lunes, 16 de diciembre de 2019

V. Un momento terrible


Comenzaba a anochecer, cuando el yacht entró en la vasta y pintoresca bahía de Varani, saludando la bandera del Sultán con un tiro de cañón, enseguida devuelto por la vieja y desmoronada batería.
La pequeña nave había apenas anclado en la boya, cuando Mati que observaba atentamente todo, señaló la barca pintada de rojo con los bordes dorados, que cuatro días antes había transportado a Yanez al aloun-aloun.
—Señor —dijo, precipitándose en el camarote donde el portugués estaba visitando una caja de acero llena de diamantes indios y esmeraldas y rubíes birmanos—. Viene...
—¿Quién?
—El secretario del Sultán.
—¿Y te inquietas por esto, amigo? Tengo aquí para corromper a todos los favoritos de S. A. Hace bien en venir, porque todavía no le he ofrecido ningún regalo.
—¿Y después?
—¿Después? Mi querido, tenemos una nave a vapor bajo presión, siempre lista para hacerse a la mar. ¿Quién me dará caza? ¿Los jong desquiciados del Sultán? Aunque se pusieran veinte en línea, pasaríamos igualmente sobre ellos. Y luego en Gaya tenemos una reserva imponente, capaz de bombardear la ciudad y también tomarla por asalto.
—¡No se fíe del Sultán!
—¡Uh! ¡Un verdadero niño!
Tomó un manojo de rubíes, diamantes y esmeraldas, se los puso en el bolsillo y cerró la caja que debía contener varios millones.
—Vamos a ver qué desea ese medio simio —dijo subiendo a cubierta.
La barca, que estaba montada por doce remeros, estaba ya bajo la escala.
El antipático secretario en un instante estuvo a bordo, saludando a Yanez solamente con media inclinación.
—¿Qué tenemos de nuevo entonces, amigo? —le preguntó afablemente el portugués.
El secretario contuvo la respiración, desgranó los ojos y después de haber hecho una fea mueca, dijo con cierto esfuerzo:
—S. A. lo espera para cenar.
—Acepto enseguida, porque esta carrera a alta mar me ha dado un apetito de tiburón. Esperemos que esté de buen humor.
—Lo está siempre, cuando ha bebido.
—Entonces me ocuparé yo. ¡Padar!
—¡Señor!
—Pon en un canasto doce botellas de gin con alguna de champagne y llévalo a la barca.
—¿Va solo?
—Fórmame una buena escolta de doce hombres y respondo por todos.
Luego, acercándose al secretario y sacándose del bolsillo un magnífico rubí, le dijo:
—Amigo, le ruego que acepte esto como un recuerdo del embajador de Inglaterra.
El secretario, con gran estupor del portugués, que sabía cuán banales eran los borneanos, en lugar de alargar la mano, la retiró.
—¿Lo rechaza? —le preguntó.
—Si no sé todavía quién es usted.
—¿Cómo...? ¡Tunante! ¿No he presentado mis credenciales en plena regla a tu amo?
—Sin embargo hay muchas personas que lo acusan.
—¿De ser un bribón?
—No lo sé, milord.
—Ah, ya veremos —respondió Yanez—. Por Júpiter, ¿por quién se me toma? ¿Por un simio de las florestas borneanas? Mi nariz todavía no se ha vuelto roja, ni se ha agrietado. Vamos, toma: vale al menos doscientos florines y podría hacer feliz a cualquier bella niña de su harén.
Esta vez el secretario estuvo listo para alargar la mano y cerrar los dedos alrededor del rubí.
—¿Tendrá invitados esta noche el Sultán? —le preguntó Yanez—. A mí me gusta mucho la compañía.
—Temo que encontrará demasiados, después de la cena.
—Nada mejor: improvisaremos una fiesta de baile y haremos saltar a las borneanas. Vamos, señor secretario.
Se pasó en la faja las dos pistolas indias que Padar le ofrecía, recomendó mantener la nave siembre bajo presión y las piezas cargadas y descendió a la embarcación con su escolta completamente equipada, como si debiera entrar enseguida en campaña.
