miércoles, 27 de febrero de 2019

XI. La reaparición del griego


Kammamuri, como ya habíamos dicho, arrojado al aire por el golpe formidable de la vanguardia de los machos, no había tenido la suerte de sus compañeros de agarrarse enseguida a los rotang y a los nepentes.
Cayendo a través de un ancho agujero de la red vegetal, se había desplomado desde una altura de media docena de metros, cayendo afortunadamente, después de un par de vueltas sobre sí mismo, justo a horcajadas de una magnífica bestia.
No habiendo perdido nada de su sangre fría y comprendiendo que no habría salido ciertamente vivo, si se hubiese dejado deslizar al suelo, se había enseguida agarrado con suprema energía a los cuernos.
El animalazo, creyendo ciertamente haber sido asaltado por algún tigre o por alguna pantera negra, se había arrojado a carrera precipitada, mugiendo desesperadamente, seguido por toda la vanguardia.
Aquella fuga debía ser, al menos en aquel momento, la salvación del indio.
Teniendo la carabina en bandolera y las municiones bien aseguradas, se había tendido a lo largo del dorso del macho, dejándose transportar en aquella carrera desenfrenada.
El animal galopaba furiosamente, desfondando con ímpetu irresistible los arbustos que le impedían el paso y haciendo saltar de un golpe rotang y nepentes.
Las ramas, violentamente arrancadas, azotaban cruelmente al pobre indio, no obstante aquel valeroso se cuidaba bien de abandonar aquella extraña cabalgadura, para no destrozarse el cráneo contra los árboles de la floresta.
Un salto, con aquel impulso, habría sido ciertamente fatal.
—Se cansará de correr —murmuraba el indio—. No tiene en absoluto una máquina a vapor en el vientre.
La vanguardia había ya quedado atrás y quizá se había desviado, abandonando al compañero a su destino.
Kammamuri no oía más los mugidos de todos aquellos animales galopantes. Oía sólo quebrarse las ramas y los pequeños árboles, derribados, o mejor dicho, casi cegados por el furibundo animal.
Aquella carrera llevaba más de media hora, siempre animadísima y Kammamuri, espantado, comenzaba a preguntarse dónde habría de terminar y cómo podría detenerla, cuando el macho se precipitó dentro de una vasta cuenca de agua, que formaba una especie de pantano, unida quizá al Marudu por algún canal.
—¿A dónde me conduce ahora este animalazo infernal? —se preguntaba el indio—. ¡Si no lo fulmino con dos tiros de carabina, quién sabe a dónde iremos a rompernos el cuello!
Estaba por sacar el fusil, cuando se percató de que el macho se había puesto a nadar.
—¡Oh...! —murmuró—. ¿El agua es profunda aquí, y quizá debajo haya arenas movedizas! ¡Es mejor esperar a que arribe!
El búfalo avanzaba solícitamente, fortalecido por aquel baño, pero siempre presa de una vivísima inquietud y, de trecho en trecho, sacudía el dorso para desembarazarse de aquel jinete, aún cuando no hubiese recibido hasta ahora ningún zarpazo.
De pronto Kammamuri lo vio detenerse y mandar un largo mugido.
—¿Estará por hundirse? —se preguntó.
Alzó la cabeza mirando alrededor con cierta angustia, porque se le había ocurrido la sospecha de que en aquel pantano se encontrasen aquellos codiciosos gaviales que había visto en el Marudu, lo que no era improbable, habitando aquellos hermanos de los cocodrilos africanos incluso en los estanques fangosos así como en los grandes ríos.
Se tranquilizó enseguida no viendo emerger ninguno de aquellos largos y delgados hocicos armados de formidables dientes.
—Sin embargo este macho debe haber olfateado algún peligro —murmuró—. Que me lleve a tierra; y luego que vaya también con Shivá o con Visnú, poco me importa.
El búfalo en efecto no parecía en absoluto tranquilo. Ahora se lanzaba a nadar con furia, con la cabeza levantada para no tragar el agua fangosa del pequeño pantano; ahora en cambio se detenía bruscamente, dando patadas en todas las direcciones y mandando mugidos siempre más raucos.
Alguna mancha de sangre subía a intervalos a la superficie a lo largo de los flancos del pobre animal, tiñendo el agua de un rojo pálido.
—Ahora entiendo —dijo de pronto Kammamuri, que se cuidaba bien de no dejar colgando las piernas—. Son las sanguijuelas que lo atormentan. Vamos, negro, prosigue, si quieres salvar tu pellejo. Yo nada puedo hacer para aliviar tus dolores. Vamos, llévame pronto a tierra.
Se sacó del cinturón el talwar y pinchó un poco al animal cerca de las orejas.
El búfalo sacudió la cabezota, mandando un mugido rauco y apresuró la carrera o mejor dicho el nado.
Cinco minutos después alcanzaba la orilla opuesta y se lanzaba nuevamente a carrera desesperada a través del monte.
De sus flancos sangrantes caían en grupos grandísimas sanguijuelas que corrían enseguida a esconderse en medio de las altas hierbas en espera de alguna nueva presa, estando aquellas del Borneo habituadas a vivir indistintamente en el fondo de los pantanos y también en las florestas.
El búfalo, fortalecido por aquel largo baño, había reanudado su carrera endiablada, como si sus fuerzas hubiesen aumentado extraordinariamente, a pesar de la sangría.
Había encontrado ante sí un sendero, abierto por algún rinoceronte o por algún elefante, e hilaba rápido como una tromba marina.
Aquel galope llevaba una veintena de minutos, cuando Kammamuri, que estaba por sacar la carabina a fin de fulminar a aquel terrible corredor que no daba a entender que fuera a detenerse, oyó una voz gritar en purísima lengua hindi:
—¡Alto...!
Se volvió rápidamente y vio a varios individuos lanzarse fuera de la floresta armados de campilán, cerbatanas y parang.
—¡Los dayak...! —gritó.
Tenía ya la carabina en las manos; la apuntó rápidamente hacia aquellos salvajes que acudían aullando e hizo fuego, sin siquiera ver.
Oyó dos gritos, luego cinco disparos, uno detrás del otro.
El búfalo salvaje, acribillado, se encabritó de golpe, luego cayó de cuartos traseros golpeando la cabeza contra un gran árbol.
Kammamuri, arrojado al aire, dio dos volteretas hacia adelante, luego cayó al suelo, donde quedó sin sentido.


