viernes, 25 de enero de 2019

IX. La sorpresa nocturna


Sobre la cima del gigantesco árbol se oían espantosos aullidos, acompañados por crujidos que crecían en intensidad y por una verdadera tormenta de enormes frutas.
Los dos mawas, macho y hembra, percatados sin duda de la presencia de aquellos intrusos, se agitaban furiosamente, sacudiendo las ramas cargadas de fruta, con la esperanza de matarlos.
Yanez, Sandokan y sus compañeros, percatados a tiempo de aquella granizada mortal, habían escapado inmediatamente, poniéndose a salvo bajo los densísimos sarmientos de los piper nigrum.
—¿Se han vuelto rabiosos, aquellos bestiones? —preguntó Kammamuri, que aparecía un poco espantado, después de la terrible aventura que recién había tenido.
—No te desearía que te encuentres ante ellos en este momento —respondió Yanez—. Si no son molestados, escapan normalmente a los hombres y se van por su camino. Pero cuando los mawas se ven asaltados, se vuelven extremadamente peligrosos. No te dejes capturar una segunda vez, porque no respondería por tu vida.
—Intentemos fusilarlos a distancia —dijo Sandokan que tenía la carabina apuntada a lo alto—. Si las hojas no escondiesen su nido, a esta hora alguno habría ciertamente caído a nuestros pies con los miembros fracturados.
—¿Nido, has dicho? —preguntó Tremal-Naik—. Los cuadrumanos no son pájaros, me parece.
—Los otros quizá y no ya los orang utan. Sin ser águilas, forman verdaderas plataformas, de una solidez a toda prueba, que construyen justo en la cima de las más altas plantas, con ramas gruesísimas que no ceden fácilmente y que de vez en cuando son impenetrables incluso a las balas.
—Me parece ver a uno de aquellos feos simios —dijo Yanez, alzando la carabina.
—Dispárale —respondió Sandokan.
—Despacio, hermanito. Quiero estar bien seguro de mi tiro. Tú sabes que si son solamente heridos, se vuelven furiosos, y entonces pueden enfrentar incluso a diez hombres.
—¿Lo ves ahora?
—No, ha desaparecido. Se divierten con acosarnos desde el durián. ¡Uf...! Tendremos más tarde una excelente comida. ¡Eh, arriba...! ¿Se volvieron locos...?
—¿El macho se habrá puesto imprevistamente celoso de la caja de municiones? —dijo Tremal-Naik.
—Si la arrojara abajo el asunto habría terminado —respondió Sandokan.
Parecía en efecto que los dos orang utan se hubiesen vuelto furiosos. Sacudían terriblemente las ramas, haciendo precipitar al suelo una verdadera granizada de aquellas deliciosas aunque peligrosísimas frutas, pisaban la plataforma que les servía de nido, como si quisieran quebrarla y mandaban ahora silbidos estridentes y ahora aullidos formidables que repercutían extrañamente bajo las infinitas bóvedas de follaje de la gran floresta.
Los cuatro aventureros para nada aterrorizados por todos aquellos clamores, se habían puesto a dar vueltas y vueltas alrededor del gigantesco durián, esperando el momento oportuno para hacer un buen tiro.
Se mantenían por otra parte alejados, para no recibir sobre el cráneo alguna fruta, porque los dos orang utan, no contentos con sacudir las ramas, de vez en cuando las lanzaban incluso con las manos, intentando golpear a sus adversarios.
Pero el matorral de piper nigrum era tan denso, que difícilmente aquellos proyectiles espinosos consiguieran tocar el suelo y rebotaban en todas direcciones, quebrándose y dejando caer las grandes castañas que contenían en su interior.
—Eh, Sandokan —dijo Yanez, que había dado más de veinte vueltas—. Empiezo a tener suficiente de estos paseos circulares con el peligro de sentir quebrar, de un momento a otro, la cabeza. ¿No se podrá encontrar alguna otra forma de desanidarlos?
—Intenta tú que siempre has tenido espléndidas ideas —respondió el Tigre de la Malasia.
—Ya la he encontrado.
—Me lo imaginaba.
—Ya que aquellos bribones no se deciden a mostrarse, iremos nosotros a buscarlos.
—¿Trepándote al durián?
—¡No estoy tan loco, por Júpiter...! Mi cabeza me oprime para que la conserve un poco más.
—Explícate mejor entonces.
Yanez, en vez de responder, se dirigió hacia un buah nangka, un bellísimo árbol que crecía aislado a una treintena de metros del grupo de los durián y que produce fruta semejante a las del árbol del pan, pero tan grandes, que a menudo son necesarios dos hombres que los llevan colgados de un bambú.
