.
—Los troncos comienzan a descender en gran número, señor —respondió el malayo.
—¡Dejen los fusiles y tomen las manivelas y los remos...! —gritó Sandokan— ¡Atentos a los golpes...!
Las tripulaciones apoyaron las carabinas contra las amuras y se proveyeron de astas de madera y de remos, para alejar a las plantas que la corriente, bastante fuerte en aquel lugar, envolvía.
Un enorme tronco capitaneaba una veintena de otros más chicos, amenazando con hundir la barcaza y los pequeños veleros que se habían también anclado.
Diez o doce malayos se habían precipitado a proa de la chalupa a vapor para rechazar a aquellos peligrosísimos obstáculos, cuando una andanada de flechas pasó sobre los puentes, seguida por algunos tiros de arcabuz.
—¡Ah...! ¡Los bribones...! —gritó Yanez que se había prontamente reparado detrás de la amura— ¡He aquí un ataque que no me esperaba...!
Aferrados a las ramas de los árboles, con el cuerpo sumergido hasta la cintura, numerosos dayak intentaban arrimarse a los pequeños veleros y abordarlos por sorpresa.
Los malayos y los indios, pasado el primer instante de estupor, habían brincado sobre sus carabinas, mientras la ametralladora, maniobrada con fulmínea rapidez por el Tigre de la Malasia, comenzaba a hacer oír sus secas detonaciones.
Alaridos espantosos resonaban por todas partes: en medio del río, sobre las orillas, bajo las florestas, acompañados de disparos.
Era un ataque en toda regla que intentaban los dayak.
—¡Levanten las anclas...! —gritó Sandokan, dominando con su voz metálica, resonante, aquel barullo infernal—. ¡A todo vapor, maquinista...! ¡Sapagar, siempre con la sonda tú...!
—Comienza a hacer calor —dijo Yanez, armando la carabina—. ¡Ah...! ¡Malditos demonios...!
Los troncos continuaban llegando en número extraordinario. Eran realmente árboles enteros, la mayoría pombo, arengas, mangostanes y casuarinas de dimensiones colosales, y entre las ramas se ocultaban los asaltantes, listos para montar al abordaje de la flotilla.
Mientras la barcaza continuaba el remolque, describiendo bruscos zigzags para evitar los choques de aquellos colosos y para mantener lejos a los dayak, indios y malayos disparaban a lo loco y las espingardas tronaban, arrojando nubarrones de clavos.
Incluso la ametralladora no estaba callada un solo instante y rompía las ramas de las plantas fulminando a los hombres que se escondían en medio.
La batalla se volvía a cada momento más sangrienta e incluso no pocos indios y no pocos malayos caían a bordo de la barcaza y de los pequeños veleros.
Un enorme tronco que descendía justo en medio del río, guiado probablemente por los dayak que se mantenían semi sumergidos, en cierto momento fue a embestir la chalupa a vapor, bloqueándole completamente el paso.
De golpe treinta o cuarenta diablos se treparon sobre el navío y se asomaron amenazadoramente sobre la amura de proa.
—¡Eh, Sandokan...! —gritó Yanez que no cesaba de hacer fuego con su calma habitual, abatiendo un hombre con cada tiro, valerosamente imitado por Tremal-Naik y por Kammamuri, dos tiradores verdaderamente maravillosos—. Hay carne en abundancia para tu ametralladora.
Una descarga formidable sigue tras sus palabras. Los proyectiles, vomitados en gran cantidad por la terrible boca de fuego, fulminan a los asaltantes a quemarropa y hacen brincar al agua a los sobrevivientes.
En aquel momento no obstante el enorme tronco embiste la barcaza con gran ímpetu, haciéndole resonar lúgubremente la tablazón metálica.
El casco se inclina enseguida hacia proa y chorros de agua pasan, rumoreando, bajo la cubierta. Yanez y Tremal-Naik palidecen. Si el agua entra, quiere decir que el golpe ha producido algún desgarro.
El portugués brinca hacia Sandokan que no cesa de hacer funcionar la ametralladora hacia los otros troncos que descienden en gran cantidad el río y detrás de los cuales aúllan los asaltantes, aunque no dejan de lanzar nubarrones de flechas, probablemente envenenadas, y de disparar no pocos tiros de arcabuz.
—¡Nos hundimos...! —gritó.
—¿Quién? —pregunta el Tigre de la Malasia.
—¡La barcaza ha sido desfondada...!
—¡No es posible!
—¡Embarcamos agua...!
Un grito resuena de abajo de la toldilla:
—¡La máquina se apaga!
Luego el maquinista y sus dos fogoneros se precipitan fuera de la bodega y se lanzan hacia Sandokan.
—¿Qué pasa entonces, Urpar? —pregunta el formidable pirata, con voz alterada.
—Alguna plancha ha cedido, Tigre de la Malasia, y los fuegos se apagan —respondió el maquinista.
—¿Está inundada la bodega?
—Sí, capitán.
—¡Y estos gusanos de la floresta nos estrechan por todas partes...! Yanez, te confío a ti la ametralladora.
—¿Qué quieres hacer, hermano?
—No nos queda mas que batirnos en retirada.
—¿Hasta dónde?
—Hasta el islote que hemos sobrepasado hace media hora. Advierte a las tripulaciones de los praos de cortar las guindalezas de remolque y que piensen en su salvación.
Luego, alzando la voz, tronó:
—Manténganse firmes, cachorros de Mompracem. ¡Métanle con las espingardas y con las carabinas...! Yo respondo por todo. ¡A mí, Sapagar...! ¡Lleva contigo a los hombres del escandallo...!
De un salto se arroja en la bodega, cuya escotilla ha permanecido abierta, mientras sus hombres redoblan el fuego e intentan alejar los troncos que los dayak, nadando furiosamente, se ensañan con impulsar contra la barcaza.
En un momento atraviesa la bodega llena de barriles y de grandes paquetes conteniendo provisiones y municiones y llega a proa, seguido por Sapagar y por dos escandalleros que han encendido rápidamente dos antorchas.
El agua corre a través del tablado en gran cantidad, con un gorgoteo siniestro.
—¡Es una verdadera avería...! —exclama el Tigre de la Malasia.
Arranca a uno de sus hombres una antorcha y avanza resueltamente, mientras en cubierta, tiros de metralla, de espingarda y de carabina se alternan, haciendo temblar el casco entero, y los alaridos adquieren una intensidad espantosa.
Un gran chorro de agua irrumpe a babor de la roda. Una plancha ha sido desfondada por el golpe del colosal árbol y la barcaza amenaza con llenarse rápidamente.
—Herida mortal —murmura Sapagar—. Y no hay hospitales aquí, como en Labuan.
—Intentemos coserla lo mejor que podamos —respondió Sandokan—. Hay colchones en los cuatro camarotes de popa. Traiganlos enseguida aquí.
—No aguantarán mucho, capitán.
—Me basta un cuarto de hora. Ve, apresúrate.
El lugarteniente y los dos escandalleros atraviesan corriendo la bodega, se arrojan dentro de los camarotes del pequeño castillo de popa y poco después regresan trayendo cada uno un colchón y mantas.
Sandokan aferra uno, lo enrolla rápidamente y lo mete a la fuerza dentro de la avería. Los tres hombres lo ayudan como pueden y le arrojan detrás toneles y bultos.
—¿Está? —pregunta Sandokan.
—El agua entra menos violentamente, capitán —responde Sapagar—. Podremos resistir algún tiempo.
—A cubierta, amigos: nuestra presencia ahora es más necesaria allí arriba que aquí. Acudamos: ¡la batalla aumenta!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Rupia: Moneda utilizada en India, Pakistán, Sri Lanka, Nepal, Mauricio y Seychelles.

[Río] Marudu: En algunos mapas aparece el río Marudu (Sungai Marudu). Es uno de los numerosos que desembocan en la bahía homónima y corre en dirección sur, atravesando la ciudad de Kota Marudu. Posteriormente tiene múltiples ramificaciones.

Attap: Paja hecha en el sudeste asiático con las hojas de la palmera Nypa (también llamada “attap”). La palabra proviene del malayo “atap” y significa “techo, paja”.

Trinquete: “Trinchetto” en el original, es el palo de proa, en las embarcaciones que tienen más de uno.

Palmitos: “Cavoli palmisti” en el original, son los cogollos comestibles de algunas palmas, blancos, casi cilíndricos, de tres a cuatro centímetros de largo y uno de grueso. Salgari, como muchos otros viajeros, llama así a las distintas palmas que los producen, como la Arenga pinnata (Arenga saccharifera).

Mangostanes: Arbustos de las Molucas, de la familia de las Gutíferas, con hojas opuestas, agudas, coriáceas y lustrosas, flores terminales, solitarias, con cuatro pétalos rojos, y fruto carnoso, comestible y muy estimado.

Loris: Grupo dentro de la familia Psittaculidae, son loros arborícolas de pequeño y mediano tamaño con leguas en forma de cepillo para alimentarse del néctar y polen de las flores.

Cacatúa: Ave trepadora de Oceanía, del orden de las Psitaciformes, con pico grueso, corto, ancho y dentado en los bordes, mandíbula superior sumamente arqueada, un moño de grandes plumas movibles a voluntad, cola corta y plumaje blanco brillante, que aprende a hablar con facilidad y, domesticada, vive en los climas templados de Europa.

Terengulones: “Terenguloni” en el original, encontré alguna referencia en libros en italiano del S.XIX. “Pappagalli d’ogni colore; il loris, rosso quasi del tutto, colla gola nera e porporina; il cacatoe, candidissimo, con un ciuffo di piume gialle; il terengulone, col tergo color di smeraldo, la coda cilestra, il ventre giallo-dorato...” (Usi e costumi di tutti i popoli dell’universo, Milán, 1859). Por otra parte, en el libro francés “Océanie ou Cinquième Partie du Monde” (M.G.L. Domeny de Rienzi, 1836) aparece como “téran-goulon” y lo relaciona con el martín pescador.

Rigsdaler: “Risdaliero” en el original, fue una moneda en circulación en Dinamarca y en sus posesiones indias durante el S.XIX. 1 rigsdaler equivalía a 6 marcos.

Siamang: “Sciamang” en el original, Symphalangus syndactylus, es una especie de primate hominoideo de la familia Hylobatidae. Es un gibón arbóreo, de pelaje negro nativo de los bosques de Malasia, Tailandia y Sumatra. Actualmente no se encuentra en la isla de Borneo.

Cálaos: “Tucani” en el original, la traducción literal sería “tucanes”, sin embargo los mismos no habitan fuera de América. Seguramente se trate de una confusión de Salgari. El cálao rinoceronte (Buceros rhinoceros) posee un pico desarrollado (con alguna semejanza al del tucán), plumaje negro y habita Borneo, Java, Sumatra y la Península Malaya.

Orang utan: “Urang-outan” en el original, palabra utilizada tanto por malayos como indonesios para designar justamente al orangután. Deriva del malayo “orang hutan” u “hombre del bosque”. Mono antropomorfo, que vive en las selvas de Sumatra y Borneo y llega a unos dos metros de altura, con cabeza gruesa, frente estrecha, nariz chata, hocico saliente, cuerpo robusto, piernas cortas, brazos y manos tan desarrollados, que aún estando erguido llegan hasta los tobillos, piel negra y pelaje espeso y rojizo.

[Río] Kabatuan: Supuesto nombre de un río que desemboca en la bahía de Sepanggar, en la isla de Borneo, actual ciudad Kota Kinabalu, capital del estado de Sabah, perteneciente a Malasia. Si bien el río no figura en los mapas actuales, existe alguna referencia en documentos de viajes del S.XIX.

Escandalla: “Scandaglia” en el original, es sondear, medir la profundidad del mar con el escandallo.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 7 pie equivalen a 2,13 m; 9 pie equivalen a 2,74 m.

Sotavento: “Poggia” en el original, la parte opuesta a aquella de donde viene el viento con respecto a un punto o lugar determinado.

Mapas: “Patte” en el original, son las puntas anchas de los brazos del ancla.

Casuarinas: “Cosnarine” en el original, son árboles de la familia de las casuarináceas, que crecen en Australia, Java, Madagascar y Nueva Zelanda. Sus ramas producen con el viento un sonido algo musical.

Escandallo: “Scandaglio” en el original, es la parte de una sonda, que lleva en su base una cavidad rellena de sebo y sirve para reconocer la calidad del fondo del agua mediante las partículas u objetos que se sacan adheridos.

Roda: “Ruota di prua” en el original, es la pieza gruesa y curva, de madera o hierro, que forma la proa de la nave.

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