martes, 12 de febrero de 2019

X. Los búfalos salvajes


La noche era magnífica.
La luna ya había salido y proyectaba, entre aquella inmensa masa de vegetales, torrentes de luz azulada, formando bajo los fragmentos de las gigantescas bóvedas, manchas centelleantes.
Una fresca brisa soplaba de la parte del río, haciendo crepitar las enormes hojas de las palmeras, de los cocoteros y de los bananos silvestres.
Entre aquel océano de luz revoloteaban, como cegados por tanto esplendor, grandísimos murciélagos, de alas extraordinariamente desarrolladas, el hocico de zorro y el cuerpo peludo. A lo lejos el Marudu bramaba sombríamente, rompiendo contra las orillas y en medio de los cañaverales que cubrían los islotes.
Sandokan, que estaba habituado a recorrer las florestas desde niño, se había orientado rápidamente, guiando a sus compañeros hacia el levante.
No había transcurrido media hora, cuando se encontraron nuevamente en la orilla del Marudu, a unas millas más arriba del lugar donde había naufragado la barcaza.
El río centelleaba como un gigantesco curso de bronce fundido y tenía resplandores soberbios, que eran, de vez en cuando, rotos por la brusca aparición de alguna banda de gaviales hambrientos.
—Todo está tranquilo —dijo Sandokan—. Intentaremos seguir el río mientras podamos.
Descansaron algunos minutos, luego reanudaron la marcha, costeando la inmensa floresta.
Bajo los grandes árboles el silencio no reinaba más. Las bestias habían dejado sus cuevas y se habían puesto a cazar.
A cada trecho un aullido agudo resonaba siniestramente en la profundidad del gigantesco monte, propagándose bajo la bóveda de follaje, seguido por sonidos extraños e impresionantes.
Ahora eran silbidos estridentes, que se sucedían con rapidez prodigiosa; ahora ladridos, como si legiones de perros corretearan bajo los árboles; ahora barritos fuertísimos que anunciaban la presencia de alguna manada de gigantescos paquidermos.
Sandokan y Yanez, ya habituados a aquellos clamores, no se preocupaban en absoluto; en cambio Tremal-Naik y Kammamuri, aún cuando hubieran vivido algunos años sobre las orillas del Kabatuan, no podían esconder un poco de impresión, y a cada instante armaban las carabinas, temiendo probablemente un imprevisto ataque.
—Dejen en paz sus armas —decía Yanez—. Mientras aullan o alborotan, no asaltan. Si hubiese aquí alguna pantera negra o algún tigre, no anunciarían su presencia; se los aseguro.
Habían ya recorrido una milla, siempre siguiendo la orilla del río, cuando Sandokan, que se encontraba a la cabeza del pelotón, se detuvo de golpe, sacándose rápidamente la carabina que llevaba en bandolera.
A breve distancia se oían silbidos estridentes y zambullidas, como si un enorme cuerpazo se debatiese en las aguas del Marudu.
—Eh, Yanez —dijo Tremal-Naik—. Parece que hay alguna bestia poco tranquila en las cercanías.
—¡Que un cocodrilo me coma una pierna si este animalazo que silba de este modo no es un rinoceronte! ¿Qué me dices, Sandokan?
—Sí, no puede ser mas que un rinoceronte —respondió el Tigre de la Malasia—. Avancen despacio y en silencio. Estos bestiones son extremadamente peligrosos cuando están enfadados.
—Lo sé yo —respondió Yanez—. En Assam faltó poco para que uno me destripara.
Los silbidos continuaban siempre más estridentes, acompañados por ciertas notas que sonaban como “niff niff” agudísimos.
Algún drama se desarrollaba ciertamente sobre la orilla del Marudu.
Sandokan había aminorado la marcha y se había dirigido hacia el margen de la gran floresta, para ponerse a salvo sobre los árboles en caso de que un grave peligro amenazara a sus compañeros.
Conocía demasiado bien la brutalidad feroz de aquellos gigantescos animales, como para no tomar precauciones.
