lunes, 30 de diciembre de 2019

VI. Una pesca emocionante


Apenas habían tocado las dos, cuando S. A. Selim-Bargasci-Amparlang llegaba a bordo del yacht en la habitual chalupa coloreada de rojo y con los bordes de oro.
Estaba acompañado por dos ministros, su secretario particular y por una pequeña escolta formada por seis rajputs todos de aspecto bandidesco, con barbas inmensas y bigotes hirsutos que subían casi hasta los turbantes.
Yanez ya estaba a bordo con la bella holandesa, a la que quería sustraer a cualquier costo de las venganzas de John Foster, y fue pronto a recibir al Sultán sobre la escala, con una profundísima inclinación y una amable sonrisa.
—Alteza —dijo—, ahora es mi prisionero.
El Sultán lo había mirado con inquietud, haciendo una detrás de otra tres o cuatro muecas. El portugués, que se había percatado, fue pronto en añadir:
—Haremos una magnífica excursión a alta mar, Alteza, y espero que hagamos una buena cacería a lo largo de las costas de Balabac.
—¿Cómo? ¿Quiere impulsarnos hasta allá, milord?
—¿Y por qué no?
—¿Y si nos asaltan?
—Nos defenderemos. Incluso haré izar en el mástil su bandera, para hacer comprender a aquellos canallas que la lección viene solamente de usted.
—¿Qué hombre es usted?
—Un hombre, Alteza —respondió el portugués sonriendo—. ¿Quiere que zarpemos? Mientras tanto le haré visitar mi yacht.
—Lo deseo bastante —dijo el Sultán.
—¿Por qué?
—Para aclarar un punto muy oscuro.
—¿Qué quiere decir?
—Me han dicho que usted tiene aquí a un prisionero.
—¿Quién ha sido?
—Se lo diré más tarde.
—¿Tengo entonces enemigos encarnizados en su capital?
—Verdaderamente a otros estados no les gusta ver a un embajador inglés. No se preocupe. Está bajo mi protección.
Yanez sonrió irónicamente.
—¿O tú bajo la mía? —murmuró.
—¿Quiere hacerme ver su yacht, milord?
—Enseguida, Alteza. Espere a que dé el comando de zarpar y de reactivar los fuegos, ya que impulsaré mi nave a la máxima velocidad.
Lanzó a diestra y siniestra algunas órdenes, secas, tajantes, enseguida cumplidas por la tripulación que, aún cuando compuesta por malayos y dayak, maniobraba como la de un navío de guerra.
—Alteza, venga —dijo—. Le ofreceré una botella de aquel vino blanco que degustó ayer a la noche.
—Y que volveré a probar —respondió el Sultán.
Después de haber recorrido toda la toldilla, descendieron al castillo de popa, seguidos por la señora holandesa, dos ministros y el secretario.
Todos los camarotes estaban abiertos de par en par, de modo que si alguno se hubiese encontrado prisionero habría sido descubierto enseguida.
El Sultán admiró el salón, montado con muy buen gusto, luego se metió dentro de todos los camarotes, observando atentamente todo lo que encontraba.
—¡Una nave magnífica! —dijo—. Me sentiría capaz de desafiar con esta incluso al rajá de las islas.
—Y lo desafiaremos.
—¡Eh! ¡Eh! ¡No corra tanto! Una bala de cañón o un tiro de espingarda llega rápido y entonces mis buenos súbditos se quedarían sin su Sultán.
—No sucederá nada grave, Alteza —respondió Yanez, mientras el khidmatgar destapaba botellas de champán—. Y luego, si no se hace temer, un día u otro los piratas de las islas entrarán en su bahía y le darán grandes fastidios, si no estoy yo para defenderlo.
—Lo sé, desgraciadamente —respondió el Sultán, vaciando de un trago solo la copa.
Un silbido en aquel momento resonó. El yacht había levado sus anclas e hilaba, a todo vapor, hacia la desembocadura de la bahía.
—Subamos a cubierta, Alteza —dijo Yanez— y comencemos la cacería. Tú, khidmatgar, tráenos de beber al puente.
Dejaron el castillo de popa y treparon la escalera, deteniéndose en el puente de mando.
La bahía se presentaba en toda su maravillosa belleza, con sus islotes, con sus barrios malayos, chinos y dayak, sumergidos en una verdadera orgía de sol.
El yacht procedía rapidísimo, a tiro forzado, levantando delante de la proa verdaderas oleadas y dejando tras la popa una estela borboteante, en medio de la cual brincaban de vez en cuando famélicos tiburones.
Fregatas, súlidos, vencejos del Pacífico, pasaban rapidísimos sobre la pequeña nave, mandando gritos alegres.
De trecho en trecho un albatros, grande casi como un águila, cruzaba el yacht, saludando a los viajeros con gruñidos sonoros que no se correspondían con los de un ave.
