lunes, 1 de julio de 2019

XXI. El ataque al Kaidangan


Los previsores malayos y negritos, que conocían mucho mejor que los asameses el Borneo, sus florestas y sus páramos interminables, cortadas una veintena de gigantescas patas de rinoceronte que podían pasar, hasta cierto punto, como enormes jamones si hubiesen estado ahumadas, a los comandos lanzados por Sapagar y Kammamuri habían reanudado la marcha, ansiosos por descansar con total seguridad, sobre las faldas o sobre la cima del Kaidangan, ya muy cerca.
Desembarazados de aquellos molestos rinocerontes, podían ahora proceder tranquilos, no teniendo que temer mas que un asalto por parte de los dayak guiados por el griego, asalto muy problemático, al menos por el momento, según el parecer de Sandokan y Yanez. Fue solamente hacia el ocaso que la tropa alcanzó la base del Kaidangan.
Aún cuando se quisiera llamarla cadena, no es mas que un pico aislado, de dimensiones enormes, que no alcanza por cierto los mil metros de altitud, con vastos flancos cubiertos de densas florestas.
Era la etapa que Sandokan, profundo conocedor de la región, había fijado para la gran parada, queriendo otorgar a la columna un merecido descanso después de tantas peripecias. Había escalado ya muchas veces, en su juventud, aquella montaña, y por eso le resultó fácil encontrar una especie de valle dentro del cual lanzó a su columna.
La subida fue larga pero no difícil, y hacia las dos de la mañana los malayos, que formaban la vanguardia, alcanzaron la cima, donde se extendía un pequeño altiplano que parecía hecho expresamente para formar un cómodo campamento.
Los negritos, que ya se habían provisto de ramas de árboles y de hojas inmensas, porque el último tramo del cono estaba privado de florestas, se apresuraban a levantar los attap ayudados por los malayos, mientras Yanez y Sandokan, subidos a una roca, examinaban atentamente la llanura inferior.
Hacia el sur, en dirección del lago, no había más montes. El terreno formaba vastas ondulaciones, cubiertas por una hierba muy alta, y por cuanto parecía, interrumpida sólo por algunos matorrales de bambú y por algunos grupos de árboles bastante frondosos.
—Es la gran tierra baja —dijo Sandokan—, y la deberemos recorrer por muchos y muchos días antes de alcanzar el lago. Es allá abajo ciertamente que los dayak nos esperan.
—¿Entre aquellas altas hierbas? —preguntó Yanez con su usual flema, volviendo a encender el cigarrillo que se había apagado.
—Estoy más que seguro.
—¿Nos tocará algo semejante a lo que nos sucedió en las junglas de Assam? ¿Te acuerdas, Sandokan? Faltó poco para que nos asáramos todos.
—No he olvidado aquella aventura de todo menos placentera —respondió el Tigre de la Malasia—. Aquellas hierbas no obstante no estarán tan secas como las de las llanuras indias. Pero seguramente no atravesaremos la tierra baja sin alguna fea sorpresa: me lo espero.
—¿Y a dónde han huido aquellos malditos dayak? ¿Nos han efectivamente abandonado, por el momento? Me parece imposible.
Sandokan sonrió.
—¡Abandonado...! —dices luego—. ¿Quién lo creería? Yo no por cierto. Cuando menos lo esperemos, los veremos caernos encima. Los dayak, tú lo sabes, no conocen sino la guerrilla de emboscada, y cuando nos encontremos en las cercanías de aquellas hierbas, no harán economía de flechas envenenadas. Dejemos por ahora descansar por un par de días a nuestros hombres, porque quiero tenerlos a mano frescos y listos para cualquier evento. Kammamuri mientras tanto podrá aprovechar para adiestrar mejor a sus negritos.
—¡Mi coronel hará milagros! —respondió Yanez, riendo—. Se ha vuelto un famoso instructor de reclutas, incluso si son negros y salvajes.
Redescendieron la roca y alcanzaron el attap que les asignó Sapagar, que era más alto y más espacioso que los otros, y se tendieron sobre un lecho de hojas, después de haber recomendado a Kammamuri que enviara centinelas hasta la mitad del cono, cerca de los márgenes de la floresta. La noche pasó tranquilísima, sin ninguna alarma. De los dayak ninguna novedad.
¿Se habían retirado definitivamente hacia el lago, para concentrar la defensa alrededor de las grandes aldeas del rajá blanco, o bien esperaban alguna buena ocasión para empeñar resueltamente la lucha? Era eso lo que se preguntaban, no sin un poco de inquietud, Sandokan, Yanez y Tremal-Naik. También la jornada estuvo muy calmada. Ningún pelotón fue señalado en la llanura inferior, y ningún dayak fue descubierto entre los montes que cubrían los flancos del cono.
Kammamuri no había perdido no obstante su tiempo. Mientras los malayos y los asameses holgazaneaban, había retomado sus funciones de sargento instructor enseñando a los negritos quién sabe qué extraordinarias maniobras.
Otros dos días transcurrieron así. Sandokan, aún cuando tuviese un vivísimo deseo de impulsarse resueltamente hacia el lago, se demoraba en lanzar su columna a través de la llanura. Deseaba tener antes alguna noticia del enemigo.
En vano había enviado pelotones a la llanura sin límites, para averiguar si entre las altísimas hierbas se preparaban emboscadas. Todos habían regresado sin haber encontrado ningún dayak.
Sin embargo por instinto sentía la cercanía del enemigo y no menos que él lo intuía Yanez. Otras veinticuatro horas transcurrieron en una angustiosa espera. Las provisiones habían sido ya terminadas. En las florestas no había más fruta que recoger; las gigantescas patas de rinoceronte habían desaparecido y la cima del Kaidangan no ofrecía ningún recurso.
—Partamos —dijo Yanez la noche del cuarto día—. No tengo ningún deseo en morir de hambre, mientras veo allá abajo, entre las altas hierbas, pasar tapires, babirusas y búfalos salvajes en gran número.
—Esperemos a mañana —respondió Sandokan, que parecía bastante nervioso—. Mandaré a una veintena de cazadores a batir las florestas. La noche estará oscura, porque la luna no aparecerá, y podrán hacer buenas presas.
—Comienzo a aburrirme.
—Y yo no menos que tú.
—Y mi carabina se lamenta de permanecer tanto tiempo inactiva.
—La mía no refunfuña menos que la tuya.
—¿Es que los dayak tienen miedo de asaltarnos?
—Lo sabremos más tarde —respondió Sandokan—. Vamos a cenar.
—No tenemos mas que un canasto de bananas.
—Por el momento bastarán. Hemos cenado otras veces incluso con menos. Ordena a Kammamuri que escoja cazadores.
—Creo que harán una caza muy escasa.
—¿Quién sabe si no es abundante la otra?
—¿Qué quieres decir?
—Esperemos —respondió Sandokan.
La cena aquella noche fue realmente escasa, especialmente para los hombres que formaban la columna, y también un poco triste. El buen humor de los días precedentes parecía que hubiese desaparecido. Incluso Yanez, aquel tipo admirable, que bromeaba incluso ante los más graves peligros, parecía preocupado.
—Te has vuelto demasiado serio —le dijo Sandokan, cuando las bananas hubieron desaparecido y los cazadores hubieron descendido a lo largo de los flancos selvosos del cono.
—Debe ser el tiempo —respondió el portugués.
—¿O sientes también tú que algo grave está por suceder? —preguntó Tremal-Naik.
—¡Qué malas caras tienen! Parecen gente que acompañan al cementerio a un muerto. Esto no puede durar mucho. Detesto a las personas melancólicas.
Encendió un cigarrillo y salió dirigiéndose hacia la roca que servía en cierto modo de observatorio. La escaló lentamente y se sentó sobre la punta extrema, lanzando al aire, con lentitud estudiada, nubes de humo.
El tiempo estaba por cambiar. Nubes negrísimas, cargadas de lluvia, se levantaban hacia el gran lago, avanzando con cierta rapidez. Una gran calma reinaba sobre la extensa llanura, pero era una calma que en cambio irritaba a los hombres y quizá también a los animales. El aire estaba saturado de electricidad y volvía a todos nerviosos. Yanez miró el cielo luego la llanura ya oscura, por consiguiente el campamento.
Malayos, asameses y negritos vivaqueaban, junto con las mujeres y los niños, alrededor de las hogueras gigantescas, charlando y fumando.
A lo largo de los flancos del Kaidangan atronaba de vez en cuando algún tiro de fusil. Los cazadores masacraban a toda presa que se ponía a tiro de sus carabinas.
—¡Tendremos una pésima noche! —barboteó, lanzando al aire una última nube de humo—. Huracanes y preocupaciones. ¡Por Júpiter...! ¿Qué está por suceder? Sin embargo Sandokan no es hombre de impresionarse fácilmente. ¿El globo terráqueo está por destrozarse?
Una descarga lo hizo brincar en pie.
Gritos subían del bajo.
—¡A las armas...! ¡A las armas...!
Arrojó el cigarrillo y se precipitó abajo de la roca, gritando:
—¡Sandokan...! ¡Sandokan...!
La voz de Kammamuri tronaba fuertísima en la oscuridad que ya había envuelto a la montaña:
—¡Rápido, negritos...! ¡Avancen de frente...! ¡Listos para la carga...! ¡Veinte hombres a la derecha...! ¡Veinte a la izquierda...! ¡Apunten...!
Disparos continuaban resonando a lo largo de los flancos del cono, haciéndose más claros. Parecía que los cazadores se batiesen rápidamente en retirada, no sin oponer, de vez en cuando, una válida resistencia. Malayos y asameses se habían lanzado sobre sus carabinas, desatando los paquetes, mientras otros abrían rápidamente algunas cajas de municiones, puestas a cubierto bajo un attap casi impenetrable a la lluvia.
—Eh, Sandokan —dijo Yanez, acercándose al famoso pirata que lanzaba órdenes a diestra y siniestra—. ¿Se destroza el mundo?
—Parece que está por desmoronarse la montaña —respondió el Tigre de la Malasia.
—¿Quiénes son los gigantes que se han empeñado en no tan fácil trabajo?
—Los dayak que arriban en bandadas.
—Si se trata de aquellos, vuelvo a encender mi cigarrillo.
—No bromees, Yanez. Si aquel bandido griego osa atacarnos, debe estar bien seguro por su parte. Nos arrojará encima centenares de hombres.
—Es decir, que los hará subir.
—Como quieras.
—Y no será fácil, hermanito.
Los disparos continuaban sobre los flancos del gigantesco cono. Las detonaciones repercutían largamente dentro de los selvosos valles.
Parecía que estallasen por todas partes granadas.
Sandokan había tomado el comando de la columna.
—¡A sus puestos las espingardas...! —había gritado—. ¡Abran las cajas de la metralla...! ¡No disparen, si primero los cazadores no han alcanzado la meseta...! ¡Kammamuri, haz poner a tus hombres en los cuatro frentes...! ¡Mujeres y niños bajo los attap!
Los disparos se hacían más frecuentes y se volvían siempre más estruendosos. Los cazadores se batían en retirada rápidamente, sin dejar de hacer fuego.
De vez en cuando, en la profunda oscuridad, resonaban clamores ensordecedores, con los cuales hacían eco los primeros estruendos del huracán.
Relampagueaba y tronaba hacia el gran lago, y las nubes continuaban subiendo, impulsadas por vigorosos soplos de viento muy caliente.
Los malayos, asameses y negritos que quedaron en el campamento, se habían dividido en cuatro grupos. Cada uno tenía delante una espingarda, servida por cuatro artilleros de los praos. Las mujeres y los niños se habían refugiado bajo los cobertizos, esperando ansiosamente el éxito de la batalla, que se anunciaba grande y probablemente terrible.
Sandokan, Yanez y Tremal-Naik recorrían sin pausa los frentes de combate, más rabiosos por no poder lanzar todavía el ataque, que preocupados. No eran hombres de temblar ni siquiera ante los más grandes peligros.
Demasiados habían enfrentado durante su vida aventurera, como para impresionarse por aquel ataque nocturno que no debía, probablemente, ser el último.
—¡Por Júpiter...! —exclamó en cierto momento Yanez que prestaba atento oído a los disparos que atronaban siempre dentro de los oscuros valles—. ¿Qué hacen nuestros cazadores? ¿Fusilan centenares de babirusas y tapires o bien dayak? ¿Esta región es el paraíso de los fidelísimos seguidores de san Huberto?
—No conozco a aquel hombre —respondió Sandokan—. Te digo no obstante que no son animales los que caen bajo los tiros de estas carabinas, sino hombres.
—¡Se retiran entonces...!
—Intentarán rechazarlos en las florestas. Tú sabes que mis malayos no ceden sino al último momento.
—Pero mis nervios bailan.
—Ellos no pueden saberlo, Yanez. Por otra parte ni siquiera los míos están completamente tranquilos.
En aquel momento un hombre se precipitó en la explanada, gritando:
—¡No hagan fuego!
Era Sapagar que había guiado al pelotón de cazadores.
—¿Qué masacran tus hombres? —preguntó Yanez, lanzándose hacia él.
—Son bestias con dos piernas, señor —respondió el lugarteniente del Tigre de la Malasia, jadeando afanosamente—. ¡Montan al asalto del Kaidangan!
—¡Oh...! —dijo el portugués—. ¿Han enloquecido los dayak?
—No parece, señor. Ni siquiera el plomo los detiene.
—Los detendrán los clavos de las espingardas —dijo Sandokan—. ¿Son muchos?
—No lo sé, capitán. Salen en bandadas de los bosques, y le aseguro que no hacen economía de flechas envenenadas. Afortunadamente nuestras balas van mucho más lejos y se puede combatir a gran distancia, sin demasiados peligros.
—¿Se replegan tus hombres?
—No están mas que a doscientos pasos debajo de nosotros. Disputan el terreno palmo a palmo.
Sandokan se puso en la boca el silbato de oro que llevaba sobre la faja roja y lanzó tres silbidos estridentes. Era la señal de recogida.
Casi enseguida los disparos cesaron y se vieron aparecer, unos minutos después, a los treinta cazadores. La batida, a pesar de la sorpresa preparada por los dayak no había sido infructuosa, porque regresaban con cuatro babirusas y siete u ocho de aquellos feos simios llamados narigudos, porque tienen en efecto una nariz monstruosa y por demás repugnante, siendo roja y a menudo agrietada. Era una reserva preciosísima en esos momentos, que le permitía a la columna resistir, aunque fuera asediada por algunos días, sin sufrir completamente de hambre.
La falta de agua no era luego de temerse, porque casi en el centro de la meseta se abría una especie de estanque formado probablemente por las lluvias en cuyas aguas incluso Yanez, que lo había explorado, había visto nadar a no pocos grandes lagartos semi anfibios, largos de un buen metro y que los malayos llaman biawak o selira. Incluso aquellos podrían servir, al menos para los negritos y sus familias, en caso de necesidad.
Sandokan unió a los cazadores a los cuatro grupos, recomendándoles no hacer excesivo derroche de municiones y de disparar sólo a tiro seguro; luego llevó aparte a Sapagar, haciendo señas a Yanez y a Tremal-Naik de seguirlo.
—Ya que tenemos un momento de tregua y el asalto al Kaidangan no ha comenzado, intercambiemos dos palabras entre nosotros. Tú no conoces las fuerzas de los dayak, me has dicho.
—No, capitán.
—Si osan asaltarnos también aquí arriba, después de las lecciones durísimas que les hemos infligido, deben ser sin duda muy fuertes. Saben ya que nosotros disponemos de un buen número de bocas de fuego, pequeñas y también grandes.
—Así lo pienso también —dijo Yanez que no perdía una sola sílaba.
—El golpe completo al Kaidangan no puede suceder todavía, teniendo una base demasiado ancha —prosiguió Sandokan—. No obstante tengo un temor: que el maldito griego, de acuerdo con los hijos del rajá del lago, intente aquí el supremo esfuerzo para interrumpir nuestro avance.
—¿Lanzando a las hordas de los dayak al asalto del cono? —preguntó Tremal-Naik.
—No, asediándonos.
—No obstante todavía tenemos un buen número como para romper las líneas de los asediantes —dijo Yanez.
—No digo que no, ¿pero qué derroche de municiones deberemos hacer y qué pérdidas sufriremos? ¿Quién los reemplazará?
—¿Qué quieres concluir, hermano?
—Que es absolutamente necesario que alguien se dirija a la bahía y haga avanzar a marcha forzada a Sambigliong y a sus hombres con la mayor carga posible de municiones. Si nosotros llegásemos a las orillas del lago sin una carga de metralla y sin una bala, ¿qué sucedería? Nuestros parang y nuestros kris no bastarían para impresionar a las poblaciones de las aldeas.
—¿Quiere, capitán, que vaya a buscarlo y que lo guíe? —preguntó Sapagar.
—Es lo que quería proponerte —respondió Sandokan—. Dos hombres hábiles, rápidos y prudentes, podrían atravesar las líneas de los dayak, especialmente durante esta noche de tempestad.
—¿Por qué dos?
—Te quiero dar un guía fiel y seguro que conoce bien el país: el jefe de los negritos.
—Dame tus últimas instrucciones y parto —dijo el valeroso lugarteniente de los viejos tigres de Mompracem.
—¿Has notado, al septentrión, una loma aislada?
—Sí, capitán.
—¿A qué distancia crees que se encuentra?
—A no más de tres millas.
—Por consiguiente podrías alcanzarla entre las dos o las tres de la mañana.
—Incluso antes, espero —respondió Sapagar.
—Lo primero que deberás hacer es alcanzar aquella altura y encender una hoguera.
—¿Por qué motivo? —preguntó Yanez a Sandokan.
—Para estar bien seguros de que han sobrepasado las líneas de los asediantes. Nosotros resistiremos hasta que hayamos visto aquella señal, luego intentaremos a su vez descender, posiblemente sin ser observados, el cono. Si conseguimos descender a la llanura, te doy cita sobre la cima de la montaña Kinabalu, no te olvides, Sapagar. Será allí que nosotros esperaremos a Sambigliong, sus hombres y las municiones. Ve, amigo: el jefe de los negritos está listo para guiarte.
—¡Qué los buenos genios protejan a mis jefes! —dijo el lugarteniente—. ¡Yo parto!
Se arrojó en bandolera la carabina, extrajo el parang, se puso entre los labios el kris serpenteante y desapareció en la oscuridad.
Comenzaba entonces a llover. Grandes gotas caían con un ruido extraño, golpeando fuertemente contra las rocas, y a lo lejos el trueno aumentaba de intensidad, retumbando siniestramente.
Cosa extraña: no resplandecía ningún relámpago.
Yanez, Sandokan y Tremal-Naik habían regresado a la avanzada teniendo los percutores de las carabinas reparados bajo las chaquetas.
Malayos, asameses y negritos estaban siempre en sus puestos y esperaban intrépidamente el ataque de las hordas dayak, listos para desencadenar sobre todos huracanes de metralla. Sobre las cuatro espingardas habían construido pequeños attap, demoliendo algunos otros, porque no tenían más materiales suficientes.
Todos se habían puesto a escuchar, pero ningún ruido traicionaba la marcha de los enemigos.
Solo el trueno retumbaba, repercutiendo largamente entre las tempestuosas nubes que un viento siempre más cálido arrollaba en una carrera desenfrenada.
Las grandes gotas continuaban cayendo con un ruido monótono, y la oscuridad parecía que aumentaba a cada momento. Las nubes bajaban hacia la cima del Kaidangan, envolviéndolo poco a poco dentro de una ligera niebla.
De pronto, cuando la lluvia comenzaba arreciar, un grito resonó:
—¡A las armas...! ¡Aquí está el enemigo...!
Luego resonó un disparo. Un centinela de avanzada se había replegado precipitadamente hacia la meseta.
Formas humanas, confundidas en la niebla, se trepaban silenciosamente por los flancos del cono, lanzando las primeras andanadas de flechas.
—¡Cada uno de nosotros tome el comando de los grupos! —comandó fríamente Sandokan, volviéndose a Yanez, Tremal-Naik y Kammamuri—. Debemos mantenernos firmes hasta que veamos la señal.
Luego, alzando la voz, añadió:
—Ahorren, si es posible, las balas, pero no hagan economía de clavos. ¡Listos para el fuego...!
Dos tiros de espingarda atronaron, suscitando clamores espantosos.
Los malayos, a los cuales les concernía el servicio de aquellas grandes bocas de fuego, habían comenzado a ametrallar a las hordas que montaban al asalto del Kaidangan, impulsadas probablemente por el griego y por los dos hijos del rajá del lago.
Sucedió un breve silencio, luego entraron en acción las carabinas. Las descargas se sucedían a las descargas, compitiendo con la poderosa voz del huracán, alternándose a los tiros de espingarda. Los cuatro grupos, comandados cada uno por un jefe, formados por malayos, asameses y negritos, habían empeñado resueltamente la lucha, bien decididos a vender cara la vida.
Protegidos por las enormes rocas que cubrían la meseta y que formaban trincheras casi inexpugnables, no tenían mucho que temer, al menos por el momento, de las flechas envenenadas que tenían casi siempre una dirección vertical, a causa de la pendiente de los flancos del Kaidangan.
Por un cuarto de hora fue un estruendo continuo, ensordecedor. Dos veces densas bandas de dayak se habían presentado sobre los márgenes de la meseta intentando una carga con golpes de parang, pero los huracanes de clavos lanzados por las cuatro espingardas los habían rechazado, obligándolos a retiradas más que precipitadas.
Y no combatían solamente los malayos, los asameses y los negritos. Las mujeres salvajes, junto con sus hijos mayores, habían tomado también parte en la lucha, descargando sobre las cabezas de los asaltantes una verdadera tempestad de piedras más o menos grandes y no menos peligrosas que las balas de las carabinas.
Habituadas a defender sus aldeas aéreas y a combatir al lado de los maridos y de los hijos, aquellas intrépidas mujeres desafiaban las flechas envenenadas y la tempestad, para cumplir su deber.
Los dayak, que debían haber sufrido pérdidas enormes, después de un último intento, saludado por cuatro tiros de espingarda disparados casi contemporáneamente y por una cuarentena de tiros de fusil, se habían retirado precipitadamente a las florestas que cubrían los flancos del Kaidangan, habiendo comprendido ya la imposibilidad de conquistar la cima con ataques de arma blanca. Por su parte no habían oído mas que escasísimos tiros de arma de fuego, disparados probablemente por el griego y por los hijos del rajá del lago.
—Parece que tuvieron suficiente —dijo Yanez, alcanzando a Sandokan que comandaba uno de los grupos más cercanos—. Estoy seguro que esta noche no regresarán más al ataque.
—¿Y mañana? —preguntó el Tigre de la Malasia.
—Los rechazaremos otra vez a los flancos del Kaidangan.
—¿Y pasado mañana?
—¡Haremos otro tanto, por Júpiter...!
—¿Y las municiones? ¿Durarán eternamente?
—Sé que ese es nuestro escollo. ¿Qué piensas hacer?
—Esperar la señal y luego irnos.
—Hace una buena hora que Sapagar ha partido.
—No alcanzará aquella altura antes de las tres de la mañana.
—Esperemos entonces. ¿Pero crees que conseguiremos escapar a los dayak?
—No lo dudo.
—¿Y aquel haragán de Nasumbata no nos dará problemas? ¿Quién lo llevará?
—Lo dejaremos aquí. Que se arregle él con su amigo griego y con tu khidmatgar. No sé qué hacer con él. Lo que quería saber ya lo sé, y no tenemos tiempo de ocuparnos de inválidos.
—Esperemos que los dayak lo confundan con uno de nuestros hombres y lo decapiten —dijo Yanez—. Su cabeza a estas horas le pesa demasiado sobre los hombros, y desde hace tiempo debería haber figurado en alguna colección de cráneos.
Siguió a Sandokan que se dirigía hacia la roca que servía de observatorio. La lluvia continuaba cayendo, y una profunda oscuridad envolvía las llanuras inferiores. Un punto luminoso que hubiera aparecido hacia el septentrión habría sido enseguida divisado. Los centinelas de la avanzada, separados de los cuatro grupos después de la retirada de los dayak, continuaban disparando de vez en cuando, algún tiro de carabina, para hacer comprender al enemigo que la vigilancia no faltaba sobre la pequeña meseta.
Sandokan y Yanez se habían puesto a observar. La colina no era más visible porque la oscuridad, como habíamos dicho, todo lo había envuelto alrededor.
Transcurrió una hora sin que los dayak renovasen el ataque, pero luego la voz de los centinelas volvió a resonar.
—¡A las armas...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

San Huberto: Huberto de Lieja nació probablemente en Tolosa del Languedoc, Francia, en torno al año 657 y murió el 30 de mayo de 727, en Tervuren, Bélgica. Es un santo católico, al que se invoca como protector contra la rabia y se le tiene por celestial patrono de los cazadores, matemáticos, ópticos y metalúrgicos. Su fiesta se celebra el día 3 de noviembre.

Narigudos: Nombre vulgar del Nasalis larvatus, especie de primate catarrino de la familia Cercopithecidae. Es herbívoro y endémico de la isla de Borneo. Es la única especie del género Nasalis. Se alimenta de brotes y hojas. Normalmente se desplaza trepando por los árboles, pero también es buen nadador, capaz de cruzar profundos canales para conseguir comida o escapar de algún peligro.

Selira: No encontré referencia para este nombre asignado al varano acuático (Varanus salvator) que en malayo y en indonesio se conoce como “biawak air”.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 3 mi equivalen a 4,83 km.

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