miércoles, 13 de marzo de 2019

XII. La fuga milagrosa


Se había trepado sobre el techo, a riesgo de tener una espantosa caída, y manteniéndose bien firme sobre los travesaños y las ligaduras de las grandes hojas de arengas sacchariferas y de bananos, amontonadas en estratos, había conseguido llegar a las aves.
—Mis queridas —dijo—, lo siento por ustedes; pero el hambre no razona, y luego los dioses las han creado para llenarnos el vientre.
Las cacatúas protestaron estrepitosamente, aleteando e intentando picotear al hambriento. El maratí no era no obstante hombre de espantarse por tan poco.
Alargó las manos, aferró al ave más grande y la estranguló.
—Por hoy bastará —dijo luego retrocediendo con prudencia—. No consumamos de golpe nuestras provisiones. Y luego el salvaje que me hace compañía deberá contentarse con la cabeza y las tripas. Ya que no ha sido él quien se expusiera al peligro de romperse el cuello.
Alcanzó el borde del techo y se dejó caer ligeramente sobre la pequeña veranda, teniendo bien estrechada a la desgraciada ave.
Estaba por entrar en la choza, cuando oyó hacia tierra golpes sonoros que repercutían en los bambúes entrecruzados que formaban el sostén.
Kammamuri se inclinó sobre el pequeño parapeto de la veranda y vio a los cuatro dayak de guardia cortar con grandes golpes de parang ilang las dos larguísimas pértigas que servían de escala.
—¡Nos cortan los medios de descenso! —murmuró, haciendo una mala mueca—. Se ve que el griego tiene la intención de mantenerme aquí arriba hasta que el hambre me lleve al Kailash de Shivá. Son no obstante estúpidos estos dayak. Se podrá siempre descender, dejándose deslizar a través de los bambúes y saltando de travesaño en travesaño. Será una gimnasia ciertamente peligrosísima y que yo no obstante, apenas llegue un buen momento, intentaré sin demasiada indecisión. Es absolutamente necesario que alcance a mis amos y que les advierta de la presencia de aquel maldito griego.
Entró en la choza y quedó no poco sorprendido al ver al negrito extraer de una rendija de un gran bambú que servía, como se suele decir, de pared principal de la casa, pequeños insectos blancuzcos y comérselos con envidiable apetito.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Mi comida —respondió el salvaje, riendo.
—¿Con qué?
—Con laron.
El maratí no pudo contener un estallido de risa.
—¿Es con aquellas larvas que tú te nutres?
—Los cuatro grandes bambúes están llenos.
—¿Cómo es que las hormigas termitas han puesto sus huevos dentro de aquellos leños?
—¿Habrán sido luego las hormigas? —preguntó el negrito.
—¿Quiénes quieres que sean entonces?
—Los dayak.
—¿Para que no te falte la comida?
—Las larvas se desarrollan pronto, y cuando son grandes devoran vivos hombres y animales. Las han puesto ciertamente allí dentro para hacerme arrancar la carne y obtener, sin ninguna otra preparación, mi cráneo perfectamente vacío.
—¡Ah...! ¡Canallas...! —gritó Kammamuri.
—No las dejaré no obstante desarrollarse —añadió el negrito que aún hablando, no cesaba de engullir manojos de larvas—. Ya que las he descubierto, las consumo. ¿Quieres, orang (señor)?
—Prefiero mi ave —respondió el maratí, haciendo un gesto de disgusto.
—Yo mis laron —declaró el negrito.
Las laron que como hemos dicho, no son mas que larvas de termitas, constituyen para los malayos y para los dayak un óptimo plato y en aquellas dos poblaciones tienen un consumo enorme.
Para ellos es un arroz animal que comen casi siempre crudo. Algunas veces no obstante lo aderezan con un menjunje de calamares salados y pisados.
Mientras el negrito, armado con un trozo de madera, forzaba las rendijas de los grandes bambúes, ya hechas antes por los dayak, y hacía caer sobre una hoja, grupos de larvas, Kammamuri se había puesto a desplumar la cacatúa que estaba bien de carne. ¡Oh! ¡Si hubiese podido encender un fuego, qué soberbia comida habría hecho! Desgraciadamente no poseía ni el detonador, ni la yesca; y luego no hubiera osado exponerse a tan grave peligro.
Una sola chispa habría bastado para destruir en pocos instantes aquella cabaña, formada por hojas secas y por ramas no menos secas.
—Si quieres, te ofrezco la cabeza y las tripas —dijo, cuando hubo limpiado bien el ave.
Fue esta vez el negrito el que hizo un gesto de asco e incluso de espanto.
—¡Cómo! ¿No se comen las cacatúas en tu país? —preguntó Kammamuri.
—Sí, pero no esas de ahí —respondió el negrito—. Son antu.
—Espíritus malvados, quieres decir. ¿Por qué las han relegado a aquí arriba?
—Porque se llevan nuestra alma, supongo.
—Antes de que esta se lleve la mía, yo devoraré su cuerpo —respondió el maratí.
Aun cuando le repugnase un poco, impulsado por el hambre, mordió al ave y se puso a devorarla, pero no toda. Debía pensar también en la cena, no habiendo gran abundancia de cacatúas sobre la cima de la cabaña.
—Ahora —dijo al negrito, que también había terminado su comida—, podríamos buscar el medio para irnos. ¿Velan también de noche los dayak?
—Siempre.
—¿Cuántos?
—Cuatro.
—¿Mantienen encendido el fuego?
—Sí, orang.
—¿Nunca intentaste escapar?
—Es demasiado pronto.
—¿Qué quieres decir?
El negrito miró al maratí con cierta desconfianza.
—Se diría que tú me escondes algo —dijo el maratí, que se había dado cuenta—. ¿No soy también yo un prisionero al igual que tú, condenado a morir de hambre?
—Es verdad, orang —respondió el negrito.
Se acercó a un montículo de hojas secas, hundió dentro las manos y mostró al maratí estupefacto una cuerda blanca, no más gruesa que un dedo, hilada magníficamente y extraordinariamente larga.
—¿Quién la ha hecho? —preguntó Kammamuri, que no acababa de creer a sus ojos.
—Yo.
—¿Tú has realizado este trabajo? ¡Pero esto es algodón!
—Arenga —respondió el negrito.
Para el indio fue una revelación. Las plantas que los dayak e incluso los malayos llaman arenga son las más preciosas que crecen bajo aquellos climas, después del coco y del árbol del pan.
Son palmas soberbias, elegantemente emplumadas, apreciadas sobre todo porque, practicando una hendidura en el tronco, se obtiene un licor azucarado llamado toddy, claro, límpido, del que se extrae un jarabe muy apreciado que reemplaza muy bien el azúcar y que, dejado fermentar, da un licor muy embriagador, conocido bajo el nombre de tuak.
Aquellas valiosas plantas no se limitan a producir un litro de líquido cada día. Rinden muchos otros servicios a los malayos y a los dayak, porque su tronco, al igual que el de los sagú, contiene una sustancia harinosa que puede servir para fabricar una especie de pan, mientras que de sus hojas se extrae una especie de algodón que tiene fibras muy resistentes y que es utilizado en la fabricación de cuerdas.
El maratí no tuvo necesidad de preguntar al negrito cómo había podido procurarse todo aquel material, porque todas las hojas secas que llenaban la cabaña aérea e incluso aquellas del techo tenían restos de hojas de arenga, ahora ya privadas de sus fibras. ¿Cuánto tiempo debía haber empleado el prisionero para entretejer aquella cuerda? ¿Y cuánta paciencia debió tener? Kammamuri, demasiado contento de sentir en las manos aquella cuerda, no se molestó en preguntárselo.
