martes, 17 de septiembre de 2019

XXVII. La toma de la capital


Toda la noche la flotilla bogó lentamente sobre el lago con las tripulaciones reducidas, no teniendo Sandokan ningún apuro en asaltar la capital.
Quería dar tiempo al griego y a los hijos del rajá de reconducir a las hordas dayak a la gran aldea para sorprenderlos a todos juntos y terminar con un golpe solo la campaña.
El rajá debía no obstante prepararse para una extrema defensa y reunir a su vez refuerzos. Y en efecto, cuando el viento giraba al septentrión llevaba a los oídos de los conquistadores los fragorosos sonidos de los gong.
En todas las aldeas costeras se daba la alarma, y quizá se reclutaban guerreros para conducirlos a la capital, ya gravemente amenazada después de que Sandokan se había apoderado por sorpresa de la flotilla.
Antes del alba las treinta barcas se alejaban nuevamente de las riberas para no dejarse ver. Afortunadamente el lago continuaba manteniéndose tranquilo y ninguna nube se mostraba sobre el terso cielo, por consiguiente no había que temer, al menos por el momento, ninguna tempestad, y los conquistadores podían mantenerse tranquilamente lejos de todos los puertos de refugio.
La segunda noche no obstante la flotilla tomó resueltamente carrera hacia el poniente, bajo la dirección del jefe de la kota que ya parecía estar intensamente encariñado con el hijo de Kaidangan, o sea con el Tigre de la Malasia.
La capital del rajá del lago no estaba más lejos que una cuarentena de millas, y Sandokan, seguro ya de que el griego y sus bandas la hubiesen alcanzado, había decidido sorprenderla al despuntar el alba.
—Daremos un encontronazo terrible y encerraremos a aquellos bribones entre dos fuegos —había dicho a Yanez—. Asaltaremos por la parte de tierra y por la parte del lago para impedir al rajá y a Teotokris toda salvación. Allí deberemos terminar con su existencia.
—Yo me encargo del griego —había respondido Yanez.
—Y yo del rajá.
—Entonces estamos de acuerdo. Estemos solamente atentos a que no se nos escapen.
—Por esto respondo yo.
Hacia las dos de la mañana los pilotos de la flotilla, que no había cesado de avanzar en la dirección indicada por el jefe de la kota, señalaron diversos fuegos que ardían hacia levante.
Sandokan y Yanez que estaban tomando un poco de descanso bajo el puente junto con Tremal-Naik, prontamente advertidos, habían acudido a cubierta.
—¿Un campamento? —había preguntado el primero al jefe de la kota.
—No, orang —había respondido el dayak—. En la capital del rajá del lago se vela. Mira como aquellos fuegos son altos sobre las aguas. Queman sobre altas plataformas. A ti: ¿oyes?
Sandokan y Yanez tendieron los oídos y les pareció oír resonar a lo lejos varios gong.
—¿La flotilla habrá sido señalada? —preguntó el portugués.
—No es posible —respondió el Tigre de la Malasia—. Hemos tomado la precaución de navegar siempre lejos de las orillas y nunca hemos encendido los fanales. Esperan no obstante de un momento a otro un asalto, esto es posible.
—¿Continuaremos con el rumbo?
—¿Y por qué no? El griego ha tenido todo el tiempo para llegar a la capital y no encuentro ningún motivo para diferir otra vez el golpe fatal que derribará para siempre al rajá del lago. Creo que nosotros ya somos dueños de la situación, porque depende solamente de nosotros el dar o rehusar la batalla.
—Esto es verdad —respondió Yanez.
—¿Qué hora tenemos?
—Faltan veinte minutos para las tres.
—El alba no despuntará sino después de las cuatro. Tenemos por consiguiente el tiempo necesario para embestir la capital como lo quiero yo.
Miró al jefe de la kota que parecía esperar sus órdenes.
—¿Cuán lejos crees que está la ciudad del lago? —le preguntó.
—No más de dos millas.
—Redobla los remeros y conduce la flotilla a gran velocidad.
—Como quiera, orang.
La orden fue gritada también a las otras barcas, y pocos minutos después la pequeña escuadra avanzaba velocísima, teniendo las proas hacia aquellos puntos luminosos que brillaban siempre hacia el levante como tantos faros.
La profunda oscuridad que reinaba sobre el lago protegía a los conquistadores. Antes del ocaso, densos vapores habían invadido el cielo, cubriendo los astros e interceptando completamente los rayos de la luna.
Sobre todas las barcas ardía un trabajo febril. Se cargaban las espingardas, se abrían las cajas de municiones, se disponían las carabinas y las cerbatanas a lo largo de las amuras para estar listas para utilizarlas.
Los negritos en cambio llevaban a cubierta grandes jarros llenos de materia resinosa y enormes fajos de larguísimas flechas que tenían, en la punta, grandes copos de aquella especie de algodón producido por las arengas sacchariferas, ya bien empapados de aquel líquido muy inflamable, para lanzar contra las cabañas de la capital y provocar incendios espantosos. A lo lejos los gong no cesaban de sonar.
—¡Kammamuri...! —gritó Sandokan.
El maratí fue pronto en acudir.
—Aquí estoy, capitán —dijo.
—Tú, mi coronel sin galones, por ahora, porque no los tendrás hasta que regresemos al Assam, tomarás trescientos hombres y asaltarás la capital por el lado de tierra. Sapagar te ayudará. Encontrarás dos kotas: golpéalas de frente o por el flanco, no importa. Lo que me interesa es que mantengas un fuego sin interrupción. Te dejo una parte de tus negritos, los dayak de la costa y a aquellos del jefe de la kota que ahora ya son fidelísimos. Sus parang, si ocurriese un combate con arma blanca, harán milagros.
—Y si consigues impedir al griego y al rajá y a los hijos de este escapar, te nombraré general —añadió Yanez.
—Me pesa ya la carga de coronel, Alteza —respondió el maratí.
—No te pesará la paga.
—¿Me has comprendido bien? —preguntó Sandokan.
—Sí, capitán.
—Apenas las barcas toquen la orilla, forma tu columna. Ve a acordar con Sapagar y con Sambigliong.
Los fuegos se agrandaban a vista de ojos, reflejándose vivamente en las oscuras aguas del lago. Ardían ciertamente sobre fogones formados con placas de piedra y con rocas, situados sobre las amplias plataformas de la aldea.
Algo extraño, que dá un poco que pensar: los malayos, dayak e incluso los papuanos de la Nueva Guinea, tienen, al igual que los caribeños del lago de Maracaibo de la Venezuela americana, la costumbre de construir sus aldeas sobre el agua, cuando se encuentran en las cercanías de una cuenca salada al reparo de los vientos, o de un estanque más o menos amplio.
Como los rojos hijos de América del Sur, habiendo plantado en el barro un número infinito de palos, construyen con robustos bambúes espaciosas terrazas y levantan gigantescas cabañas que sirven de asilo a muchas familias. De ese modo se ponen al seguro de las sorpresas por parte de los animales feroces que habitan las florestas y también de sus enemigos de tierra firme.
Aquellas aldeas tienen a veces extensiones considerables y pueden servir de asilo a varios centenares de habitantes.
La capital del rajá del lago estaba construida de este modo. Por el lado de tierra no obstante también estaba defendida por dos cercas formadas por robustos palos para poder resistir mejor un asedio.
Las treinta barcas, siempre guiadas por la nave almiranta, media hora antes de que la luz se difundiese en el cielo, arribaban silenciosamente a mil pasos de la capital, sin haber sido señalados, porque habían tenido la precaución de mantenerse bien lejos de la luz proyectada por los fuegos.
La ciudad estaba bastante visible, brillando siempre, en muchos lugares numerosísimas hogueras. Estaba toda construida sobre el lago, sobre altísimos palos y se prolongaba por varios centenares de brazas, sin duda, a través de los bajíos.
Inmensas plataformas se extendían encima, cubiertas por gigantescas cabañas, construidas con madera y hojas.
Una de aquellas viviendas había golpeado de pronto a Sandokan. Era un tinglado, situado en lo más alto, sobre una plataforma de dimensiones gigantescas, sostenida por un número infinito de enormes bambúes que debían tener una longitud de quince o veinte metros.
—¿Será el palacio real del asesino de mi familia? —se había preguntado.
