jueves, 5 de septiembre de 2019

XXVI. El lago misterioso


Por cuatro días los hombres de la expedición descansaron sobre el margen de las tierras bajas, comiendo abundantemente y durmiendo sabrosamente.
De vez en cuando algún explorador llegaba, pero sin traer noticias importantes de los misteriosos movimientos de los enemigos.
Algunos se habían arriesgado incluso a las orillas del gran lago, sin haber encontrado a las hordas de los dayak. Solamente unos pocos pelotones de exploradores habían sido divisados al poniente del Kinabalu.
—¿Dónde se encuentra entonces el grueso de las gentes del rajá blanco? —Esto era lo que se había preguntado continuamente, no sin cierta inquietud, Sandokan, durante aquella larga parada.
El quinto día, después de un breve consejo de guerra mantenido por los jefes y subjefes, el avance fue decidido. Ya que los dayak no se sentían con suficientes fuerzas como para detener a los conquistadores, no había otra cosa que hacer que ir a buscarlos y asaltar resueltamente su capital.
—Terminémosla —dijo Yanez, mientras las columnas se organizaban—. Tengo prisa por desayunar en la ciudad principal de aquel pillo rajá. Veremos si su palacio real vale tanto como el mío.
Los conquistadores estaban por ponerse en marcha, cuando llegaron al campo dos negritos, de los cuales Sandokan no había tenido más noticias y que ya habían sido considerados como perdidos.
—Los últimos que arriban son siempre los más afortunados —dijo Yanez, mientras el jefe de la tribu acudía para servir de intérprete—. Estos hombrecitos deben traer noticias extraordinarias.
—¿Buenas o malas nuevas? —preguntó Sandokan al jefe que ya había interrogado rápidamente a sus súbditos.
—Me han informado que los dayak se reúnen delante de la capital del rajá para defender los puentes —respondió el negrito.
—¿Son muchos?
—Sobre todas las orillas del lago se baten los gong para reunir a los guerreros.
—¿Han visto muchas barcas?
—Sí, orang.
—Son esas las que necesitamos.
—¿Podremos tomarlas? —preguntó Yanez.
—Sé dónde sorprender a la flotilla del rajá —respondió Sandokan—. La vieja estación no ha sido cambiada, me han dicho, y no nos serán necesarios grandes esfuerzos para tomar por asalto la kota que la defiende. Nuestras espingardas harán verdaderos milagros. ¿Hay otra nueva?
—No, orang —respondió el jefe de la tribu.
—Toma el comando de tus hombres y avanza, a marcha forzada. No debemos dar tiempo al griego de fortificarse sobre las orillas del lago. ¿No es verdad, Yanez?
—Esta es una buena estrategia —respondió el portugués—. Mi coronel Kammamuri podría no obstante darte un juicio mejor que el mío.
—Aquí no estamos en Assam —dijo Tremal-Naik—. Mi maratí es bueno solamente para aquel país.
—Morirá general, te lo aseguro —concluyó Yanez.
Las columnas, divididas por razas, se habían puesto animosamente en camino, manteniendo en medio a las mujeres que llevaban los víveres y a los niños.
Las florestas seguían a las florestas, siempre más densas y siempre más soberbias.
De vez en cuando los conquistadores tenían la suerte de encontrar senderos, abiertos ciertamente por los indígenas para dirigirse a las orillas del lago y especialmente en aquellos pasajes encontraban a menudo esqueletos humanos, perfectamente limpiados por las termitas y faltándoles a todos la cabeza.
Los feroces cazadores de cabezas debían haber pasado por ahí.
En la noche, Sandokan que temía de un momento al otro un furioso ataque, hizo reforzar el campamento con enormes montones de ramas espinosas y con una fosa bastante profunda, también llena de espinas.
El lago estaba muy cerca y también el enemigo. Una sorpresa nocturna era de esperarse.
Los centinelas habían sido por todas partes redoblados y una pequeña vanguardia había acampado fuera de la cerca, con una espingarda para estar lista para responder al ataque y acudir en ayuda de sus compañeros que vigilaban bajo los árboles seculares.
Fueron no obstante precauciones del todo inútiles, porque los dayak no se hicieron ver.
La mañana siguiente, antes todavía de que despuntara el sol, las cuatro columnas volvían a partir a paso acelerado. Sandokan impulsaba la marcha para poder llegar avanzada la noche a las orillas del lago. Tenía necesidad de la oscuridad para poner en ejecución su plan que consistía en privar, con un golpe imprevisto, al rajá blanco de su flotilla, y así impedirle hacerse a la mar.
Fue una marcha verdaderamente furibunda, una verdadera carrera que puso a dura prueba especialmente a las piernas de las mujeres y de los niños.
Al ocaso el lago no estaba todavía a la vista, pero se entendía que no debía estar lejos. Los matorrales iban desapareciendo rápidamente, el terreno bajaba, la humedad aumentaba y una fresca brisa soplaba del sur. El Kinabalu, el gran lago del Borneo, apenas conocido por los exploradores europeos, estaba casi al alcance de la mano.
Hacia la medianoche los exploradores negritos, que eran los más ágiles e infatigables, se replegaron sobre las columnas que se habían detenido para descansar un poco.
El pequeño jefe de la tribu se había precipitado hacia Sandokan, diciéndole:
—El lago está detrás de la kota.
—¿Han descubierto la aldea que les había indicado?
—Sí, orang.
—¿Han visto barcas?
—Muchas.
—¿Es muy vasta la kota?
—No, no obstante tiene alrededor tres fosas.
—¿Dónde está Kammamuri?
—Presente, capitán —respondió el maratí que se encontraba a pocos pasos.
—¡Haz construir una decena de puentes móviles... ¡Sapagar...!
—Aquí estoy, jefe —dijo el malayo.
—Que tus hombres no se ocupen mas que de las espingardas. Para el asalto bastamos nosotros.
—¿Y yo qué debo hacer? —preguntó Yanez—. ¿Encender otro cigarrillo?
—Conducirás a tus asameses.
—Para eso basta mi coronel —respondió el portugués—. Yo formaré la reserva con Tremal-Naik.
—Sí, si eres capaz de estar quieto cuando la metralla resuene.
—Entonces pasaremos a la vanguardia.
Los malayos y dayak, ayudados por los negritos, abatieron con golpes de campilán y parang una cincuentena delgados troncos de árbol y una gran cantidad de ramas y rotang, y en menos de media hora formaron los puentes para arrojar sobre las fosas y sobre los estratos de flechas envenenadas, teniendo la costumbre los dayak de clavar muchas alrededor de las empalizadas de sus aldeas.
A la una de la noche, los aventureros, habiendo dejado atrás a las mujeres y los niños, bajo la guardia de una pequeña escolta, se movían resueltamente en el más profundo silencio hacia la kota que servía de estación naval al rajá blanco, resueltos a expugnarla.
Yanez, contrariamente a lo que había dicho, había enseguida pasado a la vanguardia, para conducir a sus asameses que provistos de zapatos, como ya habíamos dicho, podían prescindir de los puentes móviles y pasar incluso sobre las espinas amontonadas en las fosas, buenas solamente para detener a los descalzos.
—Adelante, mis valientes —les había dicho—. Muestren a estos valerosos malayos que tampoco los montañeses de Assam tienen miedo a la muerte.
Un cuarto de hora después, la kota era circundada por tres lados, estando el cuarto bañado por las aguas del lago.
Era una pequeña fortaleza que no debía encerrar más de un centenar de cabañas, no obstante defendida por una alta y sólida empalizada de doble vuelta, poniendo los dayak sumo cuidado en la construcción de sus aldeas, para evitar las terribles sorpresas que terminarían con la total destrucción de los habitantes, no dando cuartel, allá abajo, ni siquiera a los niños, salvo casos excepcionales.
Nadie parecía haberse percatado del avance de los aventureros.
Sandokan, dada una rápida mirada a la fortaleza, llamó a Sapagar.
—Toma a diez de los mejores nadadores —le dijo—. Cruza la cuenca, donde debe encontrarse reunida la flotilla del rajá, ocupa la barca más grande que encuentres y quema pólvora sin interrupción y aúlla como cincuenta.
—Sí, capitán —respondió el bravo malayo.
—Te dejo a ti el honor de disparar el primer tiro de carabina.
—Y haré lo posible por abatir a alguien.
—Ve y hazlo pronto. Nosotros estamos listos para montar al asalto.
Mientras el valiente malayo se apresuraba a cumplir aquella peligrosísima empresa, Sandokan, Yanez y Tremal-Naik tomaban las últimas disposiciones para el ataque.
Los asameses habían ya atravesado la primera fosa y se habían tendido en el suelo, en forma dispersa, a sesenta metros de la empalizada para mantenerse fuera de tiro de las cerbatanas; los otros habían arrojado los puentes y puesto en batería las ocho espingardas, a la distancia de treinta metros una de otra, para poder barrer mejor el suelo en el caso de que los asediados intentasen una salida por diversos puntos.
Un silencio profundo reinaba en la pequeña fortaleza. Parecía que durmiesen incluso los hombres encargados de la guardia sobre las empalizadas.
Probablemente los habitantes, sabiendo que las tropas del rajá batían la campaña, se sentían perfectamente seguros contra cualquier sorpresa.
De pronto no obstante el quejido de un perro, seguido poco después por un furioso ladrido, les advirtió que algo grave los amenazaba.
Si los centinelas dormían, los perros (y siempre tienen muchos los dayak en sus aldeas) velaban y habían olfateado a los enemigos.
—Que nadie haga fuego —dijo Sandokan—. Kammamuri, ve a comunicar enseguida la orden a los otros grupos. Demos tiempo a Sapagar para alcanzar la flotilla.
Voces resonaban en la oscuridad. Los centinelas debían haberse despertado y se consultaban entre sí, avanzando y retrocediendo sobre las terrazas de las empalizadas.
Finalmente brillaron algunas antorchas, pero su luz no era lo suficientemente viva como para llegar hasta la tercera fosa, en cuyos márgenes estaban los asameses. Yanez, siempre impaciente, estaba en el proceso de dar órdenes a sus hombres para atravesar también la segunda, cuando varios tiros de carabina atronaron hacia el lago.
Sapagar había abierto fuego desde el centro de la flotilla, tomando la kota por atrás, a fin de que los habitantes no se apoderasen de las barcas.
La voz metálica de Sandokan resonó:
—¡Abran también ustedes fuego...!
Comenzaron las espingardas, derramando encima de las empalizadas huracanes de metralla para impresionar de golpe, con aquel barullo, a los habitantes de la aldea.
Siguieron enseguida nutridas descargas de fusilería, luego los puentes móviles fueron arrojados a través de las fosas y las cuatro columnas se movieron resueltamente al ataque, con el impulso habitual.
Tenían no obstante que lidiar con gente resuelta a resistir, porque a pesar de las andanadas de metralla, las terrazas de las empalizadas se habían cubierto de defensores que habían recibido valerosamente a los enemigos con una verdadera tempestad de piedras y flechas. Las cuatro columnas debieron detenerse a su pesar y reanudar el fuego, para disminuir un poco las filas de los dayak.
—Eh, Sandokan —dijo Yanez, acercándose al amigo—. Parece que este es un hueso un poco duro de roer. Si no derribamos la empalizada, nos tendrán a raya no poco tiempo y sería para nosotros una grave imprudencia. No nos olvidemos que las hordas del rajá baten las orillas del lago.
—Dentro de diez minutos abriremos una brecha —respondió el Tigre de la Malasia.
Reunió a una docena de sus malayos y les dijo:
—Levanten un puente móvil, métanse debajo y empujen contra la cerca. Cuidado con hacerse aplastar. Nosotros nos ocupamos de defenderlos.
Luego se arrojó hacia Kammamuri que era el encargado de la dirección de la pequeña artillería.
—Haz concentrar aquí a todas las espingardas —le dijo— y golpeen a la torre que está frente a nosotros. La entrada de la aldea está ahí. Haz disparar a lo alto, mientras mis hombres nos abren un paso.
Los malayos, habiendo levantado el puente más largo y más sólido y apoyado sobre las cabezas, se habían echado adelante.
Flechas y piedras llovían en gran cantidad sobre ellos, pero sin afectarlos.
Aquella lluvia de proyectiles duró solamente pocos instantes, porque las ocho espingardas, prontamente reunidas, obligaron muy pronto a los defensores de la torre a batirse precipitadamente en retirada para no hacerse exterminar completamente.
La metralla diluviaba sobre los troncos y las terrazas, impidiéndoles a todos arremeter contra los malayos que ya destrozaban con grandes golpes de campilán y parang la primera trinchera.
Sobre los otros puentes la lucha arreciaba con gran animación por ambas partes; pero con la peor para los asediados que no podían competir con el fuego intenso de las carabinas. Incluso de la parte del lago los fucilazos continuaban intensísimos. Sapagar y sus hombres disparaban a lo loco, aullando como poseídos, para hacerse creer en gran número.
Aquel fuego, muy desastroso para los cazadores de cabezas del rajá del lago duró un buen cuarto de hora, derribando filas enteras de defensores; luego las cuatro pequeñas columnas se estrecharon para irrumpir en la plaza.
Los malayos ya habían abierto un desgarro en la cerca, suficiente como para dejar pasar cuatro hombres de frente, luego se habían enseguida retirado para dejar a las espingardas el encargo de rechazar a los defensores que se aglomeraban detrás de la abertura para contrarrestar el paso a los invasores con las armas blancas.
Kammamuri, que durante el combate había recibido las oportunas instrucciones de Sandokan, hizo cargar las espingardas con balas y lanzó una primera andanada de proyectiles de una libra a través de la abertura.
El efecto de aquella descarga, hecha sobre un espacio tan estrecho y lleno de hombres, fue terrible.
Los dayak, comprendiendo que no podían resistir bajo la torre, habían regresado a las terrazas, mientras los asameses pasaban a través de la trinchera disparando y avanzando a través de cúmulos de cadáveres.
Los dayak de la costa reclutados por Sambigliong fueron rápidos en seguirlos, de modo que en menos de cinco minutos más de ciento cincuenta hombres se encontraban dentro de la plaza, listos para rechazar cualquier salida.
La resistencia de los asediados se debilitaba rápidamente, porque sobre las terrazas se encontraban en la imposibilidad de mantenerse firmes, habiendo recomenzado las espingardas a batirlos con tiros de metralla.
—¡Al lago...! —gritó Sandokan, poniéndose a la cabeza de la columna.
Mientras también los malayos y los negritos avanzaban a su vez, continuando disparando, los asameses y los reclutados por Sambigliong se volcaban como una multitud a través de las calles de la aldea, barriendo a los grupos que intentaban obstaculizar su avance.
Se podía decir que la lucha ya había terminado, porque los guerreros del rajá comenzaban a deponer las armas y a pedir gracia, que les era enseguida otorgada.
Sobre las orillas del lago no obstante, la columna guiada por Sandokan hubo de sufrir un último encuentro contra una cincuentena de guerreros que intentaban ponerse a salvo sobre las barcas, a pesar del continuo fuego de Sapagar y sus hombres.
Bastó sin embargo una carga conducida por Yanez y Tremal-Naik para decidirlos, después de una brevísima resistencia, a arrojar también ellos las armas.
Sandokan mientras tanto, con una veintena de hombres provistos de antorchas vegetales, había caído sobre el puerto, gritando a Sapagar de cesar el fuego.
Toda la flotilla del rajá del lago estaba ahí, anclada en robustos palos que sostenían largos muelles.
Había no menos de treinta grandes barcas provistas de puente y que se asemejaban en la construcción más a los jong que a los praos. Solamente una llevaba un pequeño meriam, uno de aquellos pequeños cañoncitos de latón de los que se servían los dayak de la costa: probablemente era la nave almiranta.
Todas las otras no tenían a bordo mas que arpones, cerbatanas y campilán colgados a lo largo de las amuras.
Mientras Kammamuri, Sambigliong y Tremal-Naik se encargaban de desarmar y de atar a los prisioneros, Yanez había alcanzado a Sandokan sobre la nave almiranta.
—No creía que te convertirías tan pronto en el amo del lago —le dijo.
—Y la palabra es verdaderamente exacta —respondió el Tigre de la Malasia—. Ahora no tenemos nada más que temer.
—¿Y qué haremos con todos estos prisioneros? Espero que no quieras decapitarlos.
—Estaría en mi derecho, pero, tratándose de mis futuros súbditos, intentaré hacerlos abrazar mi causa y reclutarlos. Habrá ciertamente viejos entre ellos que se acordarán de mi padre y quizá también de mí.
—Querría darte un consejo.
—Sabes que estoy siempre listo para escucharte, Yanez —respondió Sandokan.
—De apresurar las cosas. El griego pudo haber oído el estruendo de nuestras espingardas y acudido para reconquistar la kota.
—Pero no conseguirá tomarnos la flotilla. Que nos corra detrás por el lago, si es capaz. Creo que podemos esperar al alba sin verlo aparecer. Haz mientras tanto tapar la brecha y colocar las espingardas sobre las terrazas de las empalizadas. Si llegara antes de haber arreglado todos nuestros asuntos, lo ametrallaremos nuevamente. Mientras tanto me ocupo de la flotilla.
Aquella noche ninguno durmió. Mientras las mujeres negritos, que habían sido hechas entrar, preparaban la cena para los vencedores, saqueando sin misericordia las cabañas de la kota, y encendían en la plaza central fogatas gigantescas, malayos y asameses volvían a poner en su lugar la empalizada hundida e izaban las espingardas para estar listos para la resistencia.
Los otros en cambio se ocupaban de los prisioneros que eran bastante numerosos, no obstante las gravísimas pérdidas sufridas. En efecto las terrazas estaban llenas de montones de cadáveres y también entre las dos cercas había muchos, no estando los troncos tan unidos como para impedir por todas partes el paso de las pequeñas balas de las carabinas.
Sandokan, habiendo llamado a los jefes de la aldea, casi todos viejos guerreros, no demoró en darse a conocer como hijo de su antiguo rajá y no le resultó difícil obtener de ellos completa sumisión y la promesa de ayudarlo contra el asesino de su familia.
No quedaba mas que embarcarse y moverse contra la capital. Eran quinientos y disponían de una flotilla bastante numerosa, porque las barcas eran de gran porte y sólidamente construidas, aún cuando los dayak jamás hayan sido hábiles carpinteros. Sin duda el rajá del lago, que probablemente había sido durante un tiempo marinero, había dirigido los trabajos.
Ya muchos víveres habían sido embarcados y los guerreros estaban a su vez por tomar sus lugares en la flotilla, cuando oyeron a los malayos que vigilaban sobre las terrazas de las cercas gritar a garganta pelada:
—¡El enemigo...! ¡A las armas...!
Los asameses estaban en aquel momento retirando las espingardas para armar las ocho barcas más grandes.
—Es el griego que llega —dijo Yanez, acudiendo junto con Sandokan, hacia la torre que había sido prontamente reparada.
Se habían arrojado sobre la terraza sobresaliente a la trinchera. Trescientos o cuatrocientos guerreros corrían a lo loco por la llanura iluminada por los primeros rayos del sol, entonces apenas surgido.
—Demasiado tarde, mis queridos —exclamó Sandokan con voz tranquila—. Cuando ustedes lleguen aquí, la fortaleza no existirá más.
Alzó la voz, dominando el tumulto causado por la imprevista aparición de aquel enemigo, siempre temible aunque ahora inferiores en número.
—¡Todos a bordo...! ¡Y ahora ven, Yanez...!
Sobre la plaza central ardían todavía las fogatas que habían servido para el desayuno.
—Ayúdame, mientras nuestros hombres se refugian a bordo de la flotilla —dijo.
Tomó un par de tizones y los arrojó sobre el techo de una cabaña, formado por hojas secas.
—¿Destruimos todo? —preguntó Yanez.
—No quiero dejar atrás una fortaleza, que debería luego expugnar nuevamente. A su tiempo la haré reconstruir.
—Entonces quememos pues.
Tomó a su vez tizones y los lanzó. Los malayos de guardia que estaban replegándose, imitaron a los dos jefes.
En un instante las llamas se elevaron altísimas, avivadas por la brisa que soplaba del lago. Las cabañas ardían con una rapidez espantosa, como si fuesen fardos de paja, cubriéndose de humo y chispas.
Sandokan, Yanez y sus últimos hombres se precipitaron hacia el puerto y se embarcaron sobre la barca almiranta, sobre la cual Kammamuri, además de los meriam, había hecho añadir dos espingardas.
—¡A los remos...! —tronó Sandokan.
Las treinta barcas se hicieron enseguida a la mar, mientras el fuego, habiendo devorado las viviendas, se aferraba a las empalizadas interponiendo entre los dayak del rajá blanco y los fugitivos una insuperable barrera llameante.
—Pobre Teotokris —exclamó Yanez que se había puesto a horcajadas del pequeño cañón apoyándose en la carabina—. Habría hecho mejor, ya que la muerte no lo había querido, en regresar a su Archipiélago y reanudar su oficio de pescador de esponjas. ¡Bah! Se ve que no todos tienen suerte en este mundo bribón.
—Ha de jugar todavía su última carta —dijo Sandokan que estaba al lado, sentado en cambio sobre una espingarda.
—No lo aceptaría.
—¡Oh...! Tampoco yo, Yanez.
—Y la jugará ciertamente sobre los puentes de la capital.
—Ahora ya no hay nada que hacer bajo las florestas.
Las hordas dayak, viendo a la kota arder, se habían detenido a una distancia tal como para estar fuera del alcance de las carabinas de los conquistadores, luego, después de haber mandado adelante un pelotón de exploradores, se habían prontamente replegado hacia las florestas.
Las barcas estaban ya lejos de la orilla y en aquel momento se impulsaban siempre al ancho, no queriendo Sandokan que los enemigos adivinasen exactamente su rumbo.
El lago estaba tranquilísimo y apenas su superficie se arrugaba bajo los ligeros golpes de viento bastante cálido, que soplaban de las ardientes regiones del centro de la gran isla.
El Kinabalu, más que un verdadero lago, se puede considerar como un gigantesco reservorio de agua que no tiene una notable profundidad.
Es el más vasto que tiene el Borneo, pero ni siquiera hoy día se conoce su extensión exacta, a causa de la hostilidad demostrada siempre por los dayak hacia los viajeros europeos que intentan explorar el interior de la isla.
Se ignora incluso qué ríos lo alimentan, pero parece que son dos grandes cursos de agua, uno de los cuales descendería del sur y el otro del levante.
En cualquier caso, sus orillas están pobladísimas por dayak y negritos, dos razas siempre en guerra, y se sabe que se encuentran aldeas florecientes.
Las treinta barcas, precedidas por la nave almiranta, que tenía el doble de tonelaje que las otras y llevaba un mástil provisto de una gran vela triangular formada por mimbres entrelazados, continuaban su marcha dispuestas en dos largas columnas. Todos aquellos guerreros se habían vuelto bravísimos remeros, incluso los asameses, ya habituados por otra parte a recorrer los ríos gigantes de la India septentrional.
Sólo hacia el ocaso, cuando ya las orillas casi no eran más visibles, Sandokan se decidió a cambiar el rumbo.
Ya ningún ojo humano podía seguir la dirección de la flotilla.
—¡A levante! —había comandado.
La orden fue repetida de barca en barca y la flotilla, con un acuerdo admirable, siguió a la almiranta, como la llamaba pomposamente Yanez, en la nueva dirección.
Habiéndose asegurado de que todos lo habían seguido, Sandokan hizo llamar al jefe de la kota, un viejo dayak que tenía el cuerpo lleno de cicatrices, y le dijo:
—Te confío ahora a ti la dirección de la escuadrilla. Cuidado no obstante si me traicionas, tu cabeza lo pagará.
—Tú me has jurado, orang, que eres el hijo de Kaidangan, el viejo rajá que en un tiempo reinaba sobre estos pueblos y que he conocido —respondió el dayak—. Yo seré tu súbdito más fiel, y te lo probaré cuando quieras.
—¿Conoces la capital del rajá blanco?
—Como la kota que has tomado por asalto.
—Se extiende sobre el lago, me han dicho.
—Las casas se encuentran todas sobre empalizadas y solamente hacia tierra hay una fortaleza formada por dos kotas conectadas por inmensos puentes.
—Asaltada por consiguiente por la parte del lago, ¿la población no podrá oponer una larga resistencia?
—No, porque tú podrías incendiar fácilmente las viviendas.
—Tengo ya conmigo lo necesario para cubrirlas de fuego.
—Entonces puedes considerarte a partir de ahora, orang, como el rajá de Kinabalu.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg.

Almiranta: Nave en la que iba el almirante o el jefe de una armada, escuadra o flota.

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