La calma del portugués era por otra parte más aparente que real, porque le había surgido la duda de que el Sultán lo pusiese delante de los náufragos de la nave a vapor y que le pidiese también estrechas cuentas sobre la cañonera, que nadie más había visto regresar a la bahía, mientras que las detonaciones de las piezas habían sido oídas por no pocas personas.
Pero confiaba en su extraordinaria audacia y en su sangre fría, para jugar la terrible partida que se presentaba con pésimas cartas, y con la esperanza de vencer otra vez.
La chalupa, impulsada por sus doce remos enérgicamente maniobrados, cruzó la bahía y arribó delante del malecón, donde lo esperaba el carro de la cúpula dorada y las columnitas blancas, tirado por cebúes.
—Síganme a la carrera —dijo Yanez a sus hombres, mientras los pequeños bueyes partían, galopando bastante bien.
Los doce malayos, habituados a las largas carreras a través de las florestas, se habían lanzado detrás del carro, manteniéndose bien cerca.
En menos de diez minutos llegaron delante del bellísimo palacio del Sultán todo blanco y ligero, con pequeñas cúpulas y largas galerías.
Media compañía de rajputs se encontraba formada delante de la puerta.
Yanez les pasó revista; luego precedido por el secretario subió una grandiosa escalinata iluminada por un gran número de linternas chinas que dejaban llover sobre ellos una luz dulce y tranquila.
En cada rellano había otros guardias de alta capacidad y completamente armados. Aquel aparato de fuerzas dio un golpe al corazón de Yanez.
—¿Estaré precisamente arrojándome como un estúpido en la boca del tigre del Borneo? —se había preguntado con cierta aprensión—. Ah, no, no; espero tener todavía alguna buena carta para jugar. Calma y sangre fría, amigo.
Después de haber atravesado algunas verandas llenas de flores y de jarrones chinos y japoneses, el secretario lo introdujo en una inmensa galería, de cuyas balconadas se podían divisar muy bien las naves que entraban y salían de la bahía.
Una mesa larguísima había sido preparada.
Vajilla de plata tallada, copas de verdadero cristal centelleaban bajo las veinte lámparas chinas.
El Sultán, que llevaba puesto el usual traje típico de seda blanca y que llevaba en el flanco una cimitarra de vaina de oro, demasiado pesada para su brazo, estaba ya en la mesa junto con sus dos ministros y una media docena de cortesanos de piel bastante oscura y que llevaban puestos sarong bastante vistosos, con floreados vastos.
—¡Ah, aquí está, milord! —exclamó viendo entrar a Yanez—. Se hace esperar.
—He regresado tarde, Alteza.
—¿Dónde ha estado entonces?
—De caza en el alto mar.
—¿Y ha capturado?
—Cuatro miserables vencejos del Pacífico, que los tiburones me han comido bajo mis ojos.
—Debe ser bello cazar en el mar, a bordo de una rápida nave como la suya.
—Algunas veces sí, Alteza.
—¿Me invitaría mañana a hacer una escapada?
—Mi yacht está a su disposición.
—Entonces podemos cenar.
Jóvenes malayos avanzaron enseguida, trayendo sobre grandes platos de plata frituras de pescado, asado de babirusa, grillos en salsa picante, monstruosas tortillas.
Yanez había hecho señas al hombre que llevaba el canasto lleno de botellas.
—Alteza —dijo—, permítame ofrecerle lo mejor que tengo a bordo de mi yacht.
—Usted es muy amable, milord —respondió el Sultán con cierta sonrisita que no tranquilizó en absoluto a Yanez.
La cena, aunque bastante abundante, fue rápidamente devorada, luego, después de las frutas, Yanez destapó una botella de champán y llenó la copa del Sultán, diciendo:
—Larga vida a Vuestra Alteza.
—¿Dónde se fabrica este vino? —preguntó el Sultán que ya había vaciado de un trago la copa.
—En Francia, Alteza.
—Es un país que he oído sólo vagamente nombrar.