—¿Quieres seguirme, Tremal-Naik? —preguntó—. Hay calamus rotang que cuelgan en gran número de las ramas, y cuando hayamos llegado a una buena altura, podremos poner en su lugar a aquellos dos condenados orang utan que se obstinan en no querer restituirnos las cosas robadas. Tú que eres un tirador maravilloso los pondrás enseguida fuera de combate.
—Y si descienden, nosotros los esperaremos, ¿verdad, Kammamuri? —dijo Sandokan—. Con cuatro balas bien colocadas se puede derribar incluso a un elefante.
El portugués, seguido por Tremal-Naik, se agarró a un festón de rotang que colgaba de una rama del buah nangka y comenzó a izarse con la agilidad de un gaviero, mientras Sandokan y Kammamuri se escondían detrás del tronco, listos para fusilar a los dos gigantescos simios.
El alboroto no daba señas de terminar sobre la cima del durián.
Los dos orang utan continuaban aullando a todo pulmón, golpeándose, de vez en cuando, el pecho, que resonaba como tambor de madera.
Las frutas no paraban de caer, y algunas lanzadas por los dos simios, llegaban incluso a los alrededores del buah, sin no obstante detener la subida del portugués y del indio que procuraban mantenerse en la otra parte del tronco. Alcanzada una gran rama que se extendía horizontalmente a más de treinta metros del suelo, Yanez miró hacia la cima del durián.
Los dos mawas eran perfectamente visibles a aquella altura.
Saltaban sobre la plataforma, formada por grandes ramas dispuestas en cruz con cierta habilidad, como si hubiesen sido tomados por un imprevisto acceso de locura, sin dejar de silbar y de aullar.
De vez en cuando se abalanzaban, con ímpetu furioso, en medio de las ramas de la planta y las sacudían para hacer caer las frutas que aún quedaban.
Tenían el pelo rojizo desaliñado, los ojitos fulgurantes, el bocio enormemente hinchado.
—¡Qué feos son! —exclamó el indio que había alcanzado al portugués.
—¡Y qué peligrosos! —añadió este.
—¿Podremos abatirlos con un tiro de carabina?
—Sí y no.
—¿Están blindadas entonces aquellas bestias?
—Verdaderamente no, no obstante pueden resistir incluso varias balas. Un día he visto escapar uno, aún cuando hubiese sido saludado por más de diez tiros, disparados a brevísima distancia.
—¡Ah...! ¡Veamos...! —dijo Tremal-Naik.
El macho, reconocible por el mayor desarrollo de su complexión, se había arrojado entre las ramas del durián y no paraba de sacudirlas, intentando romperlas, para luego derribarlas sobre la cabeza de los asaltantes.
Aullaba espantosamente e inflaba el bocio para volver los sonidos más agudos.
Tremal-Naik se acomodó bien sobre la rama, alzó la carabina apoyándola sobre otra rama que se prolongaba sobre él y apuntó con gran atención.
Un instante después se oyeron dos disparos.
El mawas mandó un aullido rauco, que pareció el rugido de un león, luego dio un gran salto cayendo entre las ramas de un durián que se alzaba a cinco o seis metros de distancia de la plataforma, por consiguiente se puso descender el tronco con una velocidad fulmínea sirviéndose de las manos y los pies.
—¡Sandokan, cuidado...! —gritaron al mismo tiempo Yanez y Tremal-Naik.
—Lo esperamos —respondió el Tigre de la Malasia.
—¡Abajo, Tremal-Naik...! —comandó el portugués.
Los dos hombres se agarraron al festón de rotang y se dejaron deslizar hasta tierra. Casi en el mismo instante que el orang utan saltaba en medio de los piper nigrum.
Era espantoso verlo. Tenía todo el pecho manchado de sangre, el pelaje erizado, los ojitos fulgurantes como si tuviese en lugar de pupilas carbones ardientes.
Alzó los formidables brazos, mandando un aullido cavernoso, luego se arrojó a lo loco contra los cuatro aventureros que lo esperaban con pie firme, con las carabinas apuntadas.
Con un salto gigantesco cayó encima de Tremal-Naik que no había tenido tiempo de recargar el arma e intentó aferrarlo, como si hubiese comprendido que aquellas heridas se las debía a él.
Sandokan, con un movimiento fulmíneo, le cerró el paso y dejó partir, casi a quemarropa, sus dos tiros.
El orang utan, nuevamente herido, giró dos o tres veces sobre sí mismo con una rapidez vertiginosa, escapando a los fucilazos de Kammamuri, luego, viendo a Yanez que se encontraba solamente a tres o cuatro pasos de distancia, se le había abalanzado rabiosamente encima.
Había no obstante encontrado el pan para sus dientes.
El portugués, que al igual que el Tigre de la Malasia no estaba en sus primeras armas en aquellas cacerías peligrosísimas, se arrojó prontamente detrás del tronco de un durián para evitar el golpe.
El orang utan, vuelto loco por las heridas recibidas, se le lanzó detrás para perseguirlo, pero encontró al cazador con la carabina apuntada, en perfecta línea.
Abrió la mandíbula y aferró los dos cañones creyendo triturarlos como si fuesen cañas de azúcar.
De golpe dos detonaciones atronaron.
El mawas había tragado las dos cargas y su gran cabeza había estallado como una calabaza.
Permaneció un momento erguido, mirando a su asesino con sus ojitos relampagueantes, estrechando aún los cañones de la carabina, luego bajó la cabeza sobre el pecho, dejó colgando inertes sus larguísimos brazos y se desplomó sobre sí mismo.
Las dos balas le habían atravesado el cerebro y destruido completamente la laringe.
—¡Tiro maestro...! —exclamó Sandokan que estaba recargando precipitadamente su carabina, imitado por Tremal-Naik y por Kammamuri— Tú, hermanito, posees una sangre fría verdaderamente maravillosa.
—Se trataba de salvar la piel de mi rostro —respondió el portugués—. Si me alcanzaba con sus garras, me sacaba nariz, ojos, boca y quizá incluso las orejas.
—¡Escapa...! —aulló en aquel momento Kammamuri.
—¿Quién? —preguntaron todos a una voz.
—¡La mawas...! ¡Y escapa con nuestra caja...!
—¡Por Júpiter...!
—¡Saccaroa...!
—¡Por Shivá...!
La hembra del orang utan, aprovechando el momento en el que ninguno le prestaba atención a ella, se había dejado deslizar a lo largo del tronco del durián y escapaba a toda prisa a través de los piper nigrum.
Menos malo hubiese sido que escapase sola, pero en cambio, por capricho o por simpatía inexplicable, había escapado llevando consigo la caja de cartuchos que tanto quería, y no sin motivo, Sandokan.
Un grito sólo escapó a los cuatro hombres:
—¡Vamos, a la caza...!
Se habían arrojado a través del matorral, disparando un tiro de carabina que no había obtenido otro efecto que el de redoblar la carrera de la mawas.
—¡Se nos escapa...! —aullaba Yanez que hacía esfuerzos sobrehumanos para partir los calamus rotang que le cerraban el paso.
—¡No la pierdan de vista...! —gritaba Sandokan—. ¡No perdamos nuestra provisión de municiones...!
—¡Corta las lianas, Kammamuri...! —alborotaba Tremal-Naik—. ¡Abajo con golpes de talwar...! ¡Ábrenos el paso...!
El maratí hacía su mejor esfuerzo para trazar un sendero a través del matorral, vibrando golpes formidables sobre los sarmientos intrincadísimos de los piper nigrum, de los calamus rotang y sobre las ramas de los arbustos que crecían por todas partes bajo los racimos rojizos, pero no lo conseguía en su intento.
Se habría necesitado el hacha de un titán para desfondar aquella pared vegetal que oponía por todas partes una resistencia tenacísima.
La mawas mientras tanto se había escapado rápidamente, sin abandonar la preciosa caja.
Subía con rapidez fulmínea las plantas, brincaba de sarmiento en sarmiento, como si fuese una pelota de goma, pasaba sobre los festones de plantas parásitas, como si fuesen puentes colgantes, y siempre ganaba camino. Sandokan, Yanez e incluso Tremal-Naik le habían disparado no pocos tiros sin conseguir golpearla.
La agilísima simia se movía con tal rapidez, como para desafiar la puntería de los mejores cazadores del mundo.
—¡Detente, bestia maldita...! —aullaba Yanez.
—¡Ladrona...! ¡Devuélveme la caja que me has robado...! —gritaba Kammamuri, exasperado.
Era aliento malgastado. La mawas continuaba su rapidísima fuga, sin abandonar la caja de municiones.
Llegada al margen del matorral, subió sobre un árbol y desapareció a los ojos de los perseguidores.
—¡Es nuestra...! —gritó Kammamuri.
—¿Quién lo dice? —preguntó Sandokan, que también se afanaba en cortar los sarmientos y las fibras vegetales con golpes de cimitarra.
—He notado la planta sobre la cual se ha refugiado.
—¿Y tú crees encontrarla allí arriba? Hay millares y millares de otras detrás de aquella. Ya aquella bestia ha ganado la floresta y no será fácil encontrarla. Los mawas brincan de un árbol a otro, mejor que los más ágiles simios y quién sabe a esta hora qué ventaja tendrá sobre nosotros.
