miércoles, 27 de marzo de 2019

XIII. La caverna de las pitones


No había un momento que perder. Aún cuando una pantera, manchada o negra, circundara en medio del cañaveral en busca de alguna presa, era ciertamente menos peligrosa que aquellos tres dayak que podían volverse diez, quince e incluso muchos más.
Los colmillos de las bestias feroces son indudablemente peligrosísimos, pero lo son más las flechas bañadas en el jugo del upas o del tjettek, contra el cual no hay ningún antídoto. El indio y el hijo de las selvas por consiguiente atravesaron rápidamente el cañaveral, dirigiéndose hacia el gran curso del río.
El negrito precedía al maratí, teniendo la cerbatana a la altura de la boca, listo para lanzar contra la terrible y hambrienta bestia la flecha mortal. Pero no avanzaba al azar. Cada dos o tres pasos se detenía para escuchar, luego abría con delicadeza las cañas y no daba un paso adelante si antes no estaba bien seguro de no divisar ningún punto luminoso. Llegados junto a la gran corriente del Marudu, el negrito, que no había dejado de inspeccionar el fondo cenagoso, se volvió hacia Kammamuri, preguntándole:
—Orang, ¿sabes nadar?
—¿Por qué me haces esta pregunta? —preguntó el indio.
—Si los dayak inspeccionan el cañaveral, estaremos obligados a abandonarnos a la corriente y a atravesar el río.
—Un curso de agua, por muy ancho que sea, jamás me ha dado miedo. Querría por otra parte permanecer en esta orilla.
—Ya veremos, orang —respondió el hijo de las selvas—. El agua no conserva los rastros. Intentemos no mostrarnos.
—Y no hacernos comer por la pantera.
—Te he dicho que en esa pienso yo, orang.
Formaron un lecho de cañas, partiéndolas en varias partes, y se sentaron uno junto al otro, esperando la aparición de los dayak o de la bestia. La luna comenzaba a surgir, proyectando su luz azulada sobre el río. Se alzaba sobre los grandes árboles, apareciendo desigualmente entre las ramas.
Las aguas centelleaban a cada momento más vivamente, y de la orilla opuesta continuaban llegando, a intervalos, soplos de aire fuertemente impregnados en el sutil perfume de las deliciosas flores de noche, o sea bunga sedap malam, porque sus flores no se cierran sino después de la caída del sol.
Transcurrieron quince o veinte minutos sin que nada sucediese, luego de pronto el negrito golpeó el codo de Kammamuri, diciendo:
—¿Los ves, orang?
—¿A quienes?
—A los dayak.
—¿Dónde están?
—Bajan a la orilla.
—Tienes una vista prodigiosa. Yo no diviso nada.
—Se arrastran entre los arbustos e intentan no hacerse ver, orang.
El indio se alzó y miró atentamente hacia la orilla. Vio en efecto tres hombres surgir imprevistamente en medio de los últimos grupos de vegetales y avanzar cautamente hacia el cañaveral.
—¡Bribones! —murmuró—. No han perdido nuestras huellas, ni siquiera durante la travesía por el bosque. Veremos si sabrán volverlas a encontrar incluso en el fondo del río.
Los dayak se habían detenido, y parecía que se aconsejasen sobre lo que hacer.
Finalmente uno descendió al río, mientras los otros dos tenían las cerbatanas a la altura del mentón para estar mejor preparados para lanzar sus flechas mortales.
Aquel que había descendido al agua se había puesto enseguida a inspeccionar el fondo, haciendo frecuentes zambullidas.
—¿Intenta encontrar nuestras huellas? —preguntó Kammamuri al negrito que había abandonado la balsa sumergiéndose hasta el pecho.
—No lo sé —respondió el salvaje, que parecía no poco preocupado—. Será necesario perder una flecha.
—Explícate mejor.
—Matarlo en el momento en el que está por emerger. Sus compañeros muy bien podrán creer que un gavial lo ha llevado.
—¿Estás seguro de tu tiro?
—Te he dicho que soy un jefe, orang —respondió el negrito.
Estaba por moverse y ponerse a tiro, cuando sus oídos fueron golpeados por un leve rumor que venía de la parte del río y no ya de la orilla ocupada por los dayak.