En alta mar en cambio los peces voladores surgían en tropas, mostrando a los rayos del sol sus aletas variopintas, luego se zambullían de nuevo para caer probablemente en boca de los dorados que hacen grandes estragos de aquellos desgraciados habitantes del mar que ni siquiera el vuelo puede sustraer a una muerte horrible.
Refrescaba en alta mar. La brisa de poniente azotaba la superficie del mar, haciéndolo encrespar hasta los extremos límites del horizonte.
Una oleada de vez en cuando avanzaba con las crestas erizadas de espuma y rompía contra la proa del yacht con un estruendo sonoro, imprimiéndole una sacudida tan brusca que volteaba todo lo que se encontraba en cubierta.
Yanez había hecho traer cuatro fusiles de caza, espléndidas armas inglesas que había adquirido en Calcuta y las había puesto a disposición de sus huéspedes, diciendo:
—¡Señores, la cacería está abierta!
—No será tan fácil fusilar a las golondrinas de mar con estas sacudidas —había respondido el Sultán.
—Es porque todavía no tiene el pie de los marineros. Le mostraré cómo se puede hacer una buena cacería incluso con mar agitado.
Un albatros, un espléndido pajarraco marino que tenía alas extraordinariamente desarrolladas, pasaba en aquel momento sobre la popa del yacht.
Yanez, rápido como una saeta, tomó uno de los fusiles de caza, apuntó un instante, luego dejó partir dos tiros.
El ave, ametrallada en pleno cuerpo, agitó desesperadamente las alas intentando sostenerse todavía en el aire, luego cayó de cabeza al mar... justo dentro de la boca de un enorme tiburón.
—¡Ah! Los bribones devoran todas nuestras presas de caza, milord —dijo el Sultán—. Regresaremos a Varani sin siquiera una simple golondrina de mar.
—La excursión todavía no ha terminado, Alteza —respondió el portugués—. Antes de que el sol se ponga quiero ver la toldilla de mi nave cubierta de emplumados.
—Me interesan, sabe, las aves marinas y si me las hiciera probar estaría muy contento.
—¿En mi palacio o aquí?
—Preferiría aquí —respondió el Sultán—. Hay más libertad.
—¡Como quiera, Alteza! También tengo un cocinero que vale lo que pesa. ¡Para usted! ¡He aquí un buen tiro!
Una fregata pasaba en aquel momento, manteniendo las alas perfectamente extendidas.
Era seguida por una bandada de vencejos del Pacífico y petreles que en vano se esforzaban por mantenerse detrás.
—Arriba, Alteza —dijo Yanez—. Es buen momento.
El Sultán alzó el fusil y dejó partir los dos tiros.
La fregata cerró las alas, arrugó las patas y cayó de cabeza en la boca de otro escualo.
El Sultán había mandado un alarido de rabia.
—¿Pero no nos podemos desembarazar de aquellos glotones que están listos para devorarnos el asado, milord?
—Si quisiera, podría ofrecerle una cacería impresionante de tiburones.
—¡Ah, sí, sí! —gritó el Sultán, batiendo las palmas como un niño.
Yanez mandó un silbido estridente, que hizo brincar a Mati con la velocidad de una gacela.
Le susurró en voz baja algunas órdenes, luego gritó al maquinista para detener el yacht.
—Usted me regalaría uno, si tuviera la fortuna de capturarlo —dijo el Sultán.
—Son pésimos, Alteza.
—Para los chinos, y regalado por su buen Sultán, será buenísimo y no quedarán ni siquiera las espinas. Hace mucho tiempo que les debo un regalo a cambio de un soberbio zafiro.
—¡Qué coman el tiburón entonces! —dijo Yanez, que no había podido contener una sonrisa.
Mati, seguido por seis hombres, había reaparecido sobre el puente, trayendo un ancla de leva, con tres brazos, toda envuelta en una tela roja.
En un brazo había metido bien adentro un pedazo de lardo de siete u ocho kilogramos de peso.
Con una vuelta de guirnalda fue fijada a una robusta cadena que luego fue pasada por el cabrestante de popa para poder sacar más fácilmente a la bestia, en el caso, no improbable, de que hubiese mordido.
Como habíamos dicho, la carrera había sido interrumpida y el yacht ondeaba dulcemente en medio de un agua tan transparente como para dar vértigo.
En los mares de la India y de la Sonda, cuando no sopla el viento y las olas no mezclan el fondo, el agua adquiere una transparencia milagrosa.
Ciertas veces se pueden ver peces nadar a cien o a ciento cincuenta metros de profundidad.
El ancla fue enseguida calada a estribor de la nave, mientras otros marineros se armaban de hachas y parang.