Cuando el desgraciado volvió en sí, no se encontraba más junto al macho.
Siete u ocho hombres lo llevaban sobre una especie de palanquín formado por ramas de árbol y por ramas entrelazadas.
Tenía las piernas y los brazos estrechamente ligados por cuerdas vegetales y alrededor del cuerpo una especie de red de fibras de coco, que lo envolvía todo, impidiéndole cualquier movimiento.
Detrás del palanquín se encontraban una treintena de dayak que llevaban enormes aretes de cobre colgando de las orejas, y en la cintura faldas de tela azul oscuro.
Todos estaban armados de cerbatanas y de parang pesadísimos, con las puntas en forma de ángulo.
Kammamuri, que conocía muy bien la lengua de aquellos salvajes, habiendo residido largamente en el Kabatuan junto con Tremal-Naik, que había fundado una grandiosa granja, destruida luego por aquellos feroces hijos de la floresta, levantó la cabeza y preguntó a uno de los portadores del palanquín:
—¿A dónde me conducen ustedes?
El dayak sacudió la cabeza, esbozó una sonrisa, pero no respondió a la pregunta.
—¿Estás sordo? —aulló Kammamuri, exasperado—. ¡Te he preguntado a dónde me conducen!
—Pregúntalo al orang kaya (jefe) —respondió el salvaje.
—¿Quién es este señor?
—Un hombre blanco.
—¿El rajá del lago?
—No: está demasiado viejo aquel para moverse.
—¿Dónde está este orang kaya?
—Sigue en la retaguardia.
—Ve a llamarlo.
—Tenemos demasiada prisa en este momento —respondió el salvaje.
—¿Y deberé permanecer así mucho tiempo?
—No sé nada.
—Eres un estúpido.
—Ve a decírselo al orang kaya.
—Será un orang utan en cambio. Sus jefes ya se parecen a los mawas.
El dayak alzó los hombros y no respondió.
En realidad Kammamuri mentía, porque los dayak son los hombres más bellos y mejor hechos que se encuentran en las grandes islas del archipiélago malayo.
De estatura alta, de facciones bellísimas, de formas casi siempre hercúleas, de color apenas bronceado, compiten victoriosamente con los malayos, los bugineses, los macasares y sobre todo con los negritos y con los aeta.
Los salvajes aceleraban siempre más la carrera, adentrándose en la gran floresta. Parecía que se mantenían alejados del río, al menos así suponía el prisionero.
Comenzaba a alborear, cuando llegaron ante una pequeña aldea fortificada, una kota cercada por altísimas empalizadas y defendida por profundas fosas llenas de sarmientos espinosos, obstáculos casi insuperables por personas que tienen la pésima costumbre de caminar con los pies descalzos.
Pasaron sobre un puente móvil arrojado sobre aquellas peligrosas aberturas y entraron, siempre corriendo, en la fortaleza, deteniéndose delante de una vasta cabaña, que se alzaba sobre una gran plaza, rodeada de viviendas de menor tamaño.
Sacaron a Kammamuri de la red, le desataron los cordones que le estrechaban las piernas y lo empujaron brutalmente dentro de la morada, aullándole al oído:
—¡Apresúrate, haragán...! Te hemos llevado bastante; pero tu cabeza más tarde se verá muy bien en nuestra colección.
—Que los antu y Budjang Brani los lleven al infierno —había respondido el desgraciado indio.
La cabaña estaba casi despojada, no habiendo dentro mas que alguna estera multicolor y algún jarro, no obstante Kammamuri, divisó enseguida, no sin una profunda angustia, una especie de palco en el que había una muestra poco bella de tres o cuatro docenas de cabezas humanas, sabiamente disecadas.
—Este es un bello lugar —dijo—. ¿Quieren simplemente espantarme o mi cabeza irá, más tarde o más temprano, a hacer compañía a aquellos cráneos? Tratándose de la cabeza de un indio podría hacer furor y ser envidiada por las otras tribus.
Estaba contemplando aquella horrible colección, cuando oyó tras de sí una voz decir en lengua puramente asamesa:
—¿Podemos saldar cuentas, señor secretario del generalísimo de Assam? Estará un poco sorprendido por encontrarme aquí, ¿verdad?
Kammamuri había dado un verdadero salto atrás, porque lo había enseguida reconocido.
—¡Por Shivá...! —exclamó poniéndose grisáceo, o sea palidísimo—. ¡El favorito del ex rajá de Assam...!
—¡Sí, el griego Teotokris!
El estupor de Kammamuri fue tal, que por un minuto no fue capaz de articular una sola palabra.
El griego lo miraba, sonriendo irónicamente, contento por el espanto que transparentaban las facciones alteradas del maratí, teniendo las manos en las culatas de las dos espléndidas pistolas, de doble cañón, taraceadas de madreperla, que le salían de la alta faja roja.
