lunes, 13 de enero de 2020

VII. El crucero del yacht


Refrescaba siempre en alta mar, mitigando la brisa el gran calor ecuatorial que se derramaba sobre el yacht como una lluvia de fuego.
Bajo la tienda puesta sobre el alcázar, el Sultán, su séquito, la bella holandesa y Yanez se habían sentado en torno a una mesa para llegar al fondo de las últimas botellas de champán y hacer estragos con los cigarrillos y nueces de betel.
El Sultán, puesto de buen humor por aquel vino borboteante, que jamás había bebido, bromeaba.
Parecía un buen muchacho, sacado de un colegio y mandado a divertirse a la playa o a bordo de algún barco pesquero.
—Milord —decía, fumando un cigarrillo del portugués—, ¡cómo me gustaría también a mí poseer una nave a vapor!
—Hay siempre a la venta, Alteza, en los puertos indios y también en los chinos. No le faltarán los fondos, supongo.
—Es que jamás he encontrado un caballero, milord —respondió el Sultán—. Yo tenía un sobrino con quien estaba muy encariñado y que habría podido un día sucederme, porque no tengo hijos varones. Partió en efecto, para Hong Kong donde los fondos que debían servir para la adquisición se licuaron en barcos floridos, como tuvo la audacia de contarme.
—Era de apetito su sobrino, Alteza —respondió Yanez—. Y luego sabía bien que tenía en sus venas sangre de Sultán fundida con piedras preciosas.
—¿Y no regresó más? —preguntó la bella holandesa.
—Después de dos meses lo vi aparecer delante mío, todo lloroso, con una cuerda al cuello para que lo estrangule.
—¿Y lo perdonó? —dijo Yanez.
—Precisamente, milord: yo quería absolutamente poseer un barco a vapor y lo volví a mandar a China, acompañado por un ministro.
—¿Y también aquella nave naufragó entre los barcos de flores de las bellas chinas? —dijo Yanez.
—Ha adivinado, milord: después de un mes mi sobrino regresaba otra vez ante mí, todo compungido, implorando mi perdón y diciéndome, en su disculpa, que había sido estafado por los chinos. Renuncié a la nave a vapor; pero la cabeza de mi sobrino se encuentra en el fondo de la bahía, junto con la del ministro que lo acompañaba.
—¿Quizá no tenía práctica en las compras? —dijo Yanez.
—¡Si era el hombre más astuto que había en mi corte!
El Sultán tomó una copa llena de champán y la vació de un trago, diciendo luego:
—Ahoguemos aquella mala aventura.
Se habían levantado y dirigido hacia el castillo de proa, sobre el que también había sido tendida la tela.
El mar, golpeado de lado por los rayos del sol, parecía llamear todo.
En medio de aquella orgía de luz las usuales aves marinas revoloteaban.
A oriente las costas de Borneo se perfilaban bastante claras y hacia el septentrión una especie de forma neblinosa indicaba la isla del rajá de las islas.
—¿Quiere realmente apresurarse allá arriba, milord? —preguntó el Sultán—. Llegaremos demasiado tarde.
—Quiero mostrar a aquellos piratas los colores de su bandera que ya he hecho izar sobre el palo mayor —respondió Yanez.
—Preferiría dejar esta demostración naval para otro día.
—¿Ahora que Balabac está a la vista?
—Temo que se inmiscuirá en una mala aventura, milord, aún cuando tenga siempre la máxima confianza en sus cualidades guerreras y marineras.
—Antes de medianoche estaremos en Varani delante de su palacio.
El yacht se apresuraba, es más, precipitaba la carrera, brincando sobre las aguas como un ballenato.
La hélice y los pistones funcionaban rabiosamente, haciendo gemir las cuadernas y los costillajes bajo sus golpes presurosos.
Yanez había tomado un catalejo y miraba atentamente hacia la isla de triste fama que parecía ya que corriese al encuentro de la rápida nave, mostrando sus bahías profundas y sus imponentes escollos.
