lunes, 17 de junio de 2019

XX. Cargas furiosas


Los malayos, asameses y negritos, que estaban hartándose de carne de rinoceronte alrededor de las gigantescas hogueras, se habían todos levantado precipitadamente arrojándose sobre las pilas de carabinas, porque ni siquiera a ellos había escapado aquel amenazador “niff-niff”.
Si se hubiese tratado de un solo animal, quizá no hubieran estado muy preocupados; pero sabiendo que muchos otros vagaban por la floresta y completamente ciegos, no había mucho de qué reírse.
Aquellas masas, irritadas por las quemaduras, podían de un momento a otro regresar instintivamente sobre sus pasos y arrollar campamento y acampantes, sin que ninguna fuerza humana hubiese podido contener aquel impulso poderoso, espantoso. No obstante era cierto que los árboles todavía estaban ahí para ofrecer otra vez un asilo segurísimo.
Si no muchos, uno por lo menos de aquellos desgraciados animales circundaba en las cercanías del campo desahogando su rabia y sus dolores contra los arbustos y contra las plantas de tallo poco grueso.
Se oían crujidos que se volvían siempre más ruidosos y también el golpear sonoro de la cadena contra los troncos.
—Creo —dijo Yanez—, que estos animales nos darán más molestias ahora que cuando se movían al asalto de nuestro campamento. Si no nos ven más, sabrán igualmente guiarse con el olfato, y me han afirmado los cazadores que los rinocerontes lo tienen finísimo.
—Es verdad —confirmó Tremal-Naik.
—Y precisamente por esto estoy decidido, si se presta la ocasión, de terminarla con aquellos peligrosos brutos —dijo Sandokan—. Sapagar, haz refugiar a las mujeres y a los niños sobre los árboles, y nosotros preparémonos para dar batalla, por ahora, a aquella gran bestia que se divierte con masacrar las plantas. Será uno menos que se arroje sobre la columna cuando hayamos reanudado la marcha.
Esperó a que la orden hubiese sido cumplida, luego se movió intrépidamente hacia la floresta, seguido por Yanez, Tremal-Naik y por media docena de malayos escogidos entre los mejores tiradores, mientras los otros se disponían en doble fila, al comando de Sapagar y Kammamuri, para cortar el camino al animal y fulminarlo antes de que pudiese atravesar el claro.
El estrépito continuaba en medio de un densísimo matorral de sagú y de arecas, envuelto estrechamente por verdaderos montones de grandes y tenacísimos calamus.
Parecía que la gran bestia se hubiese aprisionado a sí misma y que, no encontrando más la salida, porque debía haber perdido la vista, intentaba abrirse otro pasaje con golpes de cuerno.
—Lo sorprenderemos ahí dentro —dijo Sandokan, que avanzaba cautamente.
Estaba por aferrarse a los calamus, no habiendo ni siquiera él encontrado una abertura, cuando oyó al rinoceronte mandar una especie de alarido, seguido casi de súbito por otro más rauco y bastante menos sonoro.
—¿Qué pasa, Sandokan? —preguntó Yanez, mientras en el interior del matorral se oían quebrar árboles y arbustos—. Se diría que bajo aquellas gigantescas hojas sucede algún terrible combate.
—El rinoceronte debe haber sido asaltado —respondió el Tigre de la Malasia.
—¿Por quién?
—Por alguna pantera que se encontraba emboscada. No se acerquen al matorral: apunten las carabinas y estén listos para hacer fuego.
El rinoceronte mandaba gritos espantosos alternados con silbidos agudísimos, a los cuales respondían siempre los raucos rugidos que no se asemejaban en absoluto a los formidables e impresionantes “ha-hug” de los tigres borneanos, que si bien son más pequeños que los indios, no son menos sanguinarios.
Los troncos de sagú y de las arecas oscilaban espantosamente, como si una catapulta los percutiese con ímpetu irresistible, y las gigantescas hojas se retorcían borrascosamente, como si un huracán hubiese repentinamente estallado.
Sandokan, viendo que ninguno de los combatientes conseguía abrirse paso, a pesar de los sabios consejos de Yanez y Tremal-Naik, con su habitual temeridad, por segunda vez se aferró al calamus, sosteniendo la carabina con los dientes apretados contra la correa.
Se elevó por tres o cuatro metros, luego descendió rápidamente.
—¿Entonces? —preguntaron Yanez y Tremal-Naik.
—No me había equivocado: el rinoceronte ha sido asaltado por una pantera negra —respondió el Tigre de la Malasia.
—¡Pobre diablo! —exclamó el portugués—. Ha perdido la vista, y ahora prueba las garras, duras como el acero, de aquella fea bestia. ¿Se abre paso?
—Está trabajando furiosamente por escapar de aquella trampa. Se ha metido dentro de una verdadera red de rotang, y tendrá no poco que hacer para desfondarla. Cuidado con hacerse embestir y derribar. La bestia estará medio loca de rabia y de dolor.
—Lo estará completamente —dijo Yanez—. Por mi parte, me preocupa no obstante más la pantera que el rinoceronte. Será a aquella a la que dispararé mis dos tiros y que...
Un estruendo formidable le interrumpió la frase.
El rinoceronte, con una última y más poderosa carga, había conseguido desfondar su prisión vegetal y se arrojaba al claro, llevando sobre su dorso, estrechamente agarrada, a una soberbia pantera negra que no cesaba de trabajar ferozmente con los dientes y con las garras sobre la dura piel de su adversario.
Sandokan, Yanez, Tremal-Naik y los seis malayos se habían arrojado precipitadamente por una parte para no correr el peligro de ser arrollados por el animalazo o asaltados por la pantera que en ese momento podía volverse más tremenda que el pobre ciego.
La voz del portugués resonó bajo los árboles:
—Para mí la piel negra y blanda: ¡para ustedes la dura!
Luego una descarga atronó, desatando el eco de la gran floresta y propagándose bastante lejos.
El rinoceronte, golpeado probablemente por varias balas, se había bruscamente alzado, mostrando su cuerno nasal ya medio consumido por el fuego, luego se había desplomado de golpe a tierra, agitando desesperadamente sus patas enormes.
La pantera, más ágil, se había arrojado a un lado, mirando, con sus ojos fosforescentes, a los cazadores.
—Es mía —dijo Yanez que había reservado sus tiros—. Que nadie me la dispute.
Había apuntado la carabina.
La bestia, sorprendida de encontrarse delante de tantos hombres, se había recogido sobre sí misma, gimiendo sordamente, lista no obstante para intentar un ataque desesperado.
Yanez, tranquilo como si se hubiese encontrado delante de un blanco cualquiera, ya la había puesto en la mira. Atronó una detonación seca, luego otra.
La pantera dio vueltas dos veces por tierra gimiendo, luego, aún cuando perdiese sangre en abundancia por el hocico y por el hombro derecho, con un movimiento fulmíneo se volvió a levantar y recogiendo sus últimas fuerzas se arrojó sobre el grupo de cazadores que se encontraban en aquel momento ocupados en recargar las armas.
Sandokan, que conocía la extraordinaria vitalidad de aquellas bestias, estaba en guardia, aún cuando tuviese plena confianza en la habilidad del portugués.
Extraer la cimitarra y cerrar el paso a la fiera, fue cosa de un sólo instante.
El arma centelleó y cayó con gran fuerza, cortando claramente la cabeza del enfurecido animal.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez, con cierto estupor—. ¿Se requiere entonces un cañón para derribar a estas panteras? ¡Sin embargo no he perdido mis balas!
—Me esperaba semejante golpe —respondió Sandokan—. Conozco la vitalidad extraordinaria de estas bestias.
—Pueden competir con los tiburones.
—Es precisamente así, Yanez.
—Qué pecado no tener un poco de frío.
—¿Por qué?
—Aquella espléndida piel podría servirme.
—Puesto que te pertenece, la haré sacar, y te servirá durante la noche para defenderte de la humedad del terreno. Más avanzaremos, y más encontraremos tierras bastante pantanosas y no te disgustará poseerla. Nos ocuparemos mañana a la mañana. Me parece que ahora tenemos derecho de tomar un poco de reposo, después de tantos sucesos.
—No hemos comido las frutas.
—¡Ah! ¡Yanez! ¿Cuándo dejarás de ser tan despreocupado? —dijo Tremal-Naik.
—Cuando tenga cien años —respondió el portugués—. ¡Por Júpiter...! ¡No estoy aún decrépito...! ¡Bah...! Las frutas las comeremos mañana en el desayuno.
Regresaron al campamento, donde malayos, asameses y negritos esperaban todavía la carga del rinoceronte, hicieron descender de los árboles a las mujeres y a los niños, dispusieron doble centinela hacia los ángulos de la floresta y después de haber intercambiado cuatro palabras con el jefe de los negritos y con Nasumbata, se arrojaron en medio de las frescas hojas no olvidándose de poner cerca sus carabinas y sus armas de corte.
También aquella noche, caso milagroso, pasó tranquilísima.
Los rinocerontes debían haberse alejado mucho, y los dayak, después de la dura lección recibida, habiendo ya comprendido que tenían delante de ellos a una columna muy resistente y formada por hombres resueltos a defenderse hasta lo último, debían haber renunciado, al menos por el momento, a ir a una eficaz ofensiva.
A los primeros albores Sandokan, seguro ya de haber profundamente impresionado a los guerreros del rajá blanco, después de la inútil carga de los rinocerontes, daba la señal de la partida y la columna reanudaba su marcha para alcanzar las faldas del Kaidangan, donde contaba con descansar algunos días antes de impulsarse hacia las montañas del Kinabalu y descender por consiguiente hacia el lago homónimo.
Debemos no obstante decir que nadie estaba seguro de realizar aquella marcha, sin algún otro extraordinario suceso.
Especialmente Sandokan, Yanez y Tremal-Naik esperaban a cada paso alguna mala sorpresa por parte del griego o de los rinocerontes que corrían de un lado al otro por las florestas a lo loco.
En efecto la columna marchaba por un par de horas a través de una densa floresta, constituida casi exclusivamente por bananos silvestres, cuyas inmensas hojas proyectaban una semi oscuridad, cuando la gruesa vanguardia, formada por malayos y negritos, se paró otra vez bruscamente, formando un pequeño cuadro más o menos regular, como decía Yanez.
—Esta es una magnífica marcha como para emboscar —dijo Tremal-Naik—. ¿Por cuántos días la tendremos todavía?
—Hasta que no lleguemos a las orillas del lago —respondió Yanez.
Sandokan se había apresurado a alcanzar a la vanguardia que estaba comandada por Kammamuri.
—¿Qué esperas, amigo? —le preguntó—. No será por cierto para darnos una prueba de tu habilidad de instructor que habrás hecho detener a nuestros exploradores, me imagino. No sería este un buen momento.
—No, señor —respondió el maratí—. Las maniobras se hacen en tiempos de paz y no de guerra. La floresta se agita.
—¡Si no sopla la más ligera brisa en este momento!
—Sin embargo la floresta no está tranquila.
—¿Los dayak avanzan?
—Creo en cambio, capitán, que son otra vez aquellos malditos rinocerontes, que no saben por cierto a dónde ir, si es verdad que han perdido la vista.
—No querría tener sus ojos, amigo. Deben estar completamente ciegos.
—¿Oye, señor?
Mientras el pequeño cuadro conservaba una inmovilidad absoluta, teniendo las carabinas apuntadas para todas partes, incluso contra el grueso de la columna, porque el famoso instructor de las tropas asamesas había enseñado, especialmente a los negritos, de ponerse sobre las cuatro líneas, Sandokan se puso a escuchar, acercándose las manos a las orejas para poder mejor recoger los más leves ruidos.
—¡Saccaroa! —murmuró finalmente, volviéndose a levantar—. Tienes el oído finísimo, mi querido Kammamuri. Es verdad que has vivido en los Sundarbans muchos años con tu amo. Animales corren de un lado para el otro por la floresta.
—Son aquellos simpatiquísimos rinocerontes —dijo Yanez, que los había alcanzado—. ¡Qué graciosos animalazos...!
—Precisamente, creo que has adivinado, hermano —respondió Sandokan.
—¡Te había dicho de exterminarlos, antes de dar el comando de avanzar!
—¿Y por qué no has ido tú a capturarlos por el cuerno?
—¡Por Júpiter...! ¿Y me preguntas por qué? Si los atados de madera que les regalaron, con poco placer por cierto, los dayak, se los habían chamuscado, ¿por dónde querías tú que los capturase?
—Por la cola —dijo Tremal-Naik, que también se había arrimado a la vanguardia.
—Y tú, gran cazador de los Sundarbans, ¿por qué no has ido a capturarlos por la nariz?
—Porque el fuego debe habérselas quemado.
—Es verdad, amigo —respondió Yanez seriamente—, mientras la cola estaba demasiado lejos del cuerno nasal. Será para otra vez, cuando renazca con la fuerza de Sansón.
—¿Quién es ese? —preguntó Tremal-Naik.
—Un personaje que los indostanos jamás han conocido. Tú no eres cristiano y jamás has leído La storia sacra.
Quién sabe qué estaba por responder el indio, si un grito, o mejor dicho un comando seco, lanzado por Kammamuri, el famoso instructor de los guerreros de los bosques, no hubiese interrumpido aquella extraña disputa.
—¡De frente, avancen...!
—¡Pero este es un general, nacido para comandar clavos...! —exclamó Yanez.
—¿Qué quiere decir eso? ¡Pobres tropas asamesas! ¡Y los maratíes se jactan de ser los primeros guerreros de la India!
Con estupor por otra parte vio a la vanguardia romper con precisión y con rapidez extraordinaria el cuadro y disponerse en dos líneas, la primera de rodillas, la otra de pie, en posición para hacer fuego, presentando un magnífico y solidísimo frente.
—Yo calumniaba hace poco a mi sargento instructor —dijo, entre cómico y serio, a Sandokan y a Tremal-Naik—. Y ahora me veo obligado a tragarme aquellas apreciaciones injuriosas para un hombre de armas. ¡Kammamuri...! —gritó luego—. Te nombro coronel en el campo de batalla de las tropas de la rani de Assam. Tú morirás como gran mariscal.
—Prefiero vivir largo tiempo como sargento instructor —respondió el maratí.
—Coronel, te he dicho.
—Buenísimo, Alteza; coronel.
Un gran estrépito de risa siguió a aquella cómica respuesta. Aquellos hombres extraordinarios se divertían alegremente ante un peligro que podía ser gravísimo. Mientras tanto, en medio de la densísima floresta, los fragores continuaban.
Parecía precisamente que animales enloquecidos se arrojasen en todas las direcciones, ávidos de estragos y destrucciones.
Que fuesen los rinocerontes conducidos a la carga por los dayak la noche anterior, no había duda, porque de vez en cuando se oían sus alaridos formidables que lanzan solamente cuando están furiosos, porque su grito usual, como habíamos dicho, no es sino una especie de “niff-niff” un poco estridente, pero nada más.
—¡Se diría que en medio de aquellas plantas hay veinte catapultas! —murmuró Yanez—. Los dayak no obstante jamás han sabido fabricar aquellas antiquísimas máquinas; por consiguiente por esa parte estoy perfectamente tranquilo.
Alaridos estallaron en aquel momento detrás de él, seguidos por varios tiros de carabina.
El grueso de la columna escapaba, mientras continuaba disparando, precedido por las mujeres y los niños que chillaban desesperadamente.
Sandokan, Yanez y Tremal-Naik se habían lanzado adelante, mientras Kammamuri ordenaba a su vanguardia otro cambio de frente.
Tres rinocerontes, que tenían el cuerno nasal medio consumido por el fuego y que llevaban alrededor de las patas posteriores pedazos de cadenas, guiados por su instinto, habían aparecido entre los árboles, y después de una breve indecisión se habían arrojado contra la columna, cargando a fondo. No debían no obstante estar solos, porque en la floresta otros clamores se oían.
Un rinoceronte había caído enseguida bajo las primeras descargas; pero los otros dos, aun cuando debieron haber recibido no pocas balas, habían continuado su carrera.
La columna se había ido a la ruina. Incluso los malayos, el gran núcleo de la expedición, habían escapado, salvándose detrás de los troncos de los árboles para no hacerse destripar por los terribles cuernos de los animalazos.
Sandokan y sus dos compañeros enfrentaron resueltamente, con pie firme, a uno de los dos sobrevivientes, mientras Kammamuri hacía disparar una decena de fucilazos contra el tercero.
—¡Apunten a los ojos! —había gritado el Tigre de la Malasia—. ¡Y a la articulación de los hombros!
Seis tiros de carabina partieron formando casi una sola detonación, y también el segundo rinoceronte cayó. El tercero en cambio había pasado a carrera desenfrenada delante de la vanguardia resistiendo la descarga y había vuelto a entrar en la floresta dejando detrás grandes manchas de sangre.
—¡Uf...! —exclamó Yanez que recargaba tranquilamente su carabina—. Se diría que estos animalazos se han vuelto efectivamente aliados de los dayak. Sin embargo no deberían estar agradecidos con ellos, a los que le deben la ceguera. En este mundo no se entiende más nada.
—Yo entiendo no obstante una cosa —dijo Sandokan.
—¿Cuál?
—Que el asunto no está todavía terminado, porque hay otras grandes bestias en medio de los matorrales y que buscan abrirse paso para llegar hasta nosotros.
—No se diría que están ciegos.
—Sin embargo, verás que nos caerán encima. Es absolutamente necesario exterminarlos; si no los derribamos a todos, no nos darán un momento de descanso.
—Entonces déjame a mí —añadió Yanez—. ¡Coronel Kammamuri...!
—Presente, Alteza —respondió el maratí, que parecía que después de su promoción, se hubiese finalmente acordado de que al bravo portugués le pertenecía aquel título pomposo.
—Toma el comando de la columna entera, y has formar otro cuadro con las mujeres y los niños en medio. Nosotros combatiremos en primera línea y nos reservarás el lugar más peligroso.
—Sí, Alteza.
—Esta es una comedia bajo fuego —dijo Sandokan a Tremal-Naik—. Este Yanez no cambiará más, ni siquiera cuando la muerte se lo lleve, si fuera capaz.
Kammamuri mientras tanto lanzaba órdenes tonantes a diestra y siniestra, y el cuadro se había formado encerrando dentro a las negritos y sus pequeños. Como buen estratega, el maratí había tenido cuidado de reforzar especialmente el frente que miraba al borde de floresta recorrido de un lado al otro por los rinocerontes. Yanez y sus amigos habían tomado lugar en la primera línea, manteniéndose en pie, en la clásica posición de los cazadores que esperan la presa, mientras que todos los malayos se habían arrodillado, después de haber cruzado delante suyo los parang y los kris de punta envenenada. El asalto de las fastidiosas bestias no debía tardar.
Parecía que hubiesen, si no visto, al menos olfateado al enemigo. Es cierto que, si en vez de malayos, asameses y negritos hubiesen tenido delante a los dayak, no habrían dudado en cargarlos igualmente.
El primero que se lanzó fuera de la floresta fue un colosal rinoceronte cuyo hocico estaba espantosamente tostado. De su cuerno no quedaba mas que un pedazo de apenas medio pie de longitud, mientras habría debido alcanzar por lo menos la altura de un metro. Una descarga de los hombres de la primera línea, que se encontraban de rodillas, bastó para ponerlo fuera de combate.
La gran bestia, que debía ya encontrarse en pésimas condiciones de salud, se alzó bajo aquella tempestad de balas que le agujereaba apropiadamente la espesa piel, y cayó de cuartos, para no volver levantarse nunca más. Atraídos quizá por las detonaciones, otros dos, que habían ciertamente conseguido encontrar el pasaje abierto por el coloso, se habían a su vez precipitado contra el cuadro, mandando altísimo su grito de guerra, pero no habían tenido mejor suerte.
La segunda línea los había fusilado, antes incluso de que hubiesen recorrido la mitad de la distancia, haciéndolos desplomarse uno junto al otro.
—¡Por Júpiter...! —dijo Yanez—. ¡Estos hombres combaten como héroes! Conseguiremos algo por cierto con nuestros guerreros, cuando hayamos llegado a las orillas del Kinabalu.
—¿Lo crees, hermano? —preguntó Sandokan, que estaba al lado.
—Tenemos hombres muy firmes, mi querido, que resistirán maravillosamente a las más terribles cargas.
—Lo veremos.
—¿Dudas?
—¡Oh, no!
Un fuego nutrido cubrió sus voces. Otros rinocerontes, descubierto el pasaje, se lanzaban al ataque, de a tres o cuatro por vez, pero el cuadro se mantenía firme y continuaba fulminándolos.
Cuando un animal, aún cuando estuviese gravemente herido, intentaba con un último esfuerzo alcanzar las primeras filas, los malayos se arrojaban a su vez con los parang en puño lanzando terribles sablazos, desgarrando la gruesa y durísima piel de la gran bestia. Yanez, Sandokan y Tremal-Naik, los más seguros tiradores de la columna, no dejaban no obstante de intervenir a tiempo con descargas, que mataban siempre en el acto.
La batalla continuó por una buena media hora. Cada cinco o diez minutos dos o tres rinocerontes cargaban, encontrándose ya en rebaños, y caían antes de alcanzar el cuadro.
Ya una montaña de carne se levantaba delante de los valerosos, que enfrentaban ferozmente la muerte para salvar a las mujeres y los niños encerrados dentro del cuadro.
—Parece que esta batalla finalmente ha terminado y podemos reanudar nuestra marcha hacia el Kaidangan —dijo Yanez—. No oigo más los “niff-niff” en medio de los matorrales. Tenemos delante nuestro diez o doce cuerpazos, que harán la fortuna de tigres y de panteras manchadas o negras. ¡Qué banquete para aquellas feas bestias, y ganado sin ni siquiera dar un zarpazo! ¿Quieres, Sandokan, que reanudemos nuestro paseo? Comienzo a encontrarlo un poco divertido.
—Si crees...
—¡Kammamuri...! —tronó el portugués—. Haz romper las líneas, reorganiza la columna, lanza cuatro o cinco de tus famosos comandos y vamos a cazar a las cacatúas del Kaidangan. Sandokan me asegura que son muy grandes y muy delicadas. ¡Vamos a ver si tiene razón él o yo...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

El rinoceronte de Sumatra (Dicerorhinus sumatrensis), único que habita la isla de Borneo tiene 2 cuernos. El más largo mide entre 15 y 25 cm y no 1 metro como describe Salgari.

Montañas del Kinabalu: El monte Kinabalu (en malayo Gunung Kinabalu) es el más alto del archipiélago borneo con 4.095 msnm. Forma parte de la cadena montañosa Crocker, que separa las costas este y oeste en Sabah.

Sansón: Según el relato de la Biblia hebrea, fue uno de los últimos jueces israelitas antiguos, poseedor de una fuerza extraordinaria. Su historia se describe en el Libro de los Jueces, entre los capítulos 13 y 16.

La storia sacra: Libro de texto escolástico y monográfico sobre el Nuevo y Antiguo Testamento escrito por un sacerdote anónimo de la Diócesis de Basilea y traducido al italiano por el Padre Carlo Ignazio Fransioli en 1868.

Mariscal: En algunos países, grado máximo del Ejército.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 0,5 pie equivalen a 0,15 m.

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