—¿Y la dejaremos ir?
—¡Ah...! ¡Eso lo veremos!
También ellos habían conseguido alcanzar el borde del matorral y se habían detenido bajo el árbol sobre el cual se había refugiado la mawas.
Era un bellísimo pombo, muy alto, de follaje verde oscuro y bastante denso.
Sandokan dio dos o tres vueltas alrededor del tronco mirando a lo alto y no divisó nada.
—Me lo había imaginado —dijo.
A pocos metros del árbol comenzaba la gran floresta. El orang utan debía haberse arrojado contra algún otro árbol y alejado sin dejar ningún rastro.
—Henos aquí en un buen apuro —observó Yanez, que parecía muy fastidiado—. ¿Debemos dejarla ir, Sandokan?
—¿Cuántas balas tienes?
—Media docena.
—¿Y tú, Tremal-Naik?
—Llevo mis dos últimas cargas en la carabina.
—Y también yo —dijo Kammamuri.
—Y yo no tengo más que ustedes. ¿Quién osaría, con una decena de tiros atravesar este boscaje batido por bestias feroces y muy probablemente también por dayak? Aquella caja nos es absolutamente necesaria, amigos.
—Nuestros hombres deben tener abundantes municiones —observó Tremal-Naik.
—Eso espero, pero están lejos al menos veinte millas —respondió Sandokan—. Nos tomará tiempo antes de que podamos alcanzarlos. Tú no conoces nuestras florestas.
—¡Y qué sorpresas esconden! —añadió Yanez.
—¿Conseguiremos descubrir a aquella ladrona? —preguntó Kammamuri.
—No me desespero —respondió Sandokan—. Estoy seguro de que esta noche la mawas regresará a su nido.
—Y perderemos diez o doce preciosísimas horas —dijo Tremal-Naik.
—No te inquietes por nuestros hombres. Mientras no nos vean regresar, no dejarán el islote.
—Y luego son un buen número y han podido desembarcar las espingardas —añadió Yanez—. Los dayak tienen no poco temor de aquellas armas.
—Y los guía uno de mis más valientes piratas. Sapagar vale tanto como Sambigliong. Despejemos o la mawas no regresará más.
—Vayamos a acampar a la orilla del río —dijo Yanez—. Allá tendremos al menos alguna probabilidad de procurarnos comida.
Después de haber permanecido todavía un minuto escuchando, rodearon el matorral por el exterior y se encaminaron hacia el río que no estaba muy lejos. Un calor sofocante reinaba bajo las infinitas bóvedas de follaje, no soplando el más mínimo hálito de viento. Parecía que desde el suelo salieran llamas.
Los pájaros habían todos desaparecido. Solamente entre las hojas cantaban las lagartijas, las gekko, así llamadas por su grito, y en los charcos dormitaban, semi sumergidos, los biawak, otra especie de lagartos que alcanzan a menudo una longitud de dos metros y que son completamente inofensivos, a pesar de su mole.
Después de un cuarto de hora los cuatro aventureros llegaban a la orilla del curso de agua, casi enfrente del lugar donde se encontraba medio sumergida la barcaza.
—¿Ves a alguien? —preguntó Sandokan a Yanez, que había llegado primero.
—Todo está tranquilo aquí —respondió el portugués.
—Se ve que los dayak han renunciado a perseguirnos.
—Se habrán detenido cerca del islote. Busquémonos la comida.
—Es lo que estaba por proponerles, señor Yanez —dijo Kammamuri..
La comida no obstante fue muy magra. Porque no se compuso mas que de enormes cítricos, de buah mempelam, mangos de mala calidad que transmiten un mal sabor a resina, y de durián.
Apagada la sed en el río, levantaron otro attap y se metieron debajo para tomar una siesta, bajo la guardia de Kammamuri, quien había declarado no sentir en absoluto la necesidad de cerrar los ojos y de divertirse con oír cantar a los gekko, que se encontraban en gran número en los alrededores.
El sueño de los tres aventureros, no perturbado por ningún suceso, se prolongó hasta casi el ocaso del sol.
El maratí no había no obstante permanecido inactivo, durante todas aquellas horas, y había preparado una cena por todos inesperada, bajo la forma de una soberbia tortuga que había sorprendido entre los cañaverales del río y que había sabiamente asado.
—Es el momento de irnos a apostar —dijo Yanez, cuando la tortuga hubo desaparecido en sus vientres—. La mawas pudo haber recobrado ya su nido.
—Les recomiendo no obstante proceder con la mayor cautela —sugirió Sandokan—. Si se nos escapa también esta vez no la volveremos a encontrar nunca más.
