miércoles, 5 de junio de 2019

XIX. El asalto de los rinocerontes


Ocho días después, malayos, asameses y negritos abandonaban la aldea aérea y el campamento para reanudar su marcha hacia el Kinabalu.
La columna estaba soberbiamente organizada, porque Kammamuri, a fuerza de alaridos y golpes, había conseguido, cosa increíble, transformar a los cuarenta guerreros del jefe en verdaderos soldados, que hubieran podido no verse mal frente al 1er. Regimiento de Fusileros de Bengala, con gran estupor de Yanez, Sandokan y Tremal-Naik.
Decididamente incluso aquel fidelísimo sirviente del ex cazador de la jungla negra había nacido... general de la Confederación maratha, o por lo menos un excelente sargento instructor.
Una treintena de mujeres y otros tantos chicos seguían la columna, llevando valerosamente provisiones de alimentos y de armas, bien custodiados por una fuerte retaguardia comandada por Sapagar.
De los dayak hasta entonces nadie había visto rastros, sin embargo todos sentían por instinto que aquellos feroces cazadores de cabezas no debían haber dejado la gran floresta y que la vigilaban de lejos.
Ya varias veces, por la noche, los negritos que vigilaban alrededor del campo, habían notado sombras humanas deslizarse a través de los grandes árboles y de los rotang, y desaparecer con velocidad fulmínea sin dejar casi ningún rastro. El vengativo griego ciertamente no había abandonado su vigilancia.
La columna, no obstante, provista de casi un centenar de bocas de fuego y apoyada por las cuatro espingardas, tenía, al menos por el momento, muy poco que temer, aún cuando los negritos no fuesen sino malos conscriptos, que cerraban los ojos cada vez que disparaban las carabinas.
Por cuatro días la columna continuó tranquilamente su marcha, haciendo sus etapas sin ser molestada y permitiéndose incluso el lujo de hacer alguna batida para proveerse de animales de caza; pero hacia el ocaso del quinto, cuando ya a lo lejos comenzaban a delinearse claramente, sobre el horizonte ardiente, las altas cimas del Kaidangan, una cadena que surge casi a la mitad de distancia entre la bahía de Marudu y Kinabalu, un acontecimiento, no inesperado no obstante, la detuvo bruscamente.
La columna estaba por acampar en medio de un pequeño claro, abierto quizá por alguna carrera de elefantes, porque yacían en el suelo innumerables troncos de árboles que parecía hubiesen sido violentamente quebrantados, cuando el negrito, que guiaba siempre la vanguardia y que observaba atentamente todo, se acercó a Kammamuri, por el cual manifestaba siempre una particular afección, diciéndole con su voz gutural:
—¡El enemigo...!
—¿Dónde? —preguntó el maratí estupefacto, porque hasta entonces no había notado nada alarmante.
—Descienden del Kaidangan.
—¿Tienes dos telescopios fijados delante de los ojos? Yo no veo nada.
—No conozco esas bestias —respondió ingenuamente el hijo de las selvas.
—No es necesario que en este momento te explique qué bestias son. Será para otra vez. ¿Dónde está este enemigo que no veo?
—Desciende la montaña, te he dicho, orang.
—¿De qué parte?
—¿No ves aquellos puntos luminosos, allá arriba, correr sobre los flancos del Kaidangan?
—Son luciérnagas.
—Te equivocas, orang.
—¿Qué crees que son entonces?
—Bestias grandes.
—¡Que llevan en la boca antorchas!
El salvaje hizo un movimiento de impaciencia.
—No bromee, orang —dijo con voz grave—. Dentro de poco estarán aquí y barrerán nuestro campamento. Los cortadores de cabezas están detrás de aquellas grandes bestias.
—Que Shivá me ahogue en el océano de leche de la gran serpiente, si entiendo a este hombre —dijo Kammamuri—. Quizá el Tigre de la Malasia, que conoce este país mejor que yo y que comprende más que yo la lengua de estos hombres, entienda mejor.
