viernes, 11 de enero de 2019

VIII. La caza al mawas


La barcaza en efecto se hundía, si no rápidamente, al menos continuamente.
Amenazaba de un instante al otro con volcarse sobre estribor, hacia el cual gravitaban los largos cuerpos de los saurios fulminados por las terribles descargas de los cuatro valientes aventureros.
Yanez había sido el primero en saltar sobre la toldilla, sobre la cual ya se encontraba al menos un pie de agua, y había sido rápido como para apoderarse de la caja llena de municiones, puesta encima del cabrestante de proa.
Los otros no habían tardado en seguirlo.
—¿No se hunde todavía entonces? —preguntó Yanez—. Es una barcaza verdaderamente maravillosa.
—¡Si el agua continúa subiendo! —dijo Tremal-Naik.
—Muy lentamente no obstante —dijo Sandokan—. Los toneles todavía no se han desmoronado, por lo que parece.
—Pero descendamos —dijo Kammamuri—. Las amuras ya beben.
—No estamos mas que a quince metros de la orilla —respondió Yanez—. ¿Tienes miedo tú de atravesar un riacho?
—Si estuviésemos en otro lado, no lo llamarías así, Yanez.
—¿No me llamas más rajá entonces, bribón? ¡Soy el príncipe consorte de la rani de Assam...!
Un estrépito de risa siguió a la respuesta.
—¡Eh, hermanito; te vuelves soberbio! —dijo Sandokan.
—¡Por Júpiter...! El general de la artillería asamesa me llama.
Otro golpe, seguido por un crujido metálico, le cortó la frase, sin duda chistosa.
—Su Majestad se hunde —gritó Kammamuri—. ¡Salvemos al rajá de Assam...!
—Que el diablo te lleve —respondió Yanez—. Un cachorro de Mompracem no tiene necesidad de la ayuda de todos los hindúes del Indostán. No he olvidado todavía que soy un pirata de la vieja escuela. ¿Estamos? Al agua, amigos.
—Espera un poco, Yanez —dijo Sandokan—. No estamos todavía en el fondo.
La barcaza se levantó un momento hacia proa, osciló unos instantes, giró una última vez sobre sí misma chirriando siniestramente bajo el peso de las máquinas y de las calderas, luego las aguas invadieron su toldilla, corriendo por encima como un torrente y sacando todos los cadáveres de los gaviales.
La inmersión no obstante tuvo la duración de pocos segundos. Un banco sin dudas estaba bajo la barcaza y el casco se había apoyado sobre el fondo arenoso, dejando sobresalir la mitad de las amuras.
—He aquí un pacífico naufragio —dijo Yanez—. Si todas las naves que se hunden terminaran así, se podría decir que los marineros son afortunados.
—Sí; cuando no hay tiburones, ni gaviales —dijo Sandokan.
—Tomemos las municiones e intentemos ganar la costa. Hay bancos que se prolongan hacia el estribor.
—Desalojemos —dijo Tremal-Naik—. Ya hemos permanecido demasiado tiempo a bordo de este pecio.
—En compañía poco alegre —añadió Yanez—. Me parece incluso imposible haber salvado mis piernas. ¡Ah...! ¡Estos ríos del Borneo...! ¡Los detesto...!
—Y todavía estás vivo —dijo Tremal-Naik.
—Mi querido, los tigres de Mompracem tienen la piel muy dura. ¿No sabes que nuestra piel ha sido siempre a prueba de cocodrilos, de serpientes y de gaviales?
—Ustedes parlotean como tucanes —observó Sandokan.
—Te engañas, hermano —respondió Yanez, estallando en una clamorosa risotada—. Los tucanes chillan como ruedas que jamás han sido engrasadas.
—Entonces ustedes chillan como ruedas mal engrasadas e inservibles.
—Tú sabes que yo siempre he sido flemático como un inglés.
—Veamos si podemos alcanzar la orilla, sin mojar nuestras armas y la caja de municiones. Estoy impaciente por alcanzar a mis malayos.
—Y yo a mis súbditos —añadió Yanez—. ¿Qué podrían hacer sin su rajá?
Se habían acercado a la amura de estribor, brincando sobre los cuerpos de los gaviales para encontrar un pasaje.
