martes, 30 de julio de 2019

XXIII. Sobre el Kinabalu


La columna, aún cuando extremada de fuerzas, se había vuelto a poner en camino a través de aquella interminable llanura herbácea, que recordaba a las inmensas estepas del Turquestán. Un aire caliente y pesado, presagio de algún otro huracán, reinaba sobre la tierra baja que descendía hacia el gran lago del Borneo septentrional.
No obstante ninguna nube vagaba en el cielo transparentísimo, tachonado por miríadas y miríadas de astros fulgidísimos.
A lo lejos bramaban los grandísimos sapos de los pantanos, y de vez en cuando se alzaba el “ha-hug” de algún tigre hambriento, rabioso por no haber podido todavía encontrar su cena.
De trecho en trecho un soplo de aire muy caliente, que venía de las regiones meridionales, pasaba sobre la llanura cortando la respiración y curvando las altas hierbas con un susurro que no tenía nada de desagradable pero que alarmaba a los negritos que esperaban a cada instante ver surgir, entre aquellos vegetales, a los cazadores de cabezas.
Aquella segunda marcha, más veloz que la primera, duró hasta el alba; luego negritos, asameses y malayos se dejaron caer al suelo. Incluso Sandokan, Yanez y Tremal-Naik no podían más.
Delante de ellos no obstante, a una cuarentena de millas, se delineaba sobre el fondo purísimo del cielo, apenas levemente teñido de azul, un pico aislado: era el Kinabalu, una montaña enorme, que llevaba el mismo nombre del lago, aún cuando estuviese a más de doscientas millas de distancia.
—Contentémonos por ahora con verlo —dijo Yanez a Sandokan que lo observaba atentamente, con las manos tendidas sobre los ojos, para repararse de los primeros rayos del sol.
—Nuestra salvación está allí arriba —respondió el Tigre de la Malasia.
—Siempre y cuando no nos asedien nuevamente.
—Tendremos tiempo de proveernos de víveres. Cuando hayamos llegado, batiremos la llanura, que, como has visto, es rica en caza, y esperaremos el refuerzo.
—¿Podrá llegar hasta nosotros, Sambigliong?
—Desde aquella cima podremos divisarlo de lejos —respondió Sandokan—. Veremos si los dayak, tomados entre dos fuegos, sabrán resistir. También Sambigliong tiene cuatro espingardas, emplazadas sobre las trincheras de la kota, y no será tan estúpido como para dejarlas atrás. Es viejo aquel bravo hombre, pero siempre astuto, como un verdadero malayo. Cuento con aquellas bocas de fuego que siembran tan bien clavos y chatarra. Para mí valen más que los lela y los meriam.
—Y en efecto hacían sudar mucho a los ingleses de Labuan, cuando intentaban fastidiar a nuestros praos de Mompracem —respondió Yanez.
—Vamos a tomar un poco de descanso, hermanito. Nos lo hemos ganado bien.
—Si pudiese, dormiría veinticuatro horas.
—Y te despertarías con la cabeza adentro de un canasto dayak —respondió Sandokan—. Conténtate con tres horas, no más. Tengo prisa por llegar al Kinabalu.
Rehicieron lentamente el camino y llegaron al campamento. Todos roncaban ruidosamente, exceptuados ocho o diez centinelas que debían cambiar a cada hora, vigilando sobre las cuatro espingardas ya montadas y emplazadas en los cuatro ángulos del claro. Kammamuri ya les había hecho preparar un suave jergón, formado por un alto estrato de hierbas frescas.
Ningún attap había sido no obstante levantado, faltando completamente, en aquella llanura, las plantas de alto fuste y las hojas gigantescas.
Los tres jefes de la columna se habían apenas tendido, que ya roncaban y muy ruidosamente, seguros de no ser molestados.
Al mediodía, Kammamuri, siempre vigilante y siempre incansable, hizo brincar en pie a sus negritos con una serie de comandos fantásticos.
Los malayos y asameses, despertados por aquellos gritos, no tardaron en imitar a los pequeños salvajes de las florestas borneanas.
Las espingardas fueron enseguida desmontadas, la columna se reordenó rápidamente y reanudó los movimientos, alargando el paso.