Plantó al negrito, que miraba siempre, con cierta ansiedad, las pendientes boscosas del Kaidangan, y fue a informar a los jefes de la expedición cuanto había oído. Sandokan, Yanez y Tremal-Naik, que marchaban con el grueso de la columna, llegaban en aquel momento al claro, en medio del cual los malayos, ayudados por los asameses de la vanguardia, habían ya rápidamente construido diversos attap para repararse de la humedad de la noche que a menudo causa la llamada fiebre de los bosques o fiebre negra, que en veinticuatro horas, e incluso menos, manda al otro mundo al hombre más robusto.
—Si el negrito no está tranquilo, quiere decir que algún peligro nos amenaza —dijo Sandokan, después de haber escuchado atentamente a Kammamuri—. Conozco a estos hijos de las selvas y sé que su instinto no los engaña nunca. ¿Dónde están estos fuegos?
—Descienden las montañas.
—¿Y tú crees que son luciérnagas?
—A mí me lo parecen.
—Estamos a un par de millas de la base del Kaidangan. ¿Cómo quieres tú, mi bravo Kammamuri, distinguir un insecto fosforescente a tanta distancia?
—¿Es que tus ojos se han vuelto, de pronto, catalejos de marina? —preguntó Yanez—. Es verdad que Brahma, Shivá y Visnú hacen de vez en cuando milagros sorprendentes.
—En los cuales yo jamás he creído —añadió Tremal-Naik.
—Vamos a ver estos fuegos misteriosos —concluyó Sandokan.
El negrito se había trepado sobre un betel, que lanzaba su delgado tronco a quince o veinte metros de altura, y agarrado a las larguísimas hojas, escrutaba atentamente la llanura que se extendía más allá de la floresta, hasta la base de la montaña.
—¿Qué ves entonces? —le preguntó Sandokan.
—Siempre los fuegos.
—¿Qué son?
—No lo sé todavía, orang —respondió el hijo de las selvas—. Ahora corren a través de la llanura con velocidad inaudita.
—¿No son luciérnagas?
—No, orang: son bestias grandes.
—Jamás he visto bestias grandes que sean luminosas.
—Espera, orang.
—¿Entiendes algo tú, Yanez, en todo este asunto? —preguntó Sandokan, volviéndose al portugués, que estaba comiendo tranquilamente una soberbia banana ofrecida por Sapagar.
—Nada en absoluto, hermanito.
—Sin embargo este negrito no puede equivocarse.
—Será como digas.
—Parece que te interesas más en tu banana, que en el peligro que nos amenaza —dijo Sandokan.
—Por el momento sí: está verdaderamente deliciosa. Jamás las he comido tan exquisitas, ni siquiera cuando estaba en la corte de Surama.
—Concluyes algo.
—Esperemos.
—¿Pero qué crees que son aquellos fuegos?
—Serán estrellas fugaces.
En aquel momento retumbó un disparo, seguido por un grito.
—Sapagar, ¿quién ha hecho fuego? —gritó Sandokan.
Varios malayos y no pocos asameses se precipitaron hacia un denso arbusto que se extendía hacia uno de los cuatro ángulos del campamento.
Voces resonaban en la oscuridad.
—¡Buen tiro!
—¡Una bala en la frente...!
—¡Los bribones están alrededor...!
—¡No, era un espía...!
—¡Bien golpeado!
Sandokan, Yanez y Tremal-Naik se habían precipitado a su vez hacia el arbusto.
—¿Qué has matado, entonces? —preguntó el primero, abriéndose paso.
—A uno de aquellos malditos dayak, amo —respondió Sapagar, que había sido uno de los primeros en acudir—. Aquel perro nos espiaba y quizá esperaba un buen momento para descargarnos encima alguna docena de flechas envenenadas.
—¡Arrójalo a los tigres o a las panteras!
—¡A las armas...! —gritó en aquel mismo momento el negrito.
—¡Uf...! —exclamó Yanez—. Esta noche no se puede dormir, ni fumar un cigarrillo. Es verdad que nuestras carabinas amenazan con oxidarse. Eh, Kammamuri, tú que has sido el sargento instructor de estos salvajes, haz formar un cuadro más o menos regular. Yo me encargo de mis asameses.
—¡No...! —gritó Sandokan—. Ya he comprendido de qué se trata. Es una vieja estratagema de los dayak de estas regiones. ¡Rápido...! Ocupen las ramas de los árboles más gruesos y estén listos para hacer fuego. Primero los niños y las mujeres.
—¿Qué nos arrojan encima entonces estos canallas? —preguntó Yanez, que conservaba su calma habitual y no parecía que tuviese mucho apuro de ponerse a salvo.
—No pierdas tiempo, hermano —respondió el Tigre de la Malasia—. Sígueme arriba, entre las ramas de aquel magnífico pombo. Resistirá a los golpes de aquellos brutos.
—¿De qué brutos? Te pones misterioso.
Sandokan, en vez de responder, se lanzó hacia el gigantesco árbol, se agarró a los festones de rotang y nepentes y se izó rápidamente, seguido de súbito por Tremal-Naik y Sapagar, que ayudaba a Nasumbata.
También todos los otros subían precipitadamente a las plantas más robustas, entre los alaridos de las mujeres y los gritos de los niños.
Yanez, viéndose solo, creyó oportuno imitar aquella maniobra de cuadrumano y alcanzar prontamente a Sandokan.
—Ahora me explicarás qué espantoso cataclismo está por derramarse sobre nosotros —dijo el pirata, cuando estuvo bien acomodado sobre la bifurcación de una gruesísima rama.
—¿No oyes?
—Sí, un estruendo lejano que parece producido por el galope desenfrenado de un número considerable de pesados animales y que nosotros ya hemos oído cuando hemos asistido a la emigración de los búfalos.
—Pero esta vez no se trata de animales cornudos; pero de animales mucho más narigones en cambio.
—¡Narigones...! —exclamó el portugués mirándolo con estupor—. ¿Son elefantes?
—No, rinocerontes; y estoy segurísimo que no me equivoco.
—¿Son criadores de estas grandes bestias los dayak de tu país? Aquí hay algo que no sabía.
—Los utilizan para la guerra, y los que capturan en las trampas los conservan para arrojarlos contra los enemigos. Entenderás muy bien, Yanez, que difícilmente se puede resistir a semejante carga, especialmente si ocurre en un llanura.
—¿Y cómo los azuzan y dirigen?
—Con fuego. Ahora verás trabajando a los conductores de aquellas bestias. Los rinocerontes ya han entrado en la floresta y se dirigen hacia nosotros.
—Me tienen sin cuidado.
—¡Ya, porque estás seguro sobre un árbol que resistiría incluso el golpe de diez elefantes!
—Puede ser, Sandokan —respondió Yanez.
A breve distancia se oían golpes tremendos y silbidos agudísimos, que sonaban como “niff-niff” poderosísimos.
Los rinocerontes corrían a lo loco, vueltos furiosos por los hombres que los guiaban.
—¡Listas las armas...! —gritó Sandokan a sus hombres, que se encontraban agarrados, en un desorden pintoresco, entre las grandes ramas de los altísimos árboles.
—Y no olviden sobre todo procurarnos una abundante cena —añadió Yanez—. La carne de los rinocerontes no es luego tan mala como se dice.
El fragor aumentaba a cada momento con un crescendo impresionante.
Bajo los árboles se veían como líneas de fuego cruzarse, dispersarse y luego nuevamente reunirse.
—Eh, Sandokan —dijo Yanez, que jamás estaba callado más de diez minutos—, tú que conoces, como he comprendido, el modo de guerrear de estos condenados cazadores de cabezas, ¿no podrías explicarme la presencia de aquellos fuegos?
—Son precisamente aquellos, amigo, los que vuelven terribles a los rinocerontes.
—¿Y cómo?
—Todas aquellas bestias tienen ensartado en el cuerno un atado de bambú seco.
—Entiendo. Corriendo, la llama se reaviva, y las pobres bestias se queman la nariz y también la frente.
—Y se enceguecen.
—¡Astutos aquellos salvajes!
—Aquí están.
—Estamos listos para recibirlos.
Los rinocerontes habían ya llegado a brevísima distancia y se precipitaban a través de la floresta con ímpetu irresistible, conectados entre ellos por sólidas cadenas de acero natural.
Los desgraciados animales llevaban, ensartados en el cuerno, atados de madera untada con resina, y eran seguidos y flanqueados por una cincuentena de dayak que los pinchaban despiadadamente con largas lanzas para dirigirlos. Los jóvenes árboles y los arbustos, segados por las cadenas, caían de golpe. Cuando no obstante la tropa se tropezaba con un gran árbol, que ni siquiera los elefantes hubiesen podido derribar, los animales quedaban patas para arriba mandando clamores ensordecedores, porque aquellas caídas provocaban lluvias de chispas, que no debían dejar de producir quemaduras dolorosísimas.
Era aquel el momento más difícil para los dayak, sin embargo aquellos bribones, con golpes de lanza, conseguían volver a poner en camino a los pesados animales y hacerlos retomar la ruta que deseaban.
La tropa que estaba por barrer el claro se componía solamente de una quincena de rinocerontes. ¡Ay no obstante si aquellas masas hubiesen sorprendido a los malayos, los asameses y los negritos bajo los attap! Habrían pasado sobre sus cuerpos y seguro un buen número habría sido destripado o arrojado al aire, furiosos como estaban.
Afortunadamente el negrito había dado la alarma a tiempo, y Sandokan había enseguida adivinado el peligro.
Los rinocerontes, después de haber dado otro vuelco delante de un grupo de durián, y de casuarinas, cuyos fuertísimos y gruesísimos troncos no habían cedido ni a las masas, ni a las cadenas, se lanzaron a lo loco a través del campamento, arrasando, de un golpe solo, los ligeros cobertizos construidos por los malayos, pero fueron a chocar contra otro grupo de grandes plantas.
Se vio entonces un espectáculo espantoso. Los pobres animales, que ya debían haber perdido la vista, a causa de la incesante lluvia de chispas que caía de los atados de bambú fijados en sus largos cuernos nasales y que no se habían aún apagado, detenidos bruscamente en su loca carrera, se enarbolaron como si hubiesen imprevistamente enloquecido, luego se derribaron los unos a los otros, en una confusión indescriptible chamuscándose recíprocamente.
Los dayak encargados de guiarlos estaban por precipitarse contra ellos para obligarlos a reanudar la carrera, cuando la voz tintineante, metálica, de Sandokan resonó, cubriendo por un instante los clamores espantosos de los colosos:
—¡Fuego sobre los hombres...!
Una descarga, luego una segunda, por consiguiente una tercera atronaron.
Malayos, asameses y negritos disparaban furiosamente.
Los dayak espantados por aquel continuo fragor y por los silbidos de los proyectiles, dejaron que los rinocerontes se cuidaran solos, y escaparon con velocidad fulmínea, dejando sobre el terreno una decena de cadáveres.
—¡Piensen en la cena...! —gritó Yanez, que ni siquiera se había dignado a desperdiciar una bala.
Los rinocerontes se habían finalmente vuelto a levantar y casi todos libres, habiendo partido las cadenas que los contenían en este último y más formidable choque.
Uno no obstante había quedado tendido contra el colosal tronco de un durián. En la carga desesperada se había quebrado el cráneo y su hocico se asaba, esparciendo alrededor un nauseabundo olor a carne quemada.
Bastaron pocos tiros de fusil para poner en fuga a los otros y despejar el campamento, no obstante ya reducido a tristísimas condiciones, porque ni siquiera un attap permanecía en pie.
—He aquí que la fiesta terminó —dijo Yanez, haciéndose dar por Tremal-Naik un cigarrillo—. Querría ver en este momento el rostro de aquel perro griego. No estará por cierto demasiado contento del pésimo éxito es esta carga de nuevo tipo. Podemos descender, Sandokan.
—Creo que ya no hay ningún peligro para acampar. Supongo que los dayak no tendrán otra banda de rinocerontes a su disposición. Por el momento nos dejarán tranquilos, aún cuando espere por parte de ellos muchas otras sorpresas. El rajá del lago nos disputará encarnizadamente el terreno.
Se agarraron a los calamus rotang y se dejaron deslizar hasta tierra.
Los malayos, los asameses y los negritos los habían ya precedido y se habían arrojado sobre el rinoceronte con los parang en puño, trabajando encarnizadamente para cortarlo en pedazos, empresa menos fácil de la que se podía creer, porque aquellas bestias tienen una piel tan resistente, como para desafiar impunemente a las balas de los viejos fusiles, y costillas tan fuertes, como para poner a dura prueba a las mejores hachas.
Algunos malayos no obstante se habían prontamente ocupado de la reconstrucción de los attap, trabajo mucho más fácil que el desmembramiento del coloso.
—Eh, Sandokan —dijo Yanez siempre de buen humor—. ¿No regresarán los rinocerontes? Si están ciegos, es probable que regresen a nuestros pies.
—No descarto este peligro —respondió el Tigre de la Malasia—. Pero esperemos que hayan escapado muy lejos y que no vengan más a fastidiarnos.
—Por otra parte estaremos listos para recibirlos —añadió Tremal-Naik, que ya se había tranquilamente tendido bajo el primer attap reconstruido.
—Y que nos dejen cenar sin molestarnos —dijo Yanez—. ¡Uf! ¿Y los dayak?
—No te preocupes por ellos —respondió Sandokan—. Deben tener un miedo endiablado de nosotros, y por ahora, habiendo visto que fue inútil su intento por destruirnos de un golpe solo, nos dejarán tranquilos. Los volveremos a encontrar más adelante. Eh, Sapagar, te encomiendo la cena. No será demasiado delicada, pero la gozaremos igualmente. Estamos habituados a las grandes presas de caza.
Los negritos ayudados por sus mujeres, habían ya hecho abundante recolección de leña y habían encendido siete u ocho hogueras, suficientes como para asar una docena de búfalos salvajes.
Enormes trozos de carne, arrancados al esqueleto del pobre rinoceronte se asaban ya, crepitando alegremente.
Los niños, aún cuando en los alrededores pudiesen haber todavía dayak, recogían mangos, pombos, bananas y durianes, trepándose, con la agilidad de verdaderos simios, sobre los árboles más altos.
Sapagar en cambio se ocupaba de asar para sus amos anchas rebanadas de frutos de árboles del pan, que si no se asemejaban por gusto a la verdadera miga de trigo amasado, podían pasar por rebanadas de calabaza cocinadas al horno con un ligero sabor a alcaucil.
La velada se anunciaba espléndida. La luna había salido e inundaba, con sus rayos azulados el claro, y de las no lejanas montañas descendían, de vez en cuando, ligeras ráfagas de aire fresco y perfumado. En la gran floresta reinaba un silencio profundo, roto solo por el leve susurro del follaje.
—He aquí una noche deliciosa, que nos recuerda aquellas templadas y perfumadas de Assam, ¿verdad, Tremal-Naik? —dijo Yanez.
—Verdaderamente estoy ocupado olfateando el aroma del asado —respondió el indio—. He visto demasiadas en la jungla negra y eran precisamente las más bellas las que normalmente eran las más peligrosas.
—Te vuelves un pájaro de mal agüero —dijo el portugués—. Cuando estos indios no ven más el Ganges, se vuelven fúnebres.
—Todavía no ha despuntado el sol.
—Si estuviese en mi poder, les mandaría un mensajero para decirles que muestren sus caras gordas después de las nueve. ¡Ah...! ¡Aquí está Sapagar...! ¿Quién diría que la carne de un rinoceronte emana, cuando está bien asada, un olor tan apetitoso?
