jueves, 22 de agosto de 2019

XXV. Sobre las puntas de las flechas envenenadas


No se trataba verdaderamente de una colina, sino de una simple ondulación del suelo, larga de apenas un centenar de metros y ancha de no más de una docena, emergente del lodo y del agua una media docena de pies y no más. Las plantas, casi todas de gran fuste, habían resistido al incendio, aunque perdiendo, como habíamos dicho, todas sus hojas, la corteza y los calamus rotang que lo envolvían y que las habían quizá preservado de una destrucción total.
Un número extraordinario de cacatúas, argos y cálaos rinocerontes, se había refugiado en sus ramas medio carbonizadas. Aquellas aves parecían todavía atontadas por el espanto sentido y no se habían movido viendo llegar a la columna.
La comida estaba asegurada. En efecto los malayos y asameses, que eran los mejores tiradores, no dejaron escapar la ocasión conseguirla. Mientras los negritos, ayudados por sus mujeres y por los dayak, preparaban el campo, formidables descargas atronaron sobre toda la línea de la ondulación haciendo caer una verdadera lluvia de aves.
Sandokan, Yanez y Tremal-Naik se habían mientras tanto dirigido hacia la otra parte de la pequeña loma para dar una mirada a la vasta llanura. Más allá el agua se extendía hasta perderse de vista, cubriendo el estrato de cenizas por varias pulgadas.
—¿Una verdadera inundación, entonces, Sandokan? —preguntó Tremal-Naik.
—Lo ves —respondió el Tigre de la Malasia.
—Y que aumenta siempre —añadió Yanez—. Hay no obstante algo que me sorprende, porque no consigo comprenderlo.
—¿Qué? —preguntó Sandokan.
—¿Por qué estas aguas se elevan así lentamente? Hace casi dos días que marchamos, y habrían debido alcanzar un nivel considerable.
—Este misterio podría explicártelo solamente Teotokris; pero tengo la sospecha de que aquí debajo se esconde una nueva traición.
—¿Y cuál?
—No te lo sabría decir; pero siento por instinto que no será el agua la que nos dará muchos fastidios.
—Me parece que caminamos como los ciegos.
—No se marchaba mejor en Assam —respondió Sandokan—. Sin embargo, lo hemos conseguido plenamente en nuestro intento.
—Ya: la guerra es la guerra.
La comida se anunciaba con olor a asado. Cacatúas, argos y cálaos se soasaban bien o mal, ensartados en las baquetas de hierro de las carabinas constantemente giradas por los niños y niñas de la pequeña tribu de negritos.
Aquellos asados fueron no obstante acompañados con agua fangosa, con gran pesar de Yanez que ya se había acostumbrado a los vinos escogidos de las bodegas reales de Assam.
Una parada de veinticuatro horas sobre aquel terreno seco, donde hombres, mujeres y niños podían dormir a su conveniencia, sin temor a sorpresas, repuso completamente las piernas de la columna.
—Duerman lo más que puedan —había ordenado Sandokan que dudaba bastante de poder alcanzar las altas tierras antes de treinta o cuarenta horas.
Y todos habían obedecido, roncando como lirones de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, no despertándose mas que para mordisquear algún ala de cacatúa o alguna cabeza de cálao.
Durante aquella parada, no hubo ninguna noticia ni de los dayak, ni del griego, ni del khidmatgar de Yanez y tanto menos del rajá del lago.
Parecía que todos aquellos bribones hubiesen desaparecido definitivamente, quizá para organizar las últimas resistencias en las orillas del Kinabalu. El agua sin embargo, aún cuando muy lentamente, no había cesado de elevarse, cubriendo toda la ilimitada llanura por otro buen pie.
—Antes de que aumente otra vez, vayámonos —dijo Sandokan a Yanez y a Tremal-Naik—. Si permanecemos aquí terminaremos por comernos a los niños y niñas negritos, ahora que todas las aves han sido destruidas. Tenemos demasiadas bocas que mantener.
La columna fue formada y descendió en la tierra baja inundada, pero procediendo muy lentamente a causa del barro siempre tenacísimo.
La precedía, como explorador, el subjefe de los negritos, armado de un bastón para asegurarse de la resistencia que ofrecía el fondo. La marcha había durado apenas un cuarto de hora, cuando el negrito, que precedía la vanguardia por una veintena de metros, mandó un alarido agudísimo y dio un salto atrás.
Algunos de sus compatriotas estaban por lanzarse hacia él, cuando lo oyeron aullar:
—No... alto... ¡Flechas envenenadas...!
Sandokan y Yanez habían avanzado rápidamente, mientras la vanguardia se había prontamente detenido, dando signos de un vivísimo terror. El negrito había levantado el pie izquierdo y miraba, con ojos exorbitados, algunas gotas de sangre que le salían del talón.
Viendo avanzar a los dos jefes, les digo con voz angustiada:
—¡No se adelanten, orang...!
—¿Por qué? —preguntó Sandokan.
—Los dayak han plantado flechas en el fondo y deben estar envenenadas. Siento que la muerte ya me roza.
—Nosotros no tenemos nada que temer —respondió Sandokan, arrojándose sobre el desgraciado—. Nuestros pies están calzados.
Tomó entre los brazos al negrito y lo había transportado en medio de la vanguardia.
El jefe de la tribu había acudido prontamente y había hecho un gesto de desaliento.
—¿No conoces ningún remedio? —le preguntó Sandokan.
—El ancar (upas) es siempre mortal y no se conocen remedios, orang —respondió—. Este hombre está perdido.
—Si tuviésemos bebidas alcohólicas, se podría intentar salvarlo —dijo Sandokan—. Algunas veces hemos conseguido arrancar de la muerte a hombres heridos por flechas envenenadas. ¿Te acuerdas, Yanez?
—Sí —respondió el portugués—, pero aquellas eran heridas leves y luego no poseemos ni siquiera un sorbo de tafia. ¡Pobre hombre...!
Dos malayos habían envuelto al desgraciado en una manta y lo sostenían. La muerte avanzaba rápida.
El herido había ya perdido el sentido y temblaba, como si una fuerte fiebre lo hubiese imprevistamente asaltado. De vez en cuando sufría espasmos y su boca se abría como si quisiese vomitar algo.
Era cuestión de pocos minutos. El terrible veneno que los dayak extraen de las plantas llamadas upas y que normalmente mezclan con el jugo del tjettek, para hacerlo más potente, afecta rápidamente el sistema circulatorio y el sistema nervioso, provocando convulsiones tetánicas. Como para el curare, el terrible veneno utilizado por los salvajes brasileños para hacer que sus flechas sean mortales, tampoco para el upas y el tjettek se ha encontrado ningún remedio todavía.
Parece que el principio venenoso de estas dos últimas siniestras plantas consiste en un alcaloide vegetal, combinado con un ácido aún no bien determinado y con una sustancia colorante.
Todos los hombres de la columna, mudos, tristes, se habían reunido en torno al moribundo que no paraba de vomitar ni de tener espasmos. Un silbido rauco salía a intervalos de su pecho y la respiración se volvía a cada momento más difícil.
—Pobre hombre —repetía Yanez que asistía, impotente, a aquella agonía.
De pronto el moribundo tuvo un sobresalto, ensanchó espantosamente la boca haciendo crujir las mandíbulas, puso los ojos en blanco y se dejó ir en los brazos de los dos malayos que lo sostenían.
—Está muerto —dijo Sandokan, suspirando—. Habría preferido que esta desgracia le hubiese tocado a alguno de mis hombres que están preparados desde hace largo tiempo a los peligros de la guerra.
Se volvió al jefe de los negritos que quizá más habituado que los hombres de Sandokan a aquellas desgracias, no parecía demasiado conmovido y le dijo:
—Toma seis hombres, lleva el cadáver al islote y hazlo sepultar profundamente para que los tigres o las panteras no lo devoren.
—Sí, orang —respondió el jefe.
—Por el momento nos detenemos aquí.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Yanez, cuando el fúnebre pelotón se hubo alejado—. Si el fondo está sembrado de puntas de flechas envenenadas no podremos avanzar mas que nosotros y mis asameses. Todos los otros están descalzos.
—Y es esto lo que el griego debe haber calculado para diezmar nuestra columna.
—¿Nos podemos desviar?
—¿Sabes tú sobre qué extensión han plantado los dardos envenenados? —preguntó Sandokan—. ¿Cómo descubrirlos bajo este estrato de agua y barro?
—Sería imposible —observó Tremal-Naik que asistía al coloquio.
—Entonces no nos queda mas que volver atrás y esperar a que las aguas o se retiren o sean absorbidas por el calor solar —dijo Yanez.
—¿Y retirarnos a dónde?
—Sobre aquella especie de islote.
—¿A morirnos de hambre?
—Tienes razón, Sandokan.
—Tengo otra idea.
—¿Cuál?
—De hacer abatir ocho o diez troncos de árbol y formar puentes móviles que arrojar sobre estos estratos de flechas. Los hemos utilizado otras veces.
—Nuestro avance se volverá muy lento.
—Lo aceleraremos cuando hayamos alcanzado las altas tierras —respondió Sandokan—. Por otra parte, ya te he dicho que no tengo apuro por convertirme en rajá. A mi me basta con tener éxito en mi intento y vengar a mi padre, mi madre y a mis hermanos.
—Y los vengarás.
—No lo dudo —respondió Sandokan, cuyos ojos se habían iluminado de una llama siniestra—. Hace muchos años que espero el terrible momento.
—Y yo no querría encontrarme en los zapatos del rajá del lago —dijo Tremal-Naik.
—Haz como quieras —concluyó el portugués—. Ni siquiera yo tengo prisa de regresar al Assam: Surama es paciente y deja que su sahib blanco se divierta y ayude a los viejos amigos. ¿Es que no soy el príncipe consorte...? ¡Diantres...! ¡Por Júpiter...! ¡Sigo siendo el rajá de Assam!
Diez minutos después, la columna rehacía el camino recorrido a la mañana, no pudiendo acampar en aquel lodo cubierto de tan alto estrato de agua, especialmente con las cajas de municiones y las espingardas con sus correspondientes trípodes.
Cuando alcanzó el islote, porque ya se lo podía llamar así, estando aquel pedazo de tierra todo circundado de agua, el pobre subjefe de los negritos ya había sido sepultado y sus compañeros estaban exterminando a los últimos cálaos y a las últimas cacatúas, para asegurarle a la columna al menos un poco de cena, por cierto no abundante. Doscientos hombres, bajo las órdenes de Kammamuri y Sapagar, asaltaron los árboles a golpes de parang y de campilán para formar los puentes móviles, mientras que los otros se apresuraban para formar plataformas, juntando los troncos con sus fajas.
No fue fácil, sin embargo; antes de que el sol se pusiese, la columna poseía ya cuatro pasarelas, largas de una decena de metros y anchas de cuatro a cinco, sobre las cuales los hombres desprovistos de zapatos podían pasar muy bien, transportándolos siempre más adelante, sobre los estratos de flechas envenenadas, sin correr ningún peligro.
A las nueve de la noche, con una espléndida luna, la columna dejaba el islote, avanzando cautamente sobre la llanura inundada.
Los dayak y los malayos llevaban los puentes móviles, para no cansar a los asameses a los cuales les esperaba el trabajo más duro, o sea el de llevarlos sobre las puntas de las flechas, siendo, como habíamos dicho, los únicos calzados.
Llegados al lugar donde el pobre subjefe de los negritos había sido herido, los puentes fueron lanzados sobre el estrato de barro, no habiendo suficiente agua, al menos por el momento, como para hacerlos flotar.
La terrible marcha comenzaba. Malayos, dayak y negritos, pasaban, se apiñaban sobre el puente a la cabeza y esperaban que los asameses transportasen más adelante los otros para abrirles el camino. El avance era lentísimo y muy fatigoso, sobre todo para los indios, aún cuando estos de vez en cuando cediesen sus zapatos a los malayos o a los dayak para tomar un poco de descanso.
Yanez, Sandokan y Tremal-Naik, que calzaban altas y fuertísimas botas de mar, impenetrables a las puntas de las flechas, formaban la vanguardia. Ningún peligro los amenazaba, porque la llanura se extendía ante ellos, toda cubierta de un pie de agua y completamente desierta. Un hombre, con aquella luz lunar, habría sido enseguida descubierto y no se habría ciertamente salvado del tiro de aquellas tres carabinas que difícilmente fallaban el blanco.
Parecía que los dayak hubiesen cubierto el suelo con una cantidad extraordinaria de flechas, porque los tres jefes sentían, con cada paso que avanzaban, chirriar bajo sus gruesas suelas las puntas de los dardos envenenados.
—¡Qué bribones! —dijo Yanez—. Querían efectivamente destruirnos.
—Es así que los dayak hacen la guerra —respondió Sandokan.
—¡Si no tuviésemos buenas suelas qué bello fin...!
—¿Están al menos en buen estado las tuyas?
—Piel de rinoceronte, mi querido, con un espesor de tres dedos.
—Me mandarás una docena de pares cuando regreses al Assam.
—¡Pero qué...! Un navío lleno para ti y para tus hombres —dijo Tremal-Naik—. Así al menos no correrán ningún peligro más.
—Dudo que puedan acostumbrarse —respondió el Tigre de la Malasia—. Daré un regalo a los simios de las florestas.
Así bromeando los tres valerosos continuaban su marcha, mientras sus hombres no dejaban de transportar los puentes móviles.
Al alba la columna, agotada por tantos esfuerzos, descansó sobre las balsas, encalladas en el lodo, porque el agua era siempre demasiado baja como para que pudiesen flotar. El desayuno fue muy magro, aún cuando Yanez y Tremal-Naik hubiesen fusilado a un discreto número de aves acuáticas.
La jornada transcurrió tranquila. Ningún pelotón de enemigos fue señalado en ninguna dirección.
Probablemente el griego había contado con la eficacia indiscutible de las flechas envenenadas y no había creído necesario molestarse, creyendo por cierto que ningún hombre de la columna habría salido vivo de aquella emboscada.
Hacia el atardecer, la muy fatigosa marcha con los puentes móviles fue reanudada, mientras Yanez, Sandokan y Tremal-Naik avanzaban en reconocimiento, con la esperanza de descubrir algún pelotón enemigo.
La noche fue muy fatigosa para todos. Los asameses de vez en cuando cedían sus zapatos a los malayos y a los dayak, para que continuasen con el avance de los puentes.
El enemigo ni siquiera aquella noche apareció, con mucho pesar de Yanez que comenzaba a aburrirse.
—¿Es que he dejado a mi bella rani y la corte de Assam para marchar entre aguas y pantanos, sin disparar un tiro de carabina? ¡Es un gran aburrimiento! ¿No te parece, Sandokan?
El Tigre de la Malasia no respondía y continuaba marchando, con la mirada a lo lejos.
Intentaba descubrir las altas tierras que surgían alrededor del gran lago, porque era sobre aquellas tierras que se debía decidir la suerte de aquella áspera y muy fatigosa campaña.
Por tres días todavía la columna marchó casi sin interrupción a través de aquella inmensa llanura, empujando adelante los puentes móviles, luego alcanzó finalmente, completamente exhausta, aquellas altas tierras que tanto añoraba.
Las grandes tierras bajas, a pesar de las traiciones urdidas por el griego, habían sido atravesadas con la pérdida de un solo hombre, el desgraciado subjefe de la tribu de los negritos. Bosques inmensos, ricos de hojas y de sombra, se extendían ahora delante de los aventureros, surcados por torrentes murmurantes y habitados ciertamente por abundante caza.
—He aquí el paraíso terrestre —dijo Yanez, mientras los malayos y dayak construían apresuradamente los attap, y los negritos, ayudados por sus mujeres y por los asameses, rodeaban el campamento, ya escogido por Sandokan, con montones de ramas espinosas para impedir cualquier sorpresa.
—Te aseguro, mi querido, que no podía más y que estaba por mandar al diablo también al trono de tus ancestros.
—Tú sabes que el Borneo no es la India —respondió Sandokan—. Y luego también para la conquista del trono de tu bella rani las hemos pasado difíciles. ¿Te has olvidado todo?
—El amor hace olvidar tantas cosas —dijo Tremal-Naik—. ¿No te ha acuerdas, Sandokan, que nuestro portugués añora siempre la corte de Assam?
—¡Te desafío, con todos aquellos cocineros, bodegueros, valets, guardias barbudos, de aspecto bandidesco, aquellas salas maravillosas, las multitudes de bayaderas danzantes todas las noches en los patios del palacio...!
—¡Ah, Yanez...! Assam y el poder te han arruinado.
—¡Por Júpiter...! —gritó Yanez, después de una risotada clamorosa—. ¿Es que no te he demostrado hasta hoy poseer dos piernas de hierro, ser siempre un tirador temido y saber cenar o almorzar con el cinturón apretado? ¡Tú me quieres humillar! Mándame adelante una tribu de dayak y verás cómo sabré acomodarlos en salsa blanca, roja o verde.
—Lo sabemos —dijo Tremal-Naik—. Sigues siendo el terrible compañero del famoso Tigre de la Malasia.
—¿Aunque sea el príncipe consorte de la bella rani de Assam?
—Sí, Yanez —respondió Sandokan—. Solamente te has vuelto un poco gruñón.
—Porque en la corte de Assam, ya sea en voz baja o en voz alta, se rezonga siempre —dijo Yanez—. Dejemos las bromas y hagamos nuestro plan de batalla. ¿Cuánto distamos del lago, según tu juicio?
—No más de tres jornadas de marcha —respondió Sandokan.
—¿Dónde reside el rajá?
—En una aldea sostenida por empalizadas y que se adentra en el lago por varios centenares de brazas.
—¿Es aquella la que asaltaremos, si los dayak no nos detienen?
—Sí, porque deseo golpear directamente al corazón del asesino de mi padre. Las grandes barcas no faltan en el lago, y por ahí los atacaremos, no ya desde la tierra, porque sería demasiado difícil: y luego serían necesarios larguísimos puentes móviles que no poseemos. He obtenido ya todas las informaciones necesarias, y hoy mandaré a los negritos y dayak a fabricar cerbatanas y a recolectar resinas.
—¿Para hacer qué? —preguntaron a una voz Yanez y Tremal-Naik.
—Para incendiar la capital del rajá del lago —respondió Sandokan—. Las flechas incendiarias, en ese momento, lograrán un mayor éxito que las balas de nuestras carabinas y que las metrallas de nuestras espingardas. Hace mucho tiempo que pienso el modo de reducir de golpe a la impotencia a aquel miserable y de obligarlo a la rendición, porque lo quiero tener en mis manos vivo.
—¡Uf...! Tengo mis dudas —respondió Yanez—. Cuando aquel hombre se vea perdido no esperará a que tu kris lo alcance.
—Veremos si será capaz de escapárseme.
Numerosos tiros de fusil interrumpieron su conversación. Los malayos y los asameses se habían lanzado a través de la floresta y hacían una buena cacería, a juzgar por los disparos que se seguían sin interrupción.
Las mujeres negritos, previendo una cena muy abundante, habían recogido ramas secas y habían ya encendido varias hogueras, proveyéndolas a los lados desde luego de horquetas de madera para sostener los asados ensartados en las baquetas de acero de las carabinas.
Los cazadores no se hicieron esperar mucho. Estaban todos cargados de presas de caza de pelo y de pluma.
Habían hecho un verdadero estrago de babirusas, tapires, simios, cacatúas y de otras varias aves.
Fue una verdadera alegría en el campo, y se puede comprender fácilmente, porque hacía dos días que todos aquellos bravos guerreros no habían hecho mas que estrecharse los cinturones de sus faldas.
Al cabo de una media hora, hombres, mujeres y niños devoraban hasta reventar enormes pedazos de carne todavía sangrante, mientras Sandokan, Yanez, Tremal-Naik y Kammamuri trabajaban con los cuchillos alrededor de dos magníficos cálaos rinocerontes, sabiamente asados bajo la alta vigilancia de Sapagar, nombrado gran cocinero de los jefes, en los momentos de calma.
Saciada el hambre feroz que por cuarenta y ocho horas atormentaba el vientre de aquellos intrépidos guerreros, Sandokan lanzó hacia el sur una veintena de exploradores con el encargo de acercarse, lo más posible, al lago, luego dispuso numerosos centinelas, aún cuando estuviese segurísimo de poder dormir sin ser perturbado.
—Ya nos esperan sobre las orillas de Kinabalu —dijo Sandokan a Yanez que bostezaba como un oso y ya había dejado apagar el cigarrillo.
—Que nos esperen donde quieran; a mí no me importa en absoluto —respondió el portugués—, con tal de que me dejen por ahora dormir.
—Y eso es lo que pido también —añadió Tremal-Naik.
—Duerman pues —respondió Sandokan—. Nadie vendrá a perturbar su descanso. Por esto respondo plenamente yo.
Pocos minutos después todos los acampantes, exceptuados los centinelas, roncaban profundamente.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Salgari dice que mezclan el upas con tjettek para hacerlo más potente, en el original en realidad explicaba que mezclaban el upas con gambir, la planta que se mastica con la areca y que no es venenosa. Seguramente se trate de un error del autor, por eso la corrección en la traducción.

En la descripción que hace Salgari sobre el principio venenoso del upas, en realidad se trata de la antiarina, un glucósido cardíaco venenoso producido por el árbol Antiaris toxicaria.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 6 pie equivalen a 1,83 m.

Baquetas: Vara delgada y ancha en un extremo, que se introduce por el cañón de un arma de fuego para limpiarlo, o, antiguamente, para compactar la pólvora, taco y proyectil antes del disparo.

Ancar: “Anciar” en el original, es como se denomina al upas en javanés y en malayo.

Tafia: Aguardiente de caña.

Curare: Veneno extraído de varias especies de plantas, utilizado por diversas tribus sudamericanas para impregnar sus flechas y que tiene la propiedad de paralizar las placas motoras de los nervios de los músculos.

Bayaderas: “Bajadere” en el original, es una bailarina y cantora india, dedicada a intervenir en las funciones religiosas o solo a divertir a la gente con sus danzas o cantos.

Braza: Medida de longitud, generalmente usada en la Marina y equivalente a 2 varas o 1,6718 m.

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