jueves, 16 de mayo de 2019

XVII. La aldea de los negritos


El combate ya había terminado y muy probablemente no se reanudaría.
Los dayak, completamente desbaratados por los tiros de espingarda, por las descargas incesantes de las carabinas y por la última carga guiada por Sandokan, habían ya renunciado a intentar contraataques contra los demonios de Mompracem y los montañeses que Yanez había conducido desde la India, gente no menos dura que los otros, a pesar de su aspecto delgadísimo y no muy guerrero.
Las dos columnas, después de haberse asegurado bien que entre los arbustos no hubieran mas que cadáveres, se habían batido solícitamente en retirada para ayudar a los hombres destinados al servicio de las espingardas.
La subida de la colina fue realizada sin que ninguna flecha envenenada partiese del frente de la inmensa floresta.
Los dayak, debían haber abandonado, al menos por el momento, definitivamente la empresa, demasiado superior a sus fuerzas, y también a su coraje.
Cuando Sandokan llegó al agujero, del cual salían ya densos nubarrones de humo apestoso, encontró a Yanez de pie sobre otra roca, con las manos hundidas en los bolsillos y el cigarrillo en la boca.
—¡Qué sonido...! —dijo el portugués, después de haber arrojado al aire una bocanada de humo—. Me he divertido bastante viendo escapar a aquellos dayak bribones. Se baten maravillosamente también mis asameses y compiten muy bien con tus malayos. Surama estará contenta, cuando le diga que sus súbditos han causado furor también en los bosques del Borneo.
—Demonio de hombre —respondió Sandokan riendo—. ¡Apenas has escapado a la muerte, y ya estás aquí listo para bromear...!
—Ya no recuerdo haber estado dentro de aquella batahola infernal, hermanito mío. El humo de este excelente cigarrillo, perfectamente secado por aquel calor espantoso, me ha hecho olvidar todo. Y entonces, ¿se han ido verdaderamente los dayak?
—Creo que por ahora no tendrán ninguna intención de regresar. Hay más de cincuenta muertos entre los arbustos y todos bien rellenos de clavos y perdigones. Con nuestras cuatro espingardas haremos maravillas en las orillas del Kinabalu.
—¿Y el griego?
—Nadie lo ha visto.
—Sin embargo debía estar con ellos.
—Lo sabremos enseguida. Hay una persona que nos lo dirá.
—¿Quién?
—Nasumbata.
—¿El traidor que había desaparecido con mi khidmatgar? —preguntó Yanez con profundo estupor—. ¿No había saltado junto con mi yacht?
—Parece que no, porque lo he pescado todavía vivo en medio de un arbusto —respondió Sandokan.
—¡Ah...! ¡Maldito bribón...! ¿Está aquí...?
—Lo traerán en un momento.
—¿Tiene todavía la pierna rota?
—Si la hubiese tenido sana no habría quedado atrás para ser capturado.
—¡Aquí llega...! ¡Ahora nos divertiremos...!
Los malayos y los asameses ya habían ocupado la colina, poniendo en batería las cuatro espingardas y apresurando pequeñas vanguardias a lo largo de los flancos de la caverna ardiente.
Su primer accionar había sido el de obstruir el canal que de la cuenca de petróleo llevaba al agujero abierto por los dayak, para que la bóveda de la gran caverna no se calcinase completamente y terminase por desmoronarse bajo sus pies; luego los malayos, maestros en materia de pequeñas y ligeras construcciones, habían levantado con hojas, ramas y palos una docena de cómodos attap para reparar a sus compañeros de armas y a sus jefes de los implacables rayos del sol.
Cuatro hombres habían mientras tanto transportado a Nasumbata, después de haberlo sólidamente atado, porque, aunque tuviese la pierna todavía herida, no se fiaban más de aquel bribón.
—¡Ah...! ¡Aquí está el amigo...! —dijo Yanez, viéndolo—. ¿Cómo va tu pierna, viejo malandrín?
El traidor no respondió. Tenía las facciones trastornadas por un terror imposible de describir, los ojos dilatados y los cabellos erizados.