—Yo, que lo he comido a menudo, cuando era todavía casi un niño —dijo Sandokan.
—Tú eras entonces medio salvaje y no tenías derecho de juzgar. Aquí hay un hombre civilizado, un tuan Eropah, como nos llaman a los europeos los malayos, y me concierne solo a mi dar un juicio exacto. ¡Por Júpiter...! ¿Es que los rinocerontes son efectivamente suculentos? Si es verdad daré órdenes a mis grandes cazadores de Assam de capturarme al menos uno por semana, y al primer cocinero de asarlo entero, y perfectamente, si quiere permanecer largamente en la corte de Surama, la mujer del príncipe consorte.
—Y en parte rajá —dijo Tremal-Naik.
—Maharajá, es más —añadió Sandokan.
Sapagar, seguido por cuatro o cinco mujeres negritas, había hecho su entrada bajo el attap, llevando triunfalmente sobre una doble hoja de banano un asado colosal, capaz de servir a veinte personas, mientras sus ayudantes llevaban, también sobre hojas de bananos, anchas rebanadas del fruto del árbol del pan bien asadas y pirámides de pombo y de bananas.
—¡Pero este es un verdadero banquete! —exclamó Yanez—. ¿Podría tener también, señor mayordomo o cocinero mayor, un poco de vino?
—Hemos descubierto, señor, una arenga saccharifera, y mis hombres la están sangrando.
—Si un día te decidieses a venir a la corte de Assam, te haré nombrar primer cocinero de corte.
—Prefiero trabajar con el parang, señor —respondió el malayo, riendo—. Dá mayores emociones.
—¡Verdugo y bandido...! Renuncias a una posición honorable para mantenerte pirata.
—Como si tú jamás lo hubieses sido —dijo Sandokan bromeando.
—Entonces defendíamos Mompracem contra los leopardos ingleses que querían devorársela.
Oyendo nombrar a su isla, una sombra ofuscó la frente de Sandokan.
—Ahí está conmovido —dijo Yanez, que se había percatado.
—¡Sabes que daría por un pedazo solo de aquella tierra todo el reino de mis ancestros!
—Conténtate con conquistar eso, por ahora.
—Sí, por ahora.
—Y con dar un buen golpe de diente a este asado. Siempre tendremos tiempo volver a hablar de aquel asunto, que también es importante para mí.
Se hizo dar por Tremal-Naik el talwar y se puso a cortar, en grandes rebanadas, el trozo de rinoceronte.
Se habían puesto a comer con buen apetito, acompañando la carne, un poco coriácea, es verdad, pero muy sabrosa, con el fruto del árbol del pan y con alguna banana, cuando un silbido estridente resonó a breve distancia del attap, seguido por un golpe ensordecedor de ramas y árboles.
—¡Los rinocerontes que regresan...! —gritó Yanez, brincando hacia su carabina—. ¡He aquí una buena cena estropeada!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Confederación maratha: “Stati Maharatti” en el original, también conocido como Imperio maratha, fue una organización estatal que existió en el subcontinente indio entre 1674 y 1818. Al momento en que transcurre la acción, el Imperio maratha formaba parte del Raj británico en forma de varios distritos dentro de otros estados.

Kaidangan: El Gunung (montaña en malayo) Kaidangan es un monte de unos 380 metros, que se encuentra en el estado de Sabah (Malasia), al sudeste de la bahía de Marudu.

Océano de leche: “Mar di latte” en el original, si bien la traducción literal sería “mar de leche”, es uno de los mitos fundamentales del hinduismo que se denomina “samudra manthana” (batido del océano) al “batido del océano de leche” que no es precisamente el Vaikuntha.

Betel: Planta trepadora de la familia de las Piperáceas. Tiene cierto sabor a menta y estimula la producción de saliva. Es usado para prevenir diarreas y parásitos intestinales así como tos, asma y halitosis.

Maharajá: “Maharajah” en el original, son los príncipes de la India.

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