martes, 9 de abril de 2019

XIV. El asedio


Si una granada hubiese estallado a los pies de los dos cachorros de Mompracem y del viejo cazador de la jungla negra, habría producido ciertamente menos efecto que aquel nombre, arrojado allí, casi con indiferencia, por Kammamuri.
¡Teotokris, el condenado griego, el ex favorito del rajá de Assam, que había dado tanto hilo que cortar, se encontraba en el Borneo, a la cabeza de las salvajes hordas de dayak...!
Sandokan había sido el primero en reponerse del estupor inmenso que había producido aquel nombre.
—¿Qué has dicho, Kammamuri? —preguntó—. Repítenos aquel nombre.
—Sí, Teotokris está aquí, señores —dijo el indio.
—¡Es imposible...! —exclamaron a una voz Sandokan, Tremal-Naik y Yanez.
—¡Sí, Teotokris está aquí...! —repitió Kammamuri.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Yanez.
—¿Quién me lo ha dicho...? ¡Si lo he visto yo...!
—¡Tú...!
—Sí, señor Yanez. Ha sido él quien me ha capturado y ha matado al búfalo salvaje con cuatro tiros de pistola, mientras continuaba corriendo a través de la floresta.
—¿No te habrás equivocado? —preguntó Sandokan—. Quizá era uno de los dos hijos del rajá del lago de Kinabalu.
—Lo conozco demasiado bien, capitán, como para poder equivocarme —respondió Kammamuri—. Era el mismo Teotokris en carne y hueso. Ha sido él quien me relegó a la cabaña aérea, donde he encontrado a aquel valiente negrito.
—Te has ligado a una bella serpiente, mi querido Yanez —dijo Sandokan.
—¿Pero cómo ha llegado aquí aquel moloso furioso? —se preguntó el portugués.
—No irá ciertamente él a decírnoslo. El hecho es que se encuentra aquí, y que me molesta más aquel hombre que todos los dayak juntos.
—Sandokan, me viene una duda.
—¿Cuál, Yanez?
—Que haya sido él quien hizo saltar mi yacht.
—No me asombraría; no obstante en tal caso necesitaría tener un cómplice.
—Que yo creo haber encontrado —dijo Tremal-Naik.
—¿El khidmatgar, verdad, amigo? —dijo Sandokan.
—Sí —respondió el indio.
—Sin embargo parecía devotísimo —dijo Yanez.
—¡Bah...! ¡Confía en los asameses...! —respondió el Tigre de la Malasia, sonriendo—. En tus súbditos yo tengo poca confianza. ¡El yacht saltado misteriosamente, tu khidmatgar desaparecido, el griego aquí...! ¡Aquí hay una bella traición...!
—¡Pero arrancaré el corazón a aquellos perros...! —aulló Yanez furibundo.
—Antes es necesario tener sus cuerpos, y no sabemos, al menos por el momento, dónde están. ¡Ah! ¡Me viene otra sospecha!
—¡Habla!
—Que el griego haya conseguido corromper también a aquel bribón de Nasumbata y que se lo haya llevado. Aquí está la compañía completa.
—No obstante también nosotros estamos todos, ahora —dijo Tremal-Naik.
—Querría no obstante tener a mano a mis malayos e incluso a los asameses de Yanez para dar una furiosa batalla a aquel miserable Teotokris que viene a estropear incluso mis asuntos.
—Un día u otro lo tendremos en nuestras manos y lo terminaremos de verdad —respondió el portugués—. ¡Y nosotros que creímos haberlo matado...!
—Lo he visto caer sobre un cúmulo de cadáveres —dijo Sandokan.
—Debería haber hecho varios disparos.
—Y he aquí que nos lo encontramos otra vez de pie y más vivo que antes. Es verdad que en Europa los griegos tienen fama de tener la piel durísima.
—Y aquí tenemos la prueba —dijo Tremal-Naik.
Kammamuri, que se había alejado nuevamente hacia la salida de la caverna, en aquel momento regresó.
—¿Nos traes alguna otra novedad? —le preguntó Tremal-Naik.
—Los dayak han llegado delante de la caverna.
—¿Son muchos? —preguntó Yanez.
—No he podido verlos porque se mantienen escondidos entre las plantas.
—¿Has visto al griego?
—¡Uh...! ¡Aquel bribón se cuidará bien de mostrarse!
—¿Y el negrito qué hace?
—Vigila a sus pitones.
—¿Hay muchas?
—Al menos diez docenas, y todas de mole gigantesca. Mientras tengamos aquellos terribles centinelas delante de la caverna no tendremos nada que temer.
—No se excluye no obstante un asedio en toda regla —dijo Sandokan—. Y si nos bloquean aquí dentro, no sé cómo terminaría para nosotros. Es verdad que se podría, en caso desesperado, inmolar a alguno de aquellos gigantescos reptiles.
—¡Puaj...! ¡Ah, Sandokan...! —exclamó Yanez.
—¿En Sarawak no has comido saltamontes fritos?
—Aquellos eran otros tiempos —respondió Yanez, estallando en una carcajada.
—¡Ya, entonces no eras el príncipe consorte de la bella rani de Assam...!
—Es completamente cierto, Sandokan.
—¡Ah...! Cómo se echan a perder los hombres cuando se acercan al trono.
—¡Que el diablo te lleve, hermanito...!
—Un hermanito que ya tiene la barba entrecana como la mía —dijo Tremal-Naik.
Las notas agudas del angklung interrumpieron bruscamente aquella alegre conversación.
El negrito había vuelto a tomar su instrumento y volvía a tocar con gran fuerza.
—¡Aquel hombre nos traiciona! —dijo Sandokan—. Con su maldito instrumento advierte a los dayak de que nosotros estamos aquí, encerrados como en una jaula.
—Se engaña, Tigre de la Malasia —respondió Kammamuri—. Aquel valiente hombre empuja a su vanguardia hacia la entrada de la caverna.
—Tengo más confianza en mi carabina que en aquellos reptiles.
—Ve a bromear con aquellas pitones, tú —dijo Tremal-Naik—. Yo no querría tener nada con ellas a ningún precio. Cuando aquellos reptiles atrapan, no sueltan más. Sé algo yo que he pasado mi juventud en los Sundarbans del Ganges. Dan miedo a todos.
—Las conozco también —respondió Sandokan—. No impedirán no obstante un asedio.
—Eso es verdad.
—Tanto más porque no tenemos nada que poner bajo los dientes —añadió Yanez— Ni siquiera los famosos saltamontes fritos de Sarawak.
—Que ahora, si bien ya te has convertido en príncipe consorte, devorarías sin hacer ni siquiera una mueca.
—Es probable, amigo. Dejemos las bromas y vayamos a ver un poco qué hacen estos dayak. Comienzan a volverse un poco demasiado fastidiosos.
—Se ve que se preocupan mucho por tener nuestras cabezas —dijo Tremal-Naik.
—¡Te desafío...! ¡Poseer tan magnífica colección...! Una cabeza europea, una borneana auténtica, una bengalí y una maratí. Ningún jefe de kota tendría otra tan maravillosa.
Tomaron las carabinas y avanzaron cautamente hacia la salida de la caverna, pero, después de haber recorrido quince o veinte metros, todos se detuvieron bruscamente haciendo un gesto de repugnancia.
Una masa enorme de desmesuradas serpientes, yacía allí, sobresaltándose con cada nota que salía del angklung del negrito.
¿Cuántas eran? Ninguno habría podido decirlo, reinando todavía una profunda oscuridad en la inmensa caverna.
De vez en cuando aquella masa se sacudía bruscamente, como si hubiese sido galvanizada, y las cabezas se erguían bruscamente silbando, para luego abatirse de golpe.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez retrocediendo—. ¿Quién osaría atravesar aquella barrera? En mi caso renuncio enseguida.
—Es en efecto un obstáculo insuperable y terriblemente peligroso —añadió Sandokan—. Estos reptiles valen, al menos por el momento, más que dos docenas de espingardas. Mientras permanezcan allí ningún dayak pondrá sus pies dentro de esta cueva.
—¡Es un espectáculo aterrador! —dijo Tremal-Naik—. En el Sundarbans he encontrado de vez en cuando grupos de serpientes, pero nunca tantas así. ¿Cómo se han reunido aquí?
—Quizá han venido a buscar un poco de fresco, y habiéndolo encontrado, han anidado aquí —respondió Yanez—. Tú ya sabes que comen con larguísimos intervalos y que duermen mucho. La floresta cercana no debe estar privada de presas y puede bastar para alimentar a estos reptiles colosales que luego no piden mucho para su ventrículo.
Un silbido apenas perceptible atravesó en aquel momento el aire.
—¡En guardia...! —dijo Sandokan—. Los dayak nos han oído y se dan el lujo de regalarnos una flecha envenenada.
Los cuatro hombres, con un movimiento fulmíneo, se habían arrojado hacia la pared derecha, mientras el negrito, que también se había percatado de que los enemigos intentaban derribar, aunque al azar, a alguno de los asediados, se dejaba caer a tierra, detrás de la enorme masa de las víboras.
Se oyó un segundo, luego un tercer silbido. Las flechas comenzaban a llover, arrojadas por los sumpitan de los cazadores de cabezas, pero sin obtener efecto alguno, porque ni siquiera las pitones eran afectadas, estando defendidas por sólidas escamas.
—¿Si disparamos algún tiro de carabina? —preguntó Tremal-Naik.
—¿Con qué propósito? —dijo Sandokan—. Ahorremos nuestras municiones. Más tarde podríamos lamentarlo, aún cuando nuestros hombres deben poseer varias cajas.
—Dejemos que consuman sus flechas —observó Yanez—. No tendrán siempre a mano el upas. Eh, Kammamuri, ¿qué hace entonces el negrito que no lo oigo tocar más?
—Cuida a sus serpientes, señor —respondió el indio—. No quiere empujarlas ni incitarlas demasiado, por temor a que salgan de la caverna y no sirvan más de obstáculo. Ya le he dicho que es astuto, aún cuando sea un alfeñique.
—Es un salvaje, y basta —dijo Tremal-Naik.
Las flechas continuaban entrando golpeando contra las escamas de las pitones, sin que estas se inquietasen por aquella ligera granizada.
Las puntas se partían contra las escamas saltando sin producir ninguna lesión.
El negrito, extendido detrás de la enorme masa, no se movía. Tenía no obstante siempre en la boca su instrumento, listo para despertar e irritar a sus colosales víboras, si los dayak hubiesen osado forzar la entrada.
Sandokan y sus compañeros, apoyados en las paredes, con las carabinas armadas, esperaban que los enemigos se decidieran por el ataque.
—Esperarán el alba —dijo Yanez.
—Y entonces retrocederán —respondió el Tigre de la Malasia—. Cuando se percaten de la presencia de los reptiles perderán toda esperanza de entrar.
—Y nos asediarán —añadió Tremal-Naik.
—Eso se por sobre todo lo que temo —respondió Sandokan—. Deben ser numerosísimos, y no nos será fácil forzar el paso con sólo tres carabinas. ¡Ah...! ¡Si tuviese aquí a mis malayos...! ¡Qué carga daría yo...!
—¿Crees tú que se encuentran todavía sobre el islote? —preguntó Tremal-Naik.
—Conozco demasiado bien a mis hombres. Mientras no me vean llegar no abandonarán su posición. Es gente que muere en el puesto.
—Estarán bastante fastidiados de no vernos regresar.
—Conocen las vicisitudes de la guerra y saben ser pacientes. Es probable por otra parte que Sapagar haya mandado hombres a una u otra orilla, para saber qué ha sucedido con nuestra barcaza. Estoy perfectamente tranquilo con respecto a ellos. Nosotros los encontraremos a todos unidos, listos para reanudar la marcha de avance hacia Kinabalu... ¡Oh...! ¿Qué sucede ahora? Kammamuri, ve a preguntar a tu amigo si las pitones están cansadas de cuidar la salida de la caverna sin aplastar a ninguno entre sus formidables anillos.
El negrito había recomenzado a tocar y era una verdadera fanfarria guerrera la que salía de su bambú, haciendo atronar toda la inmensa caverna. Las pitones rápidamente despertadas y electrizadas por aquella extraña música habían vuelto a comenzar a arrastrarse silbando furiosamente.
—El negrito las empuja al ataque, por lo que parece —dijo Yanez.
—¿Los dayak intentarán forzar la entrada de la caverna? —se preguntó Sandokan, lanzándose adelante con la carabina en puño.
La fanfarria, continuaba, siempre más estridente, más furiosa. Parecía que sonasen no una, sino diez flautas.
De pronto un inmenso alarido resonó delante de la entrada de la caverna.
No era aquel alarido salvaje que anunciaba un ataque, sino un grito de espanto. ¿Se habían percatado los dayak de la presencia de los formidables reptiles? Era probable.
—¡Abajo una descarga...! —gritó Sandokan.
Tres destellos desgarraron la oscuridad, seguidos por tres detonaciones que el eco de la caverna centuplicó. Parecía que hubiesen sido disparados tres tiros de espingarda.
Afuera se oyeron clamores espantosos que duraron algunos segundos, luego el silencio regresó. Incluso el angklung del negrito callaba y las pitones habían cesado de silbar.
—¿Qué intentaban entonces, Kammamuri? —preguntó Sandokan.
—Sorprendernos, señor —respondió el maratí, que se mantenía detrás del negrito.
—¿Y han escapado ante las pitones?
—Como babirusas, señor.
—Estoy convencido. ¿Los ves tú?
—Se han nuevamente escondido entre los arbustos.
—¿Has visto al griego?
—No.
—El pillo no expondrá tan fácilmente su piel —dijo Yanez—. Son astutos los pescadores del Archipiélago.
—Preferiría que fuesen tontos —observó Sandokan—. Aquel tunante nos hará, cuando menos lo esperemos, una pésima jugada. ¡Eh...! ¿Qué hacen los asediantes?
Todos se habían puesto a escuchar. Parecía que personas caminasen sobre la bóveda de la caverna y que percutiesen, con grandes golpes de parang y de campilán las rocas.
—¿Intentan abrirse paso desde lo alto? —se preguntó Sandokan con inquietud.
—Se diría que están realizando algún trabajo misterioso —respondió Yanez, que no cesaba de escuchar atentamente—. Eh, Kammamuri, llama un poco a tu negrito. Sus serpientes por un momento pueden prescindir de su corneta.
—¿Qué quieres saber de él? —preguntó Tremal-Naik.
—Espera un poco. Intento no terminar mis días aquí dentro como una momia egipcia, ¡por Júpiter...!
El negrito, advertido por Kammamuri, dejó sus pitones que habían vuelto a ponerse cómodas cerca de la salida de la caverna y se presentó, diciendo:
—Aquí estoy, orang.
—¿Tus serpientes no se moverán sin ti? —preguntó Yanez.
—Hasta que no oigan el angklung no se sacudirán de su letargo.
—Entonces podemos charlar sin exponernos al peligro de una imprevista invasión por parte de los dayak.
—Ya han visto a las pitones, y no osarán avanzar.
—Buenísimo, mi pequeño hombre de los bosques. ¿Conoces tú esta caverna?
—Me he refugiado un día junto a mi tribu entera, para escapar a una furiosa persecución por parte de una gran columna de cazadores de cabezas.
—¿Tiene alguna salida?
—No, orang. No hay mas que la entrada.
—¿Estás completamente seguro de lo que dices?
—La he explorado toda; sin embargo mi tribu ha conseguido igualmente escapar al asedio, sin dejar una sola cabeza en las manos de los dayak.
—¿Entonces existe otro pasaje?
—Un agujero, orang, o mejor dicho una grieta.
—Por la cual podremos pasar también nosotros.
El negrito sacudió la cabeza.
—No, orang: demasiado grandes los tuan Eropah.
—Tú has pasado no obstante.
—Es verdad.
—¿Dónde está aquel agujero?
—En el fondo de la caverna.
Yanez se volvió hacia sus compañeros, diciendo:
—¿Alguno de ustedes posee una mecha?
—Yo tengo un pedazo de cuerda alquitranada, pero debe estar muy mojada —dijo Tremal-Naik—. No arderá.
—¿Quiere fuego, orang? —preguntó el negrito que se esforzaba por no perder una sola sílaba.
—Sí, pequeño hombre.
—Lo tendrás, orang. Mi tribu había, antes de refugiarse aquí dentro, traído leña que no había podido consumir toda.
—Pero que nos será imposible encender —dijo Tremal-Naik—. Nuestras yescas están también mojadas.
—Este hombre lo hará sin eso —respondió Sandokan—. Basta que encuentre dos pedazos de bambú y la llama brillará. Los salvajes del Borneo jamás han conocido ni la yesca ni el detonador ni mucho menos los fósforos.
El negrito se había alejado, siguiendo la pared derecha. Su ausencia no duró más que un minuto.
—¡Aquí está el fuego! —dijo.
Luego, volviéndose a Kammamuri, añadió:
—Dame tu parang ilang, mi orang.
Tenía en la mano dos pedazos de bambú en parte consumidos por el fuego.
Tomó el pesado sable del maratí y, aún cuando comenzase apenas entonces a entrar un poco de luz a través de la abertura de la caverna, habiendo ya surgido el alba, rompió primero uno y después el otro de dos maneras diferentes.
—Está hecho —dijo Sandokan a Tremal-Naik—. Dentro de poco tendremos luz.
—¡Uf...! —dijo el indio—. Tengo curiosidad por saber de qué modo.
—Se trata de algo simplísimo, amigo. El negrito ha cortado los dos bambúes por la mitad, en sentido vertical, a modo de obtener dos bordes afilados. Sobre la superficie convexa de uno ha hecho una hendidura sobre la cual hace pasar rápidamente el borde del otro. El polvillo, siempre y cuando la madera esté bien seca, producido por el frotamiento, se quema fácilmente y ahí está el fuego. ¿Ves?
El negrito se había apoyado contra la pared y frotaba rabiosamente los dos pedazos de bambú, dejando caer al suelo una verdadera lluvia de chispas.
Debajo había colocado fragmentos de madera bien seca y hojas.
El humo se elevaba, dispersándose lentamente.
De pronto una llama brilló, iluminando a los cinco hombres.
El negrito arrojó los dos pedazos de bambú, fue a recoger más leña y alimentó el fuego no sin producir entre las pitones cierta agitación.
—¿Se escapan? —preguntó Yanez, que se sentía protegido por aquellas masas de reptiles.
—No tema, orang —respondió el negrito—. Con mi angklung sabré detenerlas y también tranquilizarlas. Aquellas valientes bestias son nuestra salvación.
—Los dayak no obstante no parece que tengan intención de dejarnos. Los oigo romper las rocas sobre nuestra cabeza.
—Ya he comprendido lo que quieren hacer, orang. También cuando me refugié aquí dentro con mi tribu nos han encerrado.
—¿Encerrado, has dicho? —preguntó Sandokan.
—Sí, orang. La bóveda de la caverna está cubierta por bloques enormes que incluso los niños podrían hacer rodar fácilmente si cavasen un pequeño canal. Si los dayak trabajan sobre nuestras cabezas, quiere decir que se preparan para hacer caer delante de la entrada trozos de roca para encerrarnos dentro.
—Tú no obstante has dicho que conoces otra salida.
—Que no servirá para ustedes, me temo.
—No importa: basta que uno de nosotros pueda salir. ¿Está encendido el tizón?
—Sí, orang.
—Hazme ver aquel agujero a través del cual ha huido tu tribu.
—Ven: no está muy lejos.
El negrito había puesto a quemar dos ramas resinosas, encontradas entre la madera acumulada por su tribu antes de encerrarse en la inmensa caverna, y se había puesto en camino agitándolas continuamente con un movimiento circular, a fin de mantener la llama. Avanzó aproximadamente doscientos pasos, siguiendo siempre la pared izquierda, luego se detuvo delante de un montón de rocas que se empujaban casi hasta el final de la bóveda.
—Está allá abajo el agujero —dijo.
—Apaga tus antorchas —comandó Yanez.
El negrito golpeó las dos ramas contra la pared y entonces se vio a lo alto un ojo luminoso, bastante redondo.
El alba despuntaba; quizá también el sol había surgido sobre el horizonte y aquella grieta semicircular era muy visible.
—¿Es por ahí que tu tribu ha huido? —preguntó Sandokan.
—Sí, orang.
—Kammamuri, escala este montón de rocas y ve a ver si es posible para nosotros salir por aquel agujero.
—¡Uf...! —dijo Yanez—. Nosotros hemos hecho mal en volvernos un poco gordos.
—Todo no se puede prever —respondió el Tigre de la Malasia—. Por otra parte no nos creció todavía la barriga.
El maratí se había ya trepado sobre las rocas, atraído por aquel agujero luminoso que prometía la libertad, y el negrito lo había seguido.
—¿Qué te parece? —preguntó Tremal-Naik, que seguía atentamente los movimientos de su fiel sirviente.
—No, amo —respondió el maratí con voz rauca—. Solo un negrito podría pasar y que fuese también bien delgado. ¡Malditos sean Shivá, Visnú y también Brahma!
—¡Eh, incrédulo...! —gritó Yanez—. ¡Te denunciaré a los brahmanes de Assam...!
—Usted haga lo que quiera, señor, pero ni yo ni usted conseguiremos pasar.
—Lo creo, porque yo soy el más gordo de todos —respondió el portugués, que jamás perdía, ni en las más terribles circunstancias, su buen humor.
—Es un mal asunto convertirse en rajá.
—Y príncipe consorte de una soberbia rani —añadió Sandokan.
—¡Centellas infernales...! Diría, hermanito, que tú estás celoso de mi poder.
—¡No tengo motivos! ¿No estás tú aquí, junto con Tremal-Naik, para darme un reino diez veces más vasto que el tuyo? ¿De qué quieres que me lamente?
—De no poder ser delgado como este negrito para escapar de aquellos perros dayak.
—¡Ah...! Eso sí, hermanito.
—¡Entonces, Kammamuri! —gritó Tremal-Naik.
—No se pasa, amo.
—¿Ni siquiera dejando un pedazo de piel?
—Sería necesario, amo, dejar todas las costillas.
—Y nosotros no las queremos perder —dijo Yanez—. ¡Qué bella figura haríamos delante de los asediantes...! ¿Y el hombre de los bosques dónde está?
—Ya ha pasado —respondió Kammamuri.
—¿Cómo? ¿Ya está afuera?
—Se ha deslizado a través del agujero como un pez.
—Afortunado mortal. ¿Escapa?
—No, señor Yanez. Es un valiente hombre, y regresará pronto.
En efecto había apenas pronunciado aquellas palabras que el negrito se dejaba deslizar a través del agujero.
—¿Has visto a los dayak? —le preguntó enseguida Sandokan.
—Sí, orang. Están a trescientos o cuatrocientos pasos de nosotros.
—¿No te habrán visto?
—Oh, no, orang. La colina está cubierta por densos arbustos.
—¿Qué están haciendo?
—Trabajan alrededor del estanque negro.
—¡Del estanque negro...! ¿Qué es?
—No lo sé ni siquiera yo, orang. Es una gran excavación llena de un líquido viscoso que transmite un olor insoportable.
Sandokan se volvió hacia Yanez, que había asomado la cabeza a través del agujero y parecía aspirar violentamente el aire.
—¿Entiendes algo tú, hermanito? —le preguntó.
El portugués retiró la cabeza y miró a sus compañeros con cierta inquietud. En lugar de responder a Sandokan, preguntó:
—¿No han observado nada ustedes, mientras atravesamos la gran caverna?
—¿Que las paredes están formadas por montones de piedras amarillas? —preguntó Tremal-Naik.
—Precisamente.
—¿Qué quieres concluir? —preguntó Sandokan.
—Que nosotros nos encontramos dentro de una azufrera.
—¿Y entonces? Eso no explica aquella cuenca llena de materia negra de la que ha hablado hace un momento este negrito.
—Quería decir que cerca de las azufreras no es difícil encontrar cuencas de petróleo.
—No sé realmente qué es el petróleo. Solamente he oído contar que se enciende fácilmente y que los dayak de vez en cuando lo utilizan para fijar mejor en las puntas de sus flechas el upas.
—Entonces algo has entendido —dijo Yanez—. Querría saber ahora por qué los asediantes trabajan alrededor de aquel depósito de petróleo.
Miró al negrito que estaba erguido delante suyo, escuchándolo atentamente.
—¿Entre los dayak has visto un tuan Eropah? —le preguntó.
—Sí, orang.
—¿Qué hacía?
—Estaba marcando en tierra líneas con la punta de un campilán.
—¡Ah...! ¡Miserable griego...! —gritó Yanez con un imprevisto arrebato de ira.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Sandokan.
—He comprendido su infernal proyecto. No hay un instante que perder si queremos escapar a una muerte espantosa.
—¿Enloqueciste, Yanez? —preguntó Sandokan.
En lugar de responder, el portugués hurgó en los bolsillos, sacó un cuadernillo y un lápiz, arrancó con cuidado una hoja, estando el papel todavía un poco mojado y escribió rápidamente algunas líneas.
Cuando hubo terminado, sin decir nada a sus compañeros que lo miraban con creciente estupor, lo dobló y lo puso en la mano del negrito, diciéndole:
—Te dirigirás enseguida al río, lo remontarás a toda carrera hasta que encuentres un islote ocupado por una tribu de hombres armados con cañas que truenan y vestidos como nosotros. Allí atravesarás el Marudu gritando bien fuerte: ¡Tigre de la Malasia, Yanez...! No te olvides estos nombres, o correrás el peligro de recibir una docena de trozos de plomo en pleno pecho. Al primero que encuentres entrega esta carta, pero es necesario que tú lo hagas pronto. Si realizas bien la misión, te regalaré una caña que truena y te enseñaré a utilizarla. ¿Podemos contar con tu amistad?
—Yo soy un amigo de los orang —respondió el negrito con voz grave—. Yo haré todo lo que quieras.
—Cuidado con dejarte sorprender por los dayak.
—Están demasiado ocupados como para preocuparse por mí.
—Ve, amigo, y no te olvides los nombres.
—No, no, orang: Tigre de la Malasia y Yanez.
Se agarró a los dos bordes de la grieta y desapareció.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

La palabra “ventrículo” está utilizada como “estómago”.

En el original italiano, para referirse al petróleo, usan “nafta”. Sin embargo la nafta es un derivado del petróleo que surge por destilación. Así que por la descripción, hice el ajuste en la traducción.

Moloso: “Molosso” en el original, se dice de cierta casta de perros procedente de Molosia, en la antigua región de Epiro al noreste de Grecia.

Azufrera: “Zolfatara” en el original, es una mina de azufre.

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