—¿Has oído? —preguntó a Kammamuri.
—Las cañas se han movido, ¿verdad?
—Sí, orang.
—Es la pantera, estoy seguro. Aquella maldita bestia vendrá a arruinar nuestros asuntos.
—Dejo al hombre y me ocupo de la pantera —dijo el negrito—. Por el momento es la más peligrosa.
—¿No traicionará nuestra presencia?
—Las flechas del sumpitan son silenciosas. Bájate lo más que puedas, orang.
Kammamuri se arrodilló sobre el fondo, a modo de no emerger mas que su cabeza sola. El negrito fue rápido en imitarlo.
El crujido continuaba. La pantera no quería dejar el río, por lo que parecía, sin tener su cena.
El negrito conservaba una inmovilidad absoluta. Esperaba el momento oportuno para lanzar su flecha, antes de que sucediese el ataque. Era esto lo que quería prevenir, siendo el impulso de las panteras casi siempre inevitable.
Kammamuri estaba listo para darle una mano con su pesado y afiladísimo parang ilang, que empuñaba firmemente.
De improviso el crujido cesó, y los dos puntos luminosos reaparecieron a menos de quince pasos.
—¡Ahí está! —susurró el indio.
—La veo —respondió el negrito.
Acercó rápidamente a los labios la cerbatana, apuntó un instante, luego se oyó un silbido apenas perceptible.
La flecha envenenada había partido.
Transcurrió un momento, luego un aullido rauco, furioso, rompió el silencio que reinaba en el cañaveral. La pantera comenzaba a sentir los terribles efectos del tjettek, veneno más rápido y más seguro que el producido por el jugo del upas.
—¡Golpeada! —susurró Kammamuri.
—Te he dicho que era un jefe —respondió el negrito.
La pantera se debatía furiosamente, agonizando y rompiendo ferozmente las altas cañas que se encontraban al alcance de sus garras.
Por una quincena de segundos los aullidos siguieron sin interrupción, luego se oyó una zambullida. El animal debía haberse arrojado al río, quizá con la esperanza de que el agua calmase sus atroces sufrimientos.
—No saldrá más —dijo el negrito riendo—. Ocupémonos ahora de los dayak.
—Eres un bravo hombre —le respondió Kammamuri—. Jamás habría creído que una flecha así de pequeña pudiese poner fuera de combate a tan formidable bestia.
Ambos se habían volteado dirigiendo la mirada hacia la orilla.
Los dos dayak de guardia estaban todavía en su lugar; el tercero en cambio, el que inspeccionaba el fondo, había desaparecido.
—¿No lo ves? —preguntó Kammamuri, mirando alrededor.
—No, orang.
—¿Algún gavial se lo habrá llevado mientras nosotros nos enfrentábamos a la pantera?
—Habríamos oído algún grito.
—¿Estará ya en el cañaveral e intenta sorprendernos por la espalda?
—¡Mira! —dijo en cambio el negrito.
—¿Qué cosa?
—También los dos dayak descienden al río y no están solos.
—¿Están acompañados?
—Hay otros hombres que se arrastran entre los arbustos. Orang, huyamos o seremos capturados.
—¿Atravesaremos el río?
—No tenemos otra vía de escape.
—¿Y los gaviales?
—Quizá duermen aún. Sígueme, orang, si te oprime salvar la cabeza.
Se habían puesto en movimiento a través del cañaveral para alcanzar el margen y precipitarse a la corriente libre.
Ya estaban por abrirse paso en medio de las últimas filas, cuando el negrito detuvo bruscamente a Kammamuri y levantó el sumpitan.
—¿Otra pantera? —preguntó con un hilo de voz el indio.
—No, el dayak que inspeccionaba el cañaveral —respondió el negrito.
—¿Cómo ha hecho para llegarnos por la espalda mientras hace poco estaba delante?
—Silencio: avanza. Inclínate, orang, y déjame a mí.
Kammamuri, que ya tenía plena confianza en la habilidad maravillosa de su pequeño compañero, obedeció sin añadir palabra.
Se oía, de vez en cuando, el agua borbotear alrededor de los enormes grupos de cañas, pero en forma diferente al ruido que produce la corriente al romperse.
