lunes, 12 de agosto de 2019

XXIV. Otra emboscada del griego


Las dos columnas, ahora ya reunidas, habían reanudado la carrera hacia las florestas de la montaña, protegidas por las espingardas maniobradas por Kammamuri y por sus diez hombres.
Los dayak, siempre valientes, no habían tardado en reordenarse lo mejor que pudieron e intentaban volver nuevamente a la carga, para destruir a sus formidables adversarios antes de que hubiesen podido encontrar un asilo seguro sobre la cima del Kinabalu.
Eran por otra parte esfuerzos inútiles ya, porque en pocos minutos las dos columnas se encontraban en medio de los montes.
Incluso las cuatro espingardas de Sambigliong habían sido puestas en batería cerca de las de Kammamuri y comenzaban a abrir fuego, apoyadas por más de trescientas carabinas.
El impulso de los dayak fue por consiguiente enseguida detenido, y aquellos salvajes, ahora ya convencidos de haber perdido la jornada, se replegaban desordenadamente ante aquel huracán de plomo y de hierro que hacía verdaderos estragos.
—Creo que la batalla ha terminado —dijo Sandokan que dominaba la situación de lo alto de una roca, junto con el inseparable Yanez—. Por un tiempo los cazadores de cabezas y el griego nos dejarán, espero, tranquilos. Ordena a Kammamuri hacer retirar las espingardas hacia la desembocadura del barranco y nosotros alcancemos la cumbre.
—No hay más que hacer —respondió el portugués que observaba en aquel momento, más que a los dayak, a su sombrero atravesado por una flecha, probablemente envenenada, sin no obstante manifestar la menor emoción por el peligro evitado—. ¿Y Sambigliong?
—Aquí estoy, señor Yanez —respondió el viejo malayo que estaba justo trepándose sobre la roca.
—¿Dónde has encontrado a todos aquellos hombres? —le preguntó Sandokan—. Te he dejado veinte hombres y me conduces ciento cincuenta o doscientos.
—Exactamente ciento sesenta y dos, capitán —respondió el malayo—. Una docena de aquellos valientes ha quedado en el campo de batalla.
—¿Quiénes son? ¿Dayak?
—Aquellos de la kota, capitán. Yo me aburría; y luego he pensado que usted quizá podría un día u otro tener necesidad de socorro y los he reclutado e instruido magníficamente. Le aseguro que se sirven ahora de las carabinas mejor que de sus sumpitan.
—Los hemos visto a prueba —dijo Yanez—. Te conviertes en un hombre no menos valioso que Kammamuri. También aquel demonio de maratí ha tenido la misma idea y ha transformado a miserables negritos en bravísimos guerreros.
—Sapagar me lo ha dicho —respondió Sambigliong—. Espero que esté contento de ver acrecentado mi modesto pelotón.
—Con trescientos hombres al alcance de la mano, guiados por mis malayos, me sentiría capaz de conquistar medio Borneo —respondió Sandokan—. Ahora me siento mucho más tranquilo que antes y no tengo mas que un solo deseo, el de llegar lo más pronto posible a las orillas del lago, vengar la masacre de mi familia y volver a tomar posesión del trono de mis ancestros.
—Y yo el de mandar al infierno, y esta vez para siempre, al señor Teotokris —dijo Yanez—. Esta vez no obstante me aseguraré bien de que esté verdaderamente muerto. No deseo que resucite de nuevo. Podría causar molestias incluso a mi mujer y causar revueltas en Assam.
—Cuidado que no se te escape, Yanez —observó Sandokan—. Aquel hombre es un pillo matriculado.
—Si no fuese astuto, no sería griego. Vamos, alcancemos nuestro campo y otorguemos a este bravo viejo y a sus hombres un poco de descanso. La marcha ha sido larga, ¿no es verdad, Sambigliong?
—Una carrera sola, señor Yanez.
—¿Y de la costa qué nuevas hay? —preguntó Sandokan.
—Todo está tranquilo en la bahía de Marudu.
—¿Y mi pobre yacht? —preguntó Yanez.
—Se hundió completamente en la arena y no se divisa más.
El portugués alzó los hombros.
—La rani es rica —dijo luego, riendo.
—Y tú no menos que ella —añadió Sandokan.
La retirada hacia la cima del Kinabalu había comenzado bajo la dirección de Tremal-Naik y Kammamuri, aún cuando ningún peligro más amenazara a las dos columnas, porque los dayak, después de aquel solemne revés, habían desaparecido. A medianoche los más de trescientos hombres tocaban felizmente la cima acampando entre las numerosas cajas de municiones que los hombres de Sambigliong habían llevado y que no habían abandonado ni siquiera durante el áspero combate.
Todos los víveres disponibles, un poco escasos para decir la verdad, fueron puestos a disposición de los hombres de Sambigliong que tenían mayor derecho, después de una marcha tan fatigosa, que duró cuatro días y cuatro noches, casi sin interrupción.
Sandokan, Yanez, Tremal-Naik y el viejo malayo, después de haberse asegurado bien de que una fuerte vanguardia velaba a mitad del barranco, apoyada por las ocho espingardas, y después de haber comido un bocado, se habían reunido bajo un attap para mantener un verdadero consejo de guerra.
No obstante la derrota sufrida por las hordas dayak, no se podía todavía decir que la campaña hubiese terminado. Más de doscientas millas separaban todavía a los conquistadores del lago, y probablemente muchas otras y quizá más temibles sorpresas podían esperarles en la segunda y más grande llanura herbosa que no debía terminar sino en las orillas de la gigantesca cuenca.
Yanez, que estaba siempre de buen humor, fue el primero en tomar la palabra.
—Nosotros somos el Estado Mayor de la columna —dijo con su usual cómica gravedad—. Por consiguiente nos concierne solamente a nosotros asumir la responsabilidad de esta campaña. Al menos así hablan los generales de los ejércitos europeos.
—Se diría que tú también has sido un general europeo —dijo Sandokan.
—Lo era mi abuelo. Los Gomera siempre han sido hombres de armas, y han defendido siempre valientemente las fronteras de Portugal contra las invasiones de los españoles; y tú sabes que yo soy un Gomera.
—Lo sé, Yanez. En mi lugar, ¿qué harías?
—Seguiría a los dayak en su retirada y caería sobre las orillas del lago para no darle tiempo al rajá de ordenar la resistencia.
—No obstante no sabemos si aquellos condenados cazadores de cabeza se han decidido a irse.
—¿Qué quieres que hagan aquí? ¿Que intenten el asalto al Kinabalu? El griego que los guía no será tan estúpido como para lanzarlos otra vez en contra de nosotros, ahora que tenemos a la mano una columna formidable y que hemos redoblado nuestras armas de fuego de gran alcance. Apostaría mi corona de rajá de Assam contra un kriss cualquiera a que nosotros, antes del alba, veremos las columnas de humo elevarse sobre los campamentos dayak, pero hacia el sur y quizá muy al sur.
—Bien dicho —dijo Tremal-Naik que aspiraba lentamente el humo de su pipa.
—Los esperaremos —declaró Sandokan—. No nos moveremos de aquí, si antes no tenemos la certeza absoluta de que los dayak se baten en retirada hacia el lago.
—Y harás bien —respondió Yanez—. Cuando hayamos alcanzado la gran cuenca, si conseguimos atravesar la segunda tierra baja, tendremos un nuevo consejo de guerra.
Sandokan había alzado la cabeza, mirándolo fijo con aquellos ojos negrísimos que parecían irradiar todavía llamas vivísimas, a pesar de la edad.
—Diría que temes alguna otra sorpresa en la segunda llanura que llega a las costas del lago.
—No lo niego.
—Somos un buen número ahora.
—¿Y si el griego maldito, recordando aquello que ha sucedido en las junglas de Assam, repitiese la jugada? ¿Quién saldría vivo de tan enorme brasero? Las hierbas son altas en la llanura y están casi secas.
—Espera un momento —dijo Sandokan.
Salió del attap, se mojó el pulgar de la mano derecha y lo levantó.
—Viento de poniente —añadió luego, volviendo a entrar—. Está muy bien: no me esperaba tanta suerte.
Y se volvió hacia Kammamuri que se había acurrucado cerca de Tremal-Naik.
—Reúne cien hombres —le dijo—, y mándalos a incendiar las hierbas de la llanura. No seremos nosotros los que caigamos asfixiados o quemados, sino los dayak si no tienen las piernas bastante ágiles. Así es como se puede evitar el peligro de morir asado como una babirusa o como pata de rinoceronte...
—Con buena memoria —lo interrumpió Yanez—. Y así el consejo de guerra, al menos por esta noche, ha terminado. Pasaremos una noche magnífica.
—Si no quieres disfrutar de un espectáculo maravilloso —dijo Tremal-Naik—. Un mar de vegetales en llamas no es una diversión que se pueda disfrutar todos los días.
—Entonces puedo encender otro cigarrillo, y ustedes pueden recargar sus pipas. ¡Qué pecado no tener un sorbo de algún licor, aunque estuviese también destilado por el compadre Belcebú!
—Se engaña, señor Yanez —dijo Sambigliong que, como Kammamuri, no se había todavía acostumbrado a llamarlo Alteza—. Mi cantimplora está todavía casi llena de brem y del mejor, se lo aseguro.
—He aquí un hombre previsor. Si vienes un día conmigo al Assam, te nombraré gran cantinero de la corte.
—Prefiero la Malasia, señor Yanez, aún cuando la India sea un país maravilloso —respondió el viejo pirata de Mompracem, ofreciéndole una cantimplora con bastante capacidad.
—Entonces te convertirás en el gran cantinero del rajá bronceado del lago, ¿verdad, Sandokan? Tú no me rehusarías este gusto.
—Si quieres, lo nombraré también coronel como a Kammamuri —respondió Sandokan.
En aquel momento columnas de humo comenzaron a elevarse desde el bajo, rozando las altas cimas de los árboles que cubrían los flancos del Kinabalu.
Kammamuri y sus hombres habían incendiado las altas hierbas de la llanura y las llamas, alimentadas por el viento de poniente que tendía a aumentar, se dilataban con rapidez prodigiosa.
—Eh, Sandokan —dijo Yanez—. ¿No corremos también nosotros peligro de asarnos? ¿Si las florestas del Kinabalu también se prendiesen fuego?
—El suelo sobre el que crecen es demasiado húmedo y luego las llamas se alejarán enseguida de nosotros.
Todos se habían alzado, incluso los malayos de Sambigliong y los dayak de la kota para asistir a aquel espectáculo extraordinario. Resplandores rojizos atravesaban las nubes de humo que aumentaban a simple vista. Parecía que debajo de ellas se inflamaba un volcán en plena erupción.
Subían muy altas, luego se desgarraban de pronto, ondeando extrañamente.
El viento no obstante muy pronto las empujó hacia el levante, y entonces ante las miradas de los espectadores apareció un verdadero mar de fuego.
Las hierbas, altísimas y ya casi secas, se quemaban como si fuesen fósforos, torciéndose y chisporroteando.
Llamas inmensas, en forma de cortinas, se elevaban y se abatían, iluminando siniestramente la noche, mientras que por el aire revoloteaban nubarrones de chispas que cayendo más adelante, causaban nuevos incendios.
Animales de todas las especies huían a lo loco a través de la llanura, arrancados bruscamente del sueño por aquel insólito claror.
Una gran manada de elefantes galopaba desesperadamente hacia el sur, mandando barritos ensordecedores, mezclada con no pocos rinocerontes que por el momento, no pensaban en absoluto en usar sus terribles cuernos contra sus mortales enemigos.
El cielo se había vuelto todo sanguíneo, como si una aurora boreal lo iluminase.
El fuego se extendía siempre, alejándose del Kinabalu y liberando un calor tan intenso, que los espectadores, aún cuando situados a una altura tan considerable, estaban obligados a repararse los ojos con las manos.
—He aquí el infierno —dijo Yanez—. Pero el infierno de los dayak no obstante. Querría ver al griego cómo trota en este momento detrás de sus hordas. Si las llamas pudiesen alcanzarlos, nos ahorraría muchas fatigas y también muchos peligros.
—Será un poco difícil —respondió Sandokan—. A esta hora deben huir más rápido que las babirusas.
—Ha sido un bello tiro que le hemos jugado a aquel amable Teotokris.
—Y también a tu khidmatgar.
—Que nos evita de correr el riesgo de soasarnos. Estoy seguro de que el griego habría vuelto a intentar la jugada, que por poco no consigue en las junglas de Assam.
—Y ese era mi miedo, Yanez: ahora te lo confieso francamente. Todas estas hierbas secas me preocupaban no poco.
—Dejemos que ardan y vayamos a dormir. El espectáculo durará demasiado tiempo y prefiero cerrar los ojos sobre un buen estrato de hojas frescas y perfumadas.
Muchos, especialmente los malayos de Sambigliong y los dayak, lo habían precedido y roncaban como tubos de órgano.
Los dos jefes siguieron su consejo y se tendieron bajo el attap, mientras el incendio continuaba inflamándose con furia creciente, alejándose hacia el levante, o sea, en dirección del gran lago.
Toda la noche no obstante fue una continua lluvia de cenizas. A lo alto alguna otra corriente soplaba quizá en dirección opuesta y traía de vuelta los residuos del fuego, con poco agrado para los acampantes.
A la mañana siguiente el incendio continuaba todavía a una grandísima distancia.
Al horizonte grandes columnas de humo se elevaban siempre, signo evidente de que el fuego no había cesado su marcha desastrosa.
Un calor intensísimo subía de la inmensa llanura cubierta de cenizas todavía ardientes. ¡Ay si la columna hubiese osado descender al medio de aquel horno! Afortunadamente Sandokan no tenía ninguna prisa por conquistar el trono de sus padres, y luego no quería reanudar los movimientos, si antes los refuerzos llegados no se hubieran completamente repuesto de las fatigas sufridas.
Por otra parte la vida era cómoda allí arriba. Los cazadores batían sin pausa las florestas de la montaña, donde se había refugiado una numerosa caza después del incendio de la pradera, y las mujeres negritos sangraban el dulce vinillo de las arengas sacchariferas, plantas que abundaban sobre los flancos del coloso; también el tabaco y los cigarrillos abundaban, porque Sambigliong no se había olvidado de traerlos en gran cantidad junto con las cajas de las municiones.
Pasaron tres buenos días antes de que el suelo se enfriase y permitiese a los pies desnudos de los malayos, dayak y negritos afrontar impunemente las cenizas, porque solamente los asameses estaban calzados.
El incendio, no obstante, muy probablemente, debía aún inflamar en torno a las orillas del lago.
Finalmente una mañana la señal de la partida fue dada, y la larga columna descendió los barrancos del Kinabalu para reanudar la marcha hacia el lago, resuelta a jugar la última, y probablemente más peligrosa, partida contra el rajá blanco.
Aquella marcha no debía ser de las fáciles, porque el estrato alto de cenizas que cubría la exterminada llanura, cegaba a los aventureros y casi los sofocaba.
El primer y el segundo día transcurrieron sin encuentros. Ningún dayak se había mostrado, ni cerca ni lejos.
La mañana del tercero, la columna estaba entrando en una tierra baja que parecía haber sido en un tiempo el fondo de alguna gran cuenca, conectada quizá con el gran lago, cuando la vanguardia, que estaba formada por negritos y por dayak al comando de Sambigliong y Kammamuri, se detuvo bruscamente, con no poca sorpresa de Sandokan y Yanez que hasta entonces no habían notado nada extraordinario.
—¿Habrán descubierto salvajes escondidos bajo las cenizas? —dijo el portugués—. Habrían escogido un pésimo lecho para descansar.
—Temo que es otra cosa —respondió Sandokan cuya frente se había nublado—. Vamos a ver.
Mientras el grueso de la columna se detenía, los dos jefes alcanzaron apresuradamente a los hombres de la vanguardia que parecían ocupados en observar atentamente el estrato de cenizas que cubría también ahí el suelo.
—¿Qué hay entonces, Sambigliong? —preguntó Sandokan—. ¿Una nueva sorpresa?
—Es que, señor, bajo el estrato de cenizas, corre agua.
—¡Agua...! —exclamó Yanez—. ¿Cómo es posible, si el huracán de fuego ha pasado sobre esta llanura?
—No lo sé, señor Yanez.
—¿Correrá algún torrente? —preguntó Sandokan.
—No, capitán. Es como un velo de agua que se extiende por todas partes. Mire aquí.
Sambigliong dio algunos pasos, y se detuvo delante de varios pequeños agujeros que ya se habían lentamente llenado de agua.
—¿De dónde crees que provenga? —preguntó Yanez a Sandokan.
—Del lago —respondió el Tigre de la Malasia sin dudar—. Nos encontramos en una profunda depresión del suelo, y en esta estación las aguas del Kinabalu son generalmente altísimas a causa de las grandes lluvias que deben ya caer en el interior.
—¿Se habrá desbordado?
—¿O los dayak o el griego han abierto un canal para intentar ahogarnos en la llanura? —preguntó en cambio Sandokan.
—¡Por Júpiter...! ¡Siempre quieres espantarme, hermanito!
—Es una suposición mía.
—¿Es que aquel griego maldito tiene ahora una verdadera pasión por los canales? ¡Ya ha hecho excavar uno para encerrarnos en aquella azufrera! ¿Es que quiere ahora intentar ahogarnos como ratones? Es necesario que lo mate.
—Lo dices siempre y no lo matas nunca —dijo Sandokan, bromeando.
—¡Dámelo en las manos, y verás cómo te lo acomodaré!
—Es precisamente este el punto oscuro, mi querido. También yo, si pudiese capturarlo, no lo dejaría irse más. Sin embargo no me desespero por capturarlo en las orillas del lago.
—Es la segunda vez que me lo dices, y mientras tanto aquel bribón es un pájaro de bosque.
—También tú tienes razón, Yanez —respondió Sandokan sonriendo—. Vamos, debemos tomar una decisión: o desviarnos hacia el levante o continuar avanzando.
—Desviarnos sería como decir prolongar la marcha por algunos centenares de millas, supongo.
—Sí, Yanez, porque esta llanura tiene una extensión inmensa. Quizá el fuego todavía no se ha apagado, allá abajo.
—Entonces prefiero continuar avanzando, pase lo que pase. Y luego somos como muchos pequeños tiburones y no habrá ninguno, creo, que no sepa nadar.
—Avancemos entonces —concluyó Sandokan—. Eh, Kammamuri, da la orden de reanudar la marcha.
La vanguardia reanudó enseguida los movimientos, y el grueso de la columna que escoltaba a las mujeres y a los niños negritos, enseguida la imitó.
Pero, con cada paso que avanzaban, la humedad del suelo aumentaba, convirtiendo las cenizas en un verdadero barro muy tenaz que cansaba mucho a hombres y mujeres.
Se diría que el agua exudaba del subsuelo por millares y millares de poros invisibles, como si algún gran lago subterráneo se extendiese bajo las cenizas. Una viva inquietud se había apoderado de todos. Especialmente Sandokan, ya que conocía la región mejor que cualquier otro, parecía mucho más preocupado.
Aquella noche el campamento no fue posible formarlo. No había ni árboles, ni hojas, ni hierbas, porque el huracán de fuego todo lo había destruido en su carrera vertiginosa, y el terreno era fangoso.
Solamente los jefes tuvieron una manta cada uno, sobre la cual se tendieron sin poderse defender de la humedad. Algunos otros se acomodaron como pudieron sobre las cajas de las municiones, pero los afortunados fueron poquísimos. La mayoría se recostó en medio del barro, teniendo sobre el pecho las carabinas y los parang.
La mañana siguiente la marcha se volvió más que difícil. El agua exudaba en mayor cantidad, y en ciertos lugares cubría el estrato de cenizas por varias pulgadas.
—Explícame entonces este misterio —dijo Yanez a Sandokan, mientras estaban atravesando una tierra baja cubierta enteramente de agua.
—Te repito que aquí está la mano de Teotokris —respondió el Tigre de la Malasia—. Es él quien ha hecho inundar estas llanuras.
—Que mal asunto si los dayak nos cayesen encima justo ahora. Las espingardas se hundirían y no serían de ninguna utilidad.
—No se encontrarían ni siquiera ellos en condiciones de darnos batalla —respondió Sandokan—. Trescientas carabinas son algo, Yanez, y ahora no temo más ningún asalto. Tengo ya en el puño el trono de mis padres y la vida del asesino que ha destruido a mi familia. Nuestra gente es aguerrida y no dejará hundir sus líneas ni por las flechas del sumpitan, ni por los parang y campilán de los dayak. Son solamente las sorpresas lo que temo.
—Y esta es una.
—Sí, Yanez, y que nos procurará quizá no pocas molestias.
—¡Terminaremos convirtiéndonos en verdaderos gaviales! El barro y el agua aumentan siempre.
—Esta tierra baja no se prolongará hasta las costas meridionales del Borneo —respondió Sandokan—. Al poniente del lago comienza la cadena de las Montañas de Cristal y allá arriba el agua no nos alcanzará por cierto. Si es realmente necesario, nos desviaremos: por ahora continuamos nuestra marcha.
Aquella marcha no obstante hacía sudar enormemente a malayos, asameses, negritos y dayak de la costa.
El espesor del barro aumentaba siempre, y el agua no dejaba de filtrarse.
Los hombres se hundían hasta las rodillas y los niños y las mujeres casi hasta el vientre.
Afortunadamente no se trataba de arenas movedizas, porque bajo el estrato de cenizas el terreno era duro y compacto.
El velo de agua continuaba extendiéndose, aumentando a cada hora. Más adelante la llanura debía estar completamente inundada.
La gran pregunta era siempre la del campamento.
¿Cómo habrían podido descansar si faltaban las plantas y hojas para levantar reparos, especialmente para las cajas de municiones? Era aquella la gran preocupación de todos.
Una buena estrella debía proteger a los viejos piratas de Mompracem, porque la columna marchaba afanosamente por seis horas, cuando sobre el ilimitado horizonte, todo centelleante de una luz intensísima fueron descubiertas formas vagas que parecían árboles.
—¡Una floresta...! —había exclamado de pronto Yanez, mientras la vanguardia prorrumpía en alaridos de alegría.
—Parece —respondió lacónicamente Sandokan—. ¿Cómo pudo haber escapado al terrible incendio que ha devastado la llanura?
—¿Quién lo sabe? Esperemos a alcanzarla.
La esperanza de poder finalmente acampar bajo los árboles, sobre un terreno seco, había infundido nuevas fuerzas a la columna.
Todos marchaban febrilmente, impacientes por llegar a aquella especie de oasis perdido en aquel mar de barro.
Eran realmente árboles, no muchos, pero siempre árboles, aún cuando no mostrasen sus inmensas hojas emplumadas o dentadas. Parecían más bien troncos carbonizados, mantenidos erguidos por verdadero milagro.
Ya los hombres tenían el agua hasta las caderas porque no había cesado de aumentar sin tregua. El fondo, a pesar de ser bastante fangoso, era no obstante siempre sólido y no había ningún rastro de arenas movedizas o inmóviles.
A las seis de la tarde los aventureros, completamente agotadas sus fuerzas y hambrientos como tiburones porque no habían todavía tenido el tiempo de poner las manos sobre las pocas provisiones que quedaban, alcanzaron una pequeña altura, sobre la que se mantenían erguidos una cuarentena de troncos de árbol semi carbonizados por el huracán de fuego y privados absolutamente de hojas.
En aquel momento era la salvación.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Los elefantes que nombra Salgari en este capítulo son los pigmeos de Borneo (Elephas maximus borneensis), una subespecie de elefante asiático. Se cree que su origen se debe a un regalo que la Compañía Británica de las Indias Orientales le hizo al sultán de Joló en 1750 y que posteriormente fueron liberados en la jungla. Otros sostienen que es una especie autóctona.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 200 mi equivalen a 321,87 km.

Estado Mayor: Conjunto de los generales y jefes de todos los ramos que componen una división, cuyo cometido consiste en determinar y vigilar todas las operaciones de esta.

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