lunes, 15 de julio de 2019

XXII. La retirada al Kinabalu


Sandokan y Yanez se habían arrojado abajo de la roca, decididos a oponer la más desesperada resistencia en espera de la señal, no queriendo absolutamente intentar el descenso, si antes no tenían la certeza de que Sapagar y el jefe de los negritos estaban seguros.
El éxito de la expedición podía depender ahora de aquellos dos hombres. Un refuerzo de veinte malayos, probados en todas las batallas por tierra y por mar y además cargados de municiones, no era para despreciarse en una lucha que podía preparar, sobre las orillas del misterioso lago, inoportunas y gravísimas sorpresas.
Los cuatro grupos, a la alarma dada por el centinela, habían enseguida respondido con cuatro sonoros tiros de espingarda, cubriendo de clavos los flancos del Kaidangan.
Los dayak debían haber sentido el efecto de aquellos abundantes chorros de clavos, porque las descargas fueron seguidas por agudísimos alaridos de dolor.
Las carabinas, por segunda vez, no tardaron en entrar en acción. Las descargas se sucedían a las descargas, cuando las espingardas estaban por ser recargadas.
La meseta parecía haberse convertido en un cráter. Lo que asombraba a Sandokan y a Yanez era la conducta que tenían los negritos.
Aquellos pequeños hombres, quince días antes todavía salvajes y perfectamente ignorantes de las maniobras de las armas de fuego, combatían espléndidamente, rivalizando con los malayos y los asameses.
Estrechados en dos líneas, esperaban a que los dayak, sus mortales enemigos, se mostrasen delante de las rocas, para fulminarlos casi a quemarropas. Se tomaban ciertamente una terrible venganza, gracias a la superioridad de las armas y por el apoyo de sus formidables compañeros.
Y las espingardas mientras tanto tronaban sin pausa, confundiendo sus detonaciones con los truenos que resonaban entre las nubes y abriendo, entre los asaltantes, anchas brechas que no siempre se cerraban.
A pesar de las pérdidas enormes que sufrían, los dayak no cesaban en reintentar los asaltos. Rechazados, volvían a la carga más furiosos que nunca, intentando llegar con armas blancas, lo que no deseaban en absoluto ni malayos, ni asameses, demasiado inferiores en número como para arriesgarse a tan terrible encuentro.
Las descargas duraban una buena media hora, con gran derroche de municiones, cuando hacia la mitad del pico se oyeron varios gong alborotar fragorosamente.
—¿Qué significa esto? —se preguntó Yanez que manejaba una de las cuatro espingardas—. Esto es una señal.
En aquel momento se oyó a Sandokan gritar:
—¡El fuego...! ¡El fuego de Sapagar...! ¡Barran a estos canallas...! ¡A la carga...!
Los cuatro grupos estaban por precipitarse adelante con los parang en puño, cuando las vociferaciones de los dayak cesaron bruscamente.
—¡Eh, Sandokan...! —gritó Yanez que se había puesto a la cabeza de su pelotón—. ¿Contra quién quieres cargar? ¿Contra las rocas del Kaidangan?
—¡Los dayak, Saccaroa!
—¡Si están en plena retirada!
—¿Huyen?
—Y más rápido que una babirusa. Creo que han tenido suficiente y que por ahora no se sienten capaces de soportar más relleno de clavos. Deben tener un buen número bajo la piel.
—Entonces es el momento de levantar el campo —dijo el Tigre de la Malasia—. Intentemos por otra parte engañarlos. El ataque siempre ha sido hecho por este frente; lo que quiere decir que por esta parte intentarán mañana un esfuerzo supremo y que es aquella la que nosotros deberemos especialmente vigilar.
—Cierto —dijo Yanez.
—Has desarmar los attap y encender hogueras a una cierta distancia unas de otras. Los dayak creerán que hemos plantado aquí nuestro campo, mientras nosotros en cambio escaparemos por el lado opuesto. Descenderemos en una sola fila, hombre por hombre y no más. Que los negritos marchen adelante con Kammamuri, siendo mucho más rápidos y más hábiles que nosotros, seguirán los malayos con las espingardas guiados por mí, y tú tomarás el comando de los asameses junto con Tremal-Naik. ¿Te va?