Era ciertamente el dayak el que producía aquel ruido.
El negrito, escondido en medio de las cañas, parecía una bestia al acecho. Había pasado a través de dos tallos la terrible y silenciosa arma y no esperaba mas que la aparición del odiado enemigo para actuar resueltamente.
Todos sus miembros estaban recogidos como si se preparase para dar un salto, y sus ojos brillaban como carbones encendidos.
Había ya embocado la cerbatana e hinchaba lentamente las mejillas.
Otro debilísimo silbido hendió el aire, seguido por dos gritos desesperados:
—¡Bapa...! ¡Bapa...! (¡Padre! ¡Padre!)
El desgraciado debía haber sido golpeado, y en el espasmo supremo invocaba a su padre, permanecido quizá cerca de la orilla junto al otro guardián de la casa aérea.
Un alarido hizo eco a la desesperada invocación del moribundo.
—¡Al agua, orang! —dijo de pronto el negrito—. El hombre ha sido tocado y dentro de poco estará acabado.
—¿Vienen los otros?
—Avanzan entre el cañaveral.
—Hay luna y nos traicionará, amigo.
—No importa: saltemos.
Los dos hombres atravesaron en un instante las últimas filas de cañas y se lanzaron al río, poniéndose enseguida a nadar vigorosamente.
—No pierdas el sable, orang —dijo el negrito, saliendo a flote.
—Lo he pasado a través de mi cinturón. Cuida más bien tu sumpitan que es más valioso que mi parang ilang.
—Perderé antes la vida que mi arma —respondió el hijo de las selvas.
En aquel momento gritos feroces estallaban hacia el cañaveral que habían apenas dejado.
—¡Ahí están...!
—¡Mano a los sumpitan...!
—¡Venguémoslo...!
—¡Tomemos sus cabezas...!
Kammamuri y el negrito se habían casi instintivamente metido bajo el agua, para no recibir media docena de flechas envenenadas a través del cuerpo.
Siendo ambos valentísimos nadadores, recorrieron un trecho de cincuenta o sesenta metros, manteniéndose siempre bajo el agua, escapando así a la andanada de dardos envenenados; tomaron una bocanada de aire y volvieron a sumergirse. El agua era profunda en medio del Marudu, de modo que podían hacer otra larguísima inmersión alcanzando un islote de arena que les había cerrado el paso.
—¡Orang! —dijo el negrito—. No te detengas aquí. Los dayak están todos en el agua y nos dan caza.
—Los escucho nadar —respondió Kammamuri, respirando a pleno pulmón—. Aquellos pillos harán cualquier esfuerzo con tal de apoderarse de nuestras cabezas.
—Corre, orang.
Atravesaron en un instante el banco de arena, pasando sobre la cola de un monstruoso gavial adormecido que no se había ni siquiera dignado a abrir los ojos, y volvían a arrojarse en la corriente con un magnífico salto de cabeza. Sólo cien metros los separaban de la orilla opuesta que aparecía también cubierta por montes enormes.
—Apresúrate, orang —dijo el negrito volviendo a la superficie—. Continúan persiguiéndonos.
—Tenemos ya una notable ventaja.
Se habían puesto nuevamente a nadar rabiosamente, haciendo esfuerzos prodigiosos para tocar la orilla, antes de que llegasen los dayak.
La segunda travesía del último brazo del Marudu fue cumplida con rapidez fulmínea, y los dos fugitivos, atravesada una triple línea de cañas, se treparon apresuradamente a la orilla, arrojándose a lo loco en medio de la floresta.
—¿A dónde vamos? —preguntó Kammamuri.
—Sígueme siempre, orang —respondió el negrito, que corría como un gamo—. Sé dónde se encuentra un refugio seguro.
—¿Está lejos?
—Sígueme —se limitó a responder el hijo de los bosques.
A lo lejos resonaban los gritos de los perseguidores, no obstante después de algunos minutos cesaron bruscamente.
Los dayak debían haber atravesado también ellos el río y haberse metido en el monte. Habría sido una imprudencia señalar su presencia.
Kammamuri y el negrito continuaron su carrera precipitada por una veintena de minutos, luego el primero se detuvo, diciendo:
—No soy un negrito, para continuar de este modo. No puedo más, amigo.
—Estamos ya en el refugio.
—¿Qué es? ¿Una cabaña?
—Una inmensa caverna.
—¿Estaremos por lo menos seguros allí dentro?
—Sí, cuando no obstante haya fabricado un angklung.
—¿Qué es?
—Una bestia que suena —respondió el negrito.
—¿Y qué harás con aquel angklung?
—Sin aquel instrumento no se puede entrar en la caverna.
—¿Hay genios malvados, cateri, como nosotros los indios los llamamos?
—No te comprendo, orang. Sígueme y no hables más. Los dayak deben estar ya en carrera.
—Tienes piernas de acero; no obstante también los indios son famosos corredores.
—Dame tu parang ilang —dijo el negrito—. Me es necesario.
A pocos pasos había un enorme grupo de bambúes gigantes. El hijo de los bosques cortó uno, lo examinó unos instantes, luego lo partió nuevamente.
—¡Está hecho! —dijo recogiendo un pedazo no más largo que treinta centímetros.
—He aquí un bellísimo angklung. Corramos, orang: los dayak no deben estar lejos.
Se habían puesto a trotar furiosamente a través de la floresta, arrojándose en medio de los calamus rotang. El negrito que parecía conocer de maravillas la floresta, hilaba derecho, sin desviarse nunca.
Kammamuri hacía esfuerzos prodigiosos por mantenerse detrás y no cesaba de decir al pequeño hombre:
—¿Quieres reventarme? ¡Un poco más despacio, condenado salvaje...!
Eran palabras desperdiciadas, porque el negrito continuaba su carrera endiablada, saltando sobre los árboles abatidos por los huracanes y sobre los arbustos, con una agilidad de tigre. De pronto se detuvo.
—Estamos —dijo.
—¿Dónde? —preguntó Kammamuri con voz afanosa.
—En el refugio.
—No veo mas que árboles delante nuestro.
El negrito, en vez de responder, le tomó el parang ilang y se puso a tallar el pedazo de bambú que nunca había abandonado, cortando primero por una parte y luego haciendo varias muescas profundas todo a lo largo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kammamuri que no lograba comprender nada.
El negrito estaba por devolverle el parang ilang, cuando dos tiros de fusil resonaron a breve distancia, seguidos por clamores ensordecedores.
Kammamuri había dado un salto.
—¡Tiros de carabina...! —había exclamado—. ¡Los tigres de Mompracem!
—Huyamos, orang —dijo el negrito—. Mi angklung está listo y dormirá a las grandes pitones.
—Escapa tú si quieres, pero no yo —respondió el indio—. Los hombres que han hecho fuego son mis amigos. Los dayak no tienen cañones que truenan.
Los gritos habían cesado bruscamente y también los disparos.
Kammamuri, presa de una fuertísima emoción, escuchaba atentamente.
Incluso el negrito se había puesto a escuchar, pero el pobre diablo temblaba como si hubiese sido golpeado por una fuertísima fiebre.
Aquellas detonaciones debían haberlo espantado bastante.
Esperaban por unos minutos, cuando otro disparo se hizo oír a una distancia de trescientos o cuatrocientos metros, luego, después de un brevísimo intervalo, siguieron otros dos tiros.
—¡Son ellos...! —gritó Kammamuri—. Corramos, negrito.
Se había lanzado como un loco a través del monte, aullando a garganta pelada:
—¡Amo...! ¡Señor Yanez...! ¡Señor Sandokan...!
Le respondió una nueva descarga seguida por vociferaciones espantosas.
—¡Amo...! ¡Amo...! —repitió el maratí que se dirigía, a carrera desenfrenada, hacia el lugar donde retumbaban los disparos.
Una voz se alzó en medio de un densísimo grupo de bananos:
—¿Quién llama?
—¡Soy yo! ¡Kammamuri...!
Tres gritos respondieron, y un instante después tres hombres brincaron fuera de debajo de las gigantescas hojas que cubrían el matorral: eran Tremal-Naik, Sandokan y Yanez, todos empapados de agua y sucios de barro hasta los cabellos.