Recorridos otros ciento cincuenta pasos, el pirata por segunda vez se detuvo delante del tronco de un durián, que extendía sus inmensas ramas hasta la orilla del río.
—¡Aquí está...! —dijo—. No se encuentra por cierto en una buena situación.
—¿Quién? —preguntó Yanez.
—El rinoceronte.
—¿No me había engañado, entonces?
—No, Yanez.
Un enorme animal, de formas regordetas, con un larguísimo cuerno plantado sobre el hocico, todo embadurnado de fango, se debatía desesperadamente en medio de las cañas que cubrían los bajíos del río.
Tenía alrededor ocho o diez monstruosos gaviales que intentaban morderle las patas hundidas en las arenas.
—¡Pobre bestión...! —exclamó Kammamuri—. Está inmovilizado en el fango.
—Arenas movedizas —dijo Sandokan—. No saldrá más del río. Se hunde lenta y continuamente.
—¿Y lo dejaremos ir? —preguntó el maratí.
—Intenta sacarlo —respondió Tremal-Naik, riendo—. Se necesitarían dos elefantes.
—Apresurémosle al menos la agonía.
—Alto ahí, Kammamuri —dijo Yanez—. Los cartuchos son demasiado valiosos en este momento y disparos no deseamos.
El pobre rinoceronte había en efecto caído en un banco de arena sin fondo, y los gaviales, percatados de su crítica posición, lo habían asaltado furiosamente para devorarle un poco de carne antes de que desapareciese definitivamente. Las voraces bestias le arrancaban trozos de piel, que tragaban de una, a pesar de su enorme espesor, y metían los hocicos en los flancos chorreantes de sangre, sin preocuparse por los terribles golpes de cuerno que el pobre mutilado lanzaba en todas direcciones. Lo devoraban vivo, pedazo a pedazo, para arrancarlo a la tumba de arena.
—¡Qué el diablo se lo lleve! —exclamó Yanez—. No perdamos nuestro tiempo asistiendo a la agonía de aquel feo. No vale más que los tigres y las panteras negras.
—Que se las arregle como pueda, si es capaz —dijo Sandokan—. Tampoco yo amo a aquellos feos bestiones. Adelante, amigos, y abran bien los ojos. Los dayak del interior no deben estar lejos.
Dejaron al desgraciado rinoceronte luchando con los codiciosos gaviales que redoblaban sus asaltos, y reanudaron su marcha siguiendo siempre la orilla del río.
Los árboles se sucedían a los árboles, siempre más densos, obligando al pequeño pelotón a alejarse, de vez en cuando, del Marudu.
La floresta atronaba siempre de aullidos. Parecía que centenares de bestias se hubiesen puesto a cazar y que combatiesen furiosamente entre ellas.
Ahora eran aullidos espantosos que resonaban siniestramente bajo las infinitas bóvedas de follaje; ahora silbidos estridentes mezclados con barritos potentes, o bien sibilancias y extraños gorgoteos.
Los insectos debían tener ciertamente su parte en aquel concierto ensordecedor.
Los cuatro aventureros habían recorrido algunas otras millas, manteniéndose siempre al frente de la floresta, cuando Sandokan se detuvo de nuevo.
—¿Otro rinoceronte devorado vivo? —preguntó Tremal-Naik, bromeando.
El Tigre de la Malasia, en vez de responder, se inclinó hacia tierra poniéndose a escuchar.
—¿No oyes nada tú, Yanez? —preguntó, después de un instante de silencio.
—Se diría que una masa de agua cae de lo alto —respondió el portugués, que también escuchaba atentamente.
—Sin embargo no hemos visto ninguna catarata sobre el Marudu —respondió Sandokan.
—Es verdad —confirmó Kammamuri.
—¿Quién puede producir este extraño fragor? —se preguntó el Tigre de la Malasia.
—No puede ser agua que se precipita —dijo Yanez—. A mí me parece en cambio que una multitud de animales avanza a través de la floresta.
—¿Elefantes?
—¿Qué sé yo?
Incluso Tremal-Naik y Kammamuri se habían puesto a escuchar, intercambiando palabras en voz baja.
—¿Qué dicen entonces ustedes, indios? —preguntó Yanez—. Veamos si son más astutos que nosotros.
—Animales en marcha a través de la floresta —respondió Tremal-Naik.
—¿Cuáles? —preguntó Sandokan.
—No elefantes, por cierto. El paso es más ligero.
—Son simios entonces.
—No te burles, amigo —dijo Tremal-Naik—. Existe un peligro, y quizá gravísimo. No deben ser más de diez o quince animales los que avanzan.
—Mejor así: tendremos una comida más que abundante.
—¡Qué diablo de hombre...! ¡Ríes siempre...!
—¿Quieres que llore, cuando tengo en mis manos una buena carabina?
—Busquemos un árbol —dijo en aquel momento Sandokan—. Si no sabemos qué animales están emigrando a través de la floresta, está bien que tomemos a tiempo nuestras precauciones. Supongo ya que no serán ratones voladores.
En el frente de la floresta había, desgraciadamente, plantas robustísimas. Toda aquella orilla estaba cubierta por gutta jintiwan (urceola elastica), especie de trepadoras arraigadas unas contra otras, a modo de formar cúmulos colosales, de poca consistencia.
—¡Bah...! —dijo Sandokan—. Si no son elefantes los que avanzan, para nosotros bastarán. Ya no creo que se trate de paquidermos. ¡Vamos, amigos, arriba...!
El fragor sordo se acercaba lenta y continuamente. Parecía verdaderamente, como había dicho Yanez, que una multitud de animales marchasen bajo la inmensa floresta.
De vez en cuando los cuatro aventureros oían extraños fragores, como si olas rompiesen contra una playa.
—¿Entonces, Yanez? —preguntó Sandokan, que se mostraba un poco preocupado.
—Bestias avanzan indudablemente —respondió el portugués—. Creo no obstante también que no son elefantes, aún cuando aquellos gigantescos paquidermos sean bastante numerosos en las florestas del Borneo.
—Me viene una duda.
—¿Cuál?
—Yo una vez he asistido a una gigantesca migración de búfalos.
—¿Malos como los indios? —preguntó Tremal-Naik.
—Más salvajes aún, si es posible —respondió Sandokan—. Los búfalos de esta isla no tienen miedo ni siquiera de una columna de guerreros.
—Sé algo también —dijo Yanez—. Los hemos conocido entre las selvas de Labuan.
—Arriba —comandó Sandokan.
Se agarraron a las plantas gomíferas, que se enredaban las unas con las otras, subiendo varios metros y se pusieron a salvo.
El matorral se extendía por más de cien metros cuadrados, estrechado por los habituales rotang y por los habituales nepentes que mostraban sus maravillosos jarros multicolores, con agua dentro, más o menos limpia, pero siempre potable.
Lo malo era que no podían ofrecer gran resistencia a la invasión de grandes animales.
—Esperemos que no nos divisen —dijo Yanez—. ¡Si los animales que avanzan fueran elefantes, pobre de nuestras costillas!
—¿Crees que sean efectivamente paquidermos, entonces? —preguntó por segunda vez Tremal-Naik.
—Te lo diré cuando aparezcan —respondió el portugués—. Ten listos los cartuchos por ahora.
—Si es posible, los economizaré, es más.
—¡Cállense! —dijo en aquel momento Sandokan—. Están forzando la floresta.
El fragor aumentaba rápidamente. Se oían plantas caer y ramas quebrarse bajo choques ciertamente poderosísimos.
Masas enormes debían atravesar el denso boscaje.
De pronto Yanez mandó un grito.
—¡Ya entiendo...!
—¿Qué cosa? —preguntó Sandokan.
—He oído un mugido.
—¿Dónde?
—¡Uf...! ¡Aquí hay otro...! Son realmente búfalos salvajes los que avanzan.
—Malas bestias —dijo Sandokan—. Si se percatan de nuestra presencia, darán una carga tan furiosa, como para desfondar de golpe todo este gigantesco aglomeramiento de plantas. Que nadie haga fuego, se los recomiendo. Está en juego nuestro pellejo.
—¿Son más terribles que los indios, entonces? —preguntó Tremal-Naik.
—No ciertamente mejores —respondió Yanez—. Los dayak les temen más que a los rinocerontes.
—¿Emigran de vez en cuando?
—Sí, y en masas enormes. ¡Ay si encuentran en su paso alguna caravana...! La asaltan con furia increíble y no dejan vivo un sólo hombre.
—Aquí están —dijo en aquel instante Sandokan—. Manténganse bien estrechados a las plantas, porque sufriremos indudablemente golpes poderosos.
Una manada de animales, formada por una cincuentena de gigantescos búfalos, de formas mastodóndicas con la frente ancha, armada de dos cuernos que se curvaban hacia atrás, y el hocico corto, avanzaba lentamente a través de la floresta, abriéndose paso con grandes cabezazos.
Debía ser la vanguardia, porque a lo lejos se oían resonar mugidos y se oían también árboles caer, quebrados ciertamente por los muy firmes cuernos de aquellos pesadísimos y robustísimos animales.
—Son casi tan grandes como los rinocerontes —dijo Tremal-Naik—. Los indios no alcanzan semejante mole.
La vanguardia, llegada delante del cúmulo de plantas gomíferas, se detuvo un momento para buscar un pasaje, luego, no encontrándolo, retrocedió para tomar impulso.
¡Sujétense...! —dijo Sandokan—. No respondo por la vida de quien caiga.
—También esto nos tenía que pasar —barboteó Yanez—. ¿Cuándo podremos alcanzar a nuestros hombres y movernos hacia el lago?
Los búfalos salvajes cargaban en aquel momento, con furia increíble, la cabeza baja, los cuernos apuntados.
Pareció que pasaba a través del matorral un espantoso ciclón.
Aquellas enormes masas, arrojadas como enormes catapultas, desfondaron las plantas gomíferas, trazando un inmenso surco, y desgarrando todo aquello que encontraban a su paso.
Gutta jintiwan, calamus rotang y nepentes caían, por todas partes, arrancados, enredándose como monstruosas serpientes.
La carga había sido dirigida hacia el lugar donde se habían refugiado los cuatro aventureros.
Fue un momento terrible. Los cuatro hombres, aún cuando sólidamente agarrados, se sintieron arrojar al aire como si hubiese estallado bajo ellos una mina.
Tres, Yanez, Sandokan y Tremal-Naik, cayeron entre las densas redes formadas por las plantas trepadoras: el cuarto en cambio, o sea el pobre Kammamuri, no tuvo tiempo de aferrarse nuevamente a los sarmientos, y fue a caer en cambio a horcajadas de un gigantesco macho de pelaje negrísimo.
Se oyó un grito resonar, confundido entre los mugidos de las bestias.
—¡Amo...! ¡Ayuda...!
Otro había enseguida respondido:
—¡Ha caído el maratí...!
—¿Dónde? —gritaron Sandokan y Tremal-Naik.
—¡Allá...! ¡Miren...!
La misma voz de antes llegó hasta ellos:
—¡Amo...! ¡Ayuda...!
En medio de la banda vieron en aquel momento al pobre maratí que se mantenía cabalgando al macho, agarrado desesperadamente de los larguísimos cuernos.
—¡Kammamuri...! —gritaron los tres aventureros—. ¡Kammamuri...!
El indio no tuvo tiempo de responder. El macho, sorprendido de sentirse bajo de aquel insólito peso, creyendo quizá que algún tigre o alguna pantera lo hubiese agredido, se había lanzado a carrera desesperada a través de la floresta, seguido por toda la vanguardia.
Atravesaron en un momento el matorral de plantas gomíferas y desaparecieron en la oscuridad con un fragor formidable.
—¡Está perdido...! —había exclamado Yanez—. ¡Bajemos...!
Pero Sandokan fue pronto a contenerlo.
—No cometamos locuras —dijo—. Avanza el grueso de la horda. ¿Quieres hacerte masacrar?
—¿Y aquel desgraciado?
—Dejémoslo galopar, por ahora —respondió Sandokan—. Kammamuri no es tonto y sabrá, en el momento oportuno, salirse del apuro incluso sin nosotros. ¿Qué me dices tú, Tremal-Naik?
—Que yo no tengo muchas preocupaciones por mi maratí —respondió el indio que en efecto parecía bastante tranquilo—. Estoy seguro de que no se dejará conducir muy lejos.
—Siempre y cuando los compañeros del macho no lo maten a cornadas —dijo Yanez que no se mostraba muy optimista.
—El animal a esta hora los habrá dejado atrás. Galopaba como si tuviese fuego bajo el vientre —respondió Sandokan—. Dejemos pasar al grueso por ahora; más tarde nos ocuparemos de Kammamuri.
El grueso, formado por al menos dos centenares de hembras, con una cincuentena de crías, salía en aquel momento de la floresta, dirigiéndose hacia el matorral, habiendo ya sido abierto el paso.
Eran magníficas bestias, de pelaje negro con alguna mancha blanca, de aspecto salvaje, y armadas también con cuernos formidables.
Eran no obstante menos grandes que los machos que formaban la vanguardia, aunque siempre siendo más altas y más largas que nuestras vacas.
Desfilaban en grupos a través del gran surco abierto entre las plantas gomíferas, deteniéndose algunos instantes para pastar aquí y allá las hojas y las hierbas, luego a su vez desaparecieron en la oscura profundidad del inmenso monte, haciendo resonar en el aire sordos mugidos.
—La emigración debe haber terminado —dijo Sandokan, después de haber escuchado atentamente por algunos minutos—. Podemos descender y ponernos a buscar a Kammamuri.
—¿Conseguiremos encontrarlo? —preguntó Yanez.
—No tendremos mas que seguir el desgarro abierto por los machos de la vanguardia, y no nos equivocaremos.
—¿Y si aquel maldito macho hubiese tomado otra dirección?
—Regresará siempre, tarde o temprano, a juntarse con el grueso. Estos animales saben como nosotros que no es prudente andar solos a través de estos montes, que sirven de refugio a panteras negras y a no pocos tigres. Vamos, amigos: por ahora no tenemos nada que temer.
Abandonaron su refugio aéreo y se pusieron a seguir los rastros dejados por los búfalos.
La vanguardia, en su carga impetuosa, había abierto un cómodo sendero que se alejaba del río. Estaba eso sí, lleno de jóvenes árboles destrozados, de ramas, hojas desmesuradas y de festones de plantas parásitas, sin embargo era muy transitable y permitía a los tres aventureros avanzar con cierta velocidad.
Temiendo no obstante el regreso de los emigrantes, como personas prudentes, de vez en cuando, hacían paradas y se ponían a escuchar.
Caminaban ya una buena media hora, siempre apresurando más el paso, cuando oyeron imprevistamente un disparo, inmediatamente seguido por otro.
—¡La carabina de Kammamuri...! —había exclamado Tremal-Naik— ¿A qué distancia pudo haber hecho fuego?
—A no más de media milla —respondió Yanez—. Responde enseguida.
El indio alzó la carabina y disparó un primer tiro, luego otro, con una distancia de veinticinco o treinta segundos.
Un momento después, con gran estupor, oyeron cinco disparos, uno junto a otro, mucho más débiles.
—¡Cinco tiros...! —exclamó Sandokan—. ¿Qué significan? ¿Quién pudo haberlos disparado?
—Y apostaría a que son tiros de pistola y no ya de carabina —añadió Yanez que parecía extremadamente inquieto.
—Y Kammamuri no tenía ningún arma corta —dijo Tremal-Naik.
—Intenta disparar también tú un tiro, Yanez —dijo Sandokan—. Veamos si responden otra vez; y tú, Tremal-Naik, recarga aprisa tu arma. Aquí debajo hay un misterio.
El portugués obedeció, pero aquel tercer tiro de carabina quedó sin respuesta.
—¿Qué habrá sucedido? —preguntó Tremal-Naik con voz angustiada—. ¿Kammamuri habrá sido sorprendido por los dayak?
—Los del interior no poseen armas de fuego —afirmó Sandokan—. Prefieren sus cerbatanas y sus flechas envenenadas con el jugo del upas.
—No discutamos más, amigos —dijo Yanez—. Ahora sabemos aproximadamente por dónde los disparos han resonado. Acudamos.
—No tanta furia, hermanito. Puede haber dayak, y es fácil caer en una emboscada. Tomemos nuestras precauciones y sobre todo cuidado con hacer ruido.
—Tienes razón, Sandokan —respondió Tremal-Naik—. Esta inmensa floresta se presta mucho para las emboscadas.
Se volvieron a poner en camino, siguiendo siempre el desgarro hecho por los búfalos, también porque se dirigía precisamente en la dirección donde habían sido disparados aquellos siete tiros.
Sandokan miraba adelante; Yanez y Tremal-Naik vigilaban los dos márgenes de la floresta, uno a derecha y el otro a izquierda.
El silencio había vuelto a reinar bajo los grandes árboles. Solamente de vez en cuando un aullido lo rompía, y también a gran distancia.
Los tres hombres procedían bastante rápido, con las miradas y las orejas en guardia y los dedos sobre el gatillo de las carabinas, temiendo a cada instante ver surgir delante algún pelotón de aquellos terribles habitantes de los bosques, de aquellos sanguinarios coleccionistas de cabezas humanas.
Una gran preocupación turbaba su ánimo, aún cuando fuesen hombres ya, desde hace mucho tiempo, resistentes a todas las aventuras y a todas las sorpresas.
Aquellos cinco tiros de pistola, ¿quién podía haberlos disparado? Los dayak por cierto no, no utilizando ellos mas que espingardas, meriam y lela instalados en sus praos, armas que ya los javaneses y los sumatrinos, sus vecinos, usaban desde hacía trescientos años. ¿Había sido algún europeo perdido en medio de la infinita floresta que había acudido en ayuda del maratí?
Sandokan había comenzado a disminuir la marcha. Por instinto sentía que alguna emboscada, hábilmente tendida quizá, los esperaba.
—Despacio, Yanez —había dicho—. ¿Quieres que comencemos una de aquellas famosas marchas aéreas que defraudaban tan bien a los ingleses de Labuan? Nosotros somos todavía expertos en semejantes audaces maniobras; ¿verdad? Y creo que Tremal-Naik, habituado a atravesar las densas junglas de los Sundarbans, no se encontrará avergonzado de seguirnos.
—¿Se trata de aferrarse a los calamus? —preguntó el indio.
—Y de pasar a través de la floresta sin llamar la atención de los enemigos, si los hay.
—No soy más joven; sin embargo creo ser todavía bastante ágil.
—Ninguna prisa, no obstante, y ningún ruido.
—Seguiré sus movimientos.
—Arriba, Yanez —dijo Sandokan—. Es el único modo de eludir las emboscadas. Recuerda nuestras marchas aéreas en Labuan.
—Déjame a mí.
La floresta, en aquel lugar, estaba formada en su mayor parte por plantas gomíferas y por plantas parásitas, entrelazadas a modo de formar redes gigantescas que habrían hecho sin duda las delicias de una pandilla de niños.
Sandokan primero, luego los otros dos, subieron rápidamente y comenzaron su marcha aérea en el más profundo silencio.
Antes de avanzar probaban, con pequeños golpes, la solidez de las ramas y de las plantas parásitas, luego se impulsaban para agarrarse a las más cercanas.
Mugidos, que provenían de algún densísimo matorral, les advirtieron haber finalmente alcanzado a los búfalos migrantes.
—¿El macho que nos ha raptado a Kammamuri estará otra vez con la manada? —se preguntó Sandokan—. El misterio se complica, al parecer.
—Si los búfalos se han detenido, quiere decir que aquí no hay dayak —dijo Yanez.
—Sin embargo aquellos cinco disparos de pistola no deben haberlos disparado los árboles.
—Son precisamente aquellos los que me preocupan, mi querido Sandokan.
—Continuemos nuestra marcha. Si los dayak estuviesen aquí, los búfalos salvajes, que son extremadamente desconfiados, no se habrían detenido.
—Es lo que pienso también —dijo Tremal-Naik.
Sandokan se agarró a un montón de rotang y reanudó el avance, deslizándose de liana en liana.
Había recorrido otros cien metros, cuando un leve grito se le escapó.
—¡Está aquí...!
—¿Quién? —preguntaron a una voz Yanez y Tremal-Naik.
—El macho.
—¿Dónde?
—Aquí, justo debajo de nosotros.
—¡Imposible...!
—Mira sobre el desgarro que la vanguardia ha abierto. ¡No estoy ciego!
Yanez y Tremal-Naik se inclinaron a través de un festón de solidísimos calamus y divisaron en efecto una enorme masa oscura tendida junto a un grupo de plantas gomíferas.
—¿Será justamente el macho que nos ha raptado a Kammamuri? —preguntó el portugués.
—Estoy seguro de no engañarme —respondió Sandokan.
—¿Habrá sido Kammamuri quien lo mató?
—Es lo que nosotros ahora verificaremos —respondió el Tigre de la Malasia—. Las balas de carabina producen heridas mucho más profundas que las de pistola, y nosotros, gente de guerra, lo entendemos.
—¿Debemos descender? —preguntó Tremal-Naik.
Sandokan estaba por responder, cuando puso una mano sobre un hombro del indio, susurrándole rápidamente:
—¡Alto...! ¡No te muevas...!
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Yanez en voz baja.
—¿Ves que hemos hecho bien en preferir la marcha aérea? Vienen.
—¿Quiénes?
—Exploradores dayak. Que nadie se mueva y que ninguno haga fuego sin mi orden.
Dos sombras humanas avanzaban, casi arrastrándose, bajo aquellos gigantescos cúmulos de follaje, deslizándose entre las raíces que serpenteaban, como vívoras humanas, sobre el suelo.
No se necesitaba mucho para reconocerlos como dos hijos de los bosques, dos de aquellos terribles coleccionistas de cabezas humanas, porque estaban casi enteramente desnudos y armados de aquellos largos tubos de bambú llamados sumpitan, y que con un soplo sólo lanzan flechas envenenadas con el upas.
Avanzaban con infinitas precauciones, haciendo de vez en cuando pausas para apoyar las orejas en tierra, para mejor recoger los más débiles ruidos.
Se habían nuevamente detenido bajo los calamus y los nepentes que ocultaban a los tres aventureros, quizá para descansar un poco.
—¡Todavía nada...! —había exclamado uno, plantando rabiosamente en tierra la cerbatana que estaba provista en la extremidad superior, de un hierro de lanza.
—Sin embargo deben pasar por aquí.
—Con tal de que ya no hayan pasado —respondió el otro—. ¿Eran tres?
—Sí, porque uno lo hemos capturado.
—¿Habrán seguido la marcha de los búfalos salvajes?
—¿Con qué objetivo?
—Para procurarse de la carne.
—Nosotros no hemos oído otros tiros de fusil.
—Doblemos hacia el río. Su meta debe ser el islote sobre el cual se han refugiado sus hombres. En algún lugar los sorprenderemos y los golpearemos con nuestras flechas.
—Cuidado con lastimar al hombre blanco.
—Ya he sido advertido. No perdamos tiempo.
Los dos dayak, después de haber dado una mirada a diestra y siniestra, se volvieron a meter en el monte, arrojándose fuera del desgarro abierto por los búfalos salvajes.
—¡Ha sido capturado...! —exclamó Tremal-Naik, cuando todo ruido cesó—. ¡Mi pobre Kammamuri...!
—Me lo había imaginado —dijo Yanez.
—¿Qué haremos ahora?
—¿Qué? ¿Y nos preguntas? —dijo el Tigre de la Malasia con estupor.
—Ya que nuestros hombres se encuentran todavía en el islote, nos ocuparemos de tu fidelísimo sirviente, mi querido Tremal-Naik. Nosotros no tenemos la costumbre de abandonar a los amigos.
—¿A dónde lo habrán conducido?
—Aquellos dos dayak han dejado rastros. Nosotros los seguiremos y veremos dónde terminan. Bajemos y vayamos a ver qué tipo de muerte ha sufrido aquel macho. Quiero, ante todo, aclarar el misterio de aquellos cinco disparos de pistola.
—Y también yo —dijo Yanez.
Se quedaron todavía un poco más escuchando, luego, tranquilizados por el profundo silencio que reinaba en la inmensa floresta, se dejaron deslizar a lo largo de los calamus, llegando fácilmente a tierra.
El búfalo yacía sobre el flanco derecho, casi apoyado a un grupo de plantas.
Tenía la lengua afuera y un reguero de sangre le había salido de la boca.
—Debe ser este —observó Yanez—. Es todo negro con una mancha blanca sobre el dorso.
—Miremos las heridas —respondió Sandokan—. Dos, cuatro, cinco agujeros y todos sobre el flanco izquierdo, uno junto al otro. Estas son heridas producidas por balas redondas de pistola y no ya por proyectiles cónicos de carabina. ¿Quién pudo haberlo matado? Aquí está el misterio.
—¿No hay heridas producidas por la carabina de Kammamuri? —preguntó Tremal-Naik.
—No las veo.
—¿Contra quién habrá hecho fuego?
—Probablemente contra los dayak que intentaban capturarlo.
—Pero no veo ningún muerto.
—¡Oh! Aquellos salvajes tienen la costumbre de llevarse los muertos, para sepultarlos en sus kotas —respondió Yanez.
—¿Habrán decapitado a mi pobre sirviente?
—No creo, Tremal-Naik —dijo Sandokan que parecía reflexionase intensamente—. ¿Saben, amigos, qué pienso yo en este momento?
—¡Habla! —respondieron a una voz el portugués y el indio.
—Que con los dayak podría haber algún hombre blanco.
—¡Es imposible...! —exclamó Yanez.
—¿Y por qué, hermanito? Me han dicho que el rajá del lago tiene dos hijos, y uno podría ya haber llegado aquí, para contrarrestar a tiempo el avance. Sigamos los rastros de estos dos soplones y veamos dónde terminan. Nosotros no los dejaremos hasta que no hayamos sabido qué ha sucedido con el valiente Kammamuri.
—¿Y nuestros hombres? —preguntó Tremal-Naik.
—Mientras no nos vean regresar, no dejarán el islote, te lo aseguro —respondió el Tigre de la Malasia—. Tienen armas y municiones: se defenderán y matarán. ¡Vamos, en marcha...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Salgari se refiere a los búfalos machos de la vanguardia como “toros”. Sin embargo, en castellano no encontré que esta forma fuera correcta, por eso el cambio en la traducción.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 0,5 mi equivalen a 0,80 km.

Gutta jintiwan: “Giunta man” en el original, es el nombre malayo de la especie Urceola elastica, planta trepadora de la que se obtiene látex.

Urceola elastica: “Urcola elastica” en el original, es una especie de liana con látex blanco con pequeñas flores perteneciente a la familia de las Apocynaceae nativas del sur y este de Asia.

Gomíferas: “Gommifere” en el original, que produce goma.

Lela: “Lila” en el original, es el nombre malayo de unos pequeños cañones de doble cañón, fundidos en Borneo y sus alrededores.

Javaneses: “Giavanesi” en el original, pertenecientes o relativos a esta isla del archipiélago de la Sonda, en Asia.

Sumatrinos: “Sumatrini” en el original, pertenecientes o relativos a la isla de Sumatra en el archipiélago de la Sonda, en Asia.

Sundarbans: “Sunderbunds” en el original, es parte del golfo de Bengala y constituye el bosque más grande de manglar (hábitat formado por árboles tolerantes a la sal) del mundo. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1997. Se extiende a través de Bangladés y la India abarcando 139.500 ha.

Sumpitan: “Sumpitam” en el original, es una especie de cerbatana para flechas, utilizada por los indígenas de Borneo y las islas adyacentes.

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