—Apruebo plenamente.
—Recomiéndales el más absoluto silencio. El griego puede haber colocado centinelas también a lo largo de los flancos occidentales y es eso sobre todo lo que debemos evitar.
—¿Y si se percatan de nuestra retirada?
—Nos meteremos dentro de las líneas dayak con ímpetu desesperado y nos abriremos paso con los parang. Nuestros hombres son valerosos y tengo plena confianza en ellos.
—Y yo no menos que tú, Sandokan —respondió Yanez.
—Haz lo que te he dicho, mientras voy a decir dos palabras a Nasumbata.
—¿Quieres efectivamente dejarlo aquí?
—Aquel hombre nos sería más un impedimento que de utilidad.
Se dirigió hacia un attap, donde se encontraba tendido el traidor siempre con los brazos atados y la pierna herida vendada.
—Te perdono la vida —le dijo Sandokan—, mientras habría tenido derecho a quitártela; pero los años han calmado la ferocidad del Tigre de la Malasia.
—Gracias, capitán.
—Nosotros partimos, mientras tú permanecerás aquí, porque no podemos ocuparnos de los heridos. No tenemos demasiada abundancia de brazos.
—Como quiera, capitán.
—Una última pregunta.
—Te escucho, capitán.
—Cuento con tu sinceridad.
—Te debo la vida.
—¿Dispone de muchas armas de fuego el rajá del lago?
—No posee mas que una docena de carabinas y un lela.
—Está bien: ahora déjame amordazarte. Estoy obligado a tomar mis precauciones.
—Haga como quiera, capitán.
Sandokan se desató la ancha faja de seda roja que le estrechaba los flancos, se rasgó un pedazo y amordazó bastante estrechamente al traidor, dejándole libre la nariz para que no corriese peligro de morir asfixiado.
—¡Adiós! —le dijo luego, bruscamente—. Y ten cuidado de no encontrarte de nuevo en medio de mis enemigos, porque otra vez sería inexorable.
Cuando dejó el attap, siete u ocho hogueras ardían sobre las rocas que circundaban la meseta y la columna, dispuesta en fila india, se encontraba lista para intentar el descenso del Kaidangan.
Como había ordenado, los negritos estaban en la vanguardia, estando aquellos pequeños hombres habituados a las marchas nocturnas a través de las florestas y dotados además de un oído finísimo que les permitía recoger, incluso a notables distancias, los más débiles rumores; seguían los malayos que llevaban las espingardas desmontadas, y finalmente los asameses con las últimas cajas de municiones y con algunas piezas de caza, no habiendo querido dejárselas a los dayak.
Sandokan pasó rápidamente revista a la columna, luego comandó:
—¡Adelante...!
El huracán estallaba entonces con gran violencia, retumbando sombríamente.
La lluvia comenzaba a caer muy densa, y el viento ululaba alrededor de los últimos picos del Kaidangan. De vez en cuando un relámpago resplandecía entre las nubes tempestuosas, luego la oscuridad volvía a caer, más densa que antes.
La larga columna se paró un momento sobre el margen occidental de la meseta, luego los negritos, guiados por el subjefe de la pequeña tribu y por Kammamuri, comenzaron el descenso.
Por aquel lado de la montaña era empinadísimo y las florestas subían, más alto que en otras partes. El descenso se efectuaba ordenadísimo entre los estrépitos de lluvia y los estruendos ensordecedores de los truenos. Cada vez que un relámpago rompía las tinieblas, todos los hombres, mujeres y niños se arrojaban prontamente a tierra para no dejarse ver por los centinelas dayak que podían vigilar a lo largo de los márgenes de la floresta, luego reanudaban su marcha silenciosa, con las orejas aguzadas y los ojos bien abiertos.
Sobre la cima del Kaidangan las hogueras, alimentadas por el viento impetuoso, continuaban ardiendo con resplandores sanguíneos. A lo lejos, entre la oscuridad, brillaba todavía el fuego encendido por Sapagar y por el jefe de los negritos.
A las dos de la mañana, la columna que se desenrollaba a lo largo de los flancos del pico como una monstruosa serpiente, alcanzaba felizmente los primeros árboles.
Ninguna alarma había sido dada. Probablemente los dayak, engañados por las hogueras y temiendo algún imprevisto contraataque por parte de los asediados, habían recogido todos sus pelotones dispersados por el monte para poder resistir mejor el golpe.
—Parece que todo va bien —dijo Yanez, alcanzando a Sandokan que había ordenado una breve parada para lanzar adelante algunos exploradores.
—Tengo la esperanza de habérsela jugado magníficamente a aquel perro griego —respondió el Tigre de la Malasia.
—¿No crees que hay centinelas aquí?
—Si hay alguno, lo terminaremos con golpes de parang. Es más, ordena a tus hombres que ninguno haga uso de las armas de fuego, sin importar lo que pase. Quiero alcanzar la llanura sin atraer la atención del grueso de los dayak. La pendiente es demasiado escarpada como para poner en batería las espingardas que constituyen nuestra fuerza principal.
En aquel momento los cuatro negritos enviados a explorar regresaron.
—¿Nada? —preguntó Sandokan a Kammamuri que había rápidamente conferido con los pequeños hombres de la floresta.
—No hay dayak, señor —respondió el maratí.
—¿Están bien seguros?
—Aquellos salvajes difícilmente se equivocan —dijo Yanez—. Lo sabes mejor que yo.
—¡Adelante! —comandó Sandokan.
La columna se metió resueltamente bajo los montes que cubrían los flancos del Kaidangan. Llovía siempre a cántaros y el viento se ahogaba bajo las inmensas bóvedas de vegetales, torciendo ramas y hojas y ululando con mayor fuerza.
Los relámpagos se sucedían a los relámpagos, seguidos por truenos espantosos, pero ya los fugitivos no se preocupaban en absoluto, es más, estaban contentos con aquellos imprevistos flashes de luz que les permitían descubrir centinelas dayak, si se encontraban escondidos bajo los árboles o en medio de los arbustos.
Habían sobrepasado la zona al descubierto y no tenían mucho que temer de ser fácilmente descubiertos.
El descenso continuó por una hora todavía, desfilando entre plantas gigantescas, cuyos troncos macizos no temblaban ni siquiera bajo los golpes poderosos de las ráfagas.
Ya la columna no distaba mas que trescientos o cuatrocientos metros de la llanura, cuando una palabra pasó de boca en boca, transmitiéndose rápidamente hasta el último de los hombres que iba en la cola.
—¡Alto...!
Yanez dejó a los asameses y se acercó a Sandokan.
—¿Nos han cortado la retirada? —le preguntó.
—No creo —respondió el Tigre de la Malasia.
—¿Por qué entonces esta parada, justo ahora que el descenso está casi cumplido?
—Esperamos a Kammamuri. Está en la vanguardia con los negritos y vendrá a decirnos algo. Mantén agrupados a tus hombres.
—Está Tremal-Naik con ellos y confío completamente en él. Vale como un general.
—Podemos tener necesidad de lanzar alguna unidad a la carga. Estamos ya lejos y con todo este estruendo que producen los truenos y las ráfagas nadie sabría distinguir una descarga de fusiles. Aquí está Kammamuri, si no me equivoco. Sabremos qué ha sido lo que nos ha detenido.
El maratí en efecto volvía a subir rápidamente la montaña para alcanzar a sus jefes, mientras ordenaba a los hombres que formaban la columna de tener listas las armas.
—¿Entonces, qué nuevas, Kammamuri? —preguntó Sandokan.
—Hay una pequeña guardia de dayak emboscada en la base de la montaña, entre las altas hierbas.
—¿Nos ha divisado?
—No; los negritos la han en cambio descubierto a la luz de un relámpago.
—¿Pequeña, has dicho? —dijo Yanez.
—Solamente pocos hombres.
—Déjame a mí, Yanez —dijo Sandokan.
Se volvió hacia sus malayos.
—Pongan en tierra las espingardas y síganme —les ordenó—. Ningún tiro de fusil, recuérdenlo. Atacaremos con los parang y con los kris. Tú, Yanez, ten a mano a los asameses, a fin de que acudan a mi llamada. Espero no obstante no necesitarlos. ¡A mí, tigres de Mompracem...!
Los malayos estaban ya listos para seguirlo. Habían depuesto las espingardas y los soportes, se habían arrojado en bandolera los fusiles y habían desenvainado los pesados y muy relucientes sables.
Sandokan se puso a la cabeza, mientras los negritos se agazapaban, formando un grupo cerrado bajo las inmensas hojas de un banano para protegerse de la lluvia que no cesaba de diluviar impetuosísima. Los asameses en cambio habían permanecido de pie para ser más rápidos en acudir, en el caso de que hubiese necesidad de sus talwar. Yanez no obstante estaba tan seguro de no tener que intervenir, que había encendido el cigarrillo. Ya antes de dejar el pico había hecho abrir su caja particular, donde había hecho amontonar millares de cigarrillos para no aburrirse demasiado durante el descenso de la montaña.
Sandokan y sus malayos se deslizaban mientras tanto, en silencio, como sombras, a través de los árboles, permaneciendo detrás de los enormes troncos cuando algún relámpago desgarraba las nubes.
Querían caer sobre los dayak por sorpresa y terminarlos en el lugar, antes de que tuviesen tiempo de mandar un grito.
Seguramente con aquella lluvia torrencial los salvajes no podían esperar un ataque, tanto más que creían a sus adversarios bloqueados en la cima del pico.
Pasando de tronco en tronco, el pelotón no tardó en alcanzar la llanura.
Ya Sandokan a la luz de los relámpagos había notado exactamente el lugar donde se encontraba emboscada la pequeña guardia, y al igual que él lo habían notado sus hombres.
—¡Atentos! —dijo a sus malayos que lo seguían de cerca, impacientes por emplear las manos—. No son más que siete u ocho y no deben dejar escapar ni siquiera a uno.
Se arrojaron entre las altísimas hierbas, arrastrándose como serpientes, y llegaron sin ser observados a pocos pasos de la guardia. Los dayak estaban acurrucados los unos sobre los otros, intentando sólo repararse lo mejor que podían de la lluvia que arreciaba siempre.
Sandokan esperó un minuto, para dar tiempo a sus hombres de reunirse, luego se arrojó con la cimitarra alzada, gritando:
—¡Encima, tigres de Mompracem...!
Los dayak oyendo aquel comando, se habían alzado prontamente para rechazar aquel fulmíneo ataque, pero ya era demasiado tarde.
Un furioso combate se empeñó por ambas partes, siendo también aquellos terribles cazadores de cabezas muy valientes guerreros.
Los treinta malayos estuvieron no obstante fácilmente justificados en aquel pelotón. Dos minutos después la pequeña guardia yacía entera, sin movimiento, entre las altas hierbas, mezclando su sangre con la lluvia torrencial.
Sandokan sacó el silbato de oro y mandó una nota aguda.
Enseguida negritos y asameses descendieron a la carrera el último trecho del Kaidangan, reuniéndose sobre el margen de la inmensa llanura.
—¿Está terminado? —preguntó Yanez.
—Han caído todos —respondió Sandokan.
—Me disgusta matar así.
—Era necesario, Yanez. Por otra parte si ellos hubiesen podido sorprendernos a nosotros, hace quince días nuestras cabezas hubiesen hecho un poco atractivo papel en la cabaña de algún jefe.
—Eso es verdad, y no deseo en absoluto dejar aquí mi cráneo. La rani de Assam lloraría demasiado, si perdiese a su príncipe consorte.
—¿Piensas mucho en Surama?
—¡Por Júpiter! ¡Es mi mujer! ¿Avanzamos, hermanito?
—A todo correr. ¿Dónde están las espingardas?
—Las llevan mis asameses.
—Corramos, Yanez, y corramos mucho. Mañana el griego dará un nuevo asalto a la cima del Kaidangan y, cuando se percate de nuestra fuga, nos dará una caza despiadada a través de estas inmensas llanuras. Nosotros no podremos darnos por seguros sino cuando hayamos escalado el Kinabalu.
—¿Una marcha larga?
—Un centenar de kilómetros.
—¡Uf...! Tres días de marcha por lo menos, con estas condenadas hierbas.
—Intentaremos reducirla a dos. ¿Está formada la columna?
—Están todos listos.
—¡Adelante siempre los negritos!
—Están ya a la cabeza.
—¡Piernas entonces...! ¡Marcha forzada...!
Se pusieron en camino a través de las altísimas hierbas que daban no pocos apuros, tanto como para obligar a Sandokan a mandar a una decena de asameses a la cabeza de la columna para que abriesen una especie de surco con sus afiladísimos talwar que se prestaban mucho mejor que los pesados parang.
Las mujeres negritos se habían puesto sobre los hombros a los niños para que no se perdieran, algo facilísimo con aquella oscuridad y con aquel caos de vegetales.
La lluvia había cesado, pero el huracán no se había calmado todavía. Los truenos retumbaban siempre con un estrépito espantoso y ráfagas impetuosísimas se abatían de vez en cuando sobre la llanura, curvando las hierbas gigantescas.
Todos apresuraban el paso lo más que podían, incluso los malayos que llevaban las largas y pesadas espingardas y las cajas de municiones.
Era absolutamente necesario ganar mucho camino, antes de que los dayak se percatasen de la fuga milagrosa de sus enemigos y organizacen la persecución.
Una batalla en campo abierto no era en absoluto deseada por Sandokan que conocía muy bien el valor y el ímpetu salvaje de sus adversarios.
El alba los sorprendió a una docena de millas del Kaidangan, porque las últimas las habían recorrido casi corriendo, poniendo a dura prueba las piernas de las mujeres, aún cuando aquellas pequeñas salvajes estuvieran habituadas a las larguísimas marchas para escapar a las emboscadas de los cazadores de cabezas.
Sandokan comandó una breve parada no queriendo extremar completamente la columna.
Mientras sus hombres acampaban lo mejor que podían junto a los asameses y los negritos y descuartizaban una babirusa para devorársela cruda, habiendo sido absolutamente prohibido encender fuego, para no señalar al enemigo su dirección y para evitar también el peligro de incendiar las altas hierbas que estaban en parte ya secas, Yanez, Sandokan y Tremal-Naik rehicieron el camino por trescientos o cuatrocientos metros, alcanzando una pequeña ondulación del suelo.
De ahí podían observar mejor el Kaidangan y quizá también descubrir los movimientos de los enemigos si marchaban en gruesas columnas.
El gigantesco pico se erguía majestuoso, con la cima dorada por los primeros rayos del sol naciente.
Las hogueras ya no ardían más. La lluvia torrencial caída durante la noche debía haberlas apagado hacía muchas horas.
Sutiles columnas de humo se elevaban sin embargo cerca de los márgenes de las florestas trepando por los flancos del coloso.
—Están todavía acampando nuestros enemigos —dijo Sandokan que tenía una vista agudísima, a pesar de la edad bastante avanzada—. Por lo que parece todavía no se han percatado de nada y nos creen siempre sobre la cima del Kaidangan.
—Y tenemos ya una buena ventaja —añadió Yanez.
—Que poco a poco desaparecerá, hermanito mío. Los dayak son ágiles corredores; no llevan otra carga que sus armas y la cesta para poner dentro la cabeza del primer enemigo que consigan matar, mientras que nosotros tenemos a las mujeres, los niños, las cajas de municiones y las espingardas.
—Eso es verdad, Sandokan; no obstante no han dado todavía el ataque a la cima, para después comenzar la persecución. Quién sabe si no esperan a esta noche para intentar una sorpresa.
—Sería para nosotros una gran fortuna —dijo Tremal-Naik.
—Son todas esperanzas —respondió el Tigre de la Malasia—. Yo querría encontrarme ya sobre el Kinabalu, reforzado por Sambigliong y por sus hombres. ¡Bah! Veremos: todavía no estamos muertos.
Volvieron al campamento y desayunaron con pocas rebanadas de lardo cortadas de un pedazo de vientre de la babirusa, que les habían reservado. No habiendo nada mejor, hicieron honor a aquella magra comida, sin hacer ninguna mueca.
Desde luego que hubiesen preferido un buen asado pero, como habíamos dicho, la prudencia había aconsejado a Sandokan prohibir severamente el fuego.
Una hora después, la columna reanudaba su marcha hacia el sur para alcanzar lo más pronto el segundo pico.
El huracán se había dispersado, y el sol derramaba torrentes de fuego sobre la vasta llanura, absorbiendo rápidamente la humedad.
Una ligera niebla ondeaba por encima de las altas hierbas, dispersándose después en grandes cortinas, que el viento matutino no tardaba en abatir.
Al mediodía el Kaidangan no era más visible. ¿Se habían ya puesto en caza los dayak, o vivaqueaban todavía sobre las faldas, esperando la noche para reintentar el asalto? Era eso lo que se preguntaban, con cierta aprensión, Sandokan, Yanez, Tremal-Naik y Kammamuri. ¿Cómo saberlo? Todos por otra parte sentían por instinto tener ya a las sanguinarias hordas a las espaldas, ansiosas por aplastar a la pequeña columna en la llanura.
A la noche, más de cincuenta kilómetros habían sido recorridos, no obstante todos estaban exhaustos, especialmente las mujeres, que no habían dejado a sus pequeños, y los portadores de las espingardas.
Un largo reposo se imponía, porque, la noche anterior, ninguno había podido cerrar los ojos.
Sandokan hizo cortar las hierbas en un vasto trecho e improvisar un campamento, emplazando, para mayor precaución, a las cuatro espingardas en los ángulos.
La guardia fue confiada a los negritos que parecían menos cansados, junto con algunos malayos.
Los otros, devoradas las sobras de la babirusa destripada a la mañana, se dejaron caer sobre fardos de hierba, poniéndose las carabinas a los costados. Yanez, Sandokan y Tremal-Naik se echaron detrás de las cajas de municiones que habían sido levantadas a modo de protegerlos del viento nocturno y, después de fumar y de algunas palabras, no tardaron a su vez en dormirse, aún cuando estuviesen atormentados por la duda de estar cercados por las hordas del rajá del lago.
Dormían por varias horas los acampantes, cuando los malayos, que velaban junto a los negritos, despertaron a Sandokan.
—Jefe —dijo uno—. Hay columnas de humo que se elevan en la llanura.
El Tigre de la Malasia, que dormía con un solo ojo, esperando de un momento al otro un ataque, se levantó, sacudiendo a Yanez y a Tremal-Naik que roncaban tranquilamente.
—Parece que el griego casi nos ha alcanzado —les dijo.
—Que Belcebú se lo lleve al infierno —respondió el portugués que parecía que estuviese, como nunca, de mal humor—. Me parecía estar en la corte de Assam, en mi lecho dorado, con los cuatro pavos reales embalsamados erguidos en los cuatro ángulos, con las alas y la cola desplegadas. ¿Qué quiere ahora aquel fastidioso pescador de esponjas?
—Te digo que está por alcanzarnos —dijo Sandokan.
—Comienza a molestarnos demasiado. Es necesario meterle en el cráneo una veintena de gramos de plomo.
—¡Pero qué...! ¡Una centena...! —exclamó Tremal-Naik.
—¡Una descarga de metralla...!
—Ve tú, Yanez, a disparársela encima —respondió Sandokan.
—Por el momento no tengo ningún deseo —dijo el portugués, desperezándose—. ¡Ah! ¡Qué fastidio...!
—¿Eh, hermanito, duermes todavía?
—Habría sido feliz de continuar mi sueño. La corte, mi lecho dorado, los cuatro pavos reales...
—¡Y tu cabeza haciendo feas muescas en el palco de alguna cabaña dayak! —dijo Sandokan.
—¡Por Júpiter! ¡Eso no! ¿Y Surama? ¡Cómo lloraría aquella buena niña si no viese regresar más a su sahib blanco!
—Entonces deja los fardos de hierba y reanuda la marcha.
—¡Por Júpiter! Nos convertiremos en judíos errantes...!
—No sé qué son —respondió Sandokan que se había vuelto muy serio—. Sé que es necesario caminar o mejor correr, para subir al Kinabalu antes de que los dayak nos caigan encima.
—¿Has comprendido, Tremal-Naik? —preguntó el portugués, alzándose y tomando la carabina—. Caminar siempre, día y noche. Es así que Sandokan conquista los reinos. Cuando no obstante yo he derribado a la vieja dinastía de Assam he caminado menos. ¿Te acuerdas?
—Hemos tenido no obstante mayores aventuras —respondió el ex cazador de la jungla negra.
—Sí, un poco más brillantes —dijo Yanez—. La India no obstante no es el Borneo.
—Un país maravilloso —dijo Sandokan—. Ven no obstante a ver aquellos fuegos que brillan en el lejano horizonte.
—¡Por Júpiter...! ¡Será leña o hierba seca la que se quema...!
—Encendida por los dayak, no obstante.
—Si te he dicho que comienzan a fastidiarme.
—Y vendrán a tomar también tu cabeza, hermanito.
—¡Oh...! ¡No tan pronto!
—Ven a verlos.
Yanez se levantó no sin esfuerzo y avanzó entre las hierbas cortadas a alrededor de un pie del suelo.
Columnas de humo rojizo se alzaban a gran distancia, doblándose de vez en cuando bajo el soplo de la brisa nocturna.
Eran diez, quince, veinte. Un gran campamento se extendía ciertamente detrás de aquellos fuegos.
—¿Los vez, Yanez? —preguntó Sandokan.
—¡Por Júpiter! No soy ciego.
—Tampoco yo —dijo Tremal-Naik.
—Han dejado el Kaidangan y han acampado en la llanura.
—¡Eh...! La cacería ha comenzado —respondió el portugués, con su calma habitual—. Es lo que debía suceder. ¿Qué quieres hacer?
—Reanudar la marcha.
—¿Resistirán nuestros hombres?
—Si quieren salvar el pellejo, deben caminar.
—El argumento es interesante.
—No bromees, Yanez.
—Sabes que difícilmente sea serio, aún cuando en Assam haya hecho de inglés.
—Un inglés que amenazaba con matar incluso al dueño del albergue —dijo Tremal-Naik.
—Tienes razón: me había olvidado —respondió Yanez, estallando en una risotada sonora.
—¿Tienen todavía un poco de fuerza en las piernas? —preguntó Sandokan.
—Yo todavía no estoy cojo del todo —respondió el portugués.
—Tampoco yo —añadió Tremal-Naik.
—Entonces levantemos campamento.
Regresaron apresuradamente y dieron la orden a los centinelas de despertar a todos.
No habían transcurrido cinco minutos que la columna se encontraba lista para ponerse nuevamente en marcha. Solamente los niños y las niñas chillaban, aún cuando sus madres intentasen hacerles comprender la gravedad del peligro.
—Vamos, un último esfuerzo —dijo Sandokan a sus hombres—. Mañana a la noche acamparemos sobre el Kinabalu y quizá desde allí arriba podremos divisar el lago de mis padres. ¿Están siempre a la cabeza los negritos?
—Sí, Tigre de la Malasia —respondió Kammamuri—. Están siempre bajo mi puño de hierro.
—Dá la señal, coronel —dijo Yanez—. ¿Ya te has olvidado que eres un gran líder?
—No, Alteza.
—En marcha, entonces.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Gong: Instrumento de percusión formado por un disco que, suspendido, vibra al ser golpeado por una maza.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 12 mi equivalen a 19,31 km.

Lardo: Parte gorda del tocino.

Belcebú: También llamado “Beelzebub”, era el nombre de una divinidad filistea Baal Sebaoth (Deidad de los ejércitos) en hebreo. Adorada en épocas bíblicas en la ciudad filistea de Ecrón. Posteriormente sería asimilada a la tradición cristiana donde se la empleó para designar al Príncipe de los demonios, de acuerdo a la antigua costumbre hebrea de representar deidades ajenas en forma maligna.

Pies: 1 pie = 0,3048 m.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario