martes, 3 de diciembre de 2019

IV. El ataque a la cañonera


Por tres días Yanez disfrutó del ocio de Varani, dividiendo su tiempo entre la corte, donde el Sultán no dejaba nunca de hacer bailar a un centenar de bayaderas hechas venir de la India con grandes gastos, y las fiestas.
En su palacete ya había dado recepciones, invitando incluso a los pocos europeos que se encontraban en la capital del sultanato, aún cuando pudiesen constituir un peligro para él.
Ya encontraba que todo iba a mejor, que el Sultán era bastante amable, que los vinos de la corte eran excelentes, cuando una noticia fulmínea interrumpió su vida beata.
Había ya dado orden, la mañana del cuarto día, de que el yacht encendiera las calderas para hacer una excursión alrededor de la vasta bahía, cuando vio entrar en su estudio a Padar, el maestre del pequeño prao de carrera, que había enviado hacía algún tiempo a Mengalum, para que le informase de la suerte tocada a los náufragos.
Aún cuando fuese un hombre no fácil de impresionarse, el maestre aparecía presa de una vivísima agitación.
—Pues bien, ¿qué pasa? —preguntó Yanez, reencendiendo el cigarrillo que había dejado apagar—. ¿Está por caer la luna o el sol?
—Está por ser sorprendido y dentro del puerto, capitán —respondió el maestre.
—¿Por quién?
—Una cañonera holandesa ha encontrado las chalupas de los náufragos y las remolca aquí.
—¡Por Júpiter!
El portugués arrojó el cigarrillo, y se puso a caminar a grandes pasos por el estudio.
—¿Humea el yacht? —preguntó a Padar.
—Sus máquinas están encendidas.
—Aquí es necesario intentar algo desesperado de golpe y porrazo. Una cañonera no es ya un crucero y con mis grandes piezas de caza no dudo de ponerla rápido fuera de combate. ¿Está lejos?
—No estará aquí antes de un par de horas.
—Entonces salvemos enseguida al yacht. Encontraré luego alguna excusa para persuadir al imbécil del Sultán de que debo defenderme. ¡Una historia! ¿Quién me la da...? La he encontrado. Vamos, Padar, porque aquí se corre el peligro de que naufraguemos todos.
Se puso en la cabeza el casco de tela, tomó sus famosas pistolas y dejó el palacete, seguido por el maestre y por media docena de malayos, equipados perfectamente para la guerra, que llevaban puesto el pintoresco uniforme de los cipayos indios.
Siendo día de mercado, las calles contiguas al puerto estaban casi desiertas, así Yanez y su escolta pudieron embarcarse casi sin haber sido notados.
El yacht estaba bajo presión y detrás de él estaba anclado el prao de Padar que podía, con sus dos grandes espingardas y sus treinta hombres de tripulación, hacer pasar un muy mal rato a los salvadores de los náufragos.
Yanez, como siempre, había hecho rápidamente su plan: ir a alta mar y ofrecer a los holandeses, sin ningún testimonio, una verdadera batalla.
Se sentía fuerte con sus dos cañones de caza que lanzaban una bala a mil quinientos metros, distancia entonces desconocida en las flotas anglo-indias. Y luego sabía que podía contar absolutamente con sus malayos y dayak. Al primer comando, ninguno se rehusaría a montar al abordaje con los parang en puño.
El yacht, que hilaba a todo vapor, pasó a cien brazas de la cañonera, casi desafiándola, luego se impulsó adelante, seguido por el prao de carrera.
Viéndolo pasar, los pasajeros que se agolpaban en las chalupas remolcadas por la cañonera, habían saltado en pie, agitando furiosamente las manos y lanzando clamores amenazadores:
—¡Ahí está, el pirata!
—Hagan fuego sobre él, si tienen sangre en las venas.
—Monten al abordaje y ahorquen a todos aquellos canallas en la arboladura del yacht.
—¡Vamos fuera, si tienen agallas!
La cañonera se había detenido bruscamente, luego había realizado medio giro hacia estribor y puesto que, por un caso extraordinario, no tenía todas sus máquinas completamente desquiciadas, su tripulación cortó las amarras de las chalupas y se puso valerosamente a la caza.
Tenía por otra parte delante suyo a un verdadero corredor del mar, capaz de hacerse perseguir hasta Calcuta sin permitirle disparar una sola vez su pieza de popa.
Yanez, siempre tranquilo, siempre calmo, había subido al puente de mando y había lanzado una orden a las máquinas:
—A tiro forzado, mientras pueda resistir. ¿Puedo contar con ustedes?
—¡Sí! —había respondido el jefe maquinista.
—¡A mí, Mati!
El gigantesco dayak surgió por sorpresa como un diablo de la escotilla del castillo y se lanzó hacia el portugués, preguntándole:
—¿Qué desea, señor Yanez?
—¿Estás siempre seguro del tiro de tus piezas?
—Apostaría sacar con una bala el cigarrillo que en este momento está fumando el capitán.
—Es una pipa.
—Nada mejor, señor Yanez. Al romperse hará más estruendo. Pero no respondo por los bigotes.
—No te preocupes por eso. En Varani hay todavía buenos barberos indios que se los volverán a poner en su lugar.
—Entonces no pido más. ¿Me da carta blanca?
—Sí, pero más tarde, cuando hayamos hecho correr a la cañonera al mar abierto. Baja la bandera inglesa e iza en el pico la gloriosa bandera de los invencibles tigres de Mompracem.
El estandarte inglés cayó, revoloteando sobre el castillo, mientras en su lugar era izada una bandera toda roja que llevaba en el medio una cabeza de tigre.
Los malayos de la tripulación saludaron aquel estandarte, que recordaba sus glorias pasadas, con un alarido altísimo.
¡Ay si Yanez en aquel momento los hubiese lanzado al abordaje!
Los hijos de los viejos tigres, encanecidos entre el humo de las artillerías y el estrépito del acero, no se habían degenerado.
La cañonera, habiendo abandonado a las seis chalupas a sus remos, había comenzado a forzar las máquinas.
En vez de carbón debía quemar alguna otra sustancia más ardiente, porque después de quinientos pasos había comenzado a ganar terreno.
El humo que el viento empujaba hasta el yacht estaba fuertemente impregnado de alcohol.
Para acelerar la carrera los holandeses arrojaban dentro de las calderas cajas de ginebra, con gran desesperación de los maquinistas que hubiesen preferido vaciarlas en sus sacos, antes que regar el carbón.
A cuatrocientos metros la cañonera disparó un cartucho de fogueo para invitar a la nave fugitiva a detenerse, bajo la amenaza de sufrir un bombardeo en toda regla.
Mati se había acercado a Yanez que paseaba tranquilamente sobre el castillo con su eterno cigarrillo entre los labios.
Pero debía estar un poco preocupado, porque lo había dejado apagar.
—Señor Yanez, ¿qué debemos hacer? —le preguntó.
—Saludarlos con la bandera de los tigres de Mompracem.
—Nos tomarán con balas.
—Y con balas responderemos. Ve a colocarte en la pieza de caza de popa. Cuando haya llegado el momento iré a rectificar la mira. Mete dentro una buena granada de treinta y dos pulgadas y mándala entre las ruedas de aquel viejo cuervo de mar. Lo detendremos en pleno esprint.
—¿Y los hombres?
—Todos en cubierta detrás de las batayolas. De algún modo deben ayudarnos. Ah, está también el prao de Padar. Con sus espingardas podrá barrer la toldilla a una buena distancia. Ve Mati: se preparan para demoler nuestro yacht.
El malayo se arrojó abajo del puente y se dirigió detrás de la pieza de popa, una magnífica pieza de calibre treinta y seis.
Mientras tanto los malayos y dayak que formaban la tripulación, se habían arrojado detrás de las amuras, pasando los cañones de las carabinas por sobre los catres enrollados sobre la batayola.
Estaban todos calmados y tranquilos como si se tratase, no ya de una batalla desesperada, donde el más débil estaba fatalmente condenado a sucumbir, sino como si se preparasen para hacer simples tiros de combate en el alto mar.
Cada uno había traído consigo el terrible sable borneano, que valía mucho más que todos los sables de abordaje en uso en la marina europea y norteamericana.
Yanez encendió otro cigarrillo, se hizo servir por su khidmatgar un buen vaso de arrack siamés, luego pasó rápidamente revista a sus hombres.
—¡Los artilleros a sus piezas! —dijo con su voz sonora e incisiva—. La batalla está por comenzar. Intenten cubrir ante todo al prao de Padar, porque no quiero, en absoluto, que sea hundido.
Diez macasares, que eran los mejores artilleros de las islas de la Sonda, habían brincado sobre dos piezas, guiados por dos contramaestres. Padar ya había apuntado la pieza de treinta y seis, apuntando a la cubierta de la cañonera.
Yanez, que era un artillero de gran fama como era habilísimo tirador, rectificó unos puntos la mira, luego dijo:
—Veamos Mati lo que sabes hacer ahora. Tienes a tu disposición dos piezas bastante más grandes que las que lleva la cañonera.
El artillero estaba por obedecer, cuando dos fragorosas detonaciones resonaron en alta mar, repercutiendo dentro de las depresiones de las olas.
Los holandeses habían prevenido a los malayos, disparando un tiro sobre el yacht y otro sobre el prao de Padar que hacía esfuerzos desesperados para no quedarse atrás y dejarse capturar.
El tiro había sido demasiado alto, porque la primera bala pasaba entre las entenas de la pequeña nave a vapor, partiendo simplemente una verga, y la segunda había atravesado las dos velas del prao, tocando algunas cuerdas de las maniobras de firme.
—¡A ti, Mati! —dijo Yanez—. ¡Aprovecha!
El maestro se inclinó sobre la pieza, rectificó otra vez algunas líneas la mira, bajo la vigilancia del portugués, y desencadenó un huracán de hierro y fuego.
La granada atravesó el prao que se interponía entre el yacht y la cañonera y cayó sobre el puente de esta última, dispersando por un momento a los hombres que se habían reunido alrededor de las piezas.
—¡Rápido, Mati! —dijo Yanez—. No te duermas en los laureles. Aquí se trata de destruir o ser destruido, porque si aquella cañonera consigue arribar a Varani, tarde o temprano seremos colgados como piratas. Hagamos desaparecer a los testigos que estorban.
—¿Y los náufragos no nos acusarán igualmente?
—Deja que me las arregle yo con el Sultán. Bajo mis manos haré con él lo que quiera. ¡Dispara, por Júpiter!
Mati corrió al castillo de proa, donde la pieza, montada sobre un perno gigante, podía disparar en todas las direcciones e hizo nuevamente fuego lanzando una granada en la rueda de babor, cuyas paletas fueron desquiciadas junto con los aparejos.
También el prao había entrado en línea de combate, descargando sobre la cañonera, ya casi inmovilizada, nubarrones de metralla.
La batalla se había empeñado por ambas partes con gran ardor.
Los holandeses, aún cuando obligados a detenerse, no habían cesado el fuego. Una veintena de hombres de infantería de marina apoyaba a las piezas con disparos de carabina, tomándola con el prao de Padar que no era difícil poner fuera de combate, aún cuando el hábil maestre, aprovechando una fresca brisa de poniente, se hubo alejado bastante, poniéndose bajo la protección del yacht.
Los tiros se espesaban de una parte y de la otra, sacudiendo fuertemente a las tres pequeñas naves.
Torbellinos de humo blancuzco, atravesados por largas lenguas de fuego, las envolvían, volviéndolas en ciertos momentos casi invisibles.
Yanez, viendo que el asunto se ponía serio, había asumido el comando de la pieza de popa y cada medio minuto descargaba, a la línea de flotación del holandés, grandes proyectiles.
Ahora se trataba de vida o muerte y los malayos y dayak no retrocedían ante el fuego de la cañonera, aun cuando varios cayeran en el puente muertos o lisiados.
Sus carabinas apoyaban vigorosamente a las dos piezas del yacht y a las dos espingardas del prao, diezmando rápidamente a los artilleros y los fusileros holandeses, demasiado inferiores en número para sostener una batalla contra los hijos de los viejos tigres de Mompracem.
El final se acercaba.
Yanez había asumido la dirección de las dos piezas y desfondaba con grandes proyectiles cónicos de buen hierro las cuadernas del adversario, abriéndole vías de agua.
Los holandeses, aún cuando fueran cruelmente diezmados, resistían desesperadamente, sabiendo que no encontrarían cuartel en hombres que habían enarbolado el estandarte de Mompracem.
Su fuego por otra parte se volvía a cada momento menos intenso.
Una de sus piezas había sido acertada con matemática precisión y no servía más, mientras la otra, demasiado caliente por la frecuencia de las descargas, tiraba mal.
Sin embargo no amainaban la bandera de su país, que parecía estar clavada sobre el pico para impedir que se moviera, porque ya sabían que no encontrarían misericordia.
Yanez, siempre calmo, siempre impasible, ayudado por Mati, redoblaba los tiros, lanzando sobre el pobre leño una tempestad de hierro.
Especialmente sobre sus flancos golpeaba poderosamente para abrirle vías de agua.
Las cuadernas en efecto, bajo el choque de los proyectiles, se quebraban, abriendo fallas casi al ras del agua.
Con cada descarga la pobre cañonera se sobresaltaba y agitaba, como si estuviese presa del mal de la tarántula.
De pronto se oyó una sorda detonación.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Mati a Yanez.
—El agua ha invadido las máquinas y las ha hecho explotar.
—¿Y aquella gente?
—Nos han asaltado sin que les hubiésemos hecho ningún mal. Que se ahoguen todos.
—¿Y después?
—Al después lo pensaré yo, Mati —respondió el portugués con una sonrisa, arrojándose bruscamente a un lado, mientras un pedazo de amura era desfondado.
Alzó la voz:
—¡Padar! ¡Redobla el fuego! ¡Limpia todo!
La cañonera ofrecía un espectáculo espantoso. Su mástil de señales había caído junto con los flechastes y los obenques, y de las escotillas abiertas de par en par irrumpían grandes nubes de humo blancuzco, producidas no ya por las piezas, sino por las máquinas.
Por cuatro o cinco minutos todavía los dos leños acosaron al leño adversario, barriéndolo de popa a proa, luego la cañonera sufrió otro estallido que le desarticuló los costillajes y el tablazón.
Comenzaba a tomar del pico.
A través de los agujeros abiertos por las balas, el agua se precipitaba en gran cantidad, invadiendo la bodega.
El yacht y el prao habían suspendido el fuego.
Los holandeses en cambio, antes de sumergirse consumían sus últimos cartuchos.
Durante un tiempo fue un silbar de balas sobre el yacht y el velero de Padar, luego la mosquetería cesó bruscamente.
La cañonera, destripada por la doble explosión de sus máquinas, se hundía, girando lentamente sobre sí misma.
En otras circunstancias ciertamente Yanez no habría asistido impasible al final de aquellos valerosos, que antes que bajar la bandera, preferían dejarse tragar por el mar.
El testimonio de aquellos hombres era demasiado peligroso. Mejor suprimirlos, aunque con desagrado, para la salvación general.
La cañonera continuaba girando sobre sí misma, bamboleándose como si hubiese bebido demasiado.
De pronto se volcó violentamente sobre un flanco y se puso de cabeza de repente, desapareciendo dentro de un gran remolino espumante.
—Si hubiese tenido los medios para poderlos salvar, quizá habría intentado todo —dijo Yanez que aparecía bastante conmovido y turbado—. En fin, se trata de la existencia de todos y el grandioso plan ideado por Sandokan de tomar al Sultán entre dos fuegos habría terminado antes de comenzar. Por otra parte, yo no los he buscado, no he sido el primero en asaltar.
Hizo portavoz con las manos y gritó con cuanta voz tenía en la garganta:
—¡Padar! ¡Acércate!
El pequeño prao, que había escapado milagrosamente al fuego de la cañonera, cortó una bordada y fue a amarrar bajo la escala.
—¡Monta! —gritó Yanez.
El maestre subió prontamente a bordo, mientras el portugués descendía al castillo, donde el embajador inglés continuaba aullando como desatinado.
—¡Piratas! ¡Bribones! ¿A quién mandaron a pique? Abran o la gran Inglaterra sabrá librar una venganza ejemplar.
Yanez empuñó una pistola y abrió la puerta del camarote, diciendo:
—Señor embajador, prepárese para hacer un viaje.
—¿Para dónde, miserable? —aulló el inglés, poniéndose en guardia de boxeo.
—Para la baja Gaya, por ahora.
—No tengo asuntos en aquel país, mi querido piratejo.
—No me interesa en absoluto.
—¿Y si me rehusase?
—Lo haría embarcar por la fuerza, señor embajador.
—¿Es un norteamericano, usted?
—¿Por qué?
—Porque aquella brava gente de más allá del Atlántico jamás ha tenido escrúpulos.
—No soy en absoluto un yanqui, señor mío.
—Sin embargo actúa como una de aquellas bravas personas.
—Ciertamente, cuando se trata de salvar a sesenta hombres que me han sido confiados.
—¿Y qué ha hecho ahora, canalla?
—Muy poca cosa —respondió Yanez—. Una cañonera me daba molestias, y la he hundido. Estaba en mi derecho.
—¡El derecho de los piratas!
—Déjese de palabras, Sir.
—¿Qué quiere que vaya a hacer entonces al Borneo?
—Su patria siempre ha sido una gran devoradora de tierras. Allá abajo hay tierras vírgenes para conquistar. Enarbole la bandera roja y verá a los indígenas acudir en bandada a besarla.
—Usted se burla de mí.
—¿Yo? No, Sir: jamás he estado tan serio como ahora.
—¿Y qué pretende?
—Embarcarlo, le he dicho: ¿está sordo?
—¡Me siento magníficamente, mi querido canalla!
—Ah, ¿lo toma en ese tono? ¡Mati!
El maestre del yacht que ya debía haber recibido las órdenes, irrumpió dentro del camarote, acompañado por cuatro robustos malayos que no tardaron en dejar impotente al irascible hijo de John Bull.
—¡Embárquenlo! —comandó Yanez—. Padar ya sabe qué debe hacer con este bravo hombre, que en Varani podría procurarme grandes fastidios y no los deseo en absoluto.
El inglés, a pesar de su desesperada resistencia, fue encerrado y atado dentro de una hamaca y cargado al puente del Yacht.
—¡Canalla! —aullaba o mejor dicho rugía—. La gran Inglaterra me vengará.
Aquella amenaza no había producido ningún efecto en malayos y dayak que se sentían demasiado seguros bajo un jefe que se llamaba Yanez.
El inglés fue bajado al prao y llevado a un camarote del fondo.
—¡Padar! —gritó Yanez—. Sabes lo que debes hacer. Te espero pronto en Varani. ¡Sepárate!
El pequeño velero volcó sus velas al viento y se alejó rapidísimo, mientras el yacht reanudaba su carrera hacia la capital del Sultanato.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Maestre: “Mastro” en el original. Si bien la traducción literal sería “maestro” me inclino por la que utilicé. Ambas tienen la misma raíz latina “magister”, pero la utilizada significa: hombre a quien después del capitán correspondía antiguamente el gobierno económico de las naves mercantes.

“...golpe y porrazo...”: “...colpo di testa...” en el original. En realidad la traducción literal sería “golpe de cabeza” o “cabezazo”, pero no refleja el sentido de la expresión. En italiano por “colpo di testa” se entiende un comportamiento o acción inesperada realizada sin haber evaluado racionalmente las consecuencias. En tanto, según la RAE, la definición de “...de golpe y porrazo...” es “precipitadamente, sin reflexión ni meditación”.

Braza: Medida de longitud, generalmente usada en la Marina y equivalente a 2 varas o 1,6718 m. Por lo tanto, 100 brazas equivalen a 167,18 m.

Arboladura: “Alberatura” en el original, es el conjunto de árboles y vergas de un buque.

Cartucho de fogueo: “Colpo in bianco” en el original, es un cartucho que se emplea sin bala para adiestramiento de la tropa, salvas, etc.

Pulgadas: 1 in = 2,54 cm. Por lo tanto, 32 in equivalen a 81,28 cm.

“...entre las ruedas...”: “...fra le tambure...” en el original, que traducido literalmente sería “...entre los tambores...”. Sin embargo, estos primitivos buques a vapor se los conocía en castellano como “vapor de ruedas” por llevar unas ruedas con paletas situadas generalmente a ambos lados del casco, o en la popa. Por eso el cambio en la traducción.

Arrack: “Harak” en el original, bebida alcohólica destilada producida a partir del fermento de flores de coco, caña de azúcar, granos o fruta, dependiendo del país o región. No debe confundirse con otra bebida alcohólica llamada “arak” o “araq”, de la familia del anís.

Siamés: Natural de Siam, antigua nación de Asia, hoy Tailandia.

Entenas: “Antenne” en el original, es una vara o palo encorvado y muy largo al cual está asegurada la vela latina en las embarcaciones de esta clase. Madero redondo o en rollo, de gran longitud y diámetro variable.

Verga: “Pennone” en el original, es la percha perpendicular al mástil, a la cual se asegura el grátil de una vela.

Maniobras de firme: “Manovre fisse” en el original, también llamadas jarcia firme o jarcia muerta, es la jarcia que está siempre fija y que, tensa, sirve para sujetar los palos.

Paletas: “Pale” en el original, la traducción literal sería “palas”. En castellano corresponde llamarlas “paletas” y son cada una de las tablas de madera o planchas metálicas, planas o curvas, que se fijan sobre una rueda o eje para que ellas mismas muevan algo o para ser movidas por el agua, el viento u otra fuerza.

Cuadernas: “Madieri” en el original, son las piezas curvas cuya base o parte inferior encaja en la quilla del buque y desde allí arrancan a derecha e izquierda, en dos ramas simétricas, formando como las costillas del casco.

Mal de la tarántula: Más conocido como tarantismo, tarantolismo o tarantulismo, es un fenómeno histérico convulsivo, basado en la creencia italiana de que la mordedura de la tarántula provocaría un malestar general y ataques similares a la epilepsia.

Mástil de señales: “Albero delle segnalazioni”, es el mástil al que se suben las banderas de señales. Normalmente es el trinquete, o sea, el que está más cerca de la proa.

Flechastes: “Griselle” en el original, son los cordeles horizontales que, ligados a los obenques, como a medio metro de distancia entre sí y en toda la extensión de jarcias mayores y de gavia, sirven de escalones a la marinería para subir a ejecutar las maniobras en lo alto de los palos.

Obenques: “Sartie” en el original, son cada uno de los cabos gruesos que sujetan la cabeza de un palo o de un mastelero a la mesa de guarnición o a la cofa correspondiente.

Costillajes: “Corbetti” en el original, es el conjunto de costillas o cuadernas de un buque.

Tablazón: “Fasciame” en el original, conjunto o compuesto de tablas con que se hacen las cubiertas de las embarcaciones y se cubre su costado y demás obras que llevan forro.

“...a tomar del pico”: “...a bere a garganella”, en el original, no tiene una traducción literal. “A garganella”, significa beber todo de un trago sosteniendo en alto el recipiente y vertiendo directamente el contenido en la boca, o tomar de la botella.

Gaya: Es una isla de Malasia de 1.465 hectáreas, a sólo 10 minutos de Kota Kinabalu, en el estado de Sabah. Tiene una población flotante de 6.000 personas sobre todo de etnia Bajau, Ubian y filipinos que proporcionan a Kota Kinabalu mano de obra barata.

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