viernes, 3 de mayo de 2019

XVI. Los malayos al rescate


Mientras Sandokan y sus compañeros corrían peligro de morir quemados vivos dentro de la fatal caverna, o por lo menos asfixiados, el negrito galopaba desesperadamente a través de las florestas para alcanzar el río.
Deslizándose cautamente entre los arbustos que cubrían la colina, había conseguido escapar sin ser visto por los dayak que trabajaban alrededor de la cuenca de petróleo, y ganar la llanura.
Como todos los hombres primitivos, sabía orientarse enseguida sin tener necesidad de brújula. Incluso con el cielo cubierto habría conseguido igualmente encontrar la dirección justa.
Alcanzada la floresta, se había lanzado, con la agilidad de un ciervo, teniendo bien estrechado el trozo de papel y repitiendo los dos nombres de Yanez y del Tigre de la Malasia, por temor a olvidárselos. Siempre corriendo hasta el agotamiento, dos horas después alcanzaba el Marudu.
El río en aquel lugar estaba absolutamente desierto. Solamente bandadas de pájaros volaban de una a otra orilla, gritando a todo pulmón, como para saludar al astro diurno que estaba por surgir por encima de las grandes florestas.
El negrito se detuvo un momento, bebió un sorbo de agua, recogió una banana, luego volvió a partir a gran carrera.
Remontaba el río, manteniéndose en medio de los cañaverales, para no exponerse al peligro de dejarse sorprender o de recibir alguna flecha envenenada en los costados. Había comprendido que la salvación de sus nuevos amigos dependía de la prudencia y de sus piernas.
Habituado a vivir en medio de las grandes florestas, en continua guerra con los dayak, era prudente, y la rapidez y la resistencia no eran un defecto.
Trotaba por una buena media hora, cuando le llegó a los oídos una detonación bastante más fuerte de las que había oído retumbar en la caverna.
—Este tiro debe haber sido disparado por los tuan Eropah —murmuró—. Los dayak no deben estar lejos ni tampoco el islote.
Dejó los cañaverales y se arrojó a la floresta, imaginando que los dayak se habían apoderado de las dos orillas del río.
Después de algunos minutos oyó una segunda detonación más aguda que la primera.
¿Eran los malayos de Sandokan y los asameses de Yanez que barrían, con tiros de espingarda, las orillas del río para mantener lejos a sus implacables adversarios? Era probable.
El negrito avanzaba ahora con extrema prudencia, haciendo frecuentes paradas para escuchar.
Cuando el silencio se volvía profundo, entonces retomaba impulso para detenerse de nuevo trescientos o cuatrocientos pasos más adelante.
Los tiros de espingarda, mientras tanto, continuaban sucediéndose, siempre más distinguibles, a largos intervalos, no obstante.
Se disparaba ya a brevísima distancia del margen de la floresta.
El negrito aumentaba sus precauciones. No osaba más lanzarse, aún cuando hubiese tenido el deseo intensísimo, pensando en el gravísimo peligro que corrían sus amigos.
Redoblaba las paradas, a veces se ponía a arrastrarse entre los arbustos y los montones de rotang y de pimienta silvestre, temiendo encontrarse, de un momento a otro, delante de alguna banda de dayak.
Había recorrido así algún otro medio kilómetro, cuando se desvió bruscamente, volviéndose a meter rápidamente en el denso monte.
Había visto hombres emboscados en la orilla del río, armados de sumpitan y de campilán.
Eran los dayak que vigilaban a los malayos y los asameses todavía anidados en el islote, en espera de que sus jefes regresaran.
Los tiros de espingarda retumbaban, repercutiendo largamente bajo las infinitas arcadas de la floresta. No obstante no se trataba de una verdadera batalla, porque las carabinas callaban.
Los asediados se divertían atormentando a los asediantes, barriendo los cañaverales con una tempestad de clavos y perdigones.
El negrito, que ya había detectado la posición del islote indicada por los nubarrones de humo producidos por la pequeña artillería, se desvió, adentrándose siempre más en la floresta, luego, cuando creyó haber sobrepasado la zona ocupada por los dayak, volvió a doblar hacia el río, avanzando siempre con extrema prudencia.
Mientras caminaba, no cesaba de repetir los dos nombres: Tigre de la Malasia y Yanez.
Alcanzado el cañaveral sin haber encontrado a nadie, se puso entre los labios la hoja de papel, se arrojó en bandolera la cerbatana, se aseguró bien el fajo de flechas sobre la cabeza, para que el agua no arruinase el veneno que cubría las puntas, siendo el upas fácilmente soluble, y descendió lentamente al río.
Los tiros de espingarda retumbaban hacia el bajo curso; por consiguiente el salvaje hijo de los bosques, muy buen nadador como todos sus compatriotas, no tenía mas que confiar en la corriente y cuidarse de mantenerse bien lejos de las orillas.
Afortunadamente el Marudu en aquel lugar era ancho de más de trescientos metros y las flechas de los dayak no podían llegar hasta él, no siendo el alcance de los sumpitan mayor a cuarenta o cincuenta metros. Abandonado el fondo, se había puesto a nadar vigorosamente, sin preocuparse demasiado si en los alrededores había algún gavial. El islote estaba delante de él.
Grupos de hombres, vestidos como Yanez y como Kammamuri, iban y venían entre los cañaverales y los arbustos que cubrían, sin apresurarse demasiado.
De vez en cuando una llama relampagueaba y una nube de humo se alzaba.
Era una espingarda que continuaba, a intervalos casi regulares, sus disparos contra la orilla izquierda.
Nadando casi enteramente sumergido, el negrito había llegado a un centenar de pasos del islote, cuando un malayo se puso a aullar:
—¡A las armas...!
La respuesta fue rápida:
—¡Tigre de la Malasia...! ¡Yanez..!
Oyendo aquellos dos nombres, malayos y asameses se habían precipitado hacia la orilla estrechando las carabinas.
—¿Quién eres tú? —gritó Sapagar, que había sido el primero en acudir.
—¡Tigre de la Malasia y Yanez, orang...! —repitió el negrito, que nadaba vigorosamente.
Aquel orang fue una revelación para Sapagar. Había comprendido enseguida que aquel nadador hablaba la lengua dayak y que quizá no comprendía la malaya, conocida solamente por los habitantes de las costas y sobre todo por los dayak iban, o sea, dayak de la costa.
—Arriba —le dijo, no más en lengua malaya.
El negrito, que ahora ya lo había comprendido perfectamente, con cuatro brazadas alcanzó la orilla, mientras una de las cuatro espingardas dispuestas sobre el frente del campamento descargaba un huracán de clavos y perdigones contra los dayak emboscados en los cañaverales, para desviar su atención y mantenerlos un poco tranquilos.
—¿De dónde vienes? —preguntó Sapagar, mientras todos los otros se estrechaban alrededor del nadador.
El negrito en lugar de responder, se sacó de los labios la hoja de papel que le dio Yanez y se la ofreció. Sapagar la leyó rápidamente, estando escrita en lengua malaya, luego mandó un alarido como de bestia herida.
—¡Amigos...! —gritó luego—. Nuestros jefes están encerrados dentro de una caverna y corren el peligro de morir quemados vivos. Es necesario pasar el río y hundir las líneas de los dayak. ¡Cachorros de Mompracem, salvemos al Tigre de la Malasia y al Tigre Blanco!
Un viejo malayo se adelantó. Era un sobreviviente de aquellos terribles piratas de Mompracem que habían hecho temblar al sultán de Varani y a los ingleses de Labuan.
—Derribemos todos los árboles que se encuentran en este islote y construyamos ante todo balsas para transportar las espingardas y las municiones —dijo— Que veinte hombres barran la orilla, mientras los nadadores atraviesan el río.
—¡Bien dicho, Karol! —exclamó Sapagar—. Comandas como si tú fueses el Tigre de la Malasia. ¡Pronto, amigos...! ¡Haremos una carnicería con estos dayak...!
Veinte malayos se habían lanzado a través del islote con los parang en puño, abatiendo furiosamente cuanto árbol encontraran delante de ellos, mientras otros cortaban una enorme cantidad de rotang que podían servir muy bien como cuerdas.
Los asameses en cambio se habían colocado de frente al cañaveral ocupado por los dayak y disparaban salvas para desanidarlos, con no poco espanto del negrito que jamás había oído tanto alboroto.
En menos de un cuarto de hora una cuarentena de troncos se encontraban acumulados sobre la orilla.
Los malayos, habilísimos marineros los arrojaban al agua de a cuatro o cinco a la vez y los anudaban rápidamente, formando balsas solidísimas sobre las que llevaban espingardas y cajas de municiones.
Si los praos habían sido perdidos, todo aquello que contenían había sido salvado, y los asediados poseían, más allá del gran respaldo de alimentos, también una gran partida de municiones de fuego que el rajá blanco del lago habría podido envidiarles.
Sapagar vigilaba el embarque, incitando con alaridos y blasfemias a los malayos y asameses, aunque tanto los primeros como los segundos trabajasen con suprema energía, sabiendo ahora que la vida de sus jefes dependía de su rapidez.
Dos balsas finalmente fueron lanzadas al río. Llevando las cuatro espingardas que los malayos no querían absolutamente dejar, una decena de cajas de municiones y víveres para algunas semanas.
—¡Mantengan el fuego...! —gritó Sapagar a los asameses—. Atravesarán el río después que nosotros. ¡A mí, viejos tigres de Mompracem...! ¡El gran jefe nos espera...!
A aquel comando, treinta hombres entraron en el río, teniendo en alto las carabinas y las municiones para que no se mojasen, y se pusieron a nadar velozmente hacia la orilla del Marudu, mientras los asameses, divididos en dos grupos, mantenían un fuego intensísimo.
Diez o doce hombres empujaban las balsas, porque especialmente con las espingardas contaba el lugarteniente del Tigre de la Malasia para barrer a los dayak.
La travesía del río fue realizada felizmente. Los cortadores de cabezas, acosados por las descargas incesantes de los asameses, habían despejado los cañaverales salvándose en los bosques.
Ya habían comprendido que su sumpitan, aún cuando estuviera cargado con flechas envenenadas, no podía competir con aquellas armas de fuego que mandaban sus proyectiles a mil doscientos e incluso a mil quinientos metros de distancia.
Los malayos, alcanzada la orilla, desembarcaron en un instante las espingardas, las municiones y los víveres, y para hacer comprender a los dayak que estaban resueltos a empeñar la lucha, batieron, con tres o cuatro descargas, el frente de la floresta.
Los asameses, ya seguros de no ser molestados, se habían arrojado también al agua. Acostumbrados a atravesar los gigantes ríos de su país, no se encontraban ciertamente incómodos en pasar el Marudu que tenía la mezquina figura de un simple arroyuelo frente al Ganges y al Brahmaputra.
Las balsas ya habían llegado y las cuatro espingardas, montadas sobre caballetes, habían sido enseguida puestas en batería para cubrir de metralla a los asaltantes, en caso de que hubiesen intentado un contraataque.
En cambio nadie había opuesto resistencia. Las armas de fuego habían vencido enseguida a los sumpitan a pesar de tener flechas envenenadas mucho más terribles que las balas de plomo. Sapagar había abordado al negrito, llegado entre los primeros.
—¿Dónde está la caverna? —le había preguntado un poco brutalmente.
—Deberemos atravesar la gran floresta.
—¿Cuándo podremos llegar?
—Antes de que el sol alcance la mitad de su recorrido.
—¿Sabrás guiarnos?
—Soy un hombre de los bosques.
—Marcha detrás de la primera línea de mis hombres.
Luego, alzando la voz, tronó:
—Sobre los hombros las espingardas: ¡batan la floresta...! ¡Los malayos delante y los otros a la retaguardia...! ¡Carguen...! ¡Apresuren el asalto...!
Flechas comenzaban a llegar, pero sin tocar la gran vanguardia de los malayos.
Los dayak, impotentes para resistir, se retiraban, no sin intentar impedir el paso.
Cuatro descargas, disparadas por veinte hombres, barrieron el margen de la floresta, haciendo indudablemente grandes vacíos entre los feroces cazadores de cabezas, luego los malayos, que formaban la vanguardia, se arrojaron al ataque con los parang en puño.
Fue una carga absolutamente inútil. Los dayak, sorprendidos por aquella carga furiosa, y espantados por los mortíferos efectos de las espingardas y las carabinas, escapaban por todas partes, salvándose de arbusto en arbusto.
Algún grupo, sólidamente apoyado contra algún matorral, intentaba de vez en cuando oponer resistencia al avance de los malayos, que se mantenían siempre a la cabeza de la columna, pero a las primeras descargas se dispersaba, con rapidez fulmínea.
Las liebres y los conejos salvajes muy poco tenían que envidiarles en términos de velocidad.
La columna mientras tanto continuaba avanzando a paso de carrera. El negrito señalaba el camino y en la orientación no se equivocaba.
—Adelante, orang —no cesaba de decir a Sapagar—. Tus amigos están en peligro.
El lugarteniente del Tigre de la Malasia no cesaba de gritar a sus hombres:
—¡Fuego...! ¡Fuego...! ¡Despejen el bosque...! ¡Los jefes nos esperan...!
Los dayak no resistían más.
Continuaban huyendo a través de la selva, aullando espantosamente, pero sin hacer paradas para no dejarse diezmar por las carabinas.
Los malayos no hacían por otra parte economía de municiones, ni tampoco los asameses. Cuando el terreno lo permitía, los bravos súbditos del rajá de Assam ponían en batería las espingardas y cubrían la floresta de clavos y perdigones, desanidando a los dayak que intentaban emboscarse.
Aquella carrera furiosa, conducida por el negrito que ahora ya parecía que se hubiese habituado al estruendo infernal de las armas de fuego, duró un par de horas, luego se detuvo bruscamente. La columna había llegado delante de un terreno elevado cubierto por densos arbustos, sobre los cuales ondeaban pesados nubarrones de vapor.
—¡Están allí dentro...! —dijo el negrito a Sapagar, que estaba cerca.
—¿Quiénes? ¿El Tigre de la Malasia y Yanez?
—Sí, orang.
—¿Entonces se queman?
—No sé —respondió el negrito.
En aquel instante una andanada de flechas cayó sobre los malayos que se mantenían siempre a la cabeza, lanzadas no obstante demasiado cortas como para golpearlos.
Una horda de hombres semidesnudos descendía la colina empuñando campilán y parang.
Sapagar lanzó un grito:
—¡Atentos al ataque...!
Luego añadió enseguida:
—¡Nuestros jefes están allí dentro y quizá se queman...! ¡Adelante cachorros de Mompracem por el Tigre de la Malasia, y los asameses por el señor Yanez...! ¡Las espingardas en batería...! ¡A la carga...!
Doscientos o trescientos dayak se precipitaban colina abajo con los parang y los campilán alzados, creyendo tener fácilmente razón en aquel grupo de hombres.
Cuatro tiros de metralla, disparados por las espingardas que habían sido puestas con rapidez maravillosa en batería, detuvieron su impulso. Eran clavos y perdigones que se metían bajo su piel, produciendo heridas, si no mortales, por cierto dolorosísimas.
Las primeras líneas vacilaron y se detuvieron un momento, luego se dispersaron a diestra y siniestra salvándose entre los arbustos.
—¡Abajo las carabinas...! —aulló Sapagar, viendo que el grueso continuaba la carrera—. ¡Fuego a voluntad...! Golpeen y prepárense para cargar. ¡Barramos a estos canallas y salvemos a los jefes...!
Una descarga terrible cruzó a los dayak, arrojando por tierra a varias docenas.
Entre los asaltantes hubo una nueva pausa. Habían llegado ya a la base de la colina, casi delante de la entrada de la caverna, pero no osaban más empujar el asalto.
Aquellas dos filas de hombres, firmes como dos barras de hierro, que fusilaban con una calma maravillosa, sin dar un paso atrás y sin espantarse por los clamores horribles, habían impresionado a todos.
Aquella segunda pausa fue fatal, porque los hombres dedicados al servicio de las espingardas habían tenido tiempo de recargar las grandes armas.
Otra andanada de metralla se abatió, casi a quemarropa, sobre los asaltantes, desbaratando al segundo frente y haciendo caer a otra docena de hombres.
—¡En puño los parang...! —gritó Sapagar—. ¡Abajo, amigos...!
Los sesenta hombres se habían arrojado como un solo hombre a la carga mandando clamores espantosos.
Los malayos empuñaban los pesados sables borneanos mientras que los asameses estrechaban los cortos y afiladísimos talwar de su país, más ligeros y no menos terribles en un combate cuerpo a cuerpo.
Fue una descarga espantosa, terrible, irresistible. Los sesenta hombres entraron como un cuño de hierro en medio de la masa de los dayak, dando sablazos desesperados, mientras las cuatro espingardas, servidas por solo cuatro artilleros, con un último tiro batían las alas.
Los feroces cazadores de cabezas, impotentes para resistir semejante ataque, se desbandaron completamente, escapando por todas partes.
No oponían más ninguna resistencia. Se arrojaban a lo loco en medio de los arbustos o dentro de la floresta, dispersándose en pequeños grupos.
La derrota era completa.
—¿Dónde están los orang? —preguntó Sapagar al negrito, mientras los malayos y los asameses, para impedir un retorno ofensivo, recomenzaban el fuego con las carabinas y las espingardas.
—En la caverna —respondió el hijo de las selvas.
—Pero allí abajo hay fuego que se inflama terriblemente.
—Y los orang están allí dentro.
—¡Ah...! ¡Desgraciados...! —gritó Sapagar—. ¿Cómo arrancarlos a aquel mar de fuego?
—Hay un pasaje sobre la colina que nosotros deberemos agrandar con golpes de campilán.
—¡Guíanos enseguida...! ¡Quizá lleguemos a tiempo...! ¡A mí veinte hombres...! Manténganse firmes los otros. ¡Salvemos a los jefes...!
Veinte malayos se estrecharon alrededor de él, mientras los otros, vigorosamente apoyados por los asameses, hacían llover en medio de los arbustos una granizada de balas.
Los dayak, aún cuando poderosamente golpeados, no habían todavía renunciado del todo a la lucha e intentaban reorganizarse, animados ciertamente por el griego, por Nasumbata y por el ex khidmatgar de Yanez.
Los tiros de espingarda rompían no obstante fácilmente sus formaciones.
Cada vez que un fuerte grupo se presentaba, una andanada de clavos y de perdigones lo embestía, dispersándolo.
Sapagar, el negrito y los veinte malayos, protegidos por el intensísimo fuego de sus compañeros, escalaron rápidamente las rocas.
La cuenca de petróleo se inflamaba, continuando vertiendo en el agujero abierto en la bóveda, torrentes de líquido ardiente.
Los dayak, bajo la dirección del maldito griego, habían cavado un canal y la materia ardiente se precipitaba a través de aquel pasaje.
Densas masas de vapores pestilentes envolvían la cima de la colina.
Los malayos atravesaron en un instante aquellas cortinas asfixiantes, tapándose la nariz y conteniendo la respiración, y llegaron delante de la abertura por la cual se había fugado el negrito.
Una voz débil se hizo enseguida oír:
—¡A nosotros, tigres de Mompracem!
Sapagar había mandado un grito de alegría.
—¡El capitán...!
Una cabeza asomaba por el agujero: era Sandokan, que se esforzaba por pasar no obstante sin conseguirlo.
—¡Ah...! ¡Señor...! —gritó Sapagar.
—¡Pronto, amigo...! —dijo el Tigre de la Malasia—. El fuego nos alcanza y mis compañeros se han desmayado.
—¡Retírese, señor: resista un minuto...! Compañeros, ensanchemos este agujero.
Veinte parang, enérgicamente manejados, atacaron la roca, haciendo saltar al aire torbellinos de esquirlas.
El temor de ver morir a su jefe, que amaban como a una divinidad del mar, centuplicaba las fuerzas de los veinte hombres.
Dos minutos bastaron a los pesados sables para ensanchar considerablemente el agujero.
Sapagar introdujo los brazos y sacó fuera a Sandokan, ya casi asfixiado.
—Los otros, ahora —dijo el pirata, después de haber aspirado una larga bocanada de aire puro.
Cuatro malayos pasaron, uno a uno, a través del agujero, saltando sobre la roca.
Yanez, Tremal-Naik y Kammamuri yacían uno sobre otro, ya desmayados.
Toda la caverna estaba en llamas. Resplandores azulados la iluminaban de una extremidad a otra, y chorros de humo asfixiante se alzaban hacia la bóveda, volviendo el aire irrespirable. El petróleo había alcanzado las paredes, y el azufre se fundía como si fuese manteca.
Las rocas crepitaban y se calcinaban, produciendo un calor espantoso, que aumentaba a cada momento. La gran caverna se había transformado en una especie de volcán, donde azufre, petróleo y piedras se fundían juntos.
Los cuatro malayos sacaron primero a Yanez, luego a Tremal-Naik, por consiguiente a Kammamuri y se apresuraron después a escapar a su vez, porque la mezcla ardiente había ya alcanzado la base de la roca.
Sapagar hizo poner a los tres hombres sobre un estrato de hierba, arrebató a un malayo un frasquito que contenía todavía unos sorbos de brem, un fuertísimo licor producto de la fermentación del arroz y mezclado con azúcar y con el jugo de algunas palmas viníferas, y vertió algunas gotas en su garganta.
El efecto fue inmediato. Yanez primero tosió fragorosamente, estornudando, luego abrió de par en par los ojos diciendo:
—¡Por Júpiter...! ¿Me quieres ahogar?
—Se te salva, Yanez —dijo Sandokan, que ya se había levantado.
—¡Uf...! ¡Creía que ya estaba muerto...! ¿De dónde han aparecido estos malayos?
—Son mis hombres.
—¿Y mis asameses?
—Se baten delante de la colina, señor Yanez —respondió Sapagar.
—¿Sin mí?
—Déjalos hacer, Yanez —dijo Sandokan, que había recogido la carabina y desenvainado la cimitarra—. Tú descansa un momento: pienso yo en dar una terrible lección a los dayak. Que diez hombres permanezcan en guardia de mis amigos. ¡A mí, Sapagar...! ¡Veo rojo...!
Una cólera terrible transparentaban las facciones alteradas del jefe de los tigres de Mompracem. Tenían muy poco de qué reírse los dayak si aquel formidable hombre los cargaba.
El combate no había aún cesado. Los dayak, aún cuando continuamente golpeados y ya más que diezmados, continuaban resistiendo en medio de los densos matorrales que circundaban la caverna ardiente, con un encarnizamiento increible.
Es verdad que aquellos guerreros son los más valerosos de los que habitan las grandes islas de la Malasia y que tienen un desprecio absoluto por la vida.
Apenas las descargas cesaban, brincaban fuera de sus escondites para intentar furiosos contraataques, que por otra parte abortaban enseguida bajo las andanadas de metralla de las espingardas y el fuego en fila de las carabinas. Sandokan, seguido por Sapagar y por una decena de malayos, se había lanzado colina abajo gritando a los asameses:
—¡A la carga, mis valientes...! ¡Barramos a estos canallas...!
Mientras las espingardas no cesaban de tronar, formó rápidamente dos columnas de asalto y las condujo al medio de los arbustos.
Fue una carga más espantosa que la primera.
Los dayak, viendo precipitarse encima a los enemigos, no resistieron el choque y por tercera o cuarta vez se desbandaron como una manada de gacelas, salvándose en las profundidades de la inmensa floresta.
Sandokan estaba por arrojarse detrás de ellos cuando, al atravesar un arbusto, cayó encima de una especie de camilla formada por ramas y sobre la que yacía un hombre. Un alarido de furor se le escapó:
—¡Nasumbata...! ¡Ah...! ¡Perro...!
Había ya alzado la cimitarra para partir el cráneo al traidor que lo miraba con indecible espanto, con los ojos enormemente dilatados, pero no dejó caer el golpe.
—No —dijo—, la muerte sería demasiado dulce.
Se volvió hacia Sapagar, que llegaba a la cabeza de un grupo de asameses.
—Apodérate de este hombre y hazlo llevar sobre la colina. Tengo que decirle cuatro palabras a este bribón, antes de arrojarlo a la cuenca de petróleo. ¡Amigos, en retirada...! ¡Tomemos posición sobre la caverna...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Dayak iban: “Dayaki lant” en el original, es una rama de dayak que habitan en Sarawak. Los ingleses los llamaban “Sea Dayaks” o “Dayak de la costa”. Eran conocidos por ser cazadores de cabezas.

Brahmaputra: Es uno de los ríos más largos de Asia con 2.896 km. Desagua en el golfo de Bengala, formando parte del delta del Ganges. En sánscrito el nombre significa “hijo de Brahma”.

Cuño: Formación triangular de un cuerpo de tropa que iba a chocar con otro por el vértice para romperlo o dividirlo.

Brem: “Bram” en el original, es una bebida fermentada tradicional de Indonesia a base de vino de arroz a la que se le agrega tapai (pasta dulce fermentada a base de diferentes vegetales) y levadura para fermentar.

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