El Sultán, su séquito, la bella holandesa y Yanez se habían inclinado sobre la amura, ansiosos por asistir a aquella extraordinaria cacería.
El ancla se veía muy bien, habiendo sido sumergida a una profundidad de veinte metros.
Su revestimiento rojo debía llamar prontamente la atención de los codiciosos tigres del mar.
—Esto se llama divertirse, milord —dijo el Sultán—. Si yo tuviese un ministro como usted, sería el hombre más feliz de Borneo.
—Si quisiera, Alteza, más allá de los cruceros, haremos incluso partidas de caza. Los tigres no deben faltar en los bosques de las Montañas de Cristal.
—Desgraciadamente, milord.
—Iremos a descubrirlos y adornará con sus pieles sus espléndidas verandas.
—Tengo en las venas sangre árabe y malaya, puede por consiguiente imaginarse cómo amo la caza. Es que mis ministros tienen miedo en seguirme.
En aquel momento una gran sombra surgió de las profundidades del mar y subió verticalmente en dirección del ancla. Pero al momento de golpearla, se había dejado caer, agitando débilmente las aletas y la cola.
—¿Regresa? —preguntó el Sultán.
La voracidad vencerá al peligro —respondió Yanez—. Tenga un poco de paciencia, Alteza. No hay que tener prisa para capturar a aquellas bestias. Allá, ¿la ve? Aquí hay una sombra que vuelve a subir.
El tiburón en efecto volvía a subir poco a poco, atraído irresistiblemente por aquel pedazo de lardo que constituía en efecto un buen bocado.
Pasó un minuto, luego el escualo, que descendía siempre a través de las aguas transparentes de mala gana, siempre con la cabeza adelante y los ojos fijos sobre el ancla, retomó impulso, llegando a la altura del ancla.
—Que nadie hable —dijo Yanez—. Déjenlo hacer.
Se trataba de un soberbio carcharias, de siete metros de largo, con una boca tan vasta como para poder contener a un hombre acurrucado.
Pero debe ser una vieja piel, porque en lugar de correr enseguida al asalto del pedazo de lardo, se puso a describir alrededor del ancla amplios giros, que poco a poco, pero muy lentamente, se estrechaban.
Todos aquellos trapos rojos, donde estaba envuelta el ancla, debían darle la ilusión de tener que vérselas con un buen pedazo de carne todavía sangrante.
Como todos los monstruos de su especie, desconfiaba, y cuando estaba por morder, ya sea que se espantase por las sombras de los hombres subidos a las amuras o por el fondo del yacht, con un brusco impulso se alejaba.
Pero la fenomenal voracidad de aquellos terribles habitantes del mar debía vencer a la prudencia.
Otra bestia había llegado y entonces el primero, temiendo que quisiera sacarle la comida, se lanzó adelante, abrió su inmensa boca semicircular y tragó de una el ancla, el lardo y un buen tramo de cadena.
Un grito altísimo se había alzado entre los malayos y dayak del yacht.
—¡Está capturado! ¡Está capturado!
El escualo había retrocedido, intentando cortar con un mordisco la cadena, luego había permanecido casi inmóvil.
De su boca salía sangre que se mezclaba con el agua.
—¡Iza despacio! —gritó Yanez.
Ocho hombres se habían precipitado sobre el cabrestante, apoyándose con todas sus fuerzas sobre las barras.
Sintiendo el tirón, el escualo intuyó probablemente el peligro, porque se puso a debatirse desesperadamente, aún cuando con cada sacudida las puntas de los brazos debieron lacerarle el paladar y romperle los dientes.
—¡Mati, iza! —había repetido Yanez—. ¡Ya es nuestro!
Los marineros dieron otro tirón al cabrestante, provocando un segundo y más doloroso tirón.
El escualo no oponía más resistencia. Se fingía muerto, pero ciertamente nadie se dejaba engañar.
—¡Saquémoslo! —dijo el Sultán.
—No ahora, Alteza: cuando lo hayamos izado sobre el puente.
—¿Podremos sacarlo del agua?
—Dentro de diez minutos lo verá saltar entre las amuras de mi yacht. ¡Oh, iza!
Fue dado un tercer giro al cabrestante.
Esta vez el tiburón, loco de dolor, hizo volteretas desesperadamente en las aguas transparentes, dejando detrás una larga franja de sangre.
Tocó la superficie, mostrándose un momento, luego volvió a hundirse, mordiendo ferozmente la cadena, pero sin conseguir cortarla, porque Mati había escogido una de las mejores.
Aún cuando horriblemente herido, el monstruo no tenía la intención de dejarse sacar del mar, pero el cabrestante viraba sin pausa y con cada golpe impreso por las barras lo obligaba a hacer nuevas volteretas.
—¡Bello, bellísimo! —exclamaba el Sultán que para no perder nada de aquella pesca interesante se había agarrado a los flechastes del palo mayor—. ¡Y con tantas diversiones, mis ministros muy imbéciles me hacían contar historias por las viejas del harén! Necesitaba a este inglés para arrancarme de aquella especie de prisión y hacerme cambiar un poco mi vida. ¡Vengan ahora a decirme que no es un embajador y los pondré en su lugar!
El carcharias mientras tanto no cesaba de debatirse, siempre con mayor vigor, aún cuando ya hubiese perdido una bella cantidad de sangre.
Ahora intentaba hundirse, con la esperanza de arrancar con su propio peso la cadena, luego se arrojaba hacia la superficie, escabulléndose desatinadamente y alzando con su poderosa cola verdaderas oleadas.
¡Eran esfuerzos inútiles!
Cada golpe del cabrestante lo acercaba al terrible momento.
—¡Alto! —gritó de pronto Yanez—. ¡Dejémoslo asfixiar un poco!
El enorme pez había llegado finalmente a la superficie. Su boca estaba llena de sangre borboteante y era horrible de ver. Un brazo había atravesado su maxilar inferior y la uña se divisaba muy bien afuera.
Sus ojos azulados se habían fijado intensamente en los hombres que estaban de pie sobre la amura para darle una fiesta.
Otro golpe de cabrestante lo sacó más de la mitad afuera del agua. Entonces comenzó la verdadera lucha para el terrible tigre del mar que no quería morir en absoluto.
Daba a la cadena ciertos tirones como para inclinar al yacht, luego, agotado, se detenía un momento para recomenzar de pronto sus contorsiones desesperadas. Algunos hombres habían acudido con arpones, listos para tirarlo a cubierta. Otros habían empuñado los sables.
Por cinco minutos Yanez dejó que el monstruo jadeara, luego hizo una seña a sus hombres que estaban en el cabrestante, gritando al mismo tiempo:
—¡Fuera todos! ¡Sálvense sobre los flechastes!
Con pocos golpes de tambor el escualo fue sacado hasta la regala y allí recibió el primer sablazo, dado por Mati.
Enseguida los arpones se pusieron a la obra ayudados por un gancho suspendido de la extremidad de la verga.
Todos tiraban rabiosamente, gritando y blasfemando, mientras los otros, incluido el Sultán, los ministros y Yanez, se ponían a salvo sobre los flechastes impulsándose hasta las cofas, para no perder nada de la terrible cacería.
Con un último tirón, el gigantesco habitante de las aguas, que medía casi siete metros, fue llevado sobre la borda y dejado caer en cubierta.
—¡Sálvese quien pueda! —gritaban los marineros, agarrándose a los obenques y a los brandales.
El escualo permaneció un momento inmóvil, como si estuviese estupefacto por no encontrarse más en su elemento natural, luego dio un salto hacia el castillo de proa, donde lo esperaban algunos hombres armados de carabinas.
Se levantó sobre sus aletas pectorales, mandando fuera un rauco quejido semejante al trueno oído a lo lejos, luego se abalanzó a lo loco contra las amuras, intentando hundirlas.
Su cola formidable azotaba furiosamente, con ciertos golpes que parecían disparos de fusil.
Una descarga de carabina lo golpeó, deteniéndolo de golpe; sin embargo todavía no estaba muerto, porque aquellos monstruos poseen una vitalidad increíble.
Permaneció un momento quieto, esforzándose por cortar una última vez la cadena, luego vomitó sobre la toldilla del yacht medio barril de sangre.
—¡Es nuestro! ¡Es nuestro! —aullaron los marineros, acudiendo con los parang y las carabinas.
El pobre tiburón estaba realmente capturado y también bien muerto.
Fue empujado contra una amura, para que no estorbase las maniobras y el yacht reanudó su velocísima carrera hacia el septentrión, mientras el Sultán miraba con viva curiosidad al monstruo, restregándose alegremente las manos y barbotando:
—Mis queridos súbditos amarillos estarán contentos conmigo. He aquí un obsequio verdaderamente principesco que les compensará largamente por la piedra preciosa que me han regalado.
—¡Lo creía más torpe! —murmuró Yanez, que lo había oído—. ¡Estemos en guardia con el sangre malaya!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Un poco exagerado el tamaño del tiburón... el doble de lo normal. Terrible capítulo.

Fregatas: Género de aves suliformes, el único de la familia Fregatidae, conocidas vulgarmente como rabihorcados o fragatas. Viven en zonas tropicales de los océanos Pacífico y Atlántico. Pueden ser de color negro o negro y blanco. Todas ellas son de gran tamaño: suelen tener una envergadura de alas de más de 1,80 m, aunque su esqueleto puede pesar escasamente 114 g.

Súlidos: “Sule” en el original, es una familia de aves suliformes conocidas vulgarmente como alcatraces, de color predominantemente blanco cuando adulta, pico largo y alas apuntadas y de extremos negros. Es propia de mares templados.

Albatros: Ave marina de gran tamaño, plumaje blanco y alas muy largas y estrechas. Es muy buena voladora y vive principalmente en los océanos Índico y Pacífico.

Dorados: “Dorate” en el original, se trata de la especie Coryphaena hippurus, pez marino de la familia peces-delfín que pueden alcanzar el metro de longitud.

Golondrinas de mar: “Rondini marine” en el original, conocido como charrán común (Sterna hirundo), es una especie de ave Charadriiforme de la familia Sternidae. Es un ave marina de distribución circumpolar en regiones templadas y subárticas de Europa, Asia, este y centro de Norteamérica. Es un gran migrador, pasando el invierno en océanos tropicales y subtropicales.

Petreles: “Petrelli” en el original, es un ave palmípeda, muy voladora, del tamaño de una alondra, común en todos los mares, donde se la ve a enormes distancias de la tierra, nadando en las crestas de las olas, para coger los huevos de peces, moluscos y crustáceos, con que se alimenta. Es de plumaje pardo negruzco, con el arranque de la cola blanco, y vive en bandadas, que anidan entre las rocas de las costas desiertas.

Ancla de leva: “Ancorotto da pennello”, en el original, si la traducción es la correcta. La definición en italiano para “ancora da pennello” es: Pequeña ancla que se arroja al mar antes que una más grande, a fin de que el navío pueda resistir mejor el viento, y el ancla más grande tenga menos peligro de soltarse.

Vuelta de guirnalda: “Alla ghirlanda” en el original, es un nudo marinero.

Carcharias: “Charcarias” en el original, es un género de elasmobranquios lamniformes de la familia Odontaspididae que se encuentran en ambos lados de las costas del océano Atlántico, pero más notablemente en el océano Índico Occidental y en el golfo de Maine. Es más conocido como tiburón toro y poseen una longitud de entre los 2,1 y 3,7 metros.

Uña: Punta triangular en que rematan los brazos del ancla.

Regala: “Capo di banda” en el original, es el tablón que cubre todas las cabezas de las ligazones en su extremo superior y forma el borde de las embarcaciones.

Cofas: “Coffe” en el original, es una meseta colocada horizontalmente en el cuello de un palo para fijar los obenques de gavia, facilitar la maniobra de las velas altas, y antiguamente, también para hacer fuego desde allí en los combates.

Brandales: “Paterazzi” en el original, son los cabos gruesos, firmes o volantes, que se dan en ayuda de los obenques de juanete.

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