—¿Le gusta, Alteza?
—Mañana, si tiene otras de estas botellas, las vaciaremos a bordo de su yacht.
Esta insistencia de ir a bordo de su pequeña nave había puesto una mosca en la oreja de Yanez. ¡Ay si no se hubiese desembarazado del verdadero embajador!
El vuelco habría sido completo.
Trajeron un moca excelente, servido en tazas japonesas del color del cielo después de la lluvia, luego el Sultán, que parecía de muy buen humor, tendiéndose imprevistamente sobre el respaldo de su ancha y cómoda silla de bambú coronada por un emblema vistoso que representaba una isla en un mar borrascoso, preguntó bruscamente a Yanez que no había dejado de encender su cigarrillo, mientras los ministros y los favoritos masticaban nueces de areca, con una sensualidad bestial, lanzando sobre el blanco piso repugnantes chorros de saliva rojiza.
—¿Sabe, milord, qué se dice en mi capital?
—Jamás me he ocupado de los chismes de otros —respondió el portugués que conservaba una sangre fría maravillosa.
—La voz es grave, milord y en mi calidad de Sultán debo aclarar qué puede haber de verdad en aquellos dichos que lo ofenden muy de cerca.
—¿A quién, Alteza? —preguntó Yanez.
—A usted.
—¿Qué se dice entonces de mí? Diga pues, Alteza.
El Sultán vaciló un instante en responder, luego dijo:
—Cuando ha salido de la bahía, ¿no ha encontrado chalupas llenas de náufragos, remolcadas por una cañonera?
—Sí, las he encontrado.
—Aquella cañonera no ha regresado más, milord —dijo el Sultán, con voz grave.
—Y espero que no regrese más —respondió audazmente el portugués.
—¿Por qué?
—Porque en este momento se encuentra tendida en el fondo del mar, completamente acribillada por mis artillerías.
—¿La ha asaltado?
—Había recibido órdenes formales de mi gobierno de dar caza a aquella nave a vapor que pertenecía al rajá de Balabac.
—¡No es posible! —exclamó el Sultán—. Tenía la bandera holandesa en su mástil. Yo la he visto perfectamente desde esta galería.
—Una bandera no quiere decir nada, Alteza —respondió Yanez sonriendo—. Es fácil cambiarla. Como le he dicho, aquella cañonera había sido adquirida, no se sabe todavía en qué estado, por el rajá de las islas, con la evidente intención de corsear el mar. Espero que no quiera hacerme tragar, Alteza, que aquel rajá no ejercita la piratería a gran escala.
—No lo niego —respondió el Sultán—. He tenido que lamentarme de él varias veces y la lección que le ha dado en nombre de Inglaterra la apruebo plenamente. ¿Entonces ha hundido aquella nave?
—Después de un combate que duró apenas una hora.
—¿Está bien armado su yacht?
—Y también bien montado —añadió Yanez.
—Y dígame, milord, ¿sus piezas no han hecho fuego sobre ninguna otra nave?
—No, Alteza.
—Sin embargo hay personas que han lanzado contra usted terribles acusaciones. Usted sería responsable del hundimiento de un vapor que venía del norte.
—Deben haber confundido mi yacht con otro y puede ser también, porque mientras navegaba hacia la bahía, me pareció haber visto uno hilar a toda velocidad en el horizonte.
—¿Otro yacht?
—Sí, Alteza.
—¿Perteneciente a quién?
—Ah, esto no lo sé.
—¿El rajá de las islas se estará preparando para hacerme la guerra? —se preguntó el Sultán con voz temblorosa.
—Mientras esté aquí, ninguna nave entrará en el puerto, si no es de comercio. ¿Está ahora convencido de mi inocencia?
—Me resta todavía una duda.
—¿Qué le gustaría hacer?
—En la veranda contigua hay treinta o cuarenta náufragos llegados con las chalupas.
Yanez palideció, pero no perdió su sangre fría.
—Hágalos venir entonces —dijo—. Los confundiré.
El Sultán golpeó las manos.
Una puerta, que hasta ahora había sido custodiada por cuatro rajputs, fue abierta, y los náufragos entraron guiados por John Foster, el capitán del vapor hundido.
Había hombres e incluso señoras, y estas no estaban menos furibundas que aquellos.
Yanez se había alzado para desafiar mejor la tormenta que se le condensaba sobre su cabeza.
El capitán, viéndolo, lo amenazó con el puño y gritando:
—¡Aquí está el infame pirata!
—Sí es aquel que ha hundido nuestra nave sin ningún motivo.
—¡Hágalo colgar!
—¡Venganza! ¡Venganza, Alteza!
Yanez los dejó decir, mirándolos muy bien a uno por uno, luego habiendo podido el Sultán obtener un poco de silencio, dijo:
—¿Están seguros de que he sido yo y no otro?
—¡Usted! —aulló John Foster—. Lo he reconocido.
—Hay personas que se parecen.
—¡Usted es el pirata!
—Les mostraré ahora que ustedes han sido hundidos por un yacht que no era el mío.
Entre los náufragos había visto a Lucy Van Harter, la bella holandesa que había asistido a la escena tumultuosa sin abrir la boca.
—Señora —le dijo, moviéndose a su encuentro—, ¿es verdad que hace cuatro semanas nosotros hemos estado juntos, en un té bailable ofrecido por el gobernador de Macao?
—Muy cierto —respondió la mujer, a pesar de las miradas furibundas de sus vecinos.
—¿Qué divisa llevaba puesta aquella noche?
—La de embajador inglés.
—¡Es demasiado! —gritó John Foster, agitando los brazos como las aspas de un molino.
—¡Cállese! —dijo el Sultán—. Milord, retome la palabra.
—Aquella noche a esta señora le he regalado un anillo que brilla todavía en un dedo suyo. ¿Es verdad?
—Muy cierto —respondió la holandesa siempre calmada.
—Usted ve, Alteza, que estas personas se han engañado. Algún otro yacht pudo haberlos asaltado y echado a pique, guiado por un hombre que por una singular casualidad se me parece.
—¡Se engaña, Alteza! —gritó John Foster, que parecía estar a punto de estallar de la bilis—. Acuso formalmente a aquel hombre de haber hundido mi vapor y de haberse llevado a un personaje que se decía embajador. Si visitara su yacht aún lo encontraría.
—¡Basta! —dijo el Sultán—. Con sus alaridos no ha probado nada, y yo debo creer en las palabras de aquella señora. Ahora puede retirarse.
Yanez hizo una seña a Lucy Van Harter, a fin de que no saliera con el grupo. John Foster fue el último en cruzar la puerta de la veranda y, tendiendo nuevamente el puño hacia Yanez, le gritó:
—No estaré contento hasta que no lo haya matado.
El portugués respondió encogiéndose de hombros.
—Usted entonces, señora —dijo el Sultán, haciéndola sentar en su mesa—, afirma haber conocido en Macao a milord.
—Lo he dicho y lo sostengo.
—¿Llevaba puesta la divisa de embajador?
—Sí, Alteza.
—Entonces hay un bribón que se le asemeja extraordinariamente, milord —dijo el Sultán—. Querría descubrir a aquel hombre y colgarlo del mástil de mi bandera.
—Por ahora no hay necesidad de pensarlo, Alteza —respondió Yanez—. Dado el golpe, no será tan estúpido como para regresar aquí.
—Me viene ahora una duda, milord.
—¿Cuál?
—Que aquellos náufragos hayan confundido la cañonera del rajá de las islas con su yacht.
—Lo sabremos enseguida.
Se volvió hacia la bella holandesa que estaba sorbiendo una copa de champán, y le preguntó:
—¿El ataque ha sido de día o de noche, señora?
—De noche y muy adentrada.
—¿Quién guiaba a aquellos hombres?
—Un personaje que se le asemejaba.
—Ve, Alteza, que aquellos náufragos me han acusado injustamente. Aquella noche estaban ciegos como topos y, probablemente, borrachos, lo que sucede a menudo a los marineros ingleses. Alteza, a sus órdenes para mañana. Usted me ha dicho que desea visitar mi yacht y hacer una carrera a alta mar.
—Después del mediodía estaré en su nave.
Yanez hundió una mano en el bolsillo y sacó un manojo de piedras preciosas, unas más espléndidas que las otras y las puso sobre la mesa, haciendo que liberaran de sus facetas destellos blancos, rojos, verdes, azules.
—Alteza —dijo—, estas las distribuirá entre sus mujeres.
—Después de que me haya servido yo —respondió el Sultán, que miraba fijo las piedras con dos ojos centelleantes.
—En eso pensará usted.
Se levantó y ofreció galantemente el brazo a la bella holandesa, luego, volviéndose al Sultán añadió:
—Mientras que aquel furibundo capitán no se haya ido, usted será mi huésped, Alteza. Aquel hombre es capaz de todo, incluso de matarlo.
—Afortunadamente está usted, milord.
—Le aseguro que cuando comienzo una batalla no hago ninguna economía de proyectiles. Que se muestre y lo echaré a pique.
—Y hará bien en no perdonarlo, milord.
—Basta que lo encuentre y verá qué cañonazos le disparo en los flancos. Poseo piezas de una potencia grandísima.
—Debería también tenerlas —dijo el Sultán.
—¿Quién lo amenaza?
—Aquel yacht misterioso que va, viene, hunde naves en alta mar, turba mis sueños. Es más, querría hacerle una propuesta, milord.
—Diga pues, Alteza.
—¿Si hiciésemos una carrera hasta la isla de Balabac, para mostrar a aquel insolente tiranillo que tengo piezas tan grandes como aplanarle la capital? ¿Aceptaría, milord?
—Sí, siempre y cuando me procure un óptimo práctico que conozca aquellos escollos y rompientes.
—Le mandaré a bordo a mi gran almirante.
—Buenísimo, Alteza. Almorzaremos a bordo de mi yacht, luego iremos a cazar vencejos del Pacífico en las riberas de aquellas islas. Se dice que hay salanganas, ¿es verdad?
—Sí, milord. Usted me permitirá hacer tronar sus piezas contra la capital del rajá de las islas.
—Se la incendiaremos, Alteza.
—Milord, buenas noches.
Yanez había dado de nuevo el brazo a la bella dama rubia que aún conservando una gran sangre fría, aparecía bastante inquieta por las amenazas de John Foster.
—No tiemble, señora —le dijo Yanez—, estoy aquí para protegerla y tengo bajo mis manos una escolta capaz de montar al abordaje incluso en este momento. Aquel Foster tendrá que vérselas conmigo. Alteza, hasta mañana.
La escolta se había puesto en fila, con las carabinas en bandolera para estar más lista para hacer fuego, y con los pesados y terribles parang en la cintura.
El pelotón separó una linterna china y dejó el palacio del Sultán, adentrándose a través de los oscurísimos callejones de la capital del sultanato.
—Gracias, señora —le dijo Yanez.
—¿Por qué? —le preguntó la flemática holandesa.
—Por haberme salvado.
—Ha costado muy poco. Una simple falsedad, que ninguno podía contradecir.
—Y que, retrasada, me habría creado gravísimos embarazos con el Sultán.
—Todo ha terminado bien ahora, milord, y el Sultán no lo fastidiará dos veces.
—Eh, no debemos confiar en estos orientales dobles y falsos.
Así conversando, siempre seguidos por la escolta, habían avanzado por una calle bastante ancha, flanqueada por un número infinito de callejones.
Yanez que se mantenía en guardia, esperando alguna mala jugada por parte del irascible John Foster, en cierto momento se había detenido, diciendo:
—Pase detrás de mí, señora. ¡Atentos!
Sombras habían salido de un sendero y habían invadido la calle.
Debían ser ciertamente los marineros del piróscafo hundido.
Dos tiros de pistola atronaron, desgarrando con los destellos la profundísima oscuridad.
Yanez se arrojó prontamente a un lado y comandó:
—¡Fuego!
La escolta hizo una descarga, barriendo el camino. Se oyeron alaridos, blasfemias, gemidos; luego una voz amenazadora tronó en medio de la oscuridad:
—¡Perro! ¡Tendré tu piel!
Era John Foster.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

¡Un verdadero niño!: “Un vero fanciullone!” en el original. No encontré una traducción directa para “fanciullone” que, si bien deriva de “fanciullo” (niño), significa: persona ingenua, simplón, crédulo. Tomé en cuenta la cuarta acepción de niño del diccionario de la RAE que dice: Dicho de una persona que no es un niño: Que obra con poca reflexión o con ingenuidad.

Gin: Voz inglesa que en castellano se conoce como ginebra, una bebida alcohólica obtenida de semillas y aromatizada con las bayas del enebro.

Florines: Dada la época en que transcurre la historia, deberían tratarse de los florines británicos, monedas acuñadas entre 1849 y 1967, equivalentes a un décimo de libra. Por lo tanto, 200 florines equivaldrían a 20 libras esterlinas. Siendo que la novela está ambientada en 1871, aproximadamente, a valores actuales (2019) se trataría de unas 2.340 libras esterlinas.

Veranda: Galería, porche o mirador de un edificio o jardín. Viene del hindi varandā.

Vencejos del Pacífico: “Rondoni di mare” en el original, es en realidad el Apus pacificus. Es un pájaro de dos decímetros de longitud desde la punta del pico hasta la extremidad de la cola, que es muy larga y ahorquillada. Tiene alas también largas y puntiagudas, plumaje blanco en la garganta y negro en el resto del cuerpo, pies cortos, con cuatro dedos dirigidos todos adelante, y pico pequeño algo encorvado en la punta.

Babirusa: Cerdo salvaje que vive en Asia, aunque no se encuentra en la isla de Borneo, de mayor tamaño que el jabalí, cuyos colmillos salen de la boca dirigiéndose hacia arriba y luego se encorvan hacia atrás. Su carne es comestible.

“...había puesto una mosca en la oreja...”: “...aveva messo una pulce in un orecchio...”, en el original, es una frase que significa con recelo o con prevención para evitar algo. En el original, en lugar de mosca es una pulga.

Moca: “Moka” en el original, es un café de buena calidad que se trae de la ciudad de Yemen del mismo nombre.

Balabac: “Balaba” en el original, podría tratarse del grupo de islas de Balabac, que actualmente pertenecen a Filipinas. Están ubicadas justo al norte de Borneo, a la altura de Sabah. No encontré referencias a rajás ni sultanes. En el siglo XIX, la corona española se las había cedido al sultán de Borneo, pero la colonia establecida en Filipinas, viendo su importancia estratégica, las ocupó militarmente.

“...no quiera hacerme tragar...”: “...non vorrete darmi a bere...” en el original, cuya traducción literal sería: “...no quiera darme de beber...”. Por el sentido de la oración seguramente le esté diciendo: “...no me quiera hacer creer...”, por eso la traducción elegida, que significa lo mismo y no pierde el sentido de la frase en italiano.

Macao: Es una de las dos regiones administrativas especiales que forman parte de China. Se encuentra a 70 km al suroeste de Hong Kong y formó parte del Imperio portugués desde el siglo XVI hasta 1999. Que Yanez haya hecho referencia a una colonia portuguesa en su relato, es un guiño a los lectores.

Práctico: Técnico que, por el conocimiento del lugar en que navega, dirige el rumbo de las embarcaciones en la costa o en un puerto.

Salangana: “Salangane” en el original, es un pájaro, especie de vencejo propio de China y otros países del Extremo Oriente, cuyos nidos contienen ciertas sustancias gelatinosas mezcladas con saliva que son comestibles.

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