Un estremecimiento fuertísimo sacudía de vez en cuando sus miembros, haciendo sobresaltar las cuerdas vegetales que lo estrechaban.
Tremal-Naik y Kammamuri también se habían acercado.
—A este canalla nosotros debemos nuestra media cocción —dijo el primero.
—Pero en cambio lo haremos cocinar completamente —dijo el segundo—. Me encargo de precipitarlo en medio del azufre hirviente. Haremos un soberbio asado.
Nasumbata miró con espanto al feroz maratí e hizo chirriar siniestramente sus dientes. Sandokan se volvió hacia los cuatro malayos que habían transportado allí arriba la camilla, diciendo:
—Vamos bajo un attap. Hemos tenido suficiente calor, como para sentir los mordiscos del sol.
—¡En efecto! —dijo Yanez—. Preferiría una bañadera llena de agua helada. ¡Pecado que no esté todavía en mi palacio de rajá!
Los malayos volvieron a tomar la camilla y transportaron al traidor bajo un amplio y aireado cobertizo, improvisado con unos pocos palos y un buen número de inmensas hojas de bambú, que no medían menos de seis metros de longitud por uno de ancho. Sandokan y sus compañeros los habían seguido, sentándose alrededor de la camilla, sobre un denso estrato de hojas fresquísimas y perfumadas.
—Ahora, amigo, charlemos, ya que he tenido la suerte de recapturarte —dijo a Nasumbata—. Hacía mucho tiempo que deseaba intercambiar cuatro palabras contigo.
Se sacó del bolsillo el magnífico chibuquí, se aseguró con toda la flema de que el tabaco estuviese bien seco, lo cargó y aspiró algunas bocanadas de humo sin perder de vista, un solo instante, el rostro macilento del traidor, como si sintiese una alegría inmensa de su indescriptible terror.
Yanez lo había enseguida imitado, encendiendo su segundo cigarrillo.
—Escúchame bien, Nasumbata —dijo Sandokan—. Tú podrás quizá salvar todavía tu pellejo, pero debes responder a todas mis preguntas. Si dudas un instante, o me percato de que intentas engañarme otra vez, te hago arrojar dentro de la caverna ardiente y te aseguro que de ahí no saldrás vivo.
—Cuando haya hablado, tú me matarás igualmente —dijo el dayak—. Por otra parte no quiero negarte este derecho.
—¡Canalla...! —aulló Sandokan—. ¿Cuándo es que el Tigre de la Malasia ha mentido?
—Interrógame.
—¿Quién guiaba a los dayak?
—Un hombre blanco.
—¿Conoces su nombre?
—Lo he oído llamar Teo... Teo...
—Teotokris; ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Por quién?
—Por un indio que estaba a bordo del yacht.
—¡Por mi khidmatgar...! —gritó Yanez.
—No sé qué quieres decir. Sé solamente que aquellos dos hombres, el indio y el blanco, eran amigos y que se entendían muy bien entre ellos.
Sandokan miró a Yanez, que parecía haber quedado como fulminado por aquella inesperada revelación.
—¡Eh, eh...! Hermanito mío —le dijo con una ligera punta de ironía—. Parece que tú tienes súbditos poco fieles.
—¡Por Júpiter...! ¡Le arrancaré el pellejo...!
—Corres demasiado.
—Un día lo volveré a encontrar, te lo aseguro.
—¿Cómo es que tú, que siempre has sido astuto y tan prudente, has ido a escoger por khidmatgar a un amigo del griego y del ex rajá de Assam? Esto me asombra bastante.
—Nosotros no conocemos a fondo mas que a solo dos indios —respondió Yanez.
—Tremal-Naik y el fidelísimo Kammamuri.
—Gracias por tu buena opinión —dijo el ex cazador de la jungla negra, riendo.
—Reanudemos nuestra interesantísima conversación —dijo Sandokan, volviéndose nuevamente a Nasumbata—. ¿El hombre blanco entonces guiaba a los dayak?
—Sí.
—¿Cómo es que no se ha hecho ver?
—Se mantenía siempre en la retaguardia.
—¿Por qué?
—Tenía temor de ustedes, un gran temor.
—¡Ah...! ¡Pillo...! No osaba enfrentarnos abiertamente. ¿Y ha sido él quien ha hecho encender aquella cuenca?
—Sí.
—¿Y abrir el agujero?
—También.
—¿Quería realmente terminar con nosotros?
—Quemarlos dentro de la caverna.
—¡Pedazo de animal! —dijo Yanez—. Son terribles aquellos griegos en sus venganzas. Hay una cosa no obstante que tú no has todavía aclarado, mi bravísimo cojo. ¿Cómo es que tú has escapado y que mi yacht ha saltado por el aire?
—Fue el hombre blanco el que lo ha hecho estallar como una bomba.
—¿Pero dónde estaba aquel bribón? ¿Cómo ha llegado aquí?
—Con su yacht.
—¡Se encontraba en mi yacht...! —gritó Yanez.
—Estaba escondido bajo el castillo de popa.
—¡Por Júpiter...! ¿Quién te lo ha dicho?
—El hombre blanco y también su amigo el indio.
—Estabas en buena compañía, Yanez —dijo Sandokan—. Yo en el lugar de Teotokris habría dado fuego a la pólvora y habría hecho saltar el yacht, antes de que llegase a la bahía.
—Se ve que los griegos son más astutos que tú, hermanito —respondió el portugués—. No se sentía lo suficientemente fuerte como para resistir una explosión. Si saltaba yo, debía bien saltar también él y más alto que yo, encontrándose más cerca de la santabárbara.
—Es verdad —respondió Sandokan.
—Dime ahora un poco más, Nasumbata, ¿dónde ha ido a terminar mi khidmatgar, o sea el indio que acompañaba al hombre blanco?
—Se ha ido donde el rajá del lago, acompañado por un gran jefe dayak.
—¿A hacer qué? —preguntó Sandokan.
—Para advertirle que un hombre blanco asumía el comando de sus tropas de combate en las fronteras.
—¡Ah...! ¡Miserable...! ¿Lo has vuelto a ver?
—No: el lago está lejos.
—¿Los dayak no obstante obedecen al hombre blanco?
—Los hombres que tienen el rostro pálido ejercen siempre una gran autoridad sobre los hombres de color —respondió Nasumbata.
—¿Y los dayak lo han nombrado enseguida su jefe?
—Enseguida.
—Tú has estado otras veces en el lago. No lo niegues.
—No lo niego.
—¿Tiene muchos guerreros el rajá?
—Así se dice.
—¿Posee muchas armas de fuego?
—Muchos campilán y muchos sumpitan.
—¿Y meriam o lela?
—Jamás he visto aquellas grandes armas de fuego.
—¡Ah...! ¡Entonces lo veremos...! —respondió Sandokan.
Aspiró otras tres o cuatro bocanadas, luego dijo:
—Yo creo, Nasumbata, que tú has nacido verdaderamente bajo una buena estrella. Otro hombre en tu lugar, estrechado entre mis manos, no estaría más vivo. Yo ya había decidido arrojarte en medio del azufre que consume la caverna y ahora en cambio te perdono la vida. Cuidado, no obstante, Nasumbata, que yo no soy hombre de perdonar dos veces y tú lo sabes. El Tigre de la Malasia de vez en cuando ha derrochado vidas humanas cuando sus guerreros no merecían vivir. ¿Has visto al rajá?
—Sí, hace seis meses.
—¿Un buen dayak jamás se equivoca en el camino a seguir?
—Lo creo.
—Tú me conducirás al lago: sólo a este precio te dejo vivir. Si te rehúsas, te hago arrojar dentro de la caverna, y dentro de un minuto no quedará, de tu esqueleto, ni siquiera un hueso intacto.
—Haré lo que quiera, señor. Me equivoqué al dejarme engañar por las promesas de aquellos dos hombres blancos y del indio.
—Es suficiente. ¿Crees tú que los dayak nos tiendan otra emboscada?
—Sé que el rajá del lago ha dado órdenes a todos sus guerreros para empuñar las armas y contrarrestar tu paso, dándoles a entender que tú eres el más famoso cazador de cabezas que existe en toda la isla. En tu avance encontrarás ciertamente sorpresas poco gratas.
—En eso pensaré yo —observó Sandokan.
Había girado la mirada hacia un ángulo del attap y había divisado al negrito que había asistido, completamente olvidado, a la entrevista.
—Adelante, valiente hombre —le dijo—. ¿Dónde se encuentra tu aldea?
—Sobre el camino que conduce al lago, orang —respondió el pigmeo.
—Me han dicho que tú eres un jefe.
—Comandaba una pequeña tribu.
—¿Está lejos?
El negrito pensó un momento, se miró los dedos, contó y volvió a contar, luego hizo un gesto de impaciencia.
—No lo sé —dijo después—. No obstante llegaremos pronto.
—¿Conoces el camino?
—Nosotros sabemos siempre dónde ir.
—¿Nos conducirás a tu aldea?
—Sí, orang.
Yanez llamó a uno de los cuatro malayos que habían conducido a Nasumbata hasta el attap y que habían permanecido fuera de guardia.
—¿Han salvado la reserva de armas? —le preguntó.
—Sí, capitán. Tenemos dos cajas de armas de fuego.
—Bien, dame tu carabina.
Teniéndola, Sandokan se la ofreció al negrito, diciéndole:
—He aquí un arma de fuego que vale más que todos los sumpitan de los dayak, porque mata a larga distancia. Mis hombres te enseñarán a utilizarla. Tú eres un valeroso y te lo dice un tuan Eropah.
—Tú eres grande, orang —respondió el negrito con voz conmovida—. Cuando quieras tomar mi cabeza, no opondré ninguna resistencia.
—No sé qué hacer yo con las cabezas —dijo Yanez estallando en una risotada—. No soy ya un coleccionista furioso como aquellos pillos dayak. Consérvala sobre tu cuello lo más que puedas.
Era mediodía, la hora del almuerzo.
Sapagar, que conocía muy bien las costumbres de su terrible amo, había enviado a algunos malayos a las florestas cercanas, apoyados por una fuerte escolta de asameses, y había hecho hacer una gran recolección de frutas, no pudiendo a aquella hora tan calurosa contar con presas de caza.
Sandokan, Yanez y sus dos compañeros, ya por naturaleza muy sobrios, pusieron buena cara a los durián, a los pombo, a las bananas y a los mangos, luego, después de haber intercambiado cuatro palabras y haber recomendado a los malayos de guardia no perder de vista un sólo instante a Nasumbata, se tendieron sobre suaves y perfumados estratos de hojas, habiendo ya decidido no ponerse en marcha sino después de que bajara el sol, también para estar a salvo de un regreso ofensivo por parte de los dayak, que no era improbable, estando guiados por el vengativo griego.
La jornada pasó en cambio sin la menor alarma.
Los salvajes cazadores de cabezas, plenamente vencidos, debían haberse escapado, para preparar quizá en la extensa floresta alguna nueva emboscada.
Apenas puesto el sol, malayos y asameses despejaron la colina para comenzar el avance hacia el lago.
La gran caverna se quemaba todavía con furia espantosa, disecando rápidamente las hierbas y las plantas que crecían sobre la colina.
Desde los dos agujeros y desde la grieta que servía de entrada, masas de vapores pestilentes escapaban, silbando siniestramente.
En el interior se oían, de vez en cuando, estruendos formidables como si las paredes, calcinadas por el azufre, se precipitasen.
Sapagar había organizado una fuerte vanguardia, formada por una veintena de hombres entre malayos y asameses, apoyada por dos espingardas, ya particularmente temidas por los dayak, por los huracanes de clavos que arrojaban.
El negrito, que había asegurado conocer perfectamente la gran floresta, estaba con ellos.
Los otros seguían en dos filas indias, llevando las municiones, las armas de recambio, las otras dos espingardas y a Nasumbata, cuya pierna no estaba todavía curada.
Sandokan y sus amigos precedían las dos columnas, detrás de la vanguardia, fumando tranquilamente y charlando alegremente.
Acostumbrados por tantas aventuras, habían ya olvidado el terrible momento pasado en la caverna ardiente.
La floresta se presentaba densísima y más intrincada que nunca. Eran sobre todo los rotang y las otras plantas parásitas que, unidas a las desmesuradas raíces que surgían del suelo, volvían la marcha dificilísima. Los veinte parang de la vanguardia no permanecían un solo instante inactivos y cortaban rabiosamente todos aquellos obstáculos que también podían ofrecer magníficas emboscadas a los dayak, más habituados a estas que a combatir en campo abierto.
A medianoche, cuando la luna iluminaba majestuosamente la gran floresta, la columna hizo una parada en medio de un pequeño claro, después de haber mandado centinelas en varias direcciones, para protegerse de algún imprevisto ataque.
El descanso no obstante no fue perturbado ni por parte de los enemigos, ni por parte de las bestias, aún cuando se hubiesen oído a no mucha distancia los impresionantes “ha-hug” de los tigres malayos, no menos peligrosos ni menos astutos que los indios, y los raucos gruñidos de alguna pantera negra.
—Esta calma me inquieta más que una descarga de carabina —dijo Yanez a Sandokan en el momento en que la columna se reordenaba para reanudar la marcha—. Me parece imposible que el griego haya renunciado tan pronto a atormentarnos y que los dayak, que son muy amantes de las emboscadas, hayan abandonado definitivamente la gran floresta.
—Yo estoy segurísimo de que nos siguen —respondió el Tigre de la Malasia—. Verás que antes o después los volveremos a encontrar. El rajá del lago tiene todo el interés en detenernos, antes de que nosotros lleguemos a las fronteras de su reino. Quizá no todas las tribus le sean fieles, y alguna o muchas podrían acordarse de mi padre, su viejo rajá, y de mí.
—¿Tú esperas una insurrección?
—Por ahora no cuento mas que con nuestros hombres y nuestras armas y no confío en nadie. Veremos qué sucederá, no obstante, cuando grite al rostro de los dayak del lago: “Vengan a combatir contra el hijo de Kadazan, si osan”. Espero que no hayan olvidado el nombre de mi padre.
—¿Que suceda lo que ha sucedido en Assam?
—Eso espero —respondió Sandokan con voz sorda—. Yo por otra parte seré menos generoso que tú y que Surama, porque no dejaré fija sobre los hombros la cabeza del hombre que ha destruido a mi familia y que me robó el reino.
—No querría encontrarme en los zapatos de aquel pobre rajá.
—Tú sabes que aquí las venganzas son terribles.
—¡Claro...! ¡Estamos en el país de los cortadores de cabezas...!
La columna se había vuelto a poner en camino, abriendo un surco profundo a través de la inmensa floresta.
Procedía siempre en el mismo orden: veinte hombres delante, apoyados por dos espingardas y los otros detrás, en dos filas, con las carabinas montadas, listos para responder a cualquier ataque y a ametrallar hombres y árboles juntos.
La floresta parecía que se hubiese imprevistamente vuelto a despertar. Miles de extraños ruidos se propagaban bajo las bóvedas vegetales.
Animales, que no se podían distinguir bien, habiéndose ya puesto la luna, escapaban alocadamente ante la vanguardia, partiendo ruidosamente las ramas; más lejos ranas y sapos cantaban a pleno pulmón o resonaban los lúgubres y pavorosos “ha-hug” de los tigres en busca de presas o los silbidos estridentes de los rinocerontes.
Pero la columna no obstante continuaba tranquilamente su marcha, sin impresionarse por la presencia de todas aquellas bestias.
Solamente los dayak la impresionaban un poco, pudiendo darse muy bien el caso de que hubiesen preparado alguna emboscada, para detenerla. Aquellos temores no eran por otra parte infundados.
Caminaba por dos horas, siempre derribando plantas, cuando el negrito que la guiaba se detuvo bruscamente, gritando:
—¡Alto todos...! ¡Qué ninguno dé un paso adelante...!
Yanez y Sandokan, viendo detenerse a la vanguardia, se habían enseguida adelantado.
—¿Qué hay ahora? —preguntó el primero.
—Los dayak han pasado por aquí y han excavado una trampa —respondió el hijo de las florestas.
—¿Cómo lo sabes?
El negrito, en vez de responder, tomó una gran rama que se encontraba cerca de él, quebrada probablemente por algún impetuoso golpe de viento, y lo arrojó a tierra.
En el suelo se manifestó de pronto un desgarro, y la rama desapareció dentro de una profunda excavación.
—¿Has visto, orang? —preguntó el negrito, con una sonrisa de triunfo.
—Aquella era una boca de lobo —dijo Yanez—. ¿Crees que haya sido excavada para nosotros o para hacer caer dentro algún búfalo o algún rinoceronte?
El negrito se inclinó, arrancó algunas cañas que habían sido arrojadas sobre el hoyo, a fin de que disimulasen la trampa y mordió una, sin siquiera limpiarla de la tierra que en parte la envolvía.
—Caña fresca —dijo luego—. Esta trampa ha sido preparada hace poco. Y seguramente la han preparado los dayak.
—¿Aquellos bribones habrán adivinado nuestra dirección? —se preguntó Sandokan, que aparecía un poco preocupado.
—¿Estás bien seguro, amigo —preguntó Yanez—, que esta trampa ha sido preparada por los dayak para hacernos caer dentro?
—Me sería necesaria una antorcha —respondió el negrito.
—¡Sapagar...! —gritó Sandokan—. Búscanos una rama resinosa y enciéndela. La necesitamos.
El lugarteniente lanzó diez o doce hombres a diestra y siniestra, y después de un minuto acudió, trayendo antorcha vegetal que ardía quizá mejor que una antorcha contra el viento.
—Aquí está capitán —dijo.
El negrito la tomó, se arrastró con precaución hasta el borde de la trampa, tanteando con una mano el terreno por temor a que hubiesen escondidas puntas de flechas envenenadas con el upas o con el tjettek, luego miró al fondo.
—¿Entonces? —preguntó Yanez.
—No hay mas que un palo plantado —respondió el negrito.
—¿Y eso quiere decir?
—Que esta es una trampa preparada para grandes presas y no ya para hombres. No deben haber sido los dayak los que la han excavado.
—¿Y quién?
—Quizá mis compatriotas —dijo el negrito—. Estamos ya a no mucha distancia de la aldea.
—Entonces podemos volver a partir —dijo Sandokan.
—Sí, orang.
—¿Cuándo podremos llegar a tu aldea?
El negrito miró las estrellas, pensó un momento, luego respondió:
—Antes de que el sol salga.
—¡Adelante... ! —comandó el Tigre de la Malasia a sus hombres que vigilaban atentamente los dos márgenes de la floresta, teniendo un dedo sobre el gatillo de las carabinas.
Por tercera vez la columna reanudó los movimientos, siempre en el mismo orden.
Sandokan y Yanez se habían puesto esta vez a la cabeza de la columna, a pesar de las ardientes protestas de Sapagar, que temía ver caerles encima de los dos jefes una oleada de flechas envenenadas.
Pero era el negrito quien vigilaba, un hombre que, habituado a vivir en las florestas y siempre alerta, valía más que un perro de guardia.
Comenzaban a difundirse en el cielo los primeros reflejos del alba, cuando el hijo de las florestas se detuvo bruscamente, se llevó a la boca el angklung que jamás había abandonado y lanzó al espacio algunas notas agudísimas.
—¿Qué haces? —le preguntó Yanez, siempre sospechoso.
—Hemos llegado a mi aldea, orang —respondió el pequeño hombre— y despierto a mis súbditos. Mira allá arriba, sobre aquellos árboles, ¿los ves?

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Primer capítulo, en mucho tiempo, sin aclaraciones.

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