Todos sentían por instinto que las hordas dayak debían ya haberse lanzado a través de la llanura con la esperanza de sorprenderlos antes de que hubiesen podido alcanzar el Kinabalu.
No obstante si tenían buenas piernas, no las tenían menos firmes que los negritos, los malayos e incluso los asameses.
Las columnas de humo, divisadas hacia los primeros albores, habían desaparecido, y de aquello se podía argüir que los terribles cazadores de cabezas hubiesen ya levantado el campamento para reanudar la persecución.
—Están a las espaldas —dijo Sandokan que se volvía frecuentemente atrás—. Los siento.
—No obstante todavía deben estar lejos.
—Correrán, aquellos condenados.
—Corrimos también nosotros y tenemos una notable ventaja.
—Ellos no obstante están más descansados. Han pasado la noche en los flancos del Kaidangan, mientras nosotros en cambio marchábamos.
—Estas cuatro o cinco horas de reposo nos han repuesto bastante las fuerzas. Mira cómo marchan las mujeres negritos, a pesar de que llevan en las espaldas a los pequeños.
—Veremos si resisten hasta el Kinabalu —respondió Sandokan, sacudiendo la cabeza.
—Las ayudaremos nosotros. Las municiones aún no se han terminado y nuestros hombres están siempre listos para ametrallar a los dayak.
—Siempre eres optimista.
—Y, como ves, con mi optimismo he conquistado un reino, me he vuelto rajá y he desposado a la más bella rani de la India.
—Siempre tienes razón, Yanez, y renuncio a discutir contigo —respondió el Tigre de la Malasia, riendo—. Eres verdaderamente un hombre maravilloso.
—Como tú eres el más terrible de los hombres. No derrochemos nuestro aliento, hermanito, en charlas inútiles, y conservémoslo todo para nuestras piernas. ¡Cómo parece siempre lejos aquel maldito Kinabalu!
—No lo alcanzaremos sino después del ocaso.
—Y tendremos el ascenso para acabar, además.
La columna continuaba su marcha rapidísima. Era una verdadera carrera, que agotaba especialmente a las mujeres, cargadas como estaban de sus niños, y a los portadores de las espingardas.
No obstante ninguno se quejaba. Todos hacían esfuerzos sobrehumanos para alcanzar la montaña que parecía se alejase siempre más, en vez de acercarse.
A las tres de la tarde Sandokan hizo hacer a la columna una breve parada y, como había hecho a la mañana, regresó atrás con Yanez y Tremal-Naik para subir a otra ondulación del suelo que se delineaba a pocos centenares de metros del campo.
Aquella exploración no dio por otra parte ningún resultado.
La gran llanura se mostraba, al menos aparentemente, desierta, y ninguna columna de humo manchaba el luminoso horizonte.
—¿Habrán renunciado a la persecución? —preguntó Yanez.
—Son demasiado testarudos y tienen mucho interés en detenernos antes de llegar a las orillas del lago —respondió Sandokan.
—Sin embargo se deberían divisar desde aquí arriba —dijo Tremal-Naik.
—Se deslizan a través de las hierbas, siguiendo probablemente el sendero abierto por nosotros —respondió Sandokan.
—No pareces tranquilo, hermanito —dijo el portugués.
—Es verdad, Yanez. Tengo miedo de ser rodeado en esta llanura.
—No estamos los tres solos.
—Pero no conocemos de qué fuerzas dispone el griego. Aquí está el punto oscuro.
—Que se aclarará cuando hayamos alcanzado el Kinabalu. Desde allí arriba podremos finalmente saber cuántos hombres nos ha lanzado a las espaldas el rajá del lago.
—Siempre y cuando podamos alcanzarlo antes de que nos caigan encima. Nuestros hombres no podrán resistir indefinidamente a una marcha como esta.
—Los indios son bravos corredores y respondo plenamente por mis asameses. ¿No ves como son de delgados y musculosos? Han sido escogidos con cuidado.
—Tampoco los malayos son holgazanes, y tú lo sabes, porque los conoces tanto como yo.
—Y entonces todo irá bien —concluyó Yanez que nunca dudaba de nada.
La parada no duró mas que media hora. Aunque agotados por la fatiga y también por el ayuno, porque desde la noche anterior las provisiones se habían terminado, todos estaban listos para reanudar la marcha forzada, incluso las pobres negritos. Cierta consternación no obstante se había ya infiltrado en los ánimos de todos, aún cuando los tres jefes y Kammamuri conservasen una calma absoluta, aunque más aparente que real.
—Adelante judíos errantes —dijo Yanez que era quizá el único que conservaba su eterno buen humor—. Quien tenga hambre se apriete bien el cinturón y concentre todas sus energías en las piernas. Las retiradas en la guerra jamás han sido placenteras, pero nosotros nos tomaremos colosales revanchas sobre el Kinabalu.
La columna volvió a partir, siempre precedida por los negritos que parecían verdaderamente infatigables.
La travesía de aquel último trecho de llanura precisó de no menos de cuatro horas de marcha rapidísima y fue cumplida en condiciones bastante buenas y sin que los dayak diesen ninguna molestia.
El Kinabalu ya se erguía delante de la columna, con sus flancos macizos cubiertos por densas y fresquísimas florestas, frecuentadas ciertamente por no pocas presas de caza.
Grandes torrentes descendían, retumbando y saltando, subdividiéndose en millares de pequeñas cascadas y escondiéndose por debajo de las altas hierbas de la llanura. Al igual que el Kaidangan, el Kinabalu no es más que un gigantesco pico de mil doscientos o mil trescientos metros de altura, absolutamente aislado.
Solamente al sur del lago las cadenas comienzan a formarse, conectándose con la gran cadena de las Montañas de Cristal, que forman la columna principal de la gran isla.
La parte septentrional no tiene mas que unos pocos picos aislados, en su mayoría de origen volcánico, sin ninguna continuación.
La columna se había detenido en la base de la montaña, no sintiéndose en condiciones de emprender enseguida el ascenso, después de tan larga marcha. Por otra parte no había ningún apuro. Los dayak, al parecer, se habían quedado atrás, y las densas florestas estaban ahí, listas para ofrecer un óptimo refugio a Sandokan y a sus hombres.
—Podemos finalmente tener un descanso y fumar en paz un cigarrillo —dijo Yanez al Tigre de la Malasia y a Tremal-Naik—. Esta fuga será memorable.
—No fuga —dijo Sandokan—. Llámala marcha.
—Marcha estratégica: que así sea.
—Conducida también maravillosamente —añadió Tremal-Naik.
—Merced a la robustez de nuestras piernas —respondió el portugués que fumaba como una locomotora—. ¿Y no se podría cenar? Coronel Kammamuri, pregunta al sargento encargado de los víveres qué puede ofrecernos esta noche de cena. En el ejército asamés siempre hay uno que, si no se ocupa de los soldados, piensa por lo menos en los jefes y en su vientre.
El maratí que estaba tendido beatamente a pocos pasos de distancia, aspirando profundamente el aire fresco de la montaña, brincó prontamente en pie, diciendo:
—Estoy apenadísimo, Alteza, pero el sargento encargado de los víveres ha desaparecido misteriosamente, sin dejarnos ni siquiera una miserable cacatúa.
—Si lo capturas lo harás fusilar.
—Sí, Alteza.
—¡Escaso consuelo! —exclamó Tremal-Naik—. Eso no nos compensará por la ausencia de la cena.
—Mandaremos a alguien a buscar fruta —dijo Sandokan—. Espera a que esta pobre gente haga un poco más de reposo. No los matemos completamente.
—Y mientras tanto pongamos un puntal bajo nuestros párpados, para que no se cierren de golpe —añadió Yanez—. Ni siquiera los cigarrillos son capaces de mantenerme despierto. ¿Aquellos perros dayak habrán encontrado el secreto para no dormir? A su tiempo me lo haré enseñar si...
No pudo terminar. Se dejó caer atrás y, después de un momento, roncaba.
—Dejémoslo dormir —dijo Sandokan a Tremal-Naik que bostezaba incesantemente—. Y, si tú quieres, haz lo mismo. Velaré junto con Kamamuri y los negritos. Por el momento creo que no hay ningún peligro. También los dayak deben estar cansadísimos, y luego la floresta y la montaña están detrás nuestro.
Se sentó sobre una roca caída del pico, se puso su espléndida carabina entre las rodillas, cargó su pipa y comenzó a fumar manteniendo la mirada fija sobre la oscura llanura.
Kammamuri, junto con diez negritos, velaba también, a un centenar de pasos más adelante, junto a las cuatro espingardas ya emplazadas sobre una pequeña peña que se alargaba en forma de un ballenato.
En la llanura no había ningún signo de vida. No se oían ni bestias aullar, ni sapos alborotar. Ninguna nube de humo se elevaba sobre el sombrío horizonte, signo evidente de que los dayak no habían acampado.
Incluso aquel silencio por parte de las fieras y de los batracios era una prueba de que un gran número de personas avanzaba a través de las altas hierbas.
Habían transcurrido tres o cuatro horas, cuando Sandokan vio a Kammamuri retroceder rápidamente y acercársele.
—¿Los dayak? —preguntó el Tigre de la Malasia, levantándose.
—Hemos divisado puntos luminosos brillar entre las hierbas, capitán —respondió el maratí.
—¿Lejos?
—Sí.
—¿Has dado la orden a los negritos de hacer retirar las espingardas?
—Ya las están trayendo.
—Despierta a todos: es necesario subir al Kinabalu. Cuando estemos sobre la cumbre podremos esperar tranquilamente a Sambigliong. Te encomiendo sobre todo las cajas de municiones.
—Respondo por eso, Tigre de la Malasia.
No habían transcurrido dos minutos que la columna ya estaba nuevamente ordenada y se apresuraba a subir los ásperos y boscosos flancos del Kinabalu.
Uno solo había protestado contra aquella imprevista partida: Yanez que había calculado dormir veinticuatro horas seguidas incluso ante los ojos de los dayak.
Las florestas se sucedían a las florestas, y una gran cantidad de piezas de caza brincaba fuera de los densísimos arbustos. Por cierto, ningún cazador se había arriesgado hasta las faldas de aquella montaña.
Sandokan que ya no temía una sorpresa por parte de sus enemigos, había lanzado a sus malayos a diestra y siniestra, con la orden de fusilar a cuantos animales se mostrasen a buen tiro.
Si quería asegurarse una óptima posición, tenía también necesidad de una gran provisión de víveres, para poder resistir hasta el arribo de los refuerzos que podían retrasarse por causas ajenas a su voluntad.
Así los disparos aumentaban y muchos animales y también grandes aves, como los argos y cálaos gigantes, los buceros, caían en buen número delante de los malayos que eran todos habilísimos tiradores.
Mientras tanto el grueso de la columna continuaba el fatigoso ascenso, escalando de vez en cuando las enormes rocas que formaban magníficos bastiones naturales, facilísimos de defender.
Después de cinco horas, los negritos y asameses alcanzaban la cima de la montaña que terminaba, al igual que la del Kaidangan, en una pequeña meseta rodeada también de enormes peñas. Un solo barranco, muy empinado, recorrido por un pequeño torrente impetuosísimo, descubierto por casualidad por los negritos, conducía allí arriba.
Los otros lados parecían casi inaccesibles.
—He aquí un verdadero fortín —dijo Sandokan que con un solo golpe de vista había abarcado la cima de la montaña—. Cuando hayamos emplazado nuestras espingardas de frente al desfiladero, ensartaremos a tiros de metralla a las hordas dayak.
—Esta es en efecto una posición magnífica —respondió Yanez—. Una verdadera posición estratégica, como dicen los generales europeos.
—Donde podremos descansar cómodamente.
—Y donde podré cumplir, espero, mi sueño largo de veinticuatro horas.
—Te estás convirtiendo en un holgazán, Yanez.
—La corte de Assam ha estropeado al antiguo pirata, mi querido. Allá dormía mis doce horas justas, sobre mi suave lecho dorado e incrustado de madreperla y rubíes. Un rajá está obligado, según la etiqueta, a tomar larguísimos descansos, para reponerse de las grandes preocupaciones provoca el gobierno de un estado.
—¡Ya, tenías muchas tú! —dijo Tremal-Naik, bromeando.
—Era el consejero de la rani, mi esposa —respondió el portugués con cómica gravedad.
Los malayos comenzaban a llegar en grupos, llevando sobre las robustas espaldas ciervos, babirusas, pajarracos, e incluso simios.
Casi todos habían abatido una pieza de caza más o menos grande, asegurando así a la columna los víveres para varios días, siempre y cuando encontrasen el medio de poderlas conservar contra los tórridos rayos solares.
Sandokan, Tremal-Naik y Yanez, después de haber inspeccionado los otros flancos de la montaña, para precaverse contra alguna fea sorpresa, y de haberse asegurado bien que una invasión, como ya habíamos dicho, no podía tener lugar sino por la parte del barranco, hicieron colocar las espingardas de frente a la desembocadura.
El hambre venció al cansancio y al sueño. Las mujeres negritos, siempre infatigables, habían hecho ya una amplia recolección de leña más o menos seca y habían encendido varios fuegos, detrás de las peñas, a fin de que los dayak no pudiesen divisarlos.
Dos babirusas fueron destripadas y muy pronto un aroma exquisito a carne grasa se esparció por el aire, poniendo de buen humor a todos.
Kammamuri, coronel, cocinero, khidmatgar, despensero, etc. se había en cambio ocupado de hacer asar para sus amos dos soberbios argos que prometían no ser inferiores a los faisanes.
Cuando luego la cena fue devorada, malayos, asameses y negritos cayeron los unos junto a los otros, vencidos completamente por el cansancio ocasionado por los esfuerzos gigantescos realizados en las jornadas precedentes.
Incluso los jefes no habían podido resistir y no habían tardado en imitarlos.
Solamente la pequeña vanguardia, que vivaqueaba en las orillas del pequeño torrente, velaba por la seguridad común, haciendo no obstante esfuerzos dolorosos para mantener abiertos los ojos.
La gran calma no fue interrumpida mas que por el ruido de las aguas, que se precipitaban a través del barranco. Ningún tiro de arma de fuego había sido disparado, ni sobre la montaña, ni sobre la llanura.
A la mañana siguiente, los asameses, malayos y negritos pudieron también descansar, y recuperar completamente las fuerzas.
El ataque que se esperaba no había sucedido. Parecía que los dayak no tuviesen ninguna prisa por empeñarse dentro de aquel barranco que quizá ya conocían y que sabían que no era de fácil acceso, especialmente si estaba defendido por aquellas temidas grandes bocas de fuego que ya habían probado varias veces.
Sin embargo ya habían acampado en la llanura, casi en la base de la montaña.
Exploradores mandados por Sandokan habían podido divisarlos, aún cuando se mantuviesen siempre ocultos entre las altas hierbas y no hubiesen encendido ningún fuego.
—Es otro asedio —dijo Yanez que se había arriesgado hasta casi la mitad de la montaña acompañado por Tremal-Naik y una pequeña escolta—. Aquel griego bribón, antes que sacrificar a otros hombres, prefiere hacernos morir de hambre. ¿Lo conseguirá?
—Nuestros cazadores no dejan de batir las florestas y de traer piezas de caza y las mujeres continúan cortando y secando carne en gran cantidad. Más bien me inquieta el avance de Sambigliong. Si los dayak lo advierten, destruirán fácilmente al pelotón.
—Sapagar ha recibido instrucciones al respecto. Cuando veamos brillar a lo lejos tres fuegos o elevarse tres columnas de humo, descenderemos también nosotros la montaña y les abriremos el paso.
—No obstante no llegará muy pronto.
—Cierto, porque deberá avanzar con las debidas precauciones, mi querido Tremal-Naik.
—¿Los dayak habrán dejado atrás alguna columna para cuidarse las espaldas?
—No tienen generales, aquellos señores, y no conocen mas que una sola cosa: ir siempre adelante. Volvamos a subir: podríamos caer en alguna emboscada.
El tercer día no fue distinto a los otros. Ningún ataque, salvo alguna flecha, arrojada contra los cazadores que batían sin pausa los flancos de la montaña para aumentar las provisiones, correspondida con algún tiro de carabina.
Los dayak no obstante comenzaban a desenmascararse. Sus hordas, seis o siete veces más numerosas que la columna de Sandokan, se habían poco a poco dividido, formando cinco o seis campamentos alrededor de la base de la montaña.
No queriendo que se la jugaran otra vez y ver desaparecer, casi sin dejar rastros, a los asediados. Decididamente el griego era un entusiasta de los asedios y prefería mantenerse lejos para no recibir ningún tiro de fusil.
Después de todo no estaba equivocado, sabiendo ya que los tres jefes de la columna eran tales tiradores como para saber enviar una bala en la dirección que querían.
Sandokan no dejaba de tener, día y noche, numerosos centinelas sobre las más altas cimas de la cumbre, a fin de que advirtiesen a tiempo los movimientos de Sambigliong, aún cuando creyera casi imposible que el socorro esperado llegase en tan breve tiempo.
Otros tres días transcurrieron. Escaramusas se empeñaban de vez en cuando en los márgenes de las florestas, porque los dayak debían estar no poco fastidiados por tan prolongado descanso, que no les rendía ninguna cabeza para encerrar en los canastos siempre listos para recibirlas, cualquiera fuera la raza a la que pertenecieran.
En las avanzadas se intercambiaban de vez en cuando flechas envenenadas y balas de plomo y, como se puede imaginar, no eran las cerbatanas las que tenían razón sobre las carabinas, porque los asameses, malayos y negritos se cuidaban bien de no acercarse demasiado a los campamentos adversarios. No obstante aquella falta de ataques no satisfacía ni a Sandokan, ni a Yanez, ni a Tremal-Naik.
Los tres comenzaban a aburrirse de aquel asedio que no daba ningún resultado, excepto el de agotar demasiado pronto las provisiones. Los animales y las aves, espantados por aquellos tiros de fusil y por el ensañamiento de los cazadores, comenzaban a volverse muy raros, porque también los dayak se llevaban su parte, debiendo también ellos vivir de la caza.
Hacia el ocaso de la séptima jornada, mientras los que acampaban estaban devorando su no abundante cena, Sandokan vio a los exploradores subir rápidamente el barranco. Parecían presa de cierto pánico.
—Parece que hay alguna novedad —dijo Yanez, alzándose rápidamente, enseguida imitado por Tremal-Naik y Kammamuri, que en su calidad de coronel nombrado en el campo de batalla, almorzaba y cenaba ahora con sus jefes.
Llegó rápidamente Sandokan que estaba erguido sobre la desembocadura del barranco observando la llanura.
—¿Se mueven? —le preguntó.
—Oye.
Tiros de fusil resonaban en la llanura.
—¿Sambigliong? —preguntó Yanez, palideciendo.
—Sí, es él que llega.
—¿Y las señales?
—No habrá tenido tiempo de hacerlas.
—¿Y nosotros?
—Atacamos —respondió el Tigre de la Malasia.
Luego, alzando la voz, gritó:
—¡Que las mujeres y los niños permanezcan en el campamento...! Formen dos columnas de asalto y bajen las espingardas por el barranco. He aquí el momento que asegurará nuestra marcha hacia el lago. ¡O se vence o se muere...!
En un momento las dos columnas de ataque, formadas por una mezcolanza de malayos, asameses y negritos, estuvieron listas y descendieron a través del barranco, siguiendo las dos orillas del pequeño torrente.
Las espingardas no habían sido olvidadas.
En la llanura, ya invadida por la oscuridad, parecía que se combatiese una verdadera batalla. La fusilería resonaba sin pausa, cubierta de vez en cuando por el fragor de varias espingardas.
Ya todos estaban seguros de que era Sambigliong.
Sandokan, Yanez y Tremal-Naik descendían la montaña precipitadamente, impacientes por tomar parte en la pugna, mientras que las mujeres negritos según las instrucciones impartidas, encendían sobre las más altas rocas numerosos fuegos, para señalar a Sapagar el lugar donde se encontraba el campamento.
Una banda de dayak, relativamente poco numerosa, subía el barranco, quizá más con la intención de contener a la columna de Sandokan antes de que sus compañeros hubiesen aplastado en la llanura a la de Sambigliong, que para dar batalla o asaltar la cima del Kinabalu.
Habían no obstante calculado mal sus fuerzas.
Dos nutridas descargas de carabinas bastaron para dispersarlos, sin que hubiesen siquiera intentado oponer resistencia.
—¡Kammamuri...! —gritó Sandokan, mientras los asaltantes huían precipitadamente—. Haz colocar las espingardas sobre bastiones naturales, de modo de batir toda la llanura. ¡A mí todos los otros...! ¡Yanez, Tremal-Naik, pónganse a la cabeza de los asameses y de los negritos y tomemos por las espaldas a aquellos bribones...!
Mientras el maratí, habiendo tomado consigo diez o doce hombres, buscaba los lugares más adecuados para colocar las grandes bocas de fuego, la columna había reanudado su carrera, disparando de vez en cuando sobre los dayak que se escapaban delante de ella.
En la llanura se combatía ferozmente. No obstante lo que asombraba no poco a Sandokan y a Yanez era la gran cantidad de disparos realizados.
Se habría dicho que la pequeña columna de Sambigliong hubiese, como por arte de magia, aumentado extraordinariamente.
Los dos jefes no tenían en aquel momento tiempo de hacer suposiciones al respecto. No tenían mas que una sola preocupación: la de llegar quizá demasiado tarde a la ayuda del viejo lugarteniente y se precipitaban a la carrera, guiando a sus hombres con un impulso admirable y fusilando sin pausa a los dayak que no encontraban un buen momento como para reordenarse e intentar un contraataque.
La columna, habiendo alcanzado la llanura, se arrojó adelante, mientras los malayos aullaban a grito pelado:
—¡Mompracem...! ¡Mompracem...!
Varios centenares de hombres corrían a lo loco alrededor de un gran grupo de hombres armados que mantenían un fuego vivísimo, haciendo con cada descarga, grandes vacíos entre los asaltantes.
Oyendo aquellos gritos de “¡Mompracem...! ¡Mompracem...!” el gran grupo se precipitó contra las columnas que lo cercaban, gritando:
—¡Adelante viejos tigres...!
Para no herir a los amigos, habían hecho suspender el fuego y asaltaban con los parang.
Los dayak, viéndose tomados en medio, se desbandaron a diestra y siniestra aullando espantosamente.
Ningún obstáculo se oponía más a la unión de las dos columnas.
Mientras la retaguardia reanudaba el fuego, Sambigliong se arrojó hacia Sandokan, seguido por Sapagar y por el jefe de los negritos.
—¡Mi capitán...! —gritó—. ¡Señor Yanez...!
—¡Bravo viejo! —respondió el Tigre de la Malasia, mientras también sus hombres fusilaban a los dayak fugitivos y las espingardas situadas en los bastiones naturales batían la llanura con una tempestad de clavos y de perdigones—. ¿Pero a quién me conduces tú? ¿Refuerzos? De veintisiete se han vuelto al menos doscientos.
—Para más tarde las explicaciones, capitán.
—Tienes razón.
Luego, alzando la voz, tronó:
—¡En retirada, mis valientes...! ¡El Kinabalu nos espera...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

No se sabe por qué Salgari escribe que el lago Kinabalu estaba a más de 300 km de distancia de la montaña, siendo que en esa época se creía que estaba mucho más cerca.

La altura del Kinabalu, según Salgari, sería de “milleduecento o milletrecento metri”, sin embargo la real es de 4.095 msnm. Con semejante altitud no habrían podido subirlo sin más.

Turquestán: Es una región histórica de Asia Central ubicada entre el mar Caspio y el desierto del Gobi y poblada en su mayoría por pueblos túrquicos. La palabra deriva del turcomano “Türküstan”, que significa “país de los turcos”.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 40 mi equivalen a 64,37 km; 200 mi equivalen a 321,87 km.

Montañas de Cristal: “Monti del Cristallo” en el original, era el nombre con el que entonces se conocía al Banjaran Crocker (Cordillera Crocker), la principal cadena montañosa de la isla de Borneo, por la cantidad de cristales que contiene. Poseen una altura promedio de 1.800 msnm y separan las costas este y oeste de Sabah.

Buceros: Género de aves bucerotiformes de la familia Bucerotidae propias de la región indomalaya. También se los conoce como cálaos.

Faisanes: Aves del orden de las galliformes, del tamaño de un gallo, con un penacho de plumas en la cabeza, cola muy larga y tendida, plumaje de vivos colores en el macho, y muy apreciada por su carne.

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