jueves, 23 de mayo de 2019

XVIII. Los sargentos instructores


Los negritos del Borneo, al igual que los de las Filipinas, de las Célebes, de Palawan y de otras grandes islas del mar de la China Meridional, sabiéndose demasiado débiles para oponer una válida resistencia a sus enemigos que parecen sentir una verdadera alegría feroz en destruirlos, como si fuesen espíritus maléficos, no construyen sus aldeas en tierra.
Con el propósito de preservarse de los imprevistos asaltos y estragos, prefieren, y no sin razón, formar, sobre altísimas plantas sólidas plataformas y levantar encima refugios que no se podrían llamar ni siquiera cabañas, porque no son más que simples cobertizos, abiertos a todos los vientos y a las furiosas lluvias que de vez en cuando, aunque con largos intervalos, se desencadenan sobre aquellas regiones ecuatoriales e intertropicales.
Se entiende que aquellas curiosas construcciones, que se encuentran, algo extrañísimo, también sobre las orillas del Orinoco, uno de los ríos gigantes de América del Sur, no representan completamente desagradables sorpresas, porque los feroces coleccionistas de cabezas humanas, de vez en cuando, derribaban o incendiaban la floresta, y entonces de las aldeas aéreas no quedaba nada más.
Cráneos de los desgraciados por otra parte, más o menos maltratados, se encontraban siempre, y los dayak no pedían más, porque ellos no son como los neozelandeses que ponían un cuidado extremo al conservar incluso las facciones de los enemigos vencidos.
La aldea aérea del negrito se componía de una media docena de inmensas plataformas y de una cincuentena de cobertizos formados por ramas entrecruzadas y por gigantescas hojas de banano y de arengas sacchariferas.
A las notas estridentes del angklung, varios hombres, de piel negrísima y cabellos crespos, habían aparecido sobre los bordes de las plataformas, empuñando cortas lanzas y cerbatanas, listos para defenderse. Viendo a su jefe, que creían ya perdido, mandaron un alarido de alegría que repercutió bajo los cobertizos.
—Suban, orang —dijo el hijo de las florestas, volviéndose a Yanez y Sandokan—. Yo debo a uno de sus hombres la vida, y en mi aldea tendrán todo lo que mis súbditos poseen.
Una especie de escala, formada por robustísimos rotang, había sido arrojada de lo alto de las plataformas.
El negrito primero se trepó con agilidad de simio, enseguida seguido por Sandokan, por Yanez y por Tremal-Naik.
Los malayos y los asameses en cambio, para no estorbar la aldea, habían enseguida improvisado un pequeño campo en la base de los enormes árboles que sostenían las plataformas, colocando ante todo las espingardas a los cuatro lados del matorral que circundaba la aldea.
—Preferiría una cabaña en tierra —dijo Yanez a Sandokan que lo precedía—. No sé cómo estaremos allí arriba.
—No muy cómodos realmente —respondió el Tigre de la Malasia—. Conozco las aldeas de los negritos y sobre todo los pisos de sus cobertizos. Cuida de no romperte las piernas. Nosotros tenemos botas, mientras que estos hijos de los bosques jamás las han conocido y poseen la agilidad de los simios.
Sandokan decía la verdad, porque cuando Yanez puso los pies sobre la primera plataforma se detuvo bastante perplejo, lanzando cuatro o cinco maldiciones a su Júpiter. Las plataformas no estaban en absoluto cubiertas por tablas, como había parecido. Los andamios eran robustísimos y estaban muy bien apoyados con sólidas ramas, no obstante el piso estaba formado por bambúes colocados a la distancia de medio pie, y quizá también más, uno de otro.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez—. Esta es una verdadera trampa donde se corre el peligro de romperse, como tú bien has dicho, las piernas. Estos salvajes cuando quieren pasear están entonces obligados a hacer continuamente una gimnasia endiablada.
—Están acostumbrados —respondió el Tigre de la Malasia.
—¡Si tuviesen no obstante zapatos...! Desafortunadamente en este país los zapateros no son conocidos.
—No harían ninguna fortuna.
—Estoy plenamente convencido.
—Vamos, ¿saltamos?
—Saltemos pues —respondió Yanez, que desde hacía un instante olfateaba, con cierto agrado, una fragancia muy exquisita que salía de uno de los cobertizos que estaba lleno de mujeres atareadas.
Estaba por comenzar su gimnasia, cuando vio a varios negritos llegar con grandes tablas. Habían sin duda comprendido el embarazo de sus huéspedes y se apresuraban a arrojar puentes para volver menos arduo el avance a través de las vastas plataformas.
—¡Uf...! —exclamó Yanez—. ¡Qué gentiles son estos salvajes...!
—No los llames entonces salvajes —dijo Tremal-Naik, riendo.
—Tienes razón, amigo.
Pasaron a través de los puentes y alcanzaron uno de los primeros cobertizos, donde se encontraba el negrito rodeado por algunos hombres de baja estatura, casi enteramente desnudos, con los cuerpos extrañamente tatuados: eran los notables o los más famosos guerreros de la pequeña tribu.
Esteras densísimas, formadas por nervaduras de arengas sacchariferas, cubrían los travesaños de bambú, para no exponer a los aventureros a una desagradable caída. El negrito ofreció ante todo, a sus nuevos amigos, en toscas tazas de arcilla cocida, kelapa, bebida refrescante que se encuentra dentro de las nueces de coco, luego cuatro mujeres trajeron un cerdo salvaje, cocinado entero, mientras niños llevaban vasos llenos de laron, las larvas de las termitas y de udang, aquel mejunje repugnante compuesto por pequeños crustáceos secados y reducidos a polvo junto con pescados dejados antes al sol para fermentarse y corromperse, y que también es muy apreciado por los gastrónomos del Borneo, sean malayos, dayak o negritos.
—Mi tribu le ofrece, orang, lo mejor que posee por el momento —dijo el negrito.
—¿Y nuestros hombres? —preguntó Yanez.
—He hecho asar para ellos dos babirusas, que fueron capturadas ayer a la mañana —respondió el jefe—. No sufrirán hambre.
—¿Y tu tribu?
—Se contentará por hoy con fruta de la floresta. No se preocupe, orang, y coma.
Los tres aventureros, que ayunaban por una treintena de horas, no se hicieron repetir dos veces la invitación e hicieron no pocos honores al cerdo asado, acompañándolo con no pocas tazas de excelente brem, licor fuertísimo extraído del arroz fermentado y del jugo de ciertas palmas, que se asemeja no poco al huangjiu de los chinos. Los notables, o guerreros célebres que había, se habían pegado a las larvas de las termitas y a los vasos de udang que Yanez, Sandokan y Tremal-Naik habían enseguida descartado.
El desayuno había apenas terminado y las pipas y los cigarrillos comenzaban a ahumar el cobertizo, cuando Yanez, que ya por unos instantes parecía atormentado por algún pensamiento, se golpeó fuertemente la frente, diciendo:
—¡Una idea...!
Sandokan y Tremal-Naik se habían vuelto hacia él, interrogándolo con la mirada.
—Sí, una idea —repitió el portugués.
—Si ha nacido en tu cerebro, no puede ser sino buenísima —dijo el Tigre de la Malasia—. Siempre ha sido muy fértil el tuyo para encontrar extraordinarias. Explícate.
Yanez, en vez de responder, se volvió hacia el negrito, preguntándole:
—¿De cuántos guerreros dispone tu tribu?
—De una cuarentena, orang. Mi tribu fue diezmada cruelmente el año pasado por los cazadores de cabezas.
—¿Son al menos valerosos?
—Siempre se han batido muy bien.
—¿Crees tú estar seguro, permaneciendo aquí, de las bandas dayak que baten la floresta?
—Espero, orang, ver destruida mi tribu de un momento a otro. Cuando ustedes, que tienen tantas cañas atronadoras, hayan partido, los cazadores de cabezas caerán ciertamente sobre nosotros para vengarse de haberles servido de guía. Los conozco demasiado bien.
—¿Querrías seguirnos hasta el lago? Nosotros nos encargaríamos de protegerte a tí, a tus hombres, a tus mujeres y también a los niños.
Un destello de alegría brilló en los ojos negrísimos del hijo de las selvas.
—¿Tú harías esto, orang? —dijo con voz conmovida.
—Y enseñaré también a tus hombres a operar las cañas que truenan. ¿Tenemos un par de cajas de carabinas, verdad, Sandokan?
—Suficientes como para armar a todos estos hombres —respondió el Tigre de la Malasia.
—¿Apruebas mi idea?
—Plenamente, Yanez. Ya te había dicho antes que debía de ser buenísima. Cuarenta bocas de fuego, disparen bien o mal, no son como para rechazar en estos momentos. Nos serán un estorbo las mujeres y los niños.
—Las haremos portadoras y portadores de víveres —respondió Yanez.
—Tú encuentras respuesta a todo —dijo Sandokan—. ¡Qué diablo de hombre...!
—No un diablo; soy un rajá indio, ahora —dijo el portugués, bromeando.
—¿Pero quién adiestrará a estos salvajes, que jamás han tomado un fusil en sus manos? —preguntó Tremal-Naik.
—¿Quién? Kammamuri y yo —respondió Yanez—. Sandokan no tiene ningún apuro en ponerse sobre la cabeza la corona de rajá del Kinabalu, una corona que no conseguirá encontrar probablemente ni siquiera en el fondo del lago, por consiguiente podemos detenernos alguna semana e instruir a estos negritos. No me desespero por hacer de ellos óptimos soldados, que no maniobren peor que soldados portugueses u holandeses. ¡Uno... dos... por fila... adelante... carrera... carguen... apunten... fuego a voluntad...! ¡Por Júpiter...! ¡Sería un óptimo sargento instructor!
—Un gran general —dijo Tremal-Naik—. Me parece oír a sir John Dukley comandar la maniobra a los cipayos sobre la soberbia explanada del fuerte William.
—He aquí un hombre verdaderamente maravilloso —dijo Sandokan estallando en una risotada—. Verás, mi querido Tremal-Naik, que sabrá hacer de estos salvajes soldados mejor disciplinados que mis malayos y que sus asameses. ¡Qué pecado que se haya vuelto rajá...!
Aquella primera jornada, pasada sobre la aldea aérea de los negritos, transcurrió alegremente, regada muy copiosamente con brem y kelapa.
Incluso malayos y asameses, acampados alrededor de los gigantescos árboles, no tenían nada de qué lamentarse por la hospitalidad de aquellos pobres negritos.
A la noche sobre las plataformas fue dado incluso un baile, del cual se cuidaron bien de participar los jefes de la piratería y los asameses que calzaban botas, para no exponerse al peligro de romperse las piernas.
Sandokan no obstante no omitió tomar, después de la desaparición del sol, las más grandes precauciones, para evitar alguna sorpresa por parte de los dayak, de los que no había tenido ninguna noticia.
Desconfiaba en extremo del griego, ya que sabía cuán vengativo era.
Afortunadamente tenía a mano a los cuarenta guerreros del negrito que lanzó, como centinelas avanzados y muy fieles, a través de la gran floresta, para asegurar absolutamente a su malayos y a los asameses de Yanez de un ataque fulmíneo.
Por otra parte las cuatro espingardas, cargadas hasta la boca de clavos de cobre y de fragmentos de vidrio, estaban listas para dar un mal recibimiento a los feroces cazadores de cabezas.
Pero aquellas precauciones fueron completamente inútiles, porque la noche transcurrió tranquilísima y todos pudieron gustar de un buen sueño, del que tenían ya tanta necesidad.
Algunas horas después de despuntar el sol, Yanez estaba en pleno ejercicio de sus funciones de sargento instructor.
Su voz resonaba como una tromba bajo la bóveda de los grandes árboles, haciendo a menudo estallar de la risa a Tremal-Naik y a Sandokan, que desde lo alto de las plataformas, asistían al espectáculo junto con las mujeres de la tribu.
—Uno... dos... por fila a derecha... giren a la izquierda... carguen... apunten... fuego... al asalto... ¡hurra por el Tigre de la Malasia!
Y no bromeaba el bravo portugués. Cuando un guerrero no estaba listo para moverse, eran santísimos palazos que llovían sobre el dorso del torpe, completamente aprobados por el jefe de la tribu.
Parecía por otra parte que aquellos pobres salvajes, a pesar de su buena voluntad de volverse dignos guerreros del tuan Eropah, tuviesen la cabeza muy dura, porque después de un par de horas sabían menos que antes y todavía no habían conseguido marchar en columna. Quizá no comprendían completamente las órdenes que el portugués impartía con el sonido de los palazos y con los altísimos y rimbombantes comandos.
—¡Por Júpiter atronador...! —exclamó en cierto momento Yanez, que se asaba desde hacía un par de horas bajo el sol ardiente—. ¿Tendré que dejar mi famosa idea? —miró hacia las plataformas.
Sandokan y Tremal-Naik, tendidos a la sombra de los grandes árboles, sobre el margen de la aldea aérea, con las pipas en la boca, lo miraban sonriendo malignamente.
—Parece que se divierten con mis esfuerzos casi inútiles —dijo—. ¡Kammamuri, a mí...!
El maratí, que también gozaba del insólito espectáculo a la sombra de un soberbio pandano y conteniendo a duras penas la risa, escupió la nuez de areca que estaba masticando y se adelantó diciendo con voz grave:
—Presente, general.
—¡Por la muerte de Júpiter...! —gritó Yanez, un poco exasperado—. Me parece que todos ustedes se burlan de mí alegremente.
—En absoluto, general.
—Te he nombrado instructor de las tropas asamesas, porque perteneces a la más fiera casta guerrera de la India.
—Es verdad, señor Yanez.
—Pero jamás te he visto hacer maniobras con mis súbditos.
—Es verdad, señor Yanez.
—Instrúyeme entonces a estos salvajes que parece que tienen el cerebro muy ofuscado. ¡Yo he tenido suficiente!
—Se requiere de un buen bambú para infiltrar en sus cráneos las maniobras de los cipayos.
—El jefe te lo permite.
—Entonces déjeme a mí. Le aseguro, señor Yanez, que dentro de ocho días estos hombres maniobrarán como el 1er. Regimiento de Fusileros de Bengala.
—¡Qué el diablo te lleve...! —gritó Yanez—. Si no lo consigues, te quitaré el cargo de instructor de los regimientos asameses, palabra de honor.
Se agarró a la escala formada por fibras de rotang y subió hacia la aldea aérea, mientras Kammamuri aullaba a todo pulmón a los salvajes atontados:
—¡Marchen... alto... formen en cuadro por la muerte de Shivá, Visnú, Brahma y de todos los cateri de la India...! ¡Adelante...! ¡Alto... de rodillas... fuego... carguen... rompan líneas... en columna... al ataque... estragos generales... barran a los dayak...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Célebes: Es una de las cuatro islas mayores de la Sonda de Indonesia, entre el archipiélago de las Molucas y la gran isla de Borneo.

Palawan: “Palavan” en el original, también conocida como La Paragua, es la isla más grande de la provincia de Palawan, Filipinas. Se mantiene poco desarrollada y silvestre, con abundante vida salvaje, junglas y montañas. Las costas son de arena blanca, lo que se convierte en gran atracción turística.

Mar de la China Meridional: “Mare cino-malese” en el original, también llamado mar de la China. Es parte del océano Pacífico; comprende el área limitada por la costa oriental asiática, desde Singapur al estrecho de Taiwán, y las islas de Borneo y el archipiélago de las Filipinas.

Orinoco: “Orenoco” en el original, es uno de los ríos más importantes de América del Sur que nace y discurre mayormente por Venezuela. Es el cuarto río sudamericano más largo y el tercero más caudaloso del mundo.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 0,5 pie equivalen a 0,15 m.

Kelapa: “Kalapa” en el original, significa “coco” en indonesio.

Udang: “Ud-ang” en el original, significa camarón en malayo.

Huangjiu: “Sam-sciù” en el original, es un tipo de bebida alcohólica china elaborada a partir de grano de arroz, mijo o trigo.

Sir John Dukley: No encontré referencias a este supuesto oficial inglés que se desempeñó en el fuerte William.

Cipayo: “Sipai” en el original, es el soldado indio de los siglos XVIII y XIX al servicio de Francia, Portugal y Gran Bretaña.

Fuerte William: Construido en 1758, está ubicado en la orilla este del Río Hugli en Calcuta. Lleva el nombre del rey Guillermo III de Inglaterra e Irlanda y II de Escocia. Está en frente del Maidan, el mayor parque urbano de la ciudad.

Pandano: El pandano o pandanus es un género de plantas tropicales perteneciente a la familia de las Pandanaceae, repartidas por el Pacífico. Las hojas se utilizan en cestería y cubrir tejados; las frutas se conservan fácilmente y se comen cocidas en caso de escasez.

1er. Regimiento de Fusileros de Bengala: “Primo reggimento dei fucilieri del Bengala”, en el original, no encontré referencias a este regimiento.

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