—¡Reencontrado y vivo todavía...! —exclamó Tremal-Naik, precipitándose hacia su fiel sirviente.
—Por milagro, no obstante, amo —respondió Kammamuri que parecía que hubiese enloquecido por la alegría.
—Deja los cumplidos —dijo Yanez— y mueve las piernas. ¡Los dayak están a nuestras espaldas...!
Kammamuri se había volteado hacia el negrito que miraba con viva curiosidad a los hombres.
—Condúcenos enseguida al refugio, amigo —le dijo.
—Espera un momento a que hagamos otra descarga para detenerlos un poco —dijo Sandokan—. Están demasiado cerca.
En medio de las plantas se oían hombres correr desenfrenadamente, golpeando con grandes golpes de campilán las plantas parásitas que obstaculizaban su avance.
Sandokan y sus compañeros hicieron una descarga al azar, luego se lanzaron detrás del negrito y Kammamuri.
Atravesaron con impulso irresistible siete u ocho enormes matorrales, luego se detuvieron delante de una colosal peña que parecía se prolongaba por muchos centenares de metros en medio de la gran floresta.
El negrito se había precipitado entre un montón de arbustos, abriéndose rápidamente paso.
—Ven, orang —había dicho a Kammamuri—. Es aquí el refugio, y tengo siempre el angklung.
Una grieta altísima y ancha de apenas un metro se había ofrecido a las miradas de los fugitivos.
—¡Adentro! —gritó el negrito—. Yo respondo por todo.
Clamores altísimos, feroces, resonaban en aquel momento entre las plantas y a no mucha distancia. Los dayak, un momento detenidos por la descarga, habían reanudado la persecución, resueltos a apoderarse de las cabezas de los fugitivos.
—Kammamuri, ¿a dónde nos conduce aquel pequeño hombre? —preguntó Yanez.
—Confíe en él, capitán —respondió el maratí—. Me ha dado tantas pruebas de confianza que lo seguiría incluso al Kailash de Shivá, si me guiase.
—Entonces no hagamos preguntas —dijo Sandokan, que miraba continuamente las espaldas—. A nosotros debe bastarnos salvar nuestras cabezas, que corren, en este momento, gravísimo peligro.
El negrito ya había entrado teniendo en la mano su flauta de bambú.
—Esta es una caverna —dijo Yanez.
—También me lo parece a mí —respondió Sandokan.
—¿No nos asediarán luego los dayak? Para tí la respuesta, Kammamuri.
—Dejen hacer al negrito, señores —respondió el indio.
—¿Dejar hacer...? ¡Por Júpiter...! ¿Qué es este olor? ¡Se diría que aquí adentro hay legiones de serpientes...!
—No debe espantarse, señor Yanez —respondió el maratí—. El negrito tiene su angklung.
—¿Qué es?
—Supongo que es un instrumento bastante parecido a la flauta que usan nuestros sapwala hindúes.
—¿Hay aquí también encantadores de serpientes?
—Así parece, señor Yanez.
—Habría preferido en cambio un buen paquete de cigarrillos.
—Fúmate una serpiente —dijo Sandokan, riendo.
—¡Qué pésimo tabaco me ofreces, hermanito...! No lo fumaría ni siquiera un cazador de cabezas.
—¡Silencio! —dijo en aquel momento el negrito, volviéndose hacia Kammamuri.
Los cinco hombres habían entrado en la caverna, avanzando a tientas, porque la luz faltaba absolutamente en aquel antro oscuro, aún cuando afuera brillase siempre la luna.
—Se diría que nosotros descendemos al infierno —dijo Yanez que se había percatado de que el terreno descendía rápidamente.
—Te ha dicho de callar —dijo Sandokan.
—Tengo la carabina cargada.
—No sabemos qué peligros nos amenazan.
En aquel instante algunas notas resonaron en la oscuridad, notas dulcísimas, que tenían un no sé qué de extraño.
—¿Quién toca? —preguntó Tremal-Naik.
—El negrito —respondió Kammamuri.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Quiere atraer a los dayak? —preguntó Yanez—. Adviértele que tengo un par de balas dentro de los cañones de mi carabina.
—Déjelo hacer, señor. Tiene más miedo él de los cazadores de cabezas que nosotros, se los aseguro.
Las notas continuaban siempre más dulces, más lánguidas. Se habría dicho que en aquella caverna se había escondido uno de aquellos sapwala hindúes que saben adormecer o despertar, a su capricho, a las terribles serpientes que infestan las junglas indias.
—Eh, Kammamuri —dijo el portugués que sospechaba de todo y de todos—. ¿Qué hace entonces tu salvaje?
—Espérese, señor Yanez. Nosotros tendremos pronto la explicación a este misterio. El negrito es astuto, se lo digo yo, y si toca debe tener sus motivos.
—Será algún mago extraordinario —dijo Yanez, irónicamente—. Preferiría, ya que tiene tanto poder, que en vez de tocar, secase mis cigarrillos.
—Está mojado también mi tabaco —dijo Sandokan.
—Y el mío no menos que el tuyo —añadió Tremal-Naik.
—Eh, Kammamuri, pregunta entonces a tu hombre misterioso si puede procurarnos un poco de fuego para secar nuestro tabaco.
El maratí estaba quizá por responder, cuando Yanez lo previno.
—¿Qué olor es este? —preguntó.
—Te lo diré yo —respondió Tremal-Naik—. ¿Es que no he sido por un tiempo el gran cazador de serpientes de la jungla negra? Este perfume es de serpientes e incluso grandes.
—¡Por Júpiter...!
—Con Júpiter y también sin Júpiter —dijo Tremal-Naik.
—Entonces no voy más adelante, especialmente con esta oscuridad.
—Ni tampoco yo —añadió Sandokan que tenía una repugnancia instintiva por los reptiles, cualquiera fuera la familia a la que pertenecieran.
El negrito en aquel momento había dejado de tocar su flauta y se había apoyado contra la pared de la caverna.
—¿Qué haces ahora? —preguntó Kammamuri, que estaba cerca—. ¿Qué sucede entonces?
—Pitones —respondió el hombre de los bosques.
—¿Grandes serpientes, quieres decir?
—Sí, orang.
—¿Dónde están?
—Nos pasan delante.
—¿Y nosotros?
—No corremos ningún peligro, orang. Tengo siempre a mano el angklung.
—¿Sabes guiar serpientes, tú?
—Sí, orang.
—Eres un hombre maravilloso —dijo Kammamuri— ¡Fabricas cuerdas, matas hombres y duermes a los reptiles...! ¿Y ahora qué sucederá?
—Impediré a los dayak entrar en la caverna.
—¿Y si forzaran el paso?
—Se encontrarán delante de centenares de pitones gigantescas.
—¿Marchan tus bestias?
—Espera un momento: yo las conduciré.
Se volvió a poner en los labios la flauta de bambú y se dirigió lentamente hacia la entrada de la caverna, tocando en modo extraño.
—Diría que eso es un pungi de algún sapwala hindú —dijo Tremal-Naik—. ¿Hay también en el Borneo encantadores de serpientes?
—No me sorprendería —respondió Yanez—. Como hay en la India, se encuentran también en África septentrional y en América Central.
—Diría que estamos en plena India —dijo Tremal-Naik.
Kammamuri se había puesto detrás del negrito, que continuaba avanzando hacia la entrada de la caverna.
—Aquel hombre quiere atraer a los dayak —observó Yanez un poco fastidiado—. ¿Querrá traicionarnos?
—Déjalo hacer —dijo Sandokan—. Quizá está más preocupado él por no perder la cabeza en el filo de un campilán que nosotros.
—Pero con aquella maldita flauta los llamará.
—Tendrá su propósito.
—Sí, el de perdernos.
—Espera entonces, impaciente hermano.
El negrito continuaba tocando, cambiando, de vez en cuando, de tono. Un ruido extraño se oía bajo las bóvedas de la caverna.
Se habría dicho que masas pesadas, provistas de escamas óseas, se arrastraban sobre el suelo muy ruidoso en aquel antro oscuro.
Sandokan, Yanez y Tremal-Naik escuchaban no sin cierta aprensión.
Se puede ser valiente hasta la locura, pero ciertos misterios que se desarrollan en la oscuridad no pueden dejar de producir una fuerte impresión y de agitar fuertemente los más firmes corazones.
—¿Qué sucede entonces? —preguntó el portugués que comenzaba a impacientarse—. Ya he tenido suficiente de esta música, que me destroza los nervios, y de estos ruidos. ¿Entiendes algo tú, Sandokan?
—Entiendo solamente que delante de nosotros debemos tener un sapwala, si no indio, por lo menos borneano, ya que estamos en el Borneo y no ya en Bengala —respondió tranquilamente el Tigre de la Malasia.
—¿Y tú, Tremal-Naik?
—Yo no oigo mas que una especie de pungi, que suena más o menos como el de mis compatriotas.
En aquel momento las notas que por un instante se habían vuelto dulcísimas, con débilísimos matices, cesaron bruscamente, luego una sombra se arrimó a los tres hombres, diciendo:
—Se han adormecido cerca de la entrada de la caverna. Qué fea sorpresa para los dayak que quieran entrar.
Era Kammamuri.
—¿Quiénes? —preguntaron a un tiempo Yanez, Sandokan y Tremal-Naik.
—¡Las pitones...! —respondió el maratí.
—¿Qué dices tú? —preguntó Yanez, dando dos o tres pasos atrás.
—El negrito es muy astuto, ya se los he dicho, y no vale menos que uno de nuestros mejores sapwala. Parecía que condujese a la pastura a una manada de pavos, y en cambio guiaba serpientes tan monstruosas como no he visto ni siquiera en los Sundarbans del Ganges.
—¿Dónde estamos nosotros entonces?
—En la caverna de las pitones, señor Yanez. ¡Oh...! ¡Tenemos centinelas que, cuando se levanten, harán correr a aquellos feos dayak que quieren nuestras cabezas, y también a aquel bribón de Teotokris!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Tuve algunas complicaciones con la siguiente oración: “...fortemente impregnati dell'acuto profumo dei fiori della ‘bella di notte’, ossia della ‘sunda matune’, che vuol dire anche ‘albero triste’, perché i suoi fiori...”. La traducción literal sería: “...fuertemente impregnados del sutil perfume de las flores de la ‘bella de noche’, o sea de la ‘sunda matune’, que quiere decir también ‘árbol triste’, porque sus flores...”

Al buscar información sobre dicha planta encontré que el nombre utilizado en malayo o indonesio no era el correcto, así que lo ajusté lo mejor que pude para asimilarlo a “bella de noche”. Por otra parte, si modificamos “sunda” por “sendu” obtenemos en indonesio “triste”, pero “árbol” es “pohon” —“matuna” y no “matune” es compañero, también en indonesio—. Pero no existe una planta llamada “sendu matuna”.

Como no encontré referencias ni sentido al “árbol triste”, lo eliminé para darle más coherencia al resto de la oración.

Bunga sedap malam: “Sunda matune” en el original, es uno de los nombres en indonesio y malayo con el que se conoce al nardo (Polianthes tuberosa). Significa literalmente “deliciosas flores de noche”, sin embargo el nombre más común en malayo es “sundal malam” (más parecido a lo que puso Salgari, pero tiene una traducción diferente) y en indonesio “sedap malam”. Sus flores blancas o crema se abren con la noche. Es de origen mexicano, aunque tiene múltiples usos ceremoniales en diversas regiones del planeta.

Bapa: “Apang” en el original, no encontré significado para esta palabra que supuestamente significa “padre”. Así que la reemplacé por la correspondiente en indonesio o malayo.

Angklung: “Angilung” en el original, es un instrumento musical típico de Indonesia elaborado de un número variable de tubos de bambú unidos a un marco del mismo material. Los tubos están tallados para tener un tono resonante cuando se golpean y están sintonizados en octavas, similar a las campanillas. No es exactamente la descripción de la flauta utilizada por el amigo de Kammamuri, pero el nombre y la constitución son similares.

Sapwala: “Sapwallah” en el original, son los encantadores de serpientes.

Pungi: “Tomril” en el original, es la flauta típica de los encantadores de serpientes indios. Se sopla por una calabaza a la que se le añaden dos cañas de bambú selladas con cera.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario