lunes, 22 de abril de 2019

XV. Entre el fuego y las pitones


Yanez había puesto la cabeza fuera de la grieta y escuchaba con suma atención, aspirando fuertemente, de vez en cuando, el aire.
Golpes sonoros, producidos por el choque violentísimo de los pesados parang y de los campilán contra las rocas cubrían la inmensa caverna, resonando con una extraña regularidad.
Se habría dicho que los salvajes hijos de los bosques borneanos, bajo la dirección del maldito griego, se habían transformado, en ese momento, en bravísimos mineros.
Sandokan, Tremal-Naik y Kammamuri, que quizá no habían aún comprendido el terrible peligro que los amenazaba, esperaban pacientemente a que el portugués hubiese terminado sus observaciones.
Pasó un minuto, luego Yanez retiró la cabeza. Su cara estaba de tal manera ensombrecida que Sandokan se sintió golpeado.
—¿Qué sucede entonces? —preguntó—. En tantos años que has sido mi compañero, jamás te he visto tan inquieto como en este momento. Explícate, hermanito.
—La cosa es más grave que lo que sospechas —respondió Yanez—. Aquel griego perro es el más astuto de sus compatriotas, y temo que nos haga sufrir una prueba terrible. Ya he adivinado su plan.
—Que no será tan terrorífico como quizá tú crees —dijo Tremal-Naik.
—Creo que más. Es el azufre que cubre las paredes de la caverna lo que me da graves inquietudes. Por el petróleo no me preocupo, siendo este montón de rocas bastante elevado. Serán las pitones las que se encontrarán en apuros.
—En fin, ¿qué temes? —preguntó el Tigre de la Malasia.
—Que aquel bribón quiera asarnos vivos.
—¡Ah...! ¡Bah...!
—Sígueme, Sandokan.
Yanez descendió rápidamente aquel montón de rocas, tomó las dos ramas resinosas que ardían todavía y las arrimó a la pared, que estaba cubierta por un denso estrato de azufre reducido a un estado granuloso.
—Esto es lo que me espanta —dijo a Sandokan—. Si esto se prendiese fuego, ¿quién nos salvaría?
—¿Y de qué modo quieres tú que se incendie? —preguntó el Tigre de la Malasia—. No iremos ya nosotros a encender hogueras a lo largo de las paredes.
—Se encargará Teotokris.
—¡Él...! ¡Si se encuentra afuera...! ¡Que intente forzar la línea de las pitones...!
—No será necesario. Él cuenta con el petróleo.
—¿Por qué parte lo hará entrar?
—Ven entonces, ya que tú no crees todavía en el terrible peligro que nos amenaza.
Había avanzado velozmente en medio de la espaciosa caverna, deteniéndose delante de otro montón de rocas también incrustadas con azufre.
—¿Oyes? —le preguntó a Sandokan.
—Sí, golpean contra la bóveda externa con los campilán —respondió el Tigre de la Malasia.
—¿Qué crees que hacen los dayak?
—No lo sé.
—Intentan abrir un agujero.
—¿Por qué?
—Para dejar caer aquí dentro el petróleo incendiado —respondió Yanez.
—¿Y dar fuego al azufre?
—Claro.
—Me compadezco de estas pobres pitones.
—¿Y nosotros? El azufre producirá vapores tan asfixiantes que no podremos soportar.
—¡Griego bribón...! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Quiere verdaderamente ahogarnos aquí dentro?
—Quizá asarnos vivos —dijo Yanez—. Las paredes incrustadas de azufre se prenderán fuego, y esta caverna se volverá un infierno y nosotros nos cocinaremos alegremente.
—No, poco alegremente, señor Yanez —dijo Kammamuri.
—¿Y nosotros dejaremos que Teotokris continúe sus asuntos sin causarle ninguna molestia? —preguntó Sandokan—. Tú que siempre has sido un hombre de recursos infinitos, deberías encontrar algún medio para mandar por el aire el siniestro plan del ex favorito del rajá de Assam. Si lo tuviese en mis manos, despacharía enseguida el asunto.
—Pero no lo tienes, ni yo, por mucho que me rompa la cabeza, no puedo encontrar el modo de hacértelo caer delante tuyo.
—¿Se ha agotado tu extraordinaria fantasía?
—No creo. Se quebranta en cambio contra obstáculos insuperables.
—¿No se puede ampliar el agujero? —preguntó Tremal-Naik.
—¿Con qué instrumentos? —preguntó Sandokan.
—Con el parang ilang de Kammamuri.
—Se rompería contra la roca, amigo, o por lo menos después de un cuarto de hora se volvería absolutamente inservible. Bajo el estrato de azufre está el de basalto. Prueba agujerearlo, si eres capaz.
—Entonces no podemos tener mas que una sola esperanza: el arribo de nuestros hombres.
—La cuestión está ahí —dijo Yanez—. Yo me pregunto no obstante, no sin inquietud, si conseguirán llegar a tiempo y si el negrito conseguirá encontrarlos.
—Conozco a los salvajes de las grandes florestas y sé cuán inteligentes son, a pesar de su pequeña estatura y su fisonomía para nada interesante —dijo Sandokan—. Si nuestros hombres ocupan todavía el islote, el amigo de Kammamuri sabrá encontrarlos y les entregará la tarjeta. ¿Le has escrito a Sapagar, verdad?
—Sí, Sandokan.
—Es un hombre inteligente y valiente como un tigre. Si está todavía vivo, lanzará a sus hombres a través del río y vendrá a liberarnos.
—¿Y si lo mataron? —preguntó Tremal-Naik.
—¿Quieres espantarme, amigo? —preguntó Sandokan, en cuya frente no obstante se había dibujado una profunda arruga—. No, es imposible que mis hombres, sostenidos por los asameses y apoyados por tres o cuatro espingardas, hayan cedido al ímpetu de las hordas dayak. Los míos son verdaderos demonios.
—Y también mis asameses son valientes, porque han sido escogidos entre los montañeses —añadió Yanez.
Entre los cuatro hombres reinó un breve silencio, interrumpido sólo por los golpes de campilán y de parang de los dayak.
Los terribles cazadores de cabezas no habían interrumpido su trabajo. Quizá varias docenas de sables intentaban horadar la bóveda de la caverna, para hacer caer el petróleo y prender fuego al azufre incrustado en las paredes. El griego había jurado, por lo que parecía, hacer desaparecer para siempre al príncipe consorte de la bella rani de Assam.
—¿Cuánto tardarán en horadar la bóveda? —preguntó finalmente Sandokan a Yanez.
—No conozco el espesor —respondió el portugués—. Pero tendrán mucho que hacer, aunque sean muchos. La roca es solidísima, y sus armas se echarán a perder fácilmente.
—¡Y no poder hacer nada...! —exclamó Tremal-Naik.
—¿Querrías intentar una salida?
—Están las pitones.
—Es verdad: me había olvidado —respondió Yanez—. ¿Qué hacen aquellos reptiles?
—Dormitan, señor Yanez —dijo Kammamuri.
—¡Qué eternas dormilonas...! ¡Se podría decir que han sido creadas solamente para tragar y dormir...!
—Y también para triturar al incauto que se deja sorprender por ellas —añadió Kammamuri—. En la jungla negra he escapado, no sé todavía de qué modo, a sus irresistibles apretones.
Un gesto enérgico de Sandokan interrumpió su conversación.
—¿Cuántos hombres crees que se encuentran delante de nosotros? —preguntó el pirata a Yanez.
—Muchos por cierto.
—¿Crees tú que los dayak terminen su trabajo antes de que caiga la oscuridad?
—No conozco el espesor de la bóveda, amigo. ¿Qué quieres intentar?
—Querría provocarlos para juzgar si son un buen número.
—¿Quién?
—Los dayak.
—¿E intentar una descarga a fondo?
—Sería mi idea —respondió Sandokan—. Ya no soy más capaz de estar aquí quieto. Este trabajo misterioso, que están realizando los dayak bajo la dirección de aquel miserable griego, me irrita.
—¿Y cómo atravesarías tú la barrera de las pitones? No está más aquí el negrito con su angklung para hacerlas retroceder, hermanito.
Una sorda imprecación escapó de los labios del pirata de Mompracem.
—¡Canallas...! —rugió—. ¡Si mis hombres llegan a tiempo los haré pedazos a todos, dayak bribones, y no tendré para ustedes ninguna misericordia! ¡Es necesario que mate a aquel griego antes de lanzarme hacia el Kinabalu!
—¿Te desataste, hermanito? —preguntó Yanez, que de pronto había recobrado su sangre fría.
—Tengo un deseo furioso de matar —respondió Sandokan, con voz terrible.
El Tigre de la Malasia, todavía no domado por los años, aquel terrible tigre que un día había esparcido el terror sobre todas las costas occidentales del Borneo y hecho temblar incluso al leopardo inglés anidado en Labuan, lanzaba su grito de guerra.
¡Ay si en aquel momento hubiese estado libre para lanzarse! Ni siquiera cincuenta dayak habrían podido resistir su golpe formidable.
Desgraciadamente se encontraba en aquel momento completamente impotente, porque la barrera opuesta por las enormes masas de pitones lo habría enseguida detenido.
—Yanez —preguntó con voz rauca—. ¿Es el fin este?
—¿De quién?
—¡De nosotros!
—¡Por Júpiter...! No estamos todavía muertos, hermanito, y no encuentro el motivo para enfadarnos tanto. Los dayak aún no han perforado la bóveda y no veo al petróleo entrar ni incendiar estas malditas masas de azufre. ¿Siempre rabioso tú? Aquí no estamos en Labuan, y no son ingleses los que tenemos delante.
—Es el griego al que querría matar.
—¡Por Júpiter...! Yo no regresaré junto a Surama sin llevar conmigo la piel de aquel canalla e incluso bien rellena de paja.
—¡Si conseguimos salir vivos de esta trampa...! —dijo Tremal-Naik.
—Te toca la palabra a ti, Yanez —dijo Sandokan.
El portugués no respondió enseguida. Escuchaba siempre los golpes de parang y de campilán que los dayak lanzaba contra la bóveda de la caverna, con rabia creciente.
—Tomemos nuestras precauciones —dijo de pronto—. Asegurémonos una buena ventilación. Si todo este azufre se prende fuego aquí, podrá cocinar cómodamente incluso a un elefante después de haber muerto asfixiado. Vengan, amigos.
—¿A dónde? —preguntó Sandokan, que tenía los ojos inyectados de sangre.
—Hacia la abertura.
—¿Quieres intentar salir?
—Estamos demasiado gordos, mi querido, y la roca es demasiado dura. ¡Bah...! ¡El que viva lo verá...!
Una vaga luz entraba a través de la amplia grieta de la caverna, estando ya el sol bastante alto sobre el horizonte, y volvía inútiles las ramas resinosas que por otra parte ya se habían apagado. No obstante era cierto que sobre la hoguera quedaban todavía tizones y que la madera no faltaba.
Yanez se acercó a las serpientes que dormitaban, unas arrimadas a otras, formando una barrera monstruosa.
No más galvanizadas por el angklung del hijo de los bosques, habían retomado su sueño, oponiendo no obstante siempre a los asediantes un obstáculo insuperable, porque al primer ataque no habrían dejado de despertarse, y entonces ciertamente ninguno habría conseguido dominarlas, quizá ni siquiera la flauta del negrito.
—¿Qué quieres intentar, Yanez? —preguntó Sandokan—. Tienes una idea.
—Sí, yo querría provocar un asalto por parte de los dayak.
—No serán tan estúpidos de dejarse atrapar. Ya deben haberse percatado de que la entrada es imposible incluso para sus parang y sus campilán.
—Tratemos de irritarlos.
—¿Y las pitones?
—Que salgan de una buena vez y se arrojen sobre aquellos canallas. Si yo supiese tocar el pungi o algún otro instrumento similar, no estaría entonces aquí, y el griego tendría al menos diez pitones enredadas alrededor de su cuerpo. Si puedo regresar al Assam me haré enseñar aquella música por algún famoso sap...
—Si regresas.
—Ahora eres tú el pájaro de mal agüero —respondió Yanez, esforzándose por sonreír—. ¡Por Júpiter...! Todavía no estamos muertos, y el petróleo que aquel griego bribón quiere derramar sobre nuestras cabezas, aún no ha encontrado su pasaje.
Se había acercado a la masa de pitones, mirando atentamente a través de la amplia grieta.
—Centinelas delante de nosotros —dijo—. Se puede hacer un buen disparo. Veremos si estas eternas dormilonas reanudan su marcha aunque sin el pungi o el angklung.
Se puso de rodillas, armó la carabina, apuntó un instante y dejó partir el tiro. Un alarido respondió a la detonación, seguido por un horrible concierto de silbidos. Las pitones, perturbadas por aquel disparo resonando a tan breve distancia de ellas, habían levantado la cabeza desanudando al mismo tiempo sus cuerpos.
—¡Ah...! ¡Qué feas son...! —exclamó Yanez, brincando rápidamente atrás, mientras siete u ocho flechas atravesaron la abertura.
Sandokan, que se había tendido a tierra, en medio de dos peñas que le protegían los flancos, dejó partir a su vez un tiro de carabina, seguido también este por un agudísimo grito. Un dayak que había cometido la imprudencia de mostrarse para lanzar mejor su dardo envenenado, había dado un salto en el aire, volviendo a caer exánime entre los arbustos que hasta entonces lo habían mantenido escondido.
—Dos menos —dijo Yanez.
—Y ya que hemos comenzado, es necesario continuar —dijo Sandokan.
—¿Y las pitones?
—Deja que silben. Ellas también tienen derecho de divertirse un poco. Vamos, Tremal-Naik, pero cuidado con las flechas. ¡No se bromea con aquel maldito upas!
Un tercer tiro de carabina retumbó.
Las pitones, espantadas por aquellos disparos, parecía que hubiesen enloquecido. Se enderezaban impetuosamente, tocando con sus cabezas la bóveda de la caverna, se desataban, agitando furiosamente sus colas y se abalanzaban a diestra y siniestra, intentando enrollar, entre sus poderosas espiras, a los perturbadores de su quietud.
Con cada tiro que partía, se arrojaban al lado opuesto, alargándose hacia la salida de la caverna, sin no obstante decidirse a dejar el lugar.
—Es inútil —dijo Yanez, después de haber consumido cuatro o cinco cartuchos—. Estas haraganas no quieren moverse.
—Y los dayak han comprendido que sus flechas no valen contra nuestras armas de fuego y se han puesto a salvo —añadió Sandokan—. Conservemos nuestros tiros para mejores ocasiones.
—Eso era lo que te quería proponer —dijo Tremal-Naik—. Hay demasiados arbustos y demasiados árboles delante de nosotros.
En aquel instante una lluvia de rocas cayó de lo alto, a pocos pasos de Kammamuri que asistía a aquel combate, mirando melancólicamente su inútil sable.
—¡Han abierto el agujero...! —gritó Yanez, retrocediendo rápidamente—. ¡Atentos!
Todos se habían pegado rápidamente a la pared, mirando a lo alto.
Los dayak habían en efecto conseguido perforar la bóveda de la caverna, después de tres o cuatro horas de trabajo encarnizado.
—¿Harán caer aquí dentro el petróleo o se contentarán con acosarnos con sus flechas envenenadas? —preguntó Sandokan.
—Teotokris no será tan estúpido —respondió Yanez—. ¿De qué le servirían los dardos, mientras nosotros tenemos la posibilidad de evitarlos, reparándonos en el fondo de la caverna?
—¿Entonces dentro de poco un río de fuego se derramará aquí dentro?
—E incendiará el azufre.
—¿Y nosotros?
—No nos queda mas que refugiarnos cerca de la abertura que el negrito nos ha indicado.
—¿Podremos resistir, o caeremos asfixiados?
—Es lo que me pregunto —respondió Yanez que quizá por primera vez en su vida, parecía vivamente impresionado.
—¿Deberemos terminar nuestros días aquí dentro?
—Como te dije hace poco, todavía no estamos muertos.
—¿Pero qué esperas tú?
—¿Y el negrito, lo has olvidado?
—¿Y si lo hubiesen matado?
—Entonces buenas noches a todos, mi querido Sandokan. Contra el destino no siempre se lucha con ventaja.
—¡Y habré sido yo la causa de tu ruina!
—Déjalo estar.
—Habría debido dejarte en Assam, sin hacerte venir aquí para ayudarme a conquistar un trono, que no me interesa mucho. ¡Si se hubiese tratado de Mompracem!
—Basta, Sandokan: ¡en retirada, amigos!
—¿Y las pitones? —preguntó Kammamuri.
—Dentro de media hora estarán bien cocinadas —respondió Yanez.
—Y entonces los dayak entrarán —dijo Kammamuri.
—Con pies desnudos en medio de un mar de fuego. No serán tan tontos, amigo.
Recargaron rápidamente las carabinas y se batieron en retirada hacia la extremidad opuesta de la caverna, mientras por el pequeño agujero continuaban cayendo pedazos de roca y se oían los parang y los campilán golpear con creciente rabia. Por lo que parecía, los dayak trabajaban encarnizadamente para agrandarlo, para que el petróleo fluyese en gran cantidad y convirtiese el antro en un cráter volcánico.
Los cuatro asediados, llegados al fondo de la caverna, escalaron las peñas, llegando bajo la abertura a través de la cual había pasado el negrito.
—¿Está todavía libre? —preguntó Sandokan a Yanez.
—Sí —respondió el portugués—. El griego todavía no se ha percatado de este pasaje.
—¡Si se pudiese agrandar y tomar a los dayak por las espaldas...!
—Ya te he dicho que sacrificaremos inútilmente el parang ilang de Kammamuri. A nosotros no nos queda mas que esperar el arribo de nuestros hombres.
—Una agonía atroz —dijo Tremal-Naik.
—No podemos contar mas que con ellos, amigo. Nuestros medios están completamente agotados. Manténganse todos cerca de esta boca de aire y llénense bien los pulmones.
Un grito se le escapó casi de súbito.
Un destello había iluminado la caverna, seguido por un estrépito extraño, que parecía producido por la caída de un chorro de agua sobre un pavimento de piedra.
—¡El petróleo ardiente...! —había añadido enseguida—. ¡Aquí está la prueba...!
Los destellos se seguían a los destellos. El río de fuego se precipitaba a través del agujero abierto por los campilán y por los parang de los dayak y se ampliaba fluyendo hacia las pitones a causa de la pendiente del suelo. Un olor agudo, pestilente, se difundía por el antro.
—¡Ah...! ¡Griego perro...! —rugió Sandokan—. ¡Y no poderte tener en mis manos, infame...!
Cerca de la abertura de la caverna las pitones que sentían los primeros mordiscos del fuego, se debatían desesperadamente, silbando de modo espantoso.
Las desgraciadas, sorprendidas en el sueño por el líquido ardiente, se erguían, luego se desplomaban, agitando enloquecidamente las colas.
Algunas, las más afortunadas, habían tenido el tiempo de liberarse de sus compañeras y se habían precipitado fuera de la caverna; otras en cambio escapaban hacia la roca sobre la cual se habían reunido Yanez, Tremal-Naik, Sandokan y Kammamuri.
Muchas no obstante se asaban, esparciendo alrededor un nauseabundo olor a carne quemada.
—Aquí estamos en el infierno —dijo Yanez, que conservaba todavía una calma maravillosa—. ¡Amigos, no dejen llegar aquí a las pitones...! ¡Mano a las carabinas...! ¡Apunten a la cabeza...!
Siete u ocho gigantescos reptiles, incitados por el fuego que se extendía siempre, amenazando con fundir las masas de azufre incrustadas en las paredes, estaban ya delante de la roca y se esforzaban por escalarla.
Debían haberse percatado de que allí arriba existía un pasaje, pero no convenía por cierto a los asediados que huyesen por esa parte, para no poner en guardia a los dayak y atraer la atención del griego.
—¡Fusilémoslas, amigos...! —gritó Yanez, que se había percatado, antes que todos, del gravísimo peligro.
Hizo fuego sobre la pitón que se arrastraba a la cabeza de la falange, y la hizo caer al suelo con el cráneo partido.
Sandokan y Tremal-Naik fueron rápidos en imitarlo, mientras Kammamuri lanzaba tremendos sablazos en todas direcciones.
Los disparos se seguían a los disparos, y los desgraciados reptiles se desplomaban uno a uno, rodando abajo de la roca.
Mientras tanto la luz aumentaba en la caverna. El petróleo que caía a chorros, al igual que una corriente de lava o de plomo fundido, continuaba fluyendo y afectaba al azufre.
Vapores asfixiantes ondeaban, impulsados por el aire que entraba por la gran grieta. Los asediados tosían furiosamente y sus ojos se llenaban de lágrimas.
—Yanez —dijo Sandokan mientras la última pitón, golpeada por dos balas, se alargaba sin vida—. ¿Este es el fin?
—No sé qué decir —respondió el portugués con voz alterada—. Me parece no obstante que la cosa se pone terrible, y no sé por qué pienso, en este momento, en Surama.
—Te pierdo, hermano —dijo el Tigre de la Malasia, con voz conmovida.
—No digas eso, amigo —respondió Yanez entre un ataque y otro de tos—. El griego todavía no nos ha visto expirar.
—Pero no se puede resistir más —dijo en aquel instante Tremal-Naik—. La muerte avanza.
—Arrima la cabeza al agujero.
—El aire no entra más —dijo Kammamuri.
Yanez lanzó una mirada hacia la amplia caverna.
¡Estaba toda en llamas! Las paredes se fundían al contacto del petróleo ardiente, como si fuesen de manteca, y el fuego se propagaba incesantemente, avanzando hacia la roca sobre la cual se mantenían reunidos los cuatro desgraciados. De aquel líquido llameante se alzaban chorros de humo acre, sofocante, siempre más denso.
—¿Entonces, Yanez? —interrogó ansiosamente Sandokan.
El portugués bajó la cabeza, luego dijo:
—Temo que esta sea la muerte. ¡Bah...! La guerra es siempre peligrosa.
Hurgó los bolsillos, sacó un paquete de cigarrillos, ya casi seco, tomó uno y se lo puso en la boca mordiéndolo rabiosamente.
—Si pudiese al menos encenderlo —dijo—. Esperaré a que el fuego esté más cerca.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En este capítulo también, en el original, petróleo era “nafta”.

Basalto: Roca volcánica, por lo común de color negro o verdoso, de grano fino, muy dura, compuesta principalmente de feldespato y piroxena o augita, y a veces de estructura prismática.

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