La fortuna protegía decididamente a los cuatro aventureros, porque una serie de pequeños bancos fangosos, apenas cubiertos por un pie de agua, se extendían más allá del gran banco que había hecho naufragar a la barcaza.
—Podemos arribar —dijo Kammamuri—. ¿No habrá otros gaviales escondidos entre las cañas que cubren las orillas?
—A esta hora habrán escapado todos hacia el alto curso —respondió Sandokan—. Estas bestias olfatean la comida a grandes distancias. No encontrarás uno en un radio de veinte millas.
Esperaron a que Tremal-Naik hubiese recargado su carabina, luego bajaron al banco que estaba formado por un denso estrato de arena que no cedía bajo el peso de un hombre.
Brincando atravesaron el cañaveral, dentro del cual el agua se precipitaba borboteando sordamente, los dos tigres de Mompracem y los dos indios consiguieron alcanzar felizmente la orilla que, después de un pequeño estrato de cañas, estaba cubierta de altísimos árboles que entrecruzaban estrechamente sus ramas y sus desmesuradas hojas.
Comenzaba a alborear. Las estrellas se dispersaban rápidamente y la oscuridad, condensada bajo las inmensas bóvedas de follaje, se desvanecía como por encanto, mientras una luz rosácea se difundía por el cielo.
Los pájaros comenzaban a despertarse, saludando con miles de gritos alegres la inminente aparición del astro diurno.
A través de las ramas pasaban, rápidas como saetas, las espléndidas palomas coronadas por plumas de un azul dorado: en medio de las hojas de los bananos circulaban bandadas de papagayos, y bellísimas cacatúas de penacho amarillo o crema se daban su baño diario; sobre la cima de los altísimos durián los cálaos rinocerontes, llamados por los indígenas cálaos, agitaban extrañamente sus monstruosos picos coronados por una ridícula excrecencia cartilaginosa en forma de pera alargada, mandando gritos estridentes que hacían sobresaltar a los dos indios.
Yanez y Sandokan, alcanzados los primeros árboles, se habían detenido, poniéndose a escuchar.
—Parece que todo está tranquilo —dijo el primero que no obstante había, por precaución, armado la carabina—. ¿Temías que los dayak hubiesen seguido el rumbo de la barcaza?
—Sí —respondió Sandokan—. Tú sabes cuán encarnizados son los dayak, especialmente los del interior. Con tal de añadir una cabeza más a su colección, no se cuidan ni de fatigas, ni de peligros.
—Los conocemos desde hace muchos años.
—No nos conviene ponernos en seguida en marcha. Quiero antes asegurarme bien si la floresta está desierta.
—Apruebo plenamente tu prudencia, hermanito. En una época te habrías lanzado con la cabeza baja, como un toro sediento de estragos, a través de estos árboles.
—Entonces era más joven —respondió Sandokan, sonriendo.
—Señores —dijo Kammamuri—, ya que nos detenemos aquí, se podría buscar el desayuno. Los cálaos son excelentes. He comido no pocos cuando mi amo tenía su granja sobre el Kabatuan.
—No quiero tiros de fusil, amigo —dijo Sandokan—. Sería peligroso atraer sobre nosotros la atención de los dayak.
—Entonces nos contentaremos con hacer un atracón de frutas. Voy a buscarlas.
—No te alejes demasiado —dijo Yanez—. Aquí los tigres, las panteras negras y las grandes serpientes deben abundar.
—Conozco a esos señores e incluso a esas señoras —respondió el maratí.
Mientras los dos tigres de Mompracem y Tremal-Naik improvisaban sobre la orilla del río un minúsculo campamento construyendo un pequeño attap, o sea un ligero cobertizo compuesto de pocos palos y de algunas monstruosas hojas de banano, el indio se metió resueltamente en la floresta, teniendo la carabina bajo el brazo para estar listo para utilizarla.
Las plantas de fruta, más allá de la zona formada casi exclusivamente por bananos silvestres que lanzaban sus enormes hojas a seis e incluso siete metros por sobre el tronco, abundaban prodigiosamente.
Había grupos de buah manggis, o sea de mangostanes, cargados de frutas muy exquisitas que se funden en la boca como un helado y que parecen reunir el aroma de mil flores; matorrales de durián cuyas ramas se curvaban bajo el peso de su fruta grande como la cabeza de un niño, pero erizados de aguijones terribles que producen heridas dolorosísimas y a veces incluso mortales; de pombo que tenían cítricos colosales y de nephelium que producen fruta llena de pulpa blanca, semi transparente, agridulce, rodeando una gran semilla.
El maratí estaba por escoger la planta más bella, cuando al volverse le pareció ver una sombra humana pasar rápidamente entre los troncos de los árboles y desaparecer, con velocidad fulmínea, en medio de un enorme montículo de piper nigrum.
—¿Un dayak? —se preguntó el valiente hombre, armando rápidamente la carabina—. El capitán tenía razón en detenerse.
Estaba por dar un paso adelante, cuando oyó un silbido extraño.
Instintivamente bajó la cabeza y se arrojó detrás del tronco de un glougo, creyendo que alguna flecha hubiese sido lanzada.
No oyendo, después de un minuto, ningún ruido más, se separó del tronco protector y miró alrededor.
—Nada —dijo—. Sin embargo juraría sobre Shivá y sobre Brahma que un dardo ha pasado sobre mi cabeza.
Observó atentamente los troncos vecinos y debió convencerse de que ninguna flecha había sido lanzada.
—Esto es extraño —dijo— Batámonos en retirada y avisemos a los capitanes.
Se puso a retroceder lentamente, teniendo siempre los ojos fijos sobre el montón enorme de piper nigrum, temiendo ver aparecer, de un momento a otro, alguna banda de aquellos feroces cortadores de cabezas, y alcanzó el margen de la floresta.
Sandokan, Yanez y Tremal-Naik estaban sentados bajo el attap, fumando tranquilamente y charlando.
—¿Entonces has encontrado el desayuno? —le preguntó el portugués, viendo aparecer al maratí.
—Regreso sin siquiera una banana —respondió Kammamuri.
—Sin embargo en la gran floresta la fruta no debe faltar.
—Abundan, en efecto, señor; pero los dayak no permiten recogerla.
—¡Los dayak...! —exclamó Sandokan brincando en pie—. ¿Están ya aquí, Kammamuri?
—He visto una sombra humana pasar delante mío, a menos de cincuenta pasos, y he oído incluso el silbido de una flecha dirigida probablemente a mí.
—¿Dónde?
—Más allá de estos matorrales.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez que también se había levantado—. ¿Será algún espía de la tribu que nos ha dado batalla? No debemos dejarlo escapar.
—¿Está lejos el lugar? —preguntó Sandokan.
—Apenas quinientos metros.
—Toma la caja de municiones y guíanos enseguida, Kammamuri. Si aquel pillo va a dar la alarma, antes de esta noche tendremos encima centenares de cortadores de cabezas.
Derribaron el attap, para que no quedase ningún rastro de su parada, y avanzaron en la floresta, deteniéndose de vez en cuando detrás de los troncos de los árboles para observar y para escuchar.
Raíces monstruosas salían del suelo, y serpenteando en todas direcciones, y entrecruzándose con los calamus rotang, hacían difícil el avance. De todas las hojas escapaban enjambres de draco, aquellas bellas lagartijas voladoras, no más largas de veinte centímetros, sin la cola, que infestaban las florestas de Borneo.
Estando provistas lateralmente de una especie de paracaídas, formado por una membrana que tienden en el acto de cortar el impulso, pueden recorrer trayectos de veinticinco a treinta metros.
Sandokan, que estaba a la cabeza del pequeño pelotón, observaba atentamente, más allá de las lagartijas, también aves, papagayos, cacatúas y argos gigantes, aquellas bellísimas aves de la familia de los faisanes, de colas desmesuradas, y parecía estupefacto de verlos a todos tan tranquilos.
—Si aquí hubiese hombres emboscados, no se quedarían allí para cantar —murmuraba—. ¿Qué ha visto Kammamuri?
Procediendo lentamente, con infinitas precauciones, llegaron finalmente delante del gigantesco matorral de piper nigrum dentro del cual debía haberse escondido el dayak divisado por el indio.
Aquellas plantas que producen la pimienta silvestre, no menos buena que la otra, son trepadoras como las vides a las que se asemejan, y forman matorrales enormes, ricos en racimos que tienen bayas rojas no más grandes que una arveja y son tan densas, que los vuelve a veces difíciles de atravesar.
—¿Estaba ahí dentro tu hombre? —preguntó Sandokan a Kammamuri.
—Sí, capitán —respondió el maratí.
—Rodeemos el matorral y descubrámoslo. Tú, Yanez, rodea por la izquierda junto con Tremal-Naik; yo rodearé por la derecha con Kammamuri. Si el hombre intenta huir, hagan fuego sin misericordia.
—Preferiría hacerlo prisionero —dijo Yanez—. Si pudiera obligarlo a hablar y saber así si es el rajá del lago el que nos arroja encima toda esta legión de demonios furibundos. Ven, Tremal-Naik, y cuidado con recibir alguna flecha. El upas no perdona, y nadie puede salvar al hombre que recibe un dardo envenenado. Cinco minutos de agonía, y luego partida al otro mundo.
Se separaron, tomando dos direcciones diferentes.
El matorral cubría un centenar de metros cuadrados de superficie y en su centro se erguían cuatro o cinco durián de troncos enormes y altísimos, ya cargados de frutas grandísimas y erizadas de formidables espinas, proyectiles peligrosísimos incluso para hombres que llevaban puestos sombreros de paja muy amplios y bien densos.
Yanez, después de haber recorrido treinta o cuarenta pasos, se detuvo sobre el margen de aquel enorme montón de sarmientos e intentó meterse dentro.
De pronto Tremal-Naik, que se había detenido un metro más atrás, teniendo la carabina embrazada para estar listo para protegerlo, lo vio retroceder bruscamente.
—¿Qué has visto? —le preguntó.
—Kammamuri no se ha engañado —respondió el portugués, empuñando rápidamente el fusil.
—¿Hay en efecto un hombre allí dentro?
—He visto los sarmientos agitarse en la cercanía del durián.
—¿El dayak intentará escapársenos?
—Están Sandokan y Kammamuri por la otra parte y no lo dejaremos escapar sin saludarlo con un par de fusilazos.
—¿Era un hombre?
—No lo he podido ver.
—¿Qué quieres hacer?
—Meterme dentro del matorral —respondió Yanez resueltamente— y alcanzarlo o abatirlo.
—No será fácil atravesar este caos de vegetales. Una jungla india no es igualmente densa.
—Con un poco de paciencia lo conseguiremos. La guerra de emboscada no es por cierto muy placentera ni fácil, sin embargo aquí no se puede combatir de otra manera. El Borneo es el país de las emboscadas y de las sorpresas. Cuidado donde posas los pies: pueden haber serpientes dentro de este matorral.
—Soy amigo de las serpientes —respondió el indio.
Yanez pasó bajo las plantas sarmentosas, manteniendo una mano sobre el gatillo de la carabina, para que ninguna rama hiciese partir los tiros, y avanzó cautamente en medio de aquella masa de vegetales intrincadísimos.
Tremal-Naik lo seguía a dos pasos de distancia, girando sin pausa la mirada ahora a derecha y ahora a izquierda, para cuidarse los flancos y prevenir algún tiro de cerbatana.
Yanez de vez en cuando se detenía, poniéndose a escuchar, luego reanudaba la marcha intentando no hacer ruido.
Habituado a las carreras a través de los densísimos bosques de la gran isla, que había atravesado tantas veces junto con Sandokan y con los cachorros de Mompracem, podía dar algún consejo incluso a los sanguinarios dayak.
Recorridos cuatrocientos o quinientos metros se detuvo, conteniendo a duras penas una exclamación:
—¡Qué gran pista falsa...! —susurró.
—¿Qué has dicho? —preguntó Tremal-Naik.
—Que Kammamuri se había engañado.
—¿Por qué?
—Nosotros damos caza a un hombre de los bosques en cambio de un dayak.
—No te comprendo.
—Es un mawas lo que él ha visto, y no ya un hombre.
—¿Uno de aquellos feos orang utan?
—Sí, Tremal-Naik.
—Es fácil confundirlos con verdaderos salvajes.
—No digo lo contrario.
—¿Lo has visto?
—Se ha refugiado en medio de aquel grupo de durián que surge en el centro del matorral.
—Volvamos atrás a advertir a Sandokan y Kammamuri —dijo el indio—. No tenemos tiempo que perder, ni debemos exponernos a peligros, especialmente en estos momentos.
—Eso es lo que pienso también —respondió el portugués—. Que vaya a hacerse matar por los dayak.
Estaban por regresar sobre sus pasos, no teniendo nada que ganar en una lucha contra aquellos formidables simios, cuando un grito llegó a sus oídos:
—¡Ayuda, capitán!
—¡Kammamuri...! —habían exclamado a una voz el portugués y el indio, poniéndose de golpe palidísimos.
Se oyó un tiro de carabina, luego otro, disparados de la otra parte del gigantesco matorral, luego nada más.
—¡Corramos, Tremal-Naik...! —gritó Yanez.
Intentaron lanzarse, pero muy pronto fueron obligados a moderar su furia, porque los sarmientos, conectados con los robustísimos rotang, oponían una resistencia increíble y no cedían ante ningún golpe.
Afortunadamente aquí y allá existían pequeños pasajes que permitían a una persona poder adentrarse sin excesiva dificultad, con la condición de que no tuviese demasiada prisa.
Consagrados a todos aquellos obstáculos, los dos aventureros en menos de un minuto pudieron llegar junto al grupo de durián.
Un espectáculo terrorífico se ofreció enseguida a sus miradas.
Sobre una de las ramas bajas de aquellos enormes árboles, estaba Kammamuri, blandiendo una de aquellas cuchillas indias, de hoja encorvada y ancha, llamadas talwar, y frente a él un monstruoso simio, alto de casi un metro y medio, de cara ancha, el pecho enormemente desarrollado, el cuello corto y rugoso provisto de un saco gutural que su propietario puede hinchar a placer, los ojos pequeños, el hocico saliente y el cuerpo cubierto por un pelo bastante escaso, desgreñado y de color marrón rojizo.
El maratí, con las piernas bien estrechadas alrededor de la rama, amenazaba al monstruo, arrojando golpes formidables en todas direcciones y aullándole en el hocico:
—¡Canalla...! ¡Te mato...!
El mawas mandaba silbidos agudos, que de vez en cuando se convertían en aullidos espantosos, similares a los de una ternera aterrorizada, y alargaba los enormes brazos vellosos, intentando aferrarlo y plantarle sobre el rostro sus uñas.
Ay si hubiese conseguido atraparlo. Porque los orang utan del Borneo, al igual que los gorilas del continente africano, poseen una fuerza tan prodigiosa, como para luchar con ventaja contra veinte hombres y de arrancar de un solo golpe la mandíbula a los gaviales que son sus más mortales enemigos.
—¡Quédate quieto, Kammamuri...! —gritó Yanez que había llegado primero al grupo de durián.
Estaba por alzar la carabina, cuando a breve distancia resonaron otros dos disparos.
El mawas, golpeado por cierto, se alzó de golpe, mandando un aullido horrible que retumbó largamente bajo las bóvedas de follaje, luego se agarró al tronco de la planta y desapareció, con rapidez fulmínea, en medio del denso follaje.
—¡Sandokan...! —gritó Yanez.
—Aquí estoy —respondió el Tigre de la Malasia deslizándose entre los piper nigrum y los rotang.
Su carabina humeaba todavía.
—¡Otra que los dayak...! —exclamó el jefe de los piratas de Mompracem—. ¡Son preferibles a estos bestiones...! ¡Eh, Kammamuri, puedes descender...!
El maratí había ya abandonado la rama y se deslizaba a lo largo del grupo de nepentes.
—¡Ah, amo...! —exclamó el pobre diablo quee se había puesto grisáceo, o sea palidísimo—. ¡Qué fea bestia...! He enfrentado diversas veces a los tigres en la jungla negra, cocodrilos, pitones, incluso rudiramandali, cuyas mordeduras hacen sudar sangre, pero jamás he sentido semejante emoción.
—Te había dicho que no te alejaras de mí —dijo Sandokan—. Tenía alguna sospecha de que en lugar de un dayak se tratase de un mawas. Abundan en estas florestas aquellos grandes simios.
—¿Te ha puesto sobre el árbol? —preguntó Tremal-Naik.
—Me ha tomado como si fuese una pluma, metiéndome bajo la axila derecha, pero no estaba solo.
—¡Cómo...! ¿Eran dos? —preguntó Yanez.
—Sí, capitán. Yo he hecho fuego sobre ambos sin golpearlos, por lo que parece; luego mientras uno se llevaba la caja de las municiones, el otro me transportó sobre el árbol. Había perdido la carabina y conservaba en cambio el talwar indio. Sintiéndose desmenuzar los brazos, el monstruo me dejó ir, así que pude refugiarme sobre aquella rama donde me han encontrado.
—¿Y aquel que ha tomado las municiones? —preguntó Sandokan.
—Ha escapado sobre el durián y no lo he visto más.
—¿Será la hembra del mawas, Sandokan? —preguntó Yanez.
—Estoy seguro.
—No podemos dejar la caja. Hoy para nosotros las municiones valen más que los diamantes.
—Así pienso también —respondió el Tigre de la Malasia.
—Es necesario recuperarla.
—Y la recuperaremos, Yanez. Somos cuatro y podemos disponer de ocho balas. Kammamuri, ve a buscar tu carabina.
—No debe estar muy lejos, capitán —respondió el indio.
—Cuidado con tener algún otro mal encuentro.
—Tengo mi talwar.
Mientras el maratí se alejaba, Sandokan alzó la mirada hacia el durián en medio de cuyo follaje había desaparecido el orang utan después de haber recibido aquellos dos disparos. Era un árbol de dimensiones más que extraordinarias, de tronco recto y liso, con poquísimas ramas en la base y muchísimas en cambio hacia la cima que formaban como una especie de paraguas.
Son árboles que se encuentran frecuentemente en las florestas del Borneo y, como hemos dicho, soportan frutas grandes como la cabeza de un niño y erizadas de puntas agudísimas, duras casi como el acero, y que producen heridas dolorosísimas y algunas veces incurables.
Principalmente tienen forma oblonga, la cáscara verde amarillenta, reticulada, que se rompe fácilmente cuando el fruto ha llegado a la perfecta maduración, dividido en cinco segmentos, cada uno de los cuales contiene varias grandes semillas envueltas en una pulpa blanca cubierta de películas.
Aquellas semillas son comestibles, no obstante los europeos que las prueban por primera vez, sienten una repugnancia invencible, exhalando un insoportable olor a ajo y queso podrido. ¡Qué perfume y qué gusto se sienten en cambio, cuando se consigue vencer aquella repugnancia! El mejor helado pierde en la comparación.
Lo extraño es entonces que los perros son golosísimos de aquellas frutas e que incluso las bestias no las desdeñan.
—Estaba seguro de no equivocarme —dijo Sandokan, después de haber dado una vuelta alrededor de la planta, ampliando siempre más las investigaciones—. Los mawas tienen el nido allá arriba.
—¡Un nido...! —exclamó Tremal-Naik.
—Y bien alto por cierto.
—¿Se puede divisar?
—Sí, si te alejas. Se encuentra a no menos de veinte metros del suelo.
—¿Conseguiremos desanidarlos? —preguntó Yanez.
—No dejaré en sus manos la caja de municiones —respondió Sandokan.
En aquel momento reapareció Kammamuri.
—¿Has encontrado tu carabina? —le preguntó Tremal-Naik.
—Aquí está, amo —respondió el maratí, recogiéndola de tierra.
—¿Está en óptimo estado?
El indio estaba por responder cuando Yanez dio un salto, gritando:
—¡Piernas...! ¡En guardia...! ¡Si los golpean no irán lejos!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

La segunda vez que aparece “piper nigrum” en el original, pone en realidad “piper betel”. Lo corregí porque se trata de un error en el original.

Pies: 1 pie = 0,3048 m.

Indostán: Subcontinente indio, formado por India, Pakistán, Bangladés, Sri Lanka, las Maldivas, Bután y Nepal.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 20 mi equivalen a 32,19 km.

Durián: “Durion” en el original, es un árbol de unos 25 m de alto, originario del sudeste asiático. Su fruto tiene varias formas y puede llegar a los 40 cm de circunferencia y entre 2 y 3 kg de peso. Tiene un caparazón de espinas verdes o café. Tiene gusto intenso y agradable, textura cremosa y olor muy fuerte. En donde crece, se lo considera el rey de las frutas.

Palomas coronadas: Se trata del Goura, género de aves de la familia de las colúmbidas que incluye tres especies que habitan Nueva Guinea. También se las conoce como “guras”. Están relacionadas con el dodo.

Cálaos rinocerontes: “Tucani rinoceronti”, en el original, su nombre científico es Buceros rhinoceros, posee un pico desarrollado (con alguna semejanza al del tucán), plumaje negro y habita Borneo, Java, Sumatra y la Península Malaya.

Buah manggis: “Buà mangusta” en el original. “Buah” significa fruta en malayo y “manggis” es mangostán, también en malayo. Ajusté este término para que tuviera coherencia en el idioma.

Nephelium: “Nepelium” en el original, es un género con alrededor de 25 especies de plantas perteneciente a la familia Sapindaceae, son nativos del sudeste de Asia. Son árboles perennes con hojas pinnadas compuestas y una drupa comestible como fruta.

Piper nigrum: Nombre científico de la pimienta negra. Especie de la familia de las piperáceas, cultivada por su fruto, que se emplea seco como especia. El fruto es una drupa de aproximadamente 5 mm que se puede usar entera o en polvo obteniendo variedades como la negra, blanca o verde, con la única diferencia del grado de maduración del grano.

Glougo: “Glugo” en el original, más conocido como morera del papel o morera turca (Broussonetia papyrifera), es una especie de la familia Moraceae, nativa de Asia oriental y cultivada en el Extremo Oriente desde hace siglos para su utilización en la fabricación de papel. El nombre “glougo” figura en libros del S.XIX en español, italiano, francés e inglés.

Shivá: “Siva” en el original, es el dios destructor del hinduismo.

Brahma: En el hinduismo es el dios creador del universo.

Draco: Este género, pertenece a la familia de lagartos agámidos, son también conocidos como de "dragones voladores". Viven en los árboles en los bosques tropicales del sudeste de Asia, miden de 20 a 26 centímetros de largo y gracias a unas membranas pueden planear de árbol a árbol. Suelen alimentarse de insectos, principalmente de hormigas arbóreas.

Argos gigantes: “Argus giganti” en el original, también llamado “argo real” (Argusianus argus), es una especie de ave galliforme de la familia de los faisánidos. Habita las selvas de la península malaya, Borneo y Sumatra.

Sarmientos: Vástagos de la vid, largos, delgados, flexibles y nudosos, de donde brotan las hojas, las tijeretas y los racimos.

Talwar: “Tarwar” en el original, es un sable de la India, de hoja curva, principalmente de un solo filo y de empuñadura aplanada. Mide entre 70 y 90 cm de longitud.

Rudiramandali: “Rubdira mandali” en el original, es la especie de serpiente venenosa, más conocida como “víbora de Russell” (de hasta 166 cm de longitud), responsable de la mayor cantidad de casos de mordeduras y muertes en el mundo. Su veneno genera hemorragia en encías y orina. El nombre hace referencia a “rudra mandali” o “guirnalda de Rudra” (dios védico asociado al viento o la tormenta y a la caza, que lleva puesta una guirnalda).

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