—¡Usted...! —exclamó finalmente, con voz estrangulada.
—¿Te sorprende encontrarme en el Borneo?
—¿Cómo ha llegado aquí?
—Este es un secreto que me pertenece solamente a mí.
—¿Me estaré engañando?
—No creo, porque yo soy realmente el griego Teotokris, el ex favorito del rajá de Assam.
—Sin embargo yo creo soñar todavía.
—Lo veremos dentro de poco.
—¿Qué quiere decir?
El griego, en vez de responder, fue a un ángulo de la cabaña, tomó un enorme caparazón de tortuga, lo puso al revés y se sentó encima, diciendo:
—Ahora podemos charlar, señor secretario del generalísimo de Assam. ¿Quiere también usted una silla?
—No la necesito —respondió el maratí.
—¿Dónde ha dejado a su amo y señor?
—En la desembocadura del río.
—No comience a mentir, señor secretario —dijo el griego, siempre irónico—. Y no obstante es cierto que su barcaza a vapor ha escapado al asalto de mis dayak y que la corriente la ha llevado, sin embargo no creo que haya alcanzado la bahía del Marudu. No lo habría sorprendido aquí, en plena floresta, señor secretario del generalísimo.
Kammamuri miró al griego, que continuaba sonriendo irónicamente, luego le dijo con voz irritada:
—Parece que le gusta mucho bromear; ¿verdad, señor Teotokris?
—¿No era acaso el favorito de aquel desgraciado rajá que tanto le importaban las personas alegres? Pero no intente desviar la conversación, señor secretario del generalísimo. Le había preguntado dónde se encuentra ahora su amo.
—¿Tanto le interesa saberlo?
—¡Uh...! Él me preocupa muy poco. Es el otro el que me interesa.
—¿Cuál?
—El nuevo rajá, aquel bribón portugués, aquel miserable aventurero que ha querido enfrentarse conmigo. Aquel perro no conoce todavía a los griegos del Archipiélago y no sabe cuán vengativos somos. Mueren, y antes de morir dejan siempre un terrible recuerdo.
—Lo has llamado un miserable aventurero, me parece —dijo Kammamuri, que había recobrado, poco a poco, su sangre fría—. Usted entonces ignora qué fuerza posee aquel hombre y cuántas batallas ha dado, junto con su compañero, aquí y en la India.
—¡Ah...! ¿Usted quiere hablar, secretario del generalísimo, de aquel que se hace llamar pomposamente el Tigre de la Malasia? ¡Saldaré cuentas también con aquel canalla, no lo dude!
—Si aquellos dos valientes estuviesen aquí, no osaría hablar de este modo.
—¡Oh...! No tengo miedo de aquellos dos aventureros.
—No obstante lo ha sentido el día en el que el señor Yanez en la corte del rajá de Assam, le metió tres buenas pulgadas de hoja en el pecho —respondió Kammamuri—. ¿Se acuerda, señor Teotokris?
En los ojos del vengativo hijo del Archipiélago griego pasó una llama siniestra, y sus facciones se alteraron espantosamente.
Con un gesto rápido se abrió el chaleco, se rasgó rabiosamente la camisa y puso al descubierto su pecho.
—¡Aquí está la cicatriz! —dijo luego con voz estrangulada por la ira, mostrando una marca blancuzca que destacaba extrañamente sobre su piel parduzca de pescador de esponjas—. No desaparecerá mas que con mi muerte; pero con mi muerte debe también desaparecer el hombre que me la ha hecho.
—Va a ser un poco difícil —respondió Kammamuri—. El señor Yanez y el Tigre de la Malasia son hombres como para derribar el mundo.
El griego estalló en una carcajada.
—¡Ah...! ¿Usted lo cree, señor secretario del generalísimo?
—Llámeme simplemente Kammamuri —respondió el maratí, resentido por aquella continua ironía—. Puede dejar también de lado el señor y el usted, porque todos me han tratado siempre de tú, no habiendo sido jamás un rajá ni de Assam, ni de Bengala y mucho menos de las grandes islas malayas.
—Tienes razón: hablaremos así más rápido. Los oropeles a veces arruinan las conversaciones.
Sacó de un bolsillo una magnífica cigarrera de oro, con las iniciales en brillantes y esmeraldas, que seguro era un regalo del ex rajá de Assam, tomó un cigarrillo y lo encendió con total calma.
—Conversemos —dijo luego, arrojando al aire una bocanada de humo perfumado.
—Llevamos charlando media hora ya, señor Teotokris, sin concluir en nada.
—Porque tú no has querido —respondió el griego—. Por otra parte yo no tengo ninguna prisa.
—¿Qué quiere entonces de mí?
—Saber dónde se ha escondido el nuevo rajá de Assam y por qué motivo ha dejado el reino, para venir a cazar a estas florestas.
—Ya le he dicho que se encuentra justo en estas selvas.
—A mí no me basta —dijo el griego—. Quiero saber dónde se han refugiado. Sé ya que son solamente tres.
—Que valen por trescientos.
—Aunque valiesen por tres mil, poco me interesaría, porque puedo mover, con una seña, incluso diez mil dayak.
—¿Quién se los dará? —preguntó Kammamuri, irónicamente.
—El rajá blanco del lago Kinabalu.
—¿Se ha vuelto su generalísimo?
—Podría ser —respondió Teotokris—. Esto no obstante no te concierne en absoluto. Soy hoy el más fuerte, y listo.
—¡Eh...! ¡Podría equivocarse, señor! El rajá de Assam, mi amo y el Tigre de la Malasia, tienen también un buen número de guerreros que se ríen de sus famosos dayak.
—¡Que se muevan del islote, si son capaces! El hambre los obligará un día u otro a arrojarse a una u otra orilla, y allí encontrarán su tumba.
—¡Corre demasiado, señor Teotokris! El río es rico en gaviales e incluso en tortugas y no morirán de hambre, se lo aseguro. Son hombres capaces de alimentarse incluso sólo de las hojas de los árboles.
—¿Quiénes son entonces ustedes? —aulló el griego furibundo.
—Hombres capaces de todo.
—¡Por mi muerte...! ¡Veremos si sobre la cabaña aérea tú sabrás alimentarte de las hojas que cubren el techo...!
—Lo intentaré, aún cuando sepa a qué quiere aludir, señor ex favorito del rajá de Assam.
—¡Mil demonios del infierno...! Me parece que ahora eres tú el que intenta burlarse y reírse.
—¡Yo...! —dijo Kammamuri—. Pero no, señor. Soy un pobre sirviente y nada más, y no tengo la costumbre de burlarme de los peces gordos, ya sean indios o europeos.
—¿Quieres entonces terminarla? —aulló el griego.
—¿De qué, señor Teotokris?
—De cambiar la conversación.
—No sé qué quiere decir, mi señor.
—¡Por la muerte de todos los rinocerontes de la Tierra...! Quiero saber dónde se encuentra el rajá de Assam.
—Pregúnteselo al búfalo que me ha llevado. ¿Sé yo dónde me ha llevado? Me encontraba sobre una planta, he caído encima de un bestión que desfondaba con grandes golpes de cuerno la floresta y me he encontrado no sé dónde.
—¿Y tus compañeros?
—Se han cuidado bien de no dejarse caer —respondió Kammamuri—. Han sido más astutos que yo, señor. No le cuento historias.
—Te creo, porque he sido yo el que ha matado al búfalo salvaje junto con Nasumbata. Ha caído como una pera madura bajo los tiros de nuestras pistolas. Habría estado no obstante más contento de haberlo traído aquí y de sacarle una buena chuleta para mi almuerzo. La comerá en cambio algún otro, pero caerá en la emboscada.
—¿Quién? —preguntó Kammamuri.
—Alto, señorito mío. Los griegos del Archipiélago no tienen la costumbre de develar todos sus pensamientos al primer individuo que pasa por su mano. Entonces, ¿tú no sabes dónde se han refugiado el rajá de Assam y sus compañeros?
—No, ya se lo he dicho.
Teotokris arrojó la colilla del cigarrillo, encendió otro, luego, después de un breve silencio, continuó:
—Tú te crees fuerte, mientras no lo eres en absoluto. Dentro de algunos días nosotros nos volveremos a ver, amigo queridísimo. Te advierto no obstante que las hojas de banano y de arenga saccharifera que cubren el techo de la cabaña aérea estarán un poco duras incluso para tus dientes.
Batió las manos, y cuatro dayak que probablemente estaban afuera en espera de una llamada, entraron empuñando los terribles parang ilang de acero natural, centelleantes como espejos.
El griego hizo solamente un gesto. Los cuatro guerreros aferraron brutalmente a Kammamuri y lo empujaron fuera, mandando alaridos amenazadores.
—¡No son amables, pedazos de marabúes argala...! —dijo el indio, intentando rebelarse.
Fue aferrado, arrojado sobre el palanquín, vuelto a envolver en la red y llevado fuera de la kota, entre los gritos amenazadores de las mujeres y de los niños que obstruían las calles de la pequeña fortaleza.
—¿Aquel griego perro me hará cortar la cabeza? —pensó Kammamuri—. Esperemos que no sea tan feroz conmigo, que no he hecho otro mal que el de ser el sirviente de mi amo.
Cuatro dayak llevaban la camilla, seguidos por otros dos que tenían sobre los hombros dos horquillas, de mango larguísimo, que terminaban en una especie de “V” formada por rotang y por ramas espinosas.
Eran bandhill, aquellas terribles horquillas que se ponen al cuello de los prisioneros y de los locos para impedirles hacer cualquier movimiento.
En todas las grandes islas de la Malasia los locos abundan, abusando muy a menudo del opio, lo que desencadena en aquellos desgraciados una verdadera furia sanguinaria, que es llamada amok. Para reducirlos como es debido, los indígenas han inventado una extraña horquilla que calma enseguida a aquellos locos lacerando su cuello.
La tosca camilla giró alrededor de la empalizada de la kota y se detuvo delante de una extraña construcción que bien podría haberse llamado observatorio o, por lo menos, una casa aérea.
Sobre una triple fila de bambúes altos no menos de quince metros, entrecruzados y atados entre sí por rotang y sólidamente plantados en el terreno, se erguía una choza formada por esteras y hojas de banano con techos muy sobresalientes.
Cacatúas de penacho amarillo y rosado alborotaban sobre palos plantados en los cuatro ángulos de la choza, sostenidos quizá por solidísimas lianas.
Un dayak liberó a Kammamuri de la red, le desató los brazos, luego le dijo brevemente:
—Sube.
—¿Dónde? —preguntó el maratí estupefacto.
—Allí arriba.
—¿A aquella jaula?
—Así debes obedecer.
—No soy un simio.
—No importa: es la orden.
—¿Qué debo hacer allí arriba?
—No lo sé.
—¿Domesticar quizá a aquellas cacatúas?
—Eso no me concierne —respondió el dayak.
—¿Debo entonces subir?
—Y pronto, si no quieres que probemos nuestros bandhill en tu cuello.
—Dime al menos dónde se encuentra la escala, porque no la veo.
El salvaje le mostró dos larguísimos y gruesísimos bambúes, marcados con profundas muescas a la distancia de dos palmos una de otra.
—Entiendo —dijo Kammamuri—. Estos salvajes aman la gimnasia de los orang utan. Vamos a ver qué hay en aquella jaula. La vista no faltará allá arriba y debe ser ciertamente interesante.
El maratí se agarró a los bambúes y comenzó a subir, mientras los dayak lo seguían con la mirada, agitando sus relucientes parang ilang y los bandhill de forma poco tranquilizadora.
Quizá les molestaba no haber cortado en un principio aquella cabeza que, dado el color muy distinto del amarillento de sus compatriotas, no habría ciertamente fallado en producir un bello contraste en sus colecciones.
En un par de minutos Kammamuri alcanzó una especie de plataforma que se extendía bajo la cabaña aérea, formada por delgados bambúes estrechamente entrecruzados y que servían como base, luego con un salto se agarró a la pequeña veranda que rodeaba aquella extravagante construcción.
—¿Qué tipo de prisión es esta? —se preguntó—. He estado dos años en las orillas del Kabatuan con mi amo, pero jamás he visto estas jaulas suspendidas entre el cielo y la tierra. Servirían muy bien para criar aves.
Dio la vuelta a la veranda y encontrada una pequeña puerta, entró no sin cierta aprensión.
El pavimento de la cabaña aérea estaba lleno de hojas secas que formaban verdaderos montículos. Los muebles faltaban absolutamente; no había ni siquiera un jarro de terracota para la provisión de agua.
—¿Aquel griego bribón quiere efectivamente hacerme morir de hambre y de sed? —se preguntó el desgraciado estremeciéndose.
Había dado algunos pasos adelante, cuando vio uno de aquellos montículos levantarse, y un hombre que tenía la piel casi negra apareció, diciendo en lengua dayak un poco alterada:
—¿Tuan Eropah?
Con este nombre todos los salvajes de las grandes islas malayas designan a los hombres que no pertenecen a su raza. Kammamuri no respondió: miraba atentamente a aquel hombre, que parecía haberse despertado en aquel momento, preguntándose con qué tipo de individuo tenía que tratar.
No debía de ser un dayak, porque en vez de ser de estatura alta, era muy bajo, apenas un metro y medio, y en vez de tener la piel amarillenta, la tenía oscurísima.
Y luego también sus facciones eran bastante distintas. Tenía la cabeza grande, fajada con vendas ensangrentadas, que dejaban ver aquí y allá mechones de cabellos negros y crespo, la nariz corta con las aletas alargadas, la boca grande, los labios gruesos sin sobresalir, el mentón pequeño, los ojos horizontales y abiertos, y el cuerpo delgado con hombros bastante encorvados.
No era necesario un gran conocimiento de las razas malayas para reconocer en aquel feo alfeñique uno de aquellos salvajes que viven en el interior de las grandes islas malayas, en medio de las más densas florestas y que son llamados comúnmente negritos o negritos aeta.
Se diferencian completamente ya sea por el aspecto, como por sus costumbres de los batak de Sumatra, de los tagalos de las Filipinas, de los dayak del Borneo y de los malayos, sin embargo su raza está bastante extendida, ya que se encuentran incluso en África meridional y central, y en las islas Andamán que están tan próximas a la India. ¿Cómo se han, aquellos pigmeos, que no se asemejan a las otras razas, dispersado por el mundo? Misterio. Ningún científico ha sabido hasta ahora explicar cómo se encuentran al mismo tiempo en las grandes islas malayas y en el continente negro, que está tan lejos.
Kammamuri, como habíamos dicho, no había respondido enseguida, tan sorprendido había quedado por encontrar en aquella jaula aérea a aquel extraño personaje salido de uno de aquellos montones de hojas secas.
—¿No tuan Eropah? —preguntó el negrito viendo que el indio no se decidía a abrir la boca.
—Nada Eropah —respondió Kammamuri—. ¿Qué haces tú aquí?
—Espero estar curado —dijo el negrito que parecía que no estuviese demasiado incómodo como para responder en lengua dayak.
—¿Para irte?
El negrito hizo una fea mueca e hizo tintinear rabiosamente los anillos de latón que le adornaban los delgados brazos.
—Me han roto la cabeza con un golpe de parang ilang —dijo luego—. Una cabeza cascada no puede ser una muy buena figura en el palco del jefe de los dayak. Cuando esté curado me decapitarán.
—¿Quiénes?
—Los dayak.
—¡Ah...! ¡Canallas...! —gritó Kammamuri—. No creía que llevasen su ferocidad hasta este punto. ¿Dónde te han capturado?
—En la floresta, mientras estaba persiguiendo un tapir.
—¿Cuándo?
El salvaje alargó las manos, contó los dedos varias veces, luego sacudió la cabeza como si quisiese renunciar a aquel cálculo demasiado difícil para las razas primitivas.
—No sé —dijo luego.
—Estos imbéciles no tienen ninguna noción del tiempo —pensó Kammamuri—. Por otra parte poco me interesa.
Dio una vuelta a la choza, luego regresando hacia el negrito que lo seguía atentamente con la mirada, le preguntó:
—¿Te traen siempre de comer?
—No.
—¿Y de beber?
—Nunca.
—¿Y tú cómo has podido resistir por tantos días?
El negrito alzó los hombros y no respondió.
—Ahora comprendo —dijo Kammamuri—. El griego no ha bromeado cuando me ha dicho de devorar las hojas que cubren el techo de la cabaña. ¡Por Shivá, Brahma y Visnú! He visto cacatúas acurrucarse en los palos. Por unos pocos días la comida está al menos asegurada. ¿Y el amo? ¿Y el señor Yanez? ¿Y el Tigre de la Malasia? ¿Qué pensarán de mí? ¡Por la muerte de Kali, yo no quiero morir de hambre y de sed en este palomar! Este mono no me parece que sea un estúpido. Si a mí me oprime el pellejo, a él le oprimirá poner a salvo su cabeza y me ayudará. No se trata mas que de descender; algo facilísimo cuando los guardias duerman; si duermen.
Volvió a salir, mientras el negrito iba arrancando de las paredes de la cabaña fibras de coco que formaban las ásperas esteras, de una solidez no obstante a toda prueba.
En la kota algunos indígenas y muchas mujeres, acompañadas por grupos de niños, iban y venían a través de los estrechos senderos de la aldea; por otra parte, a una distancia de quinientos o seiscientos metros, serpenteaba el río, interrumpido de trecho en trecho por islotes boscosos.
Kammamuri miró debajo de la cabaña aérea y divisó cuatro guerreros sentados en tierra, alrededor de una gigantesca olla rodeada por algunos tizones.
—Parece que hacen guardia —murmuró el maratí—. ¿Estos bandidos son peores que los thugs del Sundarbans? ¡Ah...! ¡Lo veremos...! Si pudiera mientras tanto pensar en la comida. Hace ya diez horas que ayuno y quién sabe desde hace cuántos días aquel pobre salvaje está mirando la luna y el sol.
Dio nuevamente una vuelta a la pequeña veranda, luego habiendo encontrado un bambú más alto que los otros, que sobresalía más allá del techo, se puso a subir.
Sobre los palos plantados en las hojas secas de banano que formaban el techo, estaban apoyadas ocho espléndidas cacatúas de plumas candidísimas y penachos amarillo anaranjados o delicadamente rosados, mantenidas prisioneras por delgadísimos rotang.
—¿Serán divinidades? —se preguntó el maratí—. Bah, serán menos. Se encontrarán quizá mejor en nuestros cuerpos. ¡Griego perro...! ¡No comeré las hojas secas del techo! No haré asados; pero por algunos días no moriré de hambre como tú esperabas.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Antu y Budjang Brani: Genios malvados de los dayak.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En un par de días Teotokris se bronceó, ya que su piel era blanquísima cuando apareció a bordo del yacht de Yanez.

La aclaración “(jefe)”, en el original figuraba como “(signore)”. La modifiqué para que reflejara correctamente el título de “orang kaya”.

Si bien Salgari dice que los “negritos” habitan en el interior de Borneo, esto no era así. Las diversas etnias que el colonizador español llamó despectivamente de esta forma, vivían en otras islas, pero no en Borneo. Los “aeta”, por ejemplo, son del norte de Filipinas.

También hay que tener en cuenta que el término biológico de raza, aplicado al ser humano, es incorrecto. La especie Homo sapiens puede agruparse en etnias con rasgos culturales, históricos y territoriales en común, pero no así por factores biológicos.

Visnú: En el hinduismo es el dios principal, creador, preservador y destructor del universo.

Negro: “Morello” en el original, la palabra en italiano alude al nombre del pelaje negro de los caballos, y no tiene una traducción particular.

Orang kaya: “Orang-kaja” en el original, es un título tradicional malayo que designa al jefe de una aldea o comunidad. La traducción sería hombre rico o influyente. También se puede encontrar como “orang kaja”, pero es más común la traducción que utilicé.

Bugineses: “Bughisi” en el original, es un grupo étnico conformado por 6 millones de personas, principalmente, de las provincias de Célebes Meridional, la tercera más grande de Indonesia.

Macasares: “Macassaresi” en el original, son los habitantes de Macasar, la capital y mayor ciudad de la provincia de Célebes Meridional, en Indonesia. Se encuentra al sur de la isla de Célebes, en el estrecho de Macasar.

Aeta: “Eta” en el original, también llamados agta o ayta, son indígenas que viven en zonas desoladas de las montañas de Luzón, al norte de Filipinas. Son considerados como afroamericanos por su pelo crespo, baja estatura, nariz chata y ojos marrones oscuros. Fueron incluidos dentro del grupo de “negritos” durante el dominio colonial español.

Antu: En la creencia de los Iban (dayak de la costa), los “antu” son espíritus malévolos, o deidades menores, que deben ser propiciadas para evitar las desgracias.

Budjang Brani: “Buan” en el original, en la creencia de los Iban (dayak de la costa), Budjang Brani es el peor de los demonios.

Pulgadas: 1 in = 2,54 cm = 25,4 mm. Por lo tanto, 3 in equivalen a 7,62 cm.

Arenga saccharifera: “Arenga saccarifera” en el original, es otro nombre con el que se conoce a la “arenga pinnata”, especie perteneciente a la familia de las palmeras que alcanza los 20 m de altura.

Parang Ilang: Es otro nombre dado al “Mandau”, arma tradicional ceremonial de los dayak de Borneo. La cuchilla tiene forma convexa en un lado y algo cóncava en el otro. La hoja está hecha principalmente de metales templados, con viñas exquisitas e incrustaciones en bronce. La empuñadura está hecha de cuernos de animales. Tanto la empuñadura y la vaina están elaboradamente talladas y emplumadas. No es lo mismo que el “parang”.

Marabúes Argala: “Arghilah” en el original, es una especie de ave (Leptoptilos dubius) perteneciente al género de los marabúes. Son carroñeros de gran tamaño y actualmente están en peligro de extinción. “Argala” (y “Hargile” en inglés) deriva de la palabra bengalí “hāṛa gilē”, que significa “traga huesos”.

Bandhill: “Brandil” en el original, es un instrumento utilizado para atrapar a los corredores amok, consistente en una horquilla de dos puntas provista en sus bordes internos con púas que apuntan hacia atrás, montadas sobre un asa de madera robusta y de suficiente longitud como para permitir al usuario permanecer fuera del alcance del corredor. En malayo se lo denomina “sangga mara”.

Amok: “Amoc” en el original, en psiquiatría, el ataque homicida o síndrome Amok es un síndrome cultural o síndrome ligado a la cultura y consiste en una súbita y espontánea explosión de rabia salvaje, que hace que la persona afectada corra alocadamente o armada y ataque, hiera o mate indiscriminadamente a los seres vivos que aparezcan a su paso, hasta que el sujeto sea inmovilizado o se suicide. El nombre procede de la palabra malaya meng-âmok, que significa “atacar y matar con ira ciega”, pues fue allí donde fue observado este fenómeno por primera vez. No está relacionado con el opio, como se creía.

Palmo: Distancia que va desde el extremo del pulgar hasta el del meñique, estando la mano extendida y abierta. Medida de longitud de unos 20 cm, que equivalía a la cuarta parte de una vara y estaba dividida en doce partes iguales o dedos.

Veranda: Galería, porche o mirador de un edificio o jardín. Viene del hindi varandā.

Tuan Eropah: “Twan-uropa” en el original. “Tuan” significa señor en malayo y “Eropah”, Europa o europeo, también en malayo. Por lo que se puede traducir como “señor de Europa”. La lengua de los dayak Iban comparte el mismo origen que la malaya.

Batak: “Battiassi” en el original, es uno de los pueblos del norte de Sumatra, con centro en el lago Toba.

Tagalos: “Tagali” en el original, se dice del individuo de una raza indígena de Filipinas, de origen malayo, que habita en el centro de la isla de Luzón y en algunas otras islas inmediatas.

Islas Andamán: “Isole Andamane” en el original, son un grupo de islas en el golfo de Bengala pertenecientes al territorio de la India.

Pigmeos: Dicho de una persona: De alguno de los pueblos que viven en las selvas de la región ecuatorial de África y en grupos aislados en Borneo y Nueva Guinea, y que se caracterizan por su baja estatura.

Tapir: Mamífero de Asia y América del Sur, del orden de los Perisodáctilos, del tamaño de un jabalí, con cuatro dedos en las patas anteriores y tres en las posteriores, y la nariz prolongada en forma de pequeña trompa. Su carne es comestible.

Kali: “Kalì” en el original. En el hinduismo es una de las diosas principales, considerada consorte de Shivá. Representa el aspecto destructor de la divinidad.

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