Derribaron por segunda vez el attap, arrojando las ramas y las hojas al río, y se pusieron en marcha en el momento en el cual el sol desaparecía detrás de los grandes árboles y la oscuridad comenzaba a espesarse bajo el follaje.
Sandokan se había puesto a la cabeza y procedía lentamente, pasando entre enjambres de grandes luciérnagas, especie de lampíridos, que las mujeres malayas y dayak suelen encerrar dentro de ampollas de sutilísimo vidrio para utilizarlas como bombillas.
Un silencio profundo reinaba en la gran floresta, roto sólo, de vez en cuando, por un grito rauco lanzado por algún kaguang, un gran gato volador que tiene dos grandes membranas a los flancos, conectadas con las patas anteriores y posteriores y que le permiten realizar vuelos de veinticinco o treinta metros.
Era todavía demasiado pronto para los animales de caza. No debían ponerse a cazar sino bastante más tarde.
El pequeño pelotón, paso a paso, atravesó la distancia que separaba el matorral del río y alcanzó finalmente el piper nigrum.
—¿Estará? —preguntó Tremal-Naik en voz baja.
—Estoy seguro —respondió Sandokan.
—¿Cómo podemos saberlo?
—Esperemos a la luna; no debe tardar en alzarse.
—¿Tomaremos posición sobre el pombo? —preguntó Yanez.
—Precisamente desde allí arriba abriremos fuego —respondió Sandokan.
—Amo —dijo Kammamuri—. ¿Quiere que vaya a asegurarme si aquella bestia se encuentra realmente allá arriba? ¿Roncan fuerte?
—Fuertísimo.
—Hay calamus que descienden todo alrededor del durián, y yo soy agilísimo todavía.
—¿Te sientes con valor?
—No me impulsaré hasta el nido.
—Con tal de que el mawas no se dé cuenta y no te arroje encima alguna fruta.
—Las han arrojado ya todas, señor.
—Ve, si quieres y nosotros estaremos atentos para hacer fuego —dijo Sandokan.
Kammamuri se desembarazó de la carabina, se puso el talwar entre los dientes y se agarró a un fajo de calamus que colgaba de las más altas ramas del durián.
Los calamus toman el lugar, en el Borneo y en todas las otras islas de la Malasia, de las lianas, aún cuando pertenecen a la familia de las palmas.
No tienen mas que pocos centímetros de diámetro, pero alcanzan longitudes absolutamente extraordinarias. ¡Hay algunas que tocan incluso los trescientos metros! Son luego de una solidez a toda prueba y sostienen incluso a varios hombres, sin ceder.
Kammamuri era, como todos los indios, un muy buen escalador que podía darle puntos a los mejores gavieros de los mares de la Malasia. En pocos momentos alcanzó las ramas de las que colgaban los calamus y se izó encima, moviendo las hojas muy despacio, para no atraer la atención de la peligrosa bestia.
El nido se encontraba diez metros más alto. Como habíamos dicho, era una especie de plataforma de tres o cuatro metros cuadrados, compuesta por robustísimas ramas dispuestas con cierto arte.
Kammamuri esperó un poco, aguzando las orejas, luego, asegurado del profundo silencio que reinaba sobre la cima del durián, se agarró a otro fajo de lianas y reanudó la subida.
Abajo, en la base del gigantesco árbol, Sandokan, Yanez y Tremal-Naik velaban atentamente, teniendo las carabinas apuntadas al aire.
El maratí había ganado otros cuatro o cinco metros, cuando le llegó a los oídos un sordo gruñido.
—La bribona está allí arriba —murmuró—. Me basta.
Estaba por dejarse deslizar, sabiendo lo suficiente, cuando oyó las ramas de la plataforma crujir.
El maratí se puso rígido contra el tronco del árbol, no osando moverse más.
Estaba espantado, temiendo que la bestia, de un instante a otro le cayese encima y lo arrojase al vacío.
Las ramas continuaban crujiendo como si la mawas se moviese ahora en un sentido y ahora en otro. Incluso los gruñidos no cesaban: quizá la bestia había olfateado la presencia del enemigo y comenzaba a inquietarse.
Kammamuri tenía los ojos fijos, exorbitados, hacia los márgenes de la plataforma, y no osaba respirar más.
De pronto le pareció ver una cabeza inclinarse entre el follaje que se extendía bajo el nido, pero fue una visión rapidísima.
Las ramas gimieron un poco más, por consiguiente el silencio regresó.
—Creía precisamente que había llegado mi última hora —murmuró el pobre maratí—. El talwar me habría servido muy poco.