—¿Toca tierra? —preguntó al negrito, que parecía orgulloso de su trabajo.
—Ya la he probado dos veces, durante la noche pasada.
—¿No te han visto los guardianes?
—Habrían subido para sacármela.
—A veces soy una bestia —dijo Kammamuri—. Esperemos a esta noche. Si tienes sueño, puedes tenderte. No tengo necesidad de ti.
Colgó de una rama que salía de una pared su media ave y salió a la pequeña veranda.
El pobre hombre aparecía bastante preocupado y no dejaba de preguntarse, con viva angustia, qué había sucedido con sus amos.
¿Habían conseguido escapar al choque de los búfalos y a los dayak largados tras ellos por el griego?
Aquel pensamiento no dejaba de atormentarlo sin pausa, aún cuando supiese de lo que eran capaces aquellos tres formidables hombres que habían derribado un reino, destruido la terrible federación de los thugs indios y hecho temblar incluso a las flotas inglesas de los mares de la Malasia.
Miró hacia la kota y no divisó a nadie. Se diría que antes de que surgiese el alba toda la población se había lanzado a la floresta, quizá a la caza de Sandokan, de Yanez y de Tremal-Naik.
Incluso las mujeres y los niños habían desaparecido.
Solamente bajo la cabaña aérea velaban cuatro hombres, sentados bajo un pequeño attap construido con pocos palos y tres o cuatro enormes hojas de banano.
—¿Mis amos habrán sido sorprendidos? —se preguntó con ansiedad—. No, no es posible —retomó poco después, sacudiendo la cabeza—. ¡No son hombres de caer estúpidamente en una emboscada y luego sin consumir al menos sus cargas! Si no he oído ningún tiro de carabina, quiere decir que se encuentran todavía libres. ¡Desgraciada expedición! La de Assam había comenzado mejor.
Se arrojó sobre la veranda, esperando pacientemente a que la jornada transcurriese, temiendo siempre oír de un momento al otro algunas descargas de fusiles.
El negrito, bien alimentado con larvas de termitas, roncaba ya tranquilamente, sin preocuparse por su cabeza, que figuraría en algún palco, si la fuga no tuviese éxito.
Nada sucedió durante aquellas diez horas. Los cuatro guardianes no habían dejado de charlar bajo el attap, lanzando solo de vez en cuando alguna mirada hacia aquella especie de altísima jaula; en la aldea nadie había vuelto a aparecer.
—Que tarden todavía unas horas, y nosotros intentaremos el golpe —dijo Kammamuri—. No me volveré a meter en la floresta sin armas.
El sol ya se había puesto y la oscuridad había caído. De la parte del río soplaba una fresca brisa cargada de miles de deliciosos perfumes, y detrás de los cañaverales borboteaba la corriente.
Kammamuri entró en la cabaña y encontró al negrito ocupado en llenarse nuevamente de larvas.
—Deja ir a tus laron —le dijo—. Es tiempo de actuar.
—¿Se va?
—Dame la cuerda. ¿Será suficientemente resistente?
—La he entretejido yo y basta, orang —respondió el negrito.
—¡Ah...! Entiendo: tú eres el cordelero de la tribu, según parece.
—¿Duermen los dayak, orang?
—Tres sí: el cuarto está encendiendo el fuego.
Tomó la cuerda, probó su solidez por un tiempo, luego, satisfecho con aquel examen, ató sólidamente un cabo a uno de los cuatro grandes bambúes que formaban los cuatro ángulos de la cabaña.
—¿Y las armas? —dijo—. Tendremos necesidad de al menos un garrote. ¡Ah...! Sobre el techo hay; arrancaré aquellos que sirven de apoyo a las cacatúas. Tú mientras tanto vigila al hombre de guardia, amigo.
—Sí, orang —respondió dulcemente el negrito.
Kammamuri volvió a salir, se agarró a los bambúes de la veranda y subió al techo.
Estaba por avanzar cuando oyó a las aves alborotarse y las vio, en la semi oscuridad, aletear furiosamente.
—¿Qué sucede ahora? ¿Estos pajarracos de mal agüero habrán sido puestos aquí arriba para dar la alarma a los hombres de guardia? ¡Por Shivá y Visnú...! ¡Quiero estrangularlos a todos...!
Se había arrimado a las cacatúas, cuando sintió una mordida dolorosa en una rodilla, luego otra en la extremidad de un dedo.
Se había detenido de golpe mirando entre las hojas enormes que cubrían el techo, pero la oscuridad era si no muy profunda, lo suficientemente intensa como para poder descubrir enseguida a un animal o un insecto de pequeñas dimensiones.
De pronto sintió cubrirse la frente de un sudor helado.
—¡Las termitas...! Se devoran a las pobres cacatúas, en espera de arrancarnos la piel y la carne trozo a trozo. Si no hubiese cuerda, mañana ninguno de nosotros estaría vivo. ¡Miserables...! Las han introducido en los bambúes.
Arrancó rabiosamente dos palos, con pocos golpes fulminó a las aves para que sus gritos no atrajesen la atención de los guardianes, luego descendió rápidamente.
—¡Escapemos! —dijo al negrito, que lo esperaba con la cuerda en la mano—. Nuestra habitación está por ser invadida por las termitas.
—Feas y malas bestias —respondió el negrito—. Siempre hambrientas.
—¿Qué hace el guardián?
—Está preparándose el sirih.
—¿Dónde?
—Cerca del fuego.
—Veamos: quiero estar seguro de mi cálculo, antes de intentar la evasión. ¿Ha regresado alguien a la kota?
—Nadie, orang.
—Muy bien.
Se asomó al pequeño parapeto de la veranda. De los cuatro guardianes, tres dormían bajo el attap; el cuarto estaba acurrucado delante de una hoguera; ocupado en prepararse una buena porción de sirih.
Es el sirih una especie de coca boliviana, compuesto por una hoja aromática de Piper betle, nuez de pinang, o sea de Areca catechu, un poco de jugo concentrado del Uncaria gambir y una pizca de cal viva.
No teniendo los isleños de las grandes tierras malasias el hábito de fumar, mastican aquella mezcolanza fuertísima que no tiene otra propiedad que la de arruinar los dientes y de enrojecer la saliva.
El dayak estaba tan ocupado en la preparación de su sirih, que no pensaba en dar, de vez en cuando, una mirada a la cabaña aérea. Probablemente estaba completamente seguro de la imposibilidad de una evasión, después del corte de las dos pértigas que servían de escala.
—Este es un buen momento —dijo Kammamuri—. Si perdemos esta ocasión no volveremos a encontrar otra. La kota está todavía desierta, tres guardianes adormecidos. Trabajaremos con grandes golpes de palo.
Dejó descender la cuerda, por la otra parte de la cabaña aérea, para evitar ser descubierto y asaltado con tiros de cerbatana o con golpes de parang ilang.
—Primero yo —dijo al negrito—. Soy mucho más robusto que tú, si no más ágil.
Se metió el bambú a través de la ancha faja que le estrechaba los flancos, se agarró a la cuerda y se dejó deslizar dulcemente, intentando evitar los travesaños y los sostenes de bambú que se entrecruzaban debajo de la casa aérea.
Se vio obligado no obstante, a mitad del descenso, a detenerse, porque había una especie de plataforma formada por una rejilla de nervadura de hojas, que conectaba todos los bambúes de la construcción.
El dayak de guardia, siempre ocupado en prepararse su mezcolanza, no se había percatado de nada, tanta prudencia había usado el indio al realizar aquel primer descenso.
Se sabe ya que los indios son famosos tanto por sus escaladas y sus descensos, como por los hurtos que cometen. Ningún ladrón podría competir con ellos, porque son capaces de robar incluso la manta sobre la que duerme un hombre sin despertarlo.
Kammamuri, como maratí, no valía menos que sus otros compatriotas.
Permaneció pocos segundos sobre la rejilla, luego, después de haber constatado cuidadosamente que el dayak no había advertido ningún ruido, reanudó el descenso.
Un cuarto de minuto después tocaba el suelo, y se arrojaba prontamente detrás de un arbusto que crecía a breve distancia.
Había aferrado con dos manos el palo, resuelto a empeñar la lucha contra los cuatro vigilantes.
Alzó los ojos hacia la casa aérea y divisó confusamente una forma humana que descendía también a lo largo de la cuerda.
Era el negrito que realizaba su descenso, no menos resuelto también él en empeñar una feroz batalla para arrancar su cráneo a la colección del jefe de la kota, interesantísima por cierto, pero en absoluto placentera para el pobre salvaje.
Kammamuri, confundido entre los bambúes que se entrecruzaban estrechamente en la base de la cabaña aérea, se había puesto nuevamente a vigilar al guardián. Este parecía que no se hubiese percatado de nada porque continuaba preparando bocados de sirih para ofrecerlos probablemente también a sus compañeros.
El negrito finalmente tocó a su vez tierra.
—Huyamos, orang —le dijo en voz baja.
—¿Así, armados solo de palos? ¡Estás loco tú! ¿Quién osaría adentrarse de noche en la gran floresta llena de animales feroces? ¡Ven y pega duro...!
Se metieron en medio del gigantesco entramado de bambú, avanzando en puntas de pie y, deslizándose cautamente entre los travesaños, llegaron a pocos pasos de la hoguera.
El dayak les daba la espalda y estaba trozando nueces de areca.
Cerca tenía el parang ilang, un espléndido sable de acero natural, con la punta en forma de ángulo y una cerbatana con un fajo de flechas probablemente envenenadas con el upas o con el jugo del tjettek que es todavía más mortal que el primero, porque, introducido en la sangre, interrumpe enseguida la circulación, produce el tétano y mata en pocos instantes.
—Para mí el parang ilang —susurró Kammamuri al negrito—, para tí la cerbatana.
Empuñó sólidamente el bambú, cayó sobre el guardián y le dio tal golpe en la cabeza, que se desplomó sin sentido, sin que hubiese tenido tiempo de mandar el más leve grito.
Recoger las armas y las flechas y huir en dirección del río, seguido de cerca por el negrito, fue cosa de un momento.
Llegado a los primeros árboles que formaban como una faja a lo largo de las orillas del Marudu, bastante profunda y muy intrincada, se detuvo un instante para ver si los otros tres dayak que dormían bajo el attap se habían lanzado a perseguirlos. Se habían en efecto despertado, pero en vez de ponerse enseguida a buscar a los fugitivos, estaban trepándose, con agilidad de simios, sobre los bambúes que sostenían la cabaña aérea, brincando de vez en cuando, de travesaño en travesaño. Querían ciertamente asegurarse si los prisioneros se encontraban todavía allá arriba, antes de comenzar la búsqueda.
—Salúdenme a las cacatúas —dijo el indio, riendo—. Piernas, negrito.
—¿A dónde quieres ir?
—Quiero alcanzar el río, ante todo. Sé a donde mis compañeros se han dirigido, y es más probable que yo los encuentre sobre el Marudu que en medio de la gran floresta. Y luego debo arribar al islote.
Se habían puesto a correr, uno empuñando el parang ilang y el otro la cerbatana, dentro de la cual había ya pasado una flecha formada por un delgado canuto de bambú, largo de veinte centímetros, armado en la extremidad de una espina y que con un poderoso soplo podía lanzar hasta la no breve distancia de cuarenta metros.
Aquella retirada precipitada a través de aquel trecho de densísima floresta duró un cuarto de hora, luego el maratí se detuvo.
El río fluía, retumbando oscuramente a solo pocos pasos, encerrado entre dos orillas llenas de gigantescas cañas palustres.
—¡Orang! —dijo el negrito—. No te detengas aquí.
—¿Por qué?
—Los dayak deben haberse puesto a la caza tras nuestras huellas.
—¿Las habrán descubierto?
—Estoy segurísimo.
—¿Sabes utilizar tu sumpitan? (cerbatana)
—Soy un jefe de tribu.
—¡Uf...! Te había creído un fabricante de cuerdas.
—Yo no me equivoco nunca cuando apunto el sumpitan.
—¿Qué me aconsejas hacer?
El negrito le indicó los cañaverales.
—¡Allá! —dijo.
—¿Y los gaviales?
—El agua es demasiado baja y el barro profundo, y por eso no podrán venir a comernos las piernas.
—Estos salvajes son más astutos que los cateri (demonios indios) —murmuró Kammamuri.
Descendieron la orilla, abriéndose paso entre los arbustos que la obstruían, y se detuvieron delante del cañaveral. El negrito partió un bambú, tanteó antes el fondo para asegurarse de la resistencia del barro, luego, satisfecho con aquella exploración, hizo señas a Kammamuri de meterse entre las cañas.
—¿Y tú no vienes? —preguntó el indio, viendo que el negrito no lo seguía.
—Te alcanzaré más tarde, orang. Es necesario vigilar los movimientos de los dayak. Yo conozco estas florestas y sabría pasar a dos pasos del enemigo sin hacerme descubrir.
—Si ves entre los dayak a un hombre blanco, lanza una flecha a él antes que a cualquier otro.
—¿Un tuan Eropah?
—Sí.
—La primera será suya.
Así dicho el negrito volvió a subir la orilla y desapareció entre los arbustos, sin producir el más leve sonido. Kammamuri en cambio continuó avanzando a través de las inmensas cañas, tanteando el fondo con la punta del parang ilang. A cada paso que se alejaba de la orilla el espesor del barro y el agua aumentaban, de modo que, llegado a cierto punto, se encontró sumergido hasta la cintura.
—Bastará —dijo.
Con pocos golpes de sable hizo caer media docena de cañas a fin de que le sirviesen de apoyo y se sentó sobre aquella especie de balsa, teniendo los ojos fijos sobre la orilla y aguzando bien las orejas. Detrás de su espalda el río borboteaba infiltrándose en el cañaveral; más lejos en cambio la corriente libre no cesaba de retumbar.
Eran aquellos los únicos ruidos que se oían en la oscuridad, porque incluso el gran monte estaba silencioso como si todos los animales nocturnos, por alguna causa misteriosa, hubiesen escapado mucho más lejos a buscar a sus presas.
Kammamuri, no obstante, que conocía por su larga práctica qué sorpresas esperan al hombre en los márgenes de las grandes selvas y sobre todo a lo largo de las orillas de los ríos desiertos, no estaba muy tranquilo por aquel silencio. Continuaba aguzando las orejas y abría los ojos lo más que podía, como si temiese un imprevisto asalto.
De pronto se estremeció.
Olfateando el aire había recogido un agudo olor salvaje, aquel olor especial que emanan las bestias feroces y que no escapa jamás a los viejos cazadores de las regiones ecuatoriales. Le había llegado a la nariz en alas de la ligera brisa que soplaba de la otra parte del río.
—Este no es olor de dayak —murmuró, descendiendo precipitadamente de la pequeña balsa y apoyando los pies en el fondo barroso del río—. He cazado demasiados años en el Sundarbans indio del Ganges como para equivocarme. Hay, a breve distancia de mí, algún tigre o alguna pantera manchada o negra, que busca su cena en los cañaverales. ¡Si estuviese al menos el negrito para ayudarme! Sus flechas envenenadas podrían servir mejor que mi parang ilang.
Miró por todas partes, empuñando el pesado sable con dos manos y no consiguió divisar nada.
—Sin embargo algún animal intenta sorprenderme —murmuró—. Mi nariz está siempre en buen estado y ha recogido muy bien aquel olor para mí demasiado conocido.
Estuvo inmóvil un minuto, presa de una ansiedad fácilmente comprensible, no sabiendo por qué parte el peligro estaba por llegar; luego se puso a retroceder lenta y silenciosamente para buscar un refugio entre los arbustos de la orilla.
Había dado ya tres o cuatro pasos, cuando oyó un aleteo y vio pasar sobre su cabeza, con velocidad fulmínea, uno de aquellos grandes pelargopsis acuáticos, provisto de un enorme pico rojo, y desaparecer hacia la floresta.
—¡Mala señal! —dijo Kammamuri, cuyas inquietudes aumentaban—. Aquel pajarraco no se habría alzado a esta hora si no hubiese sido molestado. ¡Y el negrito no llega todavía...! ¿Habrá sido ya decapitado por los dayak o devorado por algún tigre?
Hizo otra breve parada, aguzando nuevamente las orejas y oyó, ante sí, un ligero crujido. Parecía que algún animal intentase abrirse paso en el cañaveral con la mayor precaución.
La orilla estaba todavía demasiado lejos para poder alcanzarla y luego no le convenía al indio volver la espalda al peligro. Si delante suyo tenía, como suponía, un tigre o una pantera, tanto valía permanecer en el agua, porque ciertamente no lo habría dejado escapar sin intentar un vigoroso asalto.
Buscó con los pies un fondo más sólido para no correr el peligro, en el momento supremo, de resbalarse, hundió bien las piernas para asegurar el equilibrio y esperó intrépidamente la aparición de su misterioso, y probablemente muy hambriento, adversario.
El roce, siempre ligerísimo, continuaba y no venía siempre de la misma dirección. Seguro el animal no podía avanzar con comodidad y buscaba los pasajes más fáciles.
Kammamuri, inclinado sobre sí mismo para ofrecer el menor blanco posible en el caso de un asalto fulmíneo, tenía el parang ilang recto delante suyo, estrechado con las dos manos, a fin de que le sirviera mejor para la defensa y para el ataque.
Otro minuto había transcurrido cuando divisó, a través de las altas cañas, dos puntos luminosos, de una fosforescencia verdosa, que se fijaron de golpe sobre él.
—Ojos de pantera —murmuró—. ¡Los conozco!
En aquel mismo instante se oyó hacia la orilla como un estrépito de ramas partidas, luego una zambullida, como si un hombre se hubiese arrojado al agua. Enseguida los dos puntos luminosos desaparecieron, y Kammamuri vio claro las cañas ondear rápidamente hacia atrás.
¿La pantera, espantada por aquel ruido, se batía en retirada hacia el curso libre del Marudu? Así al menos parecía.
Kammamuri, seguro de no ser asaltado, al menos por el momento, retrocedió a su vez rápidamente, saliendo del cañaveral, y se encontró cara a cara con el negrito que le dijo, con voz jadeante:
—Vienen.
—¿Los dayak? —preguntó el indio.
—Sí. Han descubierto nuestras huellas y las siguen.
—¿Cuántos son?
—Tres.
—¿Aquellos que dormían bajo el attap?
—Deben ser ellos.
—¿Nos descubrirán?
—El cañaveral es denso, y no podrán seguir nuestros rastros en el agua.
—Pero el cañaveral no es muy seguro.
—¿Por qué? —preguntó el negrito estupefacto.
—Si tú tardabas más en llegar, una pantera me asaltaba.
El salvaje estuvo un momento en silencio, luego mirando su cerbatana, dijo:
—Prefiero las bestias a los cortadores de cabeza. ¿Y luego no tengo el sumpitan? Las flechas están envenenadas y matarán a una y a los otros. Pronto, orang, al cañaveral.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Por las dudas aclaro que las termitas no son hormigas ni comen carne.

Kailash: “Kailasson” en el original, es un monte que forma parte de los Himalayas, en Tíbet. Según la mitología hindú, Shivá reside en la cumbre de este monte y en algunos credos es considerado el paraíso y último destino de las almas.

Laron: Significa termita en javanés.

Detonador: “Acciarino” en el original, puede traducirse como “detonador”, “eslabón” o “pedernal”. Detonador: es un artificio con fulminante que sirve para hacer estallar una carga explosiva. Eslabón: es un hierro acerado del que saltan chispas al chocar con un pedernal. Pedernal: es una variedad de cuarzo, que se compone de sílice con muy pequeñas cantidades de agua y alúmina; es compacto, de fractura concoidea, translúcido en los bordes, lustroso como la cera y por lo general de color gris amarillento más o menos oscuro; da chispas herido por el eslabón.

Toddy: “Tody” en el original, es el nombre malayo de la tuba, un licor suave y algo viscoso que se obtiene por destilación de la savia de distintas palmas. Recién destilado, es bebida refrescante, y después de la fermentación sirve para hacer vinagre o aguardiente.

Tuak: “Teak” en el original, nombre que se le da en Malasia a la tuba con un mayor tiempo de fermentación, logrando un licor similar al arrack.

Sagú: Planta tropical de la familia de las Cicadáceas, que alcanza una altura de cinco metros. Tiene hojas grandes, fruto ovoide brillante y la médula del tronco es abundante en fécula. El palmito es comestible.

Thugs: Miembros de la fraternidad secreta de los estranguladores, adoradores de la diosa Kali.

Sirih: “Siri” en el original, es “paan” en indonesio. Es un preparado estimulante, psicoactivo de hoja de betel combinado con nuez de areca y/o tabaco curado. Se masca antes de escupir o tragar la saliva. Existen numerosas variantes, es usual agregar una pasta a base de cal para adherir las hojas.

Piper betle: “Piper betel” en el original, más conocido como “betel”, es una planta trepadora de la familia de las Piperáceas. Tienen cierto sabor a menta y estimula la producción de saliva. Es usado para prevenir diarreas y parásitos intestinales así como tos, asma y halitosis.

Pinang: Nombre indonesio y malayo de la Areca catechu, más conocida como palma de betel, de la que se obtiene la nuez de areca que se masca con la hoja de betel.

Areca catechu: “Areca chatecu” en el original, nombre científico de la palma de betel, de la que se obtiene la nuez de areca que se masca con la hoja de betel.

Uncaria gambir: “Uracaria gambia” en el original, es una especie de planta del género Uncaria que se encuentra en Sarawak. Se utiliza para masticar junto con areca o betel, así como también para teñir ropa y en la medicina tradicional china.

Tjettek: “Cetting” en el original, es el nombre común que se le da en Java a la planta Strichnos tieuté Leschen. La misma se trata de la Strychnos ignatii, más conocida como haba de San Ignacio,​ pepita de San Ignacio o ignacia. Contiene alcaloides, destacando la estricnina, la brucina y la struxina. El potente veneno se prepara con la corteza de la raíz y lleva también el nombre de “tjettek” o “upas tjettek”.

Cateri: En el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), describiendo demonios y espíritus hindúes, se enumeraban además gigantes o genios malvados, "divididos en cinco tribus", y “muni” o “cateri”, “cuyas cualidades no son diferentes de las que una vez le dimos a nuestros duendes”. Aparentemente Salgari leyó o recordó mal.

Ganges: “Gange” en el original, es un importante río que recorre el oeste de India de norte a sur. Nace en el Himalaya y desemboca formando el mayor delta del mundo, en el golfo de Bengala. Considerado sagrado, a sus aguas suelen arrojarse los cuerpos enteros de personas, lo que genera gran contaminación.

Pelargopsis: Género de aves coraciformes perteneciente a la familia Halcyonidae cuyos miembros habitan en el sur de Asia, de tamaño muy grande, alrededor de 35 cm de largo.

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