Llamó al jefe de la kota que se ocupaba, junto con Kammamuri y Sapagar en desembarcar la columna que debía actuar contra las dos pequeñas fortalezas que se erguían sobre la orilla del lago, para defender por aquella parte a la aldea.
—¿Qué es aquello? —le preguntó, indicándoselo—. ¿Un almacén para víveres o una vivienda?
—Es la casa del rajá del lago —respondió el dayak.
—¿Armada de piezas de guerra?
—He visto un día allá arriba dos lela.
—Me basta. ¿Está terminado el desembarco?
—Dentro de unos minutos los trescientos hombres estarán en tierra, orang.
—Apresúrense: dentro de poco el sol hará su aparición.
Realmente no había necesidad de incitar a los guerreros para la audaz expedición.
Los trescientos hombres estaban ya sobre la playa con cuatro espingardas y se preparaban para cerrar el paso a los habitantes de la capital, si hubiesen intentado huir hacia las florestas.
—¿Están todos listos? —preguntó Sandokan a Yanez que junto con Tremal-Naik, había regulado el desembarco.
—Sí, amigo —respondió el portugués.
—Entonces podemos movernos también nosotros.
—¿Has notado bien dónde se encuentra la casa del rajá?
—En medio de las plataformas.
—Aceleremos entonces hacia tierra para impedirles refugiarse en las kotas y destruyamos enseguida los puentes.
—Ya lo había pensado. Lo estrecharemos en un cerco de fuego. Es desde luego necesario que nos dividamos. Asumirás el comando de una decena de barcas y golpearás a la aldea por la parte del levante, más allá de los puentes.
—¿Y tú?
—Yo con otras tantas barreré las plataformas del poniente, además del cobertizo real.
—¿Y los otros?
—Que asuma el comando Tremal-Naik para embestir el frente de la aldea que mira al lago. Pueden haber chalupas escondidas en medio de aquella selva de palafitos, y el rajá, sus hijos y el griego podrían aprovecharlas para huir; y absolutamente no quiero esto, ¿me entiendes, Yanez?
—¡Por Júpiter...! Todavía no me he vuelto sordo —respondió el siempre alegre portugués.
—Lleva mis órdenes.
—Dentro de un minuto estarás satisfecho, hermanito. No quiero regresar al Assam sin verte rajá.
Un momento después, los comandos se sucedían a los comandos a bordo de la flotilla y las barcas se desplazaban rápidamente, disponiéndose en tres columnas.
—¡Pónganse a los remos...! —gritó finalmente Sandokan que desde la amura de popa de la almiranta vigilaba atentamente todos los movimientos—. ¡Cada uno a su puesto de combate!
Las tres pequeñas divisiones, ya ordenadas, se separaron de la playa, moviéndose rápidamente hacia la capital del rajá.
La oscuridad comenzaba a desaparecer, disipándose bajo la invasión de las primeras luces del alba.
Las aguas del lago, poco antes negras como si fuesen de tinta, se coloreaban de tonos indefinibles. Al levante algunos destellos ya aparecían.
Inmensas bandadas de aves acuáticas saludaban la aurora y el regreso del astro diurno con gritos festivos y pasaban, rápidas como rayos, por encima de la flotilla, como si queriesen augurarles la victoria.
Sobre las gigantescas plataformas de la aldea los fuegos poco a poco se extinguían, lanzando al aire las últimas chispas.
También sobre la alta terraza, donde se alzaba la vasta cabaña del rajá, las hogueras morían.
Sandokan, inclinado sobre la proa, con los brazos apoyados en el pequeño bauprés, miraba ferozmente la casa real, con los ojos inyectados de sangre. Seguía siendo, aunque hubiera envejecido, el terrible Tigre de la Malasia, que desde las riberas de Mompracem había hecho temblar, con sus invencibles praos y sus cachorros, a todas las poblaciones costeras del salvaje Borneo.
Se habría dicho que con el poder de su mirada de águila intentaba atraer fuera de su morada al usurpador de su reino y al asesino de su familia.
Un tiro de espingarda, disparado hacia la costa, lo hizo sobresaltar.
Eran Kammamuri y Sapagar que ya asaltaban las dos kotas erigidas para defender los puentes.
Se alzó de golpe, aguzando las orejas.
Un segundo tiro retumbó, saludando casi al sol que en aquel momento se alzaba radioso sobre el horizonte.
—¡Mis espingardas...! —gritó—. ¡Fuerza a los remos...! ¡Abajo...! ¡Abajo...!
Las tres escuadrillas ya se habían separado, tomando distintas direcciones.
La de Yanez, más ligera, había ya pasado delante de la última plataforma de la aldea, mientras que la de Tremal-Naik se había detenido delante, lista para ametrallar a los fugitivos.
Alaridos espantosos resonaban sobre las amplias terrazas, y oleadas de guerreros pasaban sobre los puentes, agitando desatinadamente los parang y los campilán muy relucientes.
Ya nubes de flechas caían en todas las direcciones, sin herir a nadie, porque la barcas no estaban todavía a buen alcance.
De pronto la otra plataforma, que sostenía a la cabaña real, se cubrió también de defensores y varios tiros de fusil resonaron.
Era la guardia del rajá que hacía fuego contra la escuadrilla de Sandokan y Yanez, siendo estas dos las más cercanas.
Pero no eran mas que una veintena de pésimos fusiles que tronaban, haciendo más estruendo que daño.
El rajá no obstante disponía de algo mejor. Y en efecto, enseguida después de las primeras descargas, se vio una gran nube de humo elevarse sobre la plataforma y poco después retumbar la gran voz del cañón.
Era un lela (una pieza de artillería de latón, que lanza normalmente balas de dos a tres libras) que había hecho fuego contra la nave almiranta, rompiéndole dos cuadernas a un metro sobre la línea de inmersión.
La voz del Tigre de la Malasia, aquella voz que galvanizaba a los cachorros de Mompracem hasta el delirio, resonó potente entre el estrépito de la fusilería:
—¡Qué las espingardas barran las terrazas y el meriam haga fuego sobre la cabaña del rajá y responda tiro por tiro...! ¡Las carabinas cumplan con su deber...!
La batalla asumía proporciones gigantescas. La flotilla, guiada por Yanez, arreciaba al levante; la de Sandokan, al poniente; la de Tremal-Naik batía poderosamente el frente de la aldea desplegándose sobre el lago para poder llegar al alcance de flecha y permitir a los negritos lanzar sus flechas incendiarias.
Incluso hacia la costa se combatía con encarnizamiento, porque se oían las espingardas retumbar y las descargas secas de las carabinas. Kammamuri, Sambigliong y Sapagar conducían ciertamente al asalto de las kotas a sus trescientos hombres.
La batalla ferocísima llevaba un cuarto de hora, cuando una columna de dayak se lanzó, a carrera furiosa, a través de las terrazas, brincando de travesaño en travesaño, estando formadas aquellas construcciones por rejillas, con anchas aberturas de trecho en trecho para permitir a los habitantes descender a las canoas atadas a las empalizadas.
Los guiaban dos hombres que llevaban puesta vestimenta india.
Un grito se le había escapado a Sandokan que justo en aquel momento había recargado su espléndida carabina de dos tiros.
—¡El griego y el khidmatgar de Yanez...! ¡Están muertos...! —Apuntó el arma y descargó dos tiros.
El griego se detuvo un momento, alargando los brazos, luego cayó a través de una de las aberturas, desplomándose en el lago. El khidmatgar un momento después se precipitaba igualmente, levantando un altísimo chorro de espuma.
—¿Quién tiene una espingarda cargada? —gritó Sandokan arrojando la carabina.
—Aquí está la mía, Tigre de la Malasia —respondió un malayo.
Sandokan brincó sobre la boca de fuego, la bajó al ras del agua y desencadenó un torbellino de metralla allí donde el griego y el mayordomo del portugués habían caído.
—Espero que esta vez, Teotokris perro, no resucites más —dijo luego—. ¡Y ahora, al ataque...!
La flotilla lentamente se acercaba a la aldea acuática disparando furiosamente. Grupos de dayak, golpeados por las balas de las carabinas o por la metralla, caían continuamente al lago para no volver más a flote.
Incluso las escuadrillas de Tremal-Naik y Yanez continuaban estrechando para encerar la capital del rajá del lago en un cerco de hierro y fuego.
Los dayak no obstante oponían una resistencia desesperada.
El lela no cesaba de hacer fuego, maltratando ahora las barcas de Sandokan y ahora las de sus dos compañeros. Ya más de una, golpeada en la línea de flotación, se había ido a pique.
Probablemente era el mismo rajá o sus hijos que lo usaban, a juzgar por la exactitud de los tiros, siendo en general los dayak pésimos tiradores, cuando no se sirven de sus cerbatanas.
Los malayos de la almiranta, no pudiendo usar las espingardas por la excesiva altura de la plataforma, respondían no obstante tiro por tiro con el meriam, y no fallaban el blanco, siendo óptimos tiradores.
Cada vez que la pieza tronaba, hombres caían de cabeza, rompiéndose los puentes que estaban debajo, o bien un pedazo del tinglado caía junto con alguna viga.
La resistencia de los dayak no podía durar mucho. Ya habían sufrido pérdidas enormes y sobre las terrazas que daban al lago había verdaderos cúmulos de cadáveres.
Sobre las aguas, numerosos cuerpos humanos flotaban y rodaban junto con la resaca.
La carabina otra vez había vencido a la flecha envenenada, no teniendo esta el alcance del proyectil de plomo.
Sin embargo la batalla continuaba muy encarnizada y ya Sandokan, impaciente por terminarla, estaba por dar el comando de expugnar a viva fuerza la aldea, cuando llamas brillaron sobre las cabañas que se erguían hacia las últimas plataformas del lago.
Las barcas de Tremal-Naik, habiendo rechazado a los defensores con terribles descargas de fusiles, se habían puesto a tiro y los negritos habían lanzado las primeras flechas incendiarias sobre los techos muy inflamables de las viviendas.
La agonía de la capital del rajá del lago comenzaba.
Alimentadas por el viento que soplaba de poniente, las llamas se encendían rápidamente, propagándose de cabaña en cabaña y comunicándose a las plataformas.
Ahora ya enormes columnas de humo envolvían toda la aldea, escondiendo de vez en cuando incluso la alta terraza, donde la guardia del rajá continuaba haciendo fuego con sus viejos arcabuces y con el lela.
Las tres flotillas se estrechaban cerca ferozmente, implacablemente, barriendo los puentes con verdaderos huracanes de proyectiles. Eran sobre todo las espingardas las que hacían estragos: clavos y perdigones derribaban con cada descarga a grupos de hombres.
Las llamas mientras tanto avanzaban. Los negritos no cesaban de descargar flechas incendiarias, provocando nuevos fuegos al levante y al poniente de la aldea.
Tremal-Naik guiaba maravillosamente a su escuadra y se acercaba poco a poco a Sandokan y a Yanez, continuando con su trabajo de destrucción.
Ahora ya todo ardía. Los dayak, diezmados por las carabinas y por las espingardas, cegados por el humo, embestidos por el fuego, se arrojaban por docenas al lago, renunciando ahora ya a toda resistencia.
Solamente la guardia del rajá todavía ponía cabeza a los conquistadores, disparando furiosamente contra las tres escuadras que demolían inexorablemente sus plataformas y hacían caer, pedazo a pedazo, la cabaña real.
El fuego mientras tanto avanzaba siempre con furia increible. Cabañas, terrazas, puentes, empalizadas, todo se precipitaba al lago, con silbidos estridentes.
Allá arriba, no obstante, en lo alto, envuelta en torbellinos de humo, resistía siempre ferozmente la cabaña real y el lela tronaba siempre con un crescendo espantoso. De pronto una voz bien conocida, estridente como una trompeta de guerra, resonó entre todos aquellos tiros de fusil:
—¡Cesen el fuego...! —Era Sandokan.
Hizo con las manos portavoz y gritó:
—¡Ríndete, rajá del lago! ¡Estás en mis manos, asesino de mi familia...!
Entre las nubes de humo y las llamas, que ya envolvían la cabaña real, una voz rauca, respondió:
—¡Aquí está la respuesta...!
Siguió un instante de silencio angustiante para todos, luego un resplandor inmenso desgarró el aire con un fragor ensordecedor que repercutió largamente sobre el lago.
¡El rajá había dado fuego a la pólvora, y había saltado por el aire junto con sus hijos y con su guardia...!
¡Y la aldea se quemaba, se quemaba...! ¡La capital desaparecía a vista de ojo!

CONCLUSIÓN

Quince días después, Sandokan era completamente amo de aquel inmenso territorio que desde las costas septentrionales del Borneo se extendía hasta las riberas meridionales del Kinabalu.
Las hordas dayak, enterándose de que el nuevo conquistador era el hijo de Kaidangan, su viejo rajá, se habían enseguida sometido, sin oponer la mínima resistencia y habían abierto las puertas de sus kotas a los mensajeros del nuevo príncipe.
La conquista ya estaba asegurada. Los dos formidables piratas de Mompracem se habían vuelto ambos rajá: uno de la India y uno del Borneo.
Sin embargo ni uno ni otro parecían felices de haberse vuelto tan poderosos, porque una buena mañana cuando Yanez se preparaba para regresar hacia la costa para volver a ver a su bellísima rani, que desde hacía más de tres meses no veía, le dijo a Sandokan con voz un poco melancólica:
—¿Estás contento con haberte convertido en príncipe?
—No —había respondido Sandokan.
—¿Qué querrías entonces?
—Mi Mompracem: ¡por aquella isla daría todo este inmenso territorio, y todas estas hordas salvajes!
Yanez le posó las manos en los hombros y mirándolo fijo dijo:
—¡Cuántas veces la sueño...! Si yo tuviese en Mompracem a mi dulce Surama, me sentiría más feliz que en la corte de Assam.
En los ojos negrísimos de Sandokan pasó un destello ardiente.
—¡Mi Mompracem...! —dijo luego con acento intraducible—. ¡He dejado el corazón en aquella isla...!
Sucedió un breve silencio: ambos estaban profundamente conmovidos.
Fue Yanez el que lo rompió primero:
—Cuando quieras, descenderé de la India con mis montañeses, atravesaré el océano y añadiremos a tu trono una perla más. ¿Quieres, hermanito?
—Gracias, Yanez —respondió Sandokan con voz también muy alterada—. Quiero volver a ver los lugares donde he amado a mi mujer.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Terminó la séptima novela de la saga y ya sabemos qué traman Sandokan y Yanez para la próxima. A todo esto, ¿habrá sobrevivido nuevamente Teotokris?

¡Hasta el mes que viene!

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 40 mi equivalen a 64,37 km; 2 mi equivalen a 3,22 km.

Papuanos: “Papuasi” en el original, son los originarios de Papúa, provincia de Indonesia ubicada en la isla de Nueva Guinea, la segunda isla más grande del mundo.

Bajíos: “Bassifondi” en el original, son elevaciones del fondo en los mares, ríos y lagos.

Palafitos: Construcciones que se alzan en la orilla del mar, dentro de un lago o en terrenos anegables, sobre estacas o pies derechos.

Bauprés: “Bompresso” en el original, es el palo grueso, horizontal o algo inclinado, que en la proa de los barcos sirve para asegurar los estayes del trinquete, orientar los foques y algunos otros usos.

Radioso: Que despide rayos de luz.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg, por lo tanto 2 lb equivalen a 0,91 kg; 3 lb equivalen a 1,36 kg.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario