lunes, 31 de diciembre de 2018

VII. El asalto de los gaviales


La batalla aumentaba de veras y amenazaba también con terminar no demasiado bien para los tigres de Mompracem y para los asameses que Yanez había conducido desde la India.
El ataque de los dayak, acertadísimo, contra aquellos leños que en vano habían intentado abordar en la bahía de Kudat, continuaba con un empeño feroz por parte de los isleños que parecían resueltos a vengarse de la derrota sufrida.
Los troncos continuaban descendiendo, chocando no sólo la barcaza, sino también los praos, cuyas cuadernas no podían ofrecer gran resistencia.
Centenares de hombres, protegidos por la oscuridad, los empujaban, intentando desfondar los flancos de los pequeños navíos, y no pensaban solamente en destruirlos, porque disparaban de vez en cuando no pocos tiros de arcabuz y descargaban gran número de dardos.
Los malayos y los indios, habiendo ya comprendido que la barcaza corría peligro de hundirse, habían cortado los remolques; y puesto que el viento faltaba absolutamente, iban a la deriva, defendiéndose ferozmente.
Las espingardas no cesaban de tronar con un fragor ensordecedor, y las carabinas hacían eco, destruyendo no pocos asaltantes.
Desgraciadamente los troncos continuaban descendiendo como si millares y millares de leñadores no cesaran de hacer caer al agua los márgenes de las florestas, y los choques se sucedían a los choques.
La barcaza, ya medio llena de agua, con la máquina apagada, iba a la deriva como un cuerpo muerto. La ametralladora por otra parte tronaba siempre, porque Yanez no había perdido todavía un átomo de su calma ni tampoco Tremal-Naik.
Cada tronco que intentaba acercarse, era fulminado por una verdadera andanada de clavos y un buen número de enemigos se precipitaba al agua entre alaridos que nada tenían de humano.
El encarnizamiento de los dayak era no obstante extraordinario. A pesar de las pérdidas sufridas, se ensañaban ferozmente contra la pequeña flotilla, como si hubiesen jurado destruirla, antes de que pudiese llegar a la fuente del Marudu.
—¿Cómo va entonces, Yanez? —preguntó Sandokan, compareciendo en cubierta.
—¡Por Júpiter...! —exclamó el portugués—. El rajá del lago debe haber embrujado a estos salvajes. También sobre el Kabatuan me han hecho sudar frío, pero no de este modo. ¿Qué cosa ha prometido aquel bribón a estos canallas?
—Nuestras cabezas, probablemente.
—No están todavía encerradas en sus canastos.
—Y no lo estarán tampoco mañana, espero.
—Estamos no obstante totalmente derrotados. Un prao tiene el flanco desfondado.
—¿Se ve el islote?
—No todavía, Sandokan.
—Sin embargo no debe estar muy lejos. ¿Te parece?
—Espera un poco a que ametralle a estos otros bribones. Parece que han jurado subir a bordo y hacer la danza de los campilán con nuestras cabezas. ¡Para ustedes, tunantes...! ¡Esto calmará un poco su furia sanguinaria!
La ametralladora reanuda su música infernal, apoyada por cinco o seis tiros de espingarda y por una descarga de carabinas.
Los dayak se apresuran a repararse detrás de los troncos gigantescos que la corriente arrastra encima de la flotilla, pero un gran número de aquellos furibundos asaltantes desaparece para no volver más a flote.
Los gaviales del río tendrán cenas colosales, comida en abundancia.
—¡He aquí que ahora aullan como monos rojos...! —gritó Yanez—. Quema la metralla y también agujerea, mis queridos. No se bromea con las balas ni tampoco con los clavos.
El ataque por un momento se detiene. Parece que los dayak comienzan a tener suficiente de aquel granizo de plomo y de hierro, y vacilan.
Los troncos que están por hendir a la flotilla, guiados por los nadadores, se desplazan lateralmente siguiendo el hilo de la corriente.
No es no obstante mas que una breve pausa, porque otros árboles caen y también aquellos llenos de asaltantes, impacientes de venir a las manos y de probar las puntas de los clavos.
—Sandokan, me parece que comienza a ir mal para nosotros —dice Yanez—. Estos bribones son peores que las sanguijuelas.
—Sin embargo no desespero de tener razón, tarde o temprano, en cuanto a estos piratas de agua dulce —responde Sandokan.
—La barcaza continúa hundiéndose, amigo.
—Haré meter en la avería otro colchón.
—Los praos se alejan de nosotros. Son más ligeros y derivan más pronto que nosotros.
—Las carabinas y las espingardas bastarán para cubrir la distancia. Toma la ametralladora: yo vuelvo a la bodega a reforzar la guata que he metido en la avería. No hagas economía de plomo. Tenemos abajo tantos cartuchos y tanta pólvora como para hacer saltar la flotilla entera.
Los dayak, como si hubiesen comprendido que las presas estaban por escapárseles, regresaban a la carga, impulsando furiosamente los troncos.
Enfrentaban la muerte con un coraje admirable, para nada aterrorizados por las graves pérdidas que habían sufrido y que aún debían sufrir.
La mosquetería crepitaba incesantemente a bordo de la barcaza y de los pequeños veleros, y las espingardas no cesaban de descargar terribles andanadas de metralla que no obstante, no obtenían grandes éxitos, porque los astutos dayak no se dejaban ver si no cuando se encontraban a tiro de cerbatana.
Ya los troncos recomenzaban a percutir formidablemente los flancos de la flotilla, cuando gritos altísimos se alzaron a bordo del último prao que estaba ya lleno de agua como la barcaza, habiendo sido la tablazón desfondada.
—¡Tierra...! ¡El islote...!
—¡Finalmente...! —exclamó Yanez, desencadenando otra andanada de metralla— ¡Siempre y cuando no naufraguemos todos...!
—Lo que marcaría nuestro fin —dijo Tremal-Naik que, junto a Kammamuri, lo ayudaban en el manejo de la ametralladora.
Sandokan reapareció en aquel momento en cubierta, seguido por Sapagar y por los escandalleros.
Había metido otro colchón en la avería, retirando el primero, ya empapado de agua.
—¿El islote? —preguntó.
—Sí —respondió Yanez.
Se lanzó a popa y brincó sobre la amura, sin cuidarse de las flechas que de vez en cuando atravesaban el puente, con largos silbidos.
A cuatrocientos metros surgía el islote, un pedazo de tierra que no tenía más de dos cables de longitud sobre medio de anchura y que estaba cubierto por una densísima vegetación, muy oportuna para sostener una larga defensa.
El último prao se había ya encallado sobre un banco de arena que rodeaba el islote y se había volcado sobre un flanco, desfondándose completamente.
Su tripulación no obstante había llevado las dos espingardas a la orilla del islote, junto con varias cajas de municiones y había hábilmente reanudado el fuego.
Los otros praos no debían no obstante tener mejor fortuna.
Arrastrados por la corriente, privados de toda dirección, fueron a su vez a encallarse, chocando entre sí y bandeándose.
—¡Desastre completo...! —exclamó Yanez—. ¡He aquí un buen principio para conquistar un reino...! ¡En Assam hemos sido más afortunados...!
Sandokan había asistido impasible a la destrucción de su flotilla.
A él le bastaba que sus hombres se hubiesen salvado y que al mismo tiempo hubiesen puesto a salvo las armas y sobre todo las espingardas, con las cuales contaba mucho para enfrentar a las bárbaras hordas del rajá del lago.
La barcaza que había conseguido con su ametralladora, contener a los dayak, a su vez derivaba rápidamente, girando de vez en cuando sobre sí misma a causa de su peso excesivo.
A pesar del colchón metido a la fuerza en la avería, el agua no había cesado de entrar en gran cantidad, inundando completamente la máquina que, como habíamos dicho, había cesado hace tiempo de funcionar.
Ya estaba por chocar contra los bancos, en proximidad de los praos naufragados tan miserablemente, cuando un remolino la tomó, arrojándola fuera de su rumbo.
Sandokan había mandado un grito.
La isla se les escapaba.
—¡Salten al agua...! —había comandado— ¡Pronto...! ¡La corriente nos aleja...!
Los indios y los malayos, que formaban la tripulación, en un momento se arrojaron sobre las amuras brincando sobre los bancos.
Sandokan, Yanez, Tremal-Naik y Kammamuri estaban por imitarlos, cuando un nuevo remolino alejó bruscamente la barcaza, impulsándola hacia la orilla izquierda.
—¡Salta...! ¡Salta...! —gritó Tremal-Naik.
Yanez que estaba cerca fue rápido a detenerlo.
—¡Mira...! ¡Los gaviales...!
Mandíbulas enormes, armadas con formidables dientes dispuestos en dos largas hileras, habían aparecido junto a la barcaza, listas para aferrar a los imprudentes que hubiesen osado dejar aquel desmantelado refugio.
Eran veinte o treinta gaviales, aquellos próximos parientes de los cocodrilos y de los caimanes, largos de cinco a seis metros y dotados de una voracidad más que extraordinaria. En todos los ríos de las grandes islas malayas pululan aquellos feroces saurios, y ay del desgraciado que debe probar sus dientes de acero.
Tremal-Naik y Kammamuri que ya se habían subido a la amura, habían brincado atrás, espantados por la imprevista aparición de aquellos monstruos.
—¡No nos faltaban mas que estos...! —exclamó el ex-cazador de la jungla negra.
—No te lamentes —le dijo Sandokan—. Son nuestros aliados en este momento.
—¿Por qué?
—Estarán encima de los dayak y detendrán su asalto.
—Pero estamos por hundirnos.
—Por media hora nos aguantaremos todavía, espero.
—¿Y dónde iremos a terminar?
—En alguna playa nos encallaremos. Deja a los dayak y probemos la resistencia de las escamas de los gaviales. Obliguémoslos a remontar el río. Allá encontrarán presas más abundantes que aquí.
Mientras se preparaban para fusilar a los saurios, las tripulaciones de los praos, ganadas las orillas del islote, enfrentaban animosamente a los asaltantes.
Habían llevado a tierra todas las espingardas, y, reparados bajo los árboles y en medio de los arbustos, mantenían un fuego vivísimo, poniendo a dura prueba el coraje de los asaltantes.
Sapagar, el lugarteniente del Tigre de la Malasia que había tenido tiempo de ganar tierra con la tripulación de la barcaza, los había rápidamente organizado, para hacer frente firmemente a los adversarios, en espera del regreso de sus jefes.
Aquel regreso era no obstante muy problemático, porque la barcaza, aún cuando estuviese llena de agua hasta la toldilla, continuaba su carrera, siguiendo siempre el hilo de la corriente.
A veces parecía que de un momento a otro fuese a hundirse, luego salía a flote un poco, ahora a proa y ahora a popa, y después de algún otro giro sobre sí misma reanudaba el descenso.
Sandokan, Yanez y sus dos amigos, no viendo más alrededor de las amuras semi sumergidas las feas cabezas de los gaviales, habían suspendido los fusilazos, para no derrochar inútilmente sus municiones, aún cuando hubiesen tenido la precaución de arrebatar a la inundación una caja de cartuchos y de colocarla encima del cabrestante de proa.
De pie sobre las amuras, escuchaban atentamente las descargas que retumbaban en el islote, preguntándose, con profunda angustia, si los dayak, golpeados de frente por las carabinas y por las espingardas y asaltados a los flancos por aquella tropa de codiciosos saurios, se habían finalmente decidido a abandonar la partida.
—Me parece que la mosquetería se modera —dijo de pronto Yanez—. ¿Será por efecto de la distancia, o porque los dayak han tenido suficiente?
Las espingardas casi no disparan más —respondió Sandokan.
—¿Nuestros hombres habrán sido en cambio masacrados? —preguntó Tremal-Naik.
—Mis malayos son de acero del Borneo, que es el mejor que existe —respondió el Tigre de la Malasia—. Cuando tienen una carabina entre las manos y un parang, no se dejan degollar ni por mil dayak.
—Y también mis asameses son valerosos —añadió Yanez—. Han sido escogidos entre los montañeses.
—Entonces los dayak están en retirada —dijo Kammamuri—. No oigo mas que algún tiro de fuego aislado.
—Por mis hombres no temo —respondió Sandokan—. Nadie podrá desanidarlos del islote. Somos en cambio nosotros los que nos encontramos en pésimas aguas.
—Puedes decir hasta en el agua —dijo Yanez—. Yo estoy sumergido hasta las rodillas. ¿Cuándo se decidirá a detenerse esta carcasa? ¿Si arrojásemos un ancla?
—Han desaparecido las dos.
—Entonces terminaremos en la bahía.
—Esta barcaza no puede durar tanto, Yanez.
—Sin embargo continúa flotando, aún cuando esté llena de agua a reventar.
—Son las cajas de víveres y los barriles de municiones lo que nos sostiene. Cuando se desmoronen, y eso no tardará en suceder, iremos al fondo.
—Y los gaviales nos comerán las piernas —añadió Kammamuri.
—Por ahora no los veo alrededor nuestro —dijo Yanez—. Han corrido todos a mordisquear los pies de los dayak. ¡Eh...!
La barcaza había sufrido una brusca sacudida y se había elevado hacia popa, volcando el agua que cubría la cubierta hacia proa, con el ímpetu de una crecida que desborda.
La corriente la había empujado en aquel momento hacia la orilla izquierda de la cual ya no distaba mas que una veintena de metros.
—Hemos chocado —dijo Sandokan—. Estén listos para ganar la ribera.
—¡Hay escollos detrás de la popa...! —gritó Kammamuri que, sosteniéndose en equilibrio sobre la amura de babor, había alcanzado el alcázar.
—¿Al ras del agua? —preguntó Yanez.
—Sí, amo.
La barcaza permaneció un momento parada, golpeando y volviendo a golpear contra aquellos obstáculos, luego por décima vez giró sobre sí misma y escapó al agarre de los pequeños escollos.
—Ni siquiera estos nos quieren —dijo Yanez que ya estaba listo para brincar al agua, antes de que el flotante desapareciese.
—¿Continuará todavía por un buen tramo esta carrera? —se preguntó Tremal-Naik que aparecía bastante irritado—. Nos aleja siempre más del islote y por consiguiente también de nuestros hombres.
—Debemos ya estar lejos por lo menos siete u ocho millas —dijo Yanez.
—¡Y no poseer un remo para impulsar esta carcasa hacia la orilla...!
—¡Se ha ido incluso el timón...! Apostaría a que también la hélice está rodando en el fondo del río.
—Para hacer correr más a los gaviales —añadió Kammamuri.
—Y arrojárselos a ellos —gritó Tremal-Naik que avanzaba hacia la amura de popa—. Hay otra tropa que llega, y esta no debe haber todavía degustado los bistecs de los dayak.
—¡Cuidado con poner un pie en la toldilla...! —tronó Sandokan.
—Ni tampoco sobre las amuras nos encontraremos seguros, hermanito —dijo Yanez—. ¡Si trabajan con la cola estamos fritos!
Siete u ocho gaviales, venidos de la profundidad del río, habían rodeado la barcaza, intentando subirse a la cubierta.
Debían estar muy hambrientos para intentar semejante ataque, porque escapan normalmente al hombre cuando no los importuna.
No menos estúpidos que sus hermanos africanos, giraban y volvían a girar alrededor de la barcaza, mostrando sus formidables mandíbulas y chocando los bordes con sus gruesísimas escamas óseas. Habían pasado dos veces delante de las aberturas de las amuras que se encontraban a mitad de la toldilla, sin siquiera divisarlas.
Pero de un momento a otro podían descubrirlas y subir fácilmente a bordo.
—Amigos —dijo Yanez—, ya que no los tenemos todavía tras los pies, pongámonos a salvo.
—¿Quieres saltar al agua? —preguntó Sandokan—. Te advierto que yo no cometeré jamás semejante locura.
—Tampoco yo tengo ningún deseo de vérmelas con estos gaviales. Sé lo que valen cuando están hambrientos.
—¿Qué quieres hacer entonces?
—Somos tan imbéciles.
—Gracias.
—¡Tenemos la chimenea y cuatro manguerotes que nos servirán magníficamente de apoyo, y resistimos aquí, en espera de que un golpe de cola nos arroje a las bocas de aquellos asquerosos saurios...!
—Yanez, tú eres un genio —dijo Tremal-Naik.
—Lo sé hace mucho.
—¡Abajo todos...! —gritó Sandokan.
Los cuatro hombres brincaron sobre la toldilla y se lanzaron hacia la chimenea de la máquina que se alzaba por otros tres metros, rodeada por cuatro manguerotes y coronada por cinco sólidas cuerdas metálicas.
En un momento Sandokan y sus compañeros se treparon ágilmente, poniéndose completamente a seguro de los golpes de cola de los gaviales.
¡Era tiempo...! Un saurio había conseguido descubrir finalmente el pasaje abierto en la amura central de babor, y con un golpe de cola se había alzado a la toldilla. En el mismo instante otro subía por la parte opuesta.
—Buenas noches, señores —dijo Yanez, sacándose cortésmente el sombrero de paja—. Les advierto no obstante que han llegado demasiado tarde para tomar parte de la cena, porque ya nuestras chuletas están seguras en la despensa de la máquina.
Un estrépito de risas siguió a aquellas palabras.
—Señor Yanez —dijo Kammamuri—. Invítelos para otro día.
—¡Estás loco, maratí...! Yo quiero ofrecerles un refrigerio a base de plomo y no más tarde que dentro de medio minuto.
Los dos bestiones se habían detenido el uno frente al otro, como si estuviesen estupefactos de encontrarse sobre aquella superficie oscilante y no encontrar más las presas que debían haber divisado antes erguidas sobre las amuras.
Mientras tanto otros seis o siete se habían subido a la toldilla, golpeando fragorosamente sus formidables colas sobre el puente metálico de la barcaza.
—Parecen de pésimo humor —dijo Yanez—. ¡Los desafío...! ¡Ver desaparecer de pronto chuletas de Europa, de la Malasia y de la India...! ¡Incluso un antropófago habría quedado muy desilusionado!
—Tú bromeas —dijo Sandokan—, y no piensas que si la barcaza se va a pique caeremos entre sus mandíbulas.
—¡Si continúa flotando magníficamente...!
—Y mientras tanto nos alejamos siempre más de nuestros hombres.
—Son un buen número, y por eso no tengo ninguna inquietud por ellos. En tierra, atrincherados en medio de los árboles y con las espingardas, harán frente a todos los dayak sin sufrir graves pérdidas. Cuando esta cómica aventura termine, los alcanzaremos y reanudaremos nuestra marcha.
—¿A través de las selvas? —preguntó Tremal-Naik.
—En mi opinión son más seguras que los ríos —respondió el portugués que incluso en las más difíciles circunstancias, mantenía su inalterable buen humor.
—¿Y luego no tenemos una reserva hacia la costa? Sambigliong tiene una treintena de hombres y una fortaleza a mano, ¿verdad, Sandokan?
—Por Sambigliong no temo nada —respondió el Tigre de la Malasia—. La kota es solidísima y tiene consigo treinta malayos de coraje probado.
—Entonces todo va bien —concluyó Yanez—. Regalemos algún caramelo a estos bestiones, tanto como para calmar un poco su hambre. Si será un poco indigesto, tanto peor para ellos.
Plantó sólidamente los pies sobre el manguerote, se apoyó en la chimenea, se sacó la carabina a dos tiros que llevaba en bandolera, y después de haberse asegurado de que las cápsulas estaban en su lugar, miró atentamente al más grande gavial.
—Si no lo mato, me encargo de comerlo vivo y entero —dijo.
—Entonces serás tú el que tendrá una colosal indigestión —respondió Tremal-Naik que se preparaba también para hacer fuego.
—Un rajá de Assam no puede sufrir indigestiones —dijo Sandokan seriamente.
—Y así que ni siquiera mi amo que es su primer ministro —añadió Kammamuri.
—¡Estén callados, charlatanes...! —exclamó Yanez—. Mientras me hagan reir no podré apuntar a mi bestión.
—Húndele el ojo, y el caramelo le entrará en el cerebro —dijo el Tigre de la Malasia.
—En absoluto, prefiero hacerle comer mi bala cónica. Verás qué salto le haré dar. ¡Uf...! Me mira como si ya saborease mis biftecs. ¡A tí, canalla...!
El jefe de los saurios, un monstruo de más de cinco metros de largo y probablemente más hambriento que los otros, dada su mole, se había acercado al manguerote sobre el cual el portugués se mantenía casi erguido, mostrando sus enormes mandíbulas y lanzando, de vez en cuando, raucos relinchos.
—¡Qué feo eres! —exclamó Yanez—. Tú no tienes derecho de vivir.
Bajó la carabina y lo miró entre las fauces abiertas de par en par.
Una detonación seca resonó, seguida de un “viva”.
El gavial, golpeado en plena boca, se irguió de golpe sobre su cola monstruosa llegando casi al nivel del manguerote, abriendo de par en par espantosamente la formidable mandíbula erizada de dientes, luego se volteó sobre la toldilla de la barcaza, comos si hubiese sido fulminado por una descarga eléctrica. No estaba no obstante muerto, porque aquellas bestias, al igual que los cocodrilos, los caimanes e incluso los tiburones, gozan de una vitalidad extraordinaria.
Permaneció un minuto como atontado y estupefacto por aquel insólito alimento, luego se irguió casi verticalmente sobre su cola y se puso a dar una serie de saltos extravagantes como para hacer estallar de la risa incluso al hombre más serio del orbe terráqueo.
Ahora se desplomaba sobre la toldilla, abriendo de par en par su enorme mandíbula, ahora se levantaba de nuevo, retorciéndose como una monstruosa pitón, luego volvía a caer, permaneciendo por unos minutos otra vez inmóvil. No había no obstante expirado todavía, porque después de un instante de reposo ahí estaba de nuevo sobresaltado, como si hubiese sido mordido por una tarántula, y reanudaba sus ridículas contorsiones.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez que reía a carcajadas, a pesar de la gravedad de la situación—. No es capaz de digerir aquel maldito pedazo de plomo que le he regalado. Si tuviese un poco de bicarbonato de sodio se lo regalaría con gusto, tanta pena me da verlo agitarse de ese modo. Desgraciadamente los dayak carecen absolutamente de farmacéuticos.
—Probemos si aquel otro que está al lado y que lo mira absorto, tiene el estómago más robusto —dijo Tremal-Naik—. Será un experimento interesantísimo.
—Ustedes bromean y no piensan que si la barcaza se hunde de un momento a otro, aquellos bestiones probarán sus dientes sobre nuestra carne antes que sobre el plomo —dijo Sandokan que era el único que no reía, preocupado más que los otros por la suerte de sus hombres.
—Mientras flote todo va bien —respondió el portugués—. ¿Qué más quieres tú, hombre insaciable?
—Si las cajas y los barriles se desmoronan, esta masa de hierro irá a pique, y aquí el río debe ser profundo.
—Todavía no se han desmoronado, hermanito. A tí, Tremal-Naik. Luego hará la prueba Kammamuri.
El indio apuntó a su vez la carabina, una espléndida arma del Punyab, de dos tiros, con incrustaciones de madreperla en la culata, y miró atentamente al saurio que Yanez le indicaba y que estaba observando, como atontado y espantado, los sobresaltos endiablados de su compañero, preguntando quizá a su obtuso cerebro la explicación de aquellas sorprendentes contorsiones.
También aquel tenía la mandíbula abierta de par en par, en espera de alguna presa.
Dos disparos atronaron casi al mismo tiempo y dos balas cónicas se metieron en la garganta del saurio, junto con los tacos ardientes.
El monstruo cerró de un golpe sólo la mandíbula, agitó furiosamente la cola, pareció achicarse, luego permaneció inmóvil.
—He aquí un bello tiro —dijo Sandokan—. Los has fulminado en su lugar, mi querido Tremal-Naik.
—Los cocodrilos y yo nos conocemos —respondió el indio—. Así los trataba cuando era el cazador de la jungla negra. Una bala en la garganta y una en el paladar, a modo de hacerla penetrar en el cerebro, y el asunto está terminado.
—Después de un tiro tan maravilloso, debemos ofrecerte un gran cargo —dijo Yanez.
—¿Cuál? ¿El de asesino de gaviales? Renuncio desde ahora —respondió Tremal-Naik, riendo.
—Son buenos para los dayak quizá, pero no para nosotros.
—¿Y entonces?
—Te nombramos gran cazador de nuestra caravana.
—Aceptado.
En aquel instante la barcaza sufrió un nuevo choque y dio otro giro sobre sí misma.
—¡Eh...! —gritó Yanez—. ¿Nos hundimos?
—No parece —respondió Tremal-Naik.
—Sin embargo sería un buen momento para detenernos —dijo Sandokan—. Estamos ya incluso demasiado lejos de nuestros hombres. Hace cuatro horas que descendemos el río.
—Con un paseo a través de los bosques sabremos alcanzarlos —dijo Yanez.
La barcaza volvía a girar y girar sobre sí misma, ondulando pavorosamente a causa también de los sobresaltos de los gaviales.
Las malditas bestias parecían haber enloquecido. Corrían por la toldilla, volcándose todas de un solo golpe, ahora a babor y ahora a estribor, desequilibrando imprevistamente el flotante.
—Estos pillos quieren mandarnos al fondo —dijo Yanez—. Eh, Kammamuri, derrocha también tú algún cartucho.
—Enseguida, capitán.
—Y también tú, Sandokan. En este momento son más peligrosos estos gaviales que todos los dayak del Borneo, sean del interior o de la costa.
—Si eso te complace, estoy listo.
—¡Complacerme...! Se trata de salvar nuestros biftecs, amigo mío. Vamos, abramos fuego, antes de que la barcaza colapse y se hunda y que nosotros caigamos entre las mandíbulas eternamente abiertas de par en par de aquellos bestiones.
La barcaza, después de haber golpeado contra algún banco escondido bajo las aguas, había reanudado su marcha, muy lenta no obstante, porque la corriente debía sufrir ya la influencia de la alta marea que a menudo se hace sentir incluso a algunos centenares de millas, si no más, de la desembocadura de los cursos de agua, especialmente en las regiones ecuatoriales.
Oscilaba siempre espantosamente, a causa de los formidables sobresaltos de los gaviales que parecían espantados por encontrarse encerrados entre las amuras del flotante.
Estando casi completamente privados de inteligencia como sus hermanos de África y de América, aún cuando corriesen alrededor de la chimenea y de los manguerotes, también, como cuando habían subido a bordo, no conseguían descubrir los dos pasajes abiertos en las amuras de babor y estribor.
Sandokan, Yanez y sus compañeros, impacientes por desembarazarse de aquellos peligrosos vecinos que podían, en el momento del naufragio, que no podía tardar en suceder, arrojarse sobre ellos y devorarlos, habían abierto un fuego formidable.
Todas las balas no obstante no producían heridas mortales, porque a menudo rebotaban sobre las escamas óseas, perdiéndose más allá.
La palma permanecía siempre con Tremal-Naik, el famoso cazador de tigres de la jungla negra. Esperaba pacientemente a que las bestias abrieran de par en par las mandíbulas y con una doble descarga las fulminaba en el lugar.
Ya otros cuatro saurios habían ido a hacer compañía a los dos primeros y a bordo no quedaban mas que tres, cuando la barcaza que rozaba casi la orilla izquierda, se volcó bruscamente sobre estribor con un estruendo ensordecedor, deteniéndose de golpe.
—¡Se ha destripado contra una roca...! —gritó Yanez que había tenido apenas tiempo de agarrarse al borde superior de la chimenea.
—Está por hundirse —añadió Sandokan—. Afortunadamente el agua no me parece profunda.
—Pero los gaviales nos esperan.
—¡Estoy también yo, no obstante! —dijo Tremal-Naik—. No son mas que tres. ¿Resiste la barcaza?
—Se hunde lentamente —respondió Yanez—. No tienes más que un minuto de tiempo.
—Me bastará.
Un gavial se esforzaba por subirse a un manguerote, con grandes golpes de cola, resbalándose no obstante contínuamente sobre el hierro que no ofrecía agarre alguno para sus garras.
Tremal-Naik le hizo tragar de una las dos balas de su carabina, los tacos, las llamas y el humo.
El pobre bestión se volcó dos o tres veces sobre su dorso, mandando una especie de rauco relincho, luego no se movió más.
—A tí, amo: ¡Está cargada...! —gritó Kammamuri, ofreciéndole el arma que tenía en la mano.
El ex-cazador de la jungla negra hizo fuego sobre el segundo gavial, fulminándolo, luego tomó la carabina que le ofrecía Yanez y disparó sobre el tercero con igual fortuna.
—He aquí despachado el asunto —exclamó luego—. Podemos descender.
—Eres un cazador maravilloso —le dijo Yanez—. Contigo nuestra caravana tendrá de comer hasta reventar.
—¡Salten...! —gritó en aquel momento Sandokan— La barcaza está cansada de flotar.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Gaviales: En este caso seguramente se trate del gavial malayo o falso gavial (Tomistoma schlegelii), especie de saurópsido crocodilio de la familia Gavialidae que vive en los ríos de Malasia e Indonesia Occidental. Es verde con manchas negras y puede alcanzar los 4 metros de longitud.

Cuadernas: “Madieri” en el original, son las piezas curvas cuya base o parte inferior encaja en la quilla del buque y desde allí arrancan a derecha e izquierda, en dos ramas simétricas, formando como las costillas del casco.

Kabatuan: Supuesto nombre de un río que desemboca en la bahía de Sepanggar, en la isla de Borneo, actual ciudad Kota Kinabalu, capital del estado de Sabah, perteneciente a Malasia. Si bien el río no figura en los mapas actuales, existe alguna referencia en documentos de viajes del S.XIX.

Monos rojos: “Scimmie rosse”, en el original, se trata de los monos aulladores rojos (Alouatta seniculus), especie de primate platirrino del género Alouatta (monos aulladores) que habitan al norte de América del Sur. Su vocalización es de las más fuertes del mundo animal.

Cables: 1 cable = 185,2 metros. Por lo tanto, 2 cables equivalen a 370,4 m; 0,5 cables equivalen a 92,6 m.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 7 mi equivalen a 11,27 km; 8 mi equivalen a 12,87 km.

Manguerotes: “Bocche d'aria” en el original, son mangas (tubos largos) para ventilar partes del barco.

Balas cónicas: La bala cilindro-cónica fue inventada en 1832 por el Capitán John Norton del 34° Regimiento del Ejército británico. Tenía una base hueca, por lo que al ser disparada, la bala se expandía y sellaba el diámetro del ánima del cañón. En 1836, Mr. W. Greener, un armero londinense, mejoró la bala de Norton al insertar un taco de madera con forma cónica en su base.

Punyab: “Pendgiab” en el original, estado del noreste de India que limita al oeste con Pakistán. Es conocida como la región de los cinco ríos (de ahí proviene su nombre).

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