Se dejó deslizar dulcemente, procurando no dar sacudidas a las ramas y alcanzó felizmente el segundo festón de calamus.
Ya no había nada más que temer, encontrándose bastante cerca del suelo.
Con otro resbalón cayó entre sus tres compañeros que lo esperaban ansiosamente.
—¿Está? —preguntó Sandokan.
—Sí, amo; está allá arriba —respondió Kammamuri.
—Estaba seguro de que regresaría a su nido. Quizá haya llevado allá arriba el cadáver del macho. Tratemos de ver si desciende.
—¿No iremos a tomar posición sobre el pombo? —preguntó Yanez.
—Más tarde, si no conseguimos descubrirla. Kammamuri, a tí el honor del primer disparo, ya que has desafiado primero el peligro. ¿Ves la plataforma?
—Sé dónde se encuentra, señor. Bastará disparar a lo largo del tronco.
—Tira.
El maratí alzó la carabina e hizo fuego en dirección de la plataforma.
La detonación no se había aún apagado, cuando se oyó en lo alto un aullido agudísimo, luego un estruendo de ramas.
Parecía que una masa enorme se precipitase a través del follaje de la gigantesca planta.
—¡Atrás...! —había gritado Sandokan.
Se habían apenas alejado, cuando un cuerpo cayó, con siniestro fragor, delante del árbol, permaneciendo inmóvil.
—¡La hemos matado...! —exclamó Kammamuri.
—Estás loco —dijo Sandokan—. Está todavía arriba. ¿No oyes cómo ruge?
—¿Qué ha caído entonces? —preguntó Tremal-Naik.
—Ha arrojado el cadáver de su compañero —dijo Yanez—. ¡Ahora descenderá y estate en guardia...! ¡Estará loca de rabia...!
A lo alto se oyó una serie de bramidos espantosos, luego una gran sombra apareció en el margen de la plataforma.
—¡No disparen...! —gritó Sandokan, viendo a Tremal-Naik y a Kammamuri alzar precipitadamente las carabinas—. ¡Hagan fuego solamente a quemarropa!
La mawas debía haber divisado a sus adversarios, comenzando en aquel momento a aparecer la luna.
Brincó sobre una rama más baja, luego se puso a descender a través de los festones de los gamuto y de los calamus con rapidez fulmínea.
—¡Tiene la caja...! —gritó Kammamuri.
—¡Déjala llegar a tierra...! —comandó Sandokan—. Si la deja ir, de nuestras municiones perderemos la mitad. ¡Estréchense alrededor mío...!
La mawas continuaba su descenso, ahora aullando y ahora bramando. Llegada a diez metros del suelo se dejó ir, cayendo de pie.
Había alzado la caja para utilizarla como un proyectil, pero no tuvo el tiempo de poner en práctica su amenaza.
Cuatro disparos partieron, seguidos enseguida de otros tres.
Acribillada de balas, porque los aventureros habían disparado casi a quemarropa, la pobre bestia cayó sobre las rodillas, llevándose las manos a la cabeza.
Intentó no obstante alzarse otra vez, pero las fuerzas la traicionaron y se desplomó junto al cadáver destrozado de su compañero.
—Estas son cacerías verdaderamente emocionantes —dijo Tremal-Naik, mientras Kammamuri se apoderaba de la valiosa caja—. Aquellas con los tigres agitan menos los nervios.
—Es verdad —respondió Yanez—. Estos hombres de los bosques son más terribles incluso que los rinocerontes. Sandokan y yo, durante nuestras correrías a través de las florestas del Sultanato de Varani, nos hemos encontrado varias veces frente a estos orang utan, sin embargo jamás he conseguido mantenerme calmo en el momento de hacer fuego.
—Amigos —dijo el Tigre de la Malasia—. Ahora que hemos recuperado nuestras municiones, pensemos en alcanzar lo más pronto posible a nuestros hombres. La noche es bastante clara y haremos una magnífica marcha.
—Si las bestias nos dejan tranquilos —observó Kammamuri—. Me parece que aquí hay más que en las junglas indias.
—Hay cuatrocientos cartuchos en la caja —respondió Sandokan—. Tendremos suficientes como para hacer batir en retirada elefantes, rinocerontes, tigres y panteras negras. Ábrela y proveyámonos.
El indio destrozó con el talwar las tablas, todos se proveyeron abundantemente de municiones y volvieron la espalda al matorral de piper nigrum, dirigiéndose hacia el río, habiendo decidido costearlo hasta el islote.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Salgari describe al “kaguang” escribe: “...un grosso gallo volante che ha due larghe membrane...”. Seguramente se trate de un error de imprenta: en lugar de “gallo” debería decir “gatto”, que es como lo traduje.

Salgari se refiere al “gamuto” como una planta trepadora, siendo que no lo es.

¿Qué emociones despertarían estos capítulos de cacerías de grandes animales entre los lectores de principios del S.XX? ¿Y qué emociones despiertan hoy?

Buah nangka: “Buà nanghe”, en el original, hace referencia al fruto (“buah” en malayo) del Artocarpus heterophyllus (“nangka” es su nombre en indonesio y malayo). Conocido como yaca, árbol de Jaca, Jack o Panapén, produce la fruta nacional de Bangladés. Su sabor es similar al mango.

Árbol del pan: Nombre común del Artocarpus altilis, un árbol de los trópicos, de la familia de las moráceas, cuyo tronco, grueso y ramoso, alcanza de diez a doce metros de altura. Su fruto, de forma oval y muy voluminoso, contiene una sustancia farinácea y sabrosa, y, cocido, se usa como alimento.

Gaviero: “Gabbiere” en el original, es el marinero a cuyo cuidado está la gavia y el registrar cuanto se pueda ver desde ella.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 20 mi equivalen a 32,19 km.

Gekko: “Geh-ko” en el original, es un género de reptiles escamosos pertenecientes a la familia Gekkonidae. Se distribuyen por el Sudeste Asiático y Oceanía y viven en ambientes húmedos (bosques). En su mayoría son insectívoros, a veces con otras fuentes alimenticias tales como frutas, pequeños mamíferos y pequeños reptiles. Son principalmente arbóreos, y siempre con unos dedos adhesivos que les permite subir casi cualquier superficie.

Biawak: “Beroah”, en el original, es el nombre malayo e indonesio con el que se conoce a los varanos. Por la descripción de Salgari, seguramente se trate del varano acuático (Varanus salvator), llamado “biawak air”. Después del dragón de Komodo es el más grande, llegando a medir 3 m de longitud, aunque normalmente mide 2,5 m y pesa 20 kg.

Buah mempelam: “Buà momplam” en el original, es el nombre en malayo de la fruta del mango, proveniente de especies de árboles del género Mangifera.

Lampíridos: “Lampyris” en el original, familia de coleópteros polífagos que incluye los insectos conocidos como luciérnagas, bichos de luz, isondúes,​ cucuyos y gusanos de luz, caracterizados por su capacidad de emitir luz.

Kaguang: “Kubang” en el original, uno de los nombres con el que se conoce al Galeopterus variegatus, también llamado galeopiteco o colugo. Es el mamífero terrestre que mayor distancia planea, gracias a una membrana en sus pata. Tiene el tamaño de un gato.

Gamuto: “Gomuti” en el original, se trata de la “Arenga pinnata”, también llamada “Arenga gamuto”, una especie perteneciente a la familia de las arecáceas. Se le da múltiples usos, desde la producción de azúcar, vinagre, vino, combustible y para la construcción de techos (en la isla de Java).

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