Sobre aquellas aguas tranquilas se veían numerosos praos y jong, con las velas semi desplegadas para estar más listos para ponerse a la carrera.
—¡Todos los hombres a sus puestos de combate! —gritó Yanez—. Y tú, Mati, dispara un cañonazo. Tengo curiosidad por saber qué sucederá. Mostremos a aquel canalla que la paciencia del Sultán de Borneo se ha agotado y que ha llegado la hora del castigo.
Luego, volviéndose hacia la bella holandesa, le dijo:
—Retírese, señora: dentro de poco aquí pasará la muerte.
El valiente Sultán, oyendo aquellas palabras, hizo una fea mueca y miró con inquietud a sus dos ministros y al secretario, sin encontrar en ellos ninguna incitación, porque permanecían ahí empalados, como si se hubiesen convertido en bronce. Mati había brincado sobre el castillo de proa y se había puesto detrás de la pieza.
Una detonación ensordecedora repercutió dentro de las profundas bahías de Balabac, con siniestro fragor.
—¿Los ve, Alteza, si se despiertan aquellos canallas? —dijo Yanez al Sultán que parecía más muerto que vivo.
—Retrocedamos, milord.
—Espere a que miren bien que es su bandera la que se aventa en esta nave. El sol todavía está alto: podrán ver la media luna de plata sobre el fondo verde.
—Bastará así, milord.
—¡Oh, espere! No haga ver que el Sultán, después de haberse impulsado hasta aquí a desafiarlo, se bate en retirada ante ellos.
—¿Y si vienen al abordaje?
—¡Por Júpiter! Nos defenderemos, Alteza.
Doce o quince praos, junto con algunos jong, se habían reunido cerca de la salida de una bahía, haciéndose de pronto a la vela. Dispuestos en dos líneas, se movieron animosamente hacia el yacht, saludándolo con tiros de espingarda y meriam. Dos tiros de cañón, disparados por Mati y por Yanez, volvieron a aquellos terribles combatientes más prudentes. En vez de apresurarse enseguida al ataque, con estupor del Sultán, amainaron en señal de saludo sus rojas banderas y se refugiaron nuevamente dentro de la bahía.
—¿Cómo? —exclamó el Sultán—. ¿Entonces tienen miedo de mi bandera?
—Le había dicho, Alteza, que bastaría hacerla agitar delante de sus ojos.
—Usted es un hombre absolutamente extraordinario. A usted le deberé la salvación y tranquilidad de mi Estado. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Nada más que ser agradecido con Inglaterra —respondió el portugués—. He sido mandado aquí para desembarazarlo de tantos enemigos que acechan su trono. ¿Quiere que regresemos?
—¡Sí, sí! —exclamó el Sultán, todavía espantado por el estruendo de las espingardas y las grandes piezas del yacht.
Mientras la flotilla piratesca se retiraba precipitadamente dentro de la bahía, disparando todavía algún tiro, el yacht viró de bordo y regresó velozmente hacia el sur, barriendo casi las costas de Borneo.
Mati se había acercado a Yanez.
—¿También los otros? —preguntó.
—Desde luego: quiero que el Sultán se sienta bien seguro conmigo hasta el día que lo pierda.
—Ni siquiera ha sospechado lejanamente que aquellos praos eran nuestros.
—Aquel tortolito no es en realidad un brujo y luego sus ministros ya lo han atontado. ¿Tenemos a la otra media flotilla en la bahía de Gaya?
—Sí, señor Yanez.
—Iremos a repetir aquella inocua farsa, que no ha costado a ninguno ni siquiera una gota de sangre.
Mati sacudió la cabeza.
—Perdone, señor Yanez, pero no consigo comprender la finalidad de este fulmíneo crucero.
—Lo comprenderás mejor otro día, o sea cuando el Sultán, creyéndose ya perfectamente seguro en sus aguas, sea llevado ante nuestros ojos.
—¿Osaría tanto?
—El Tigre de la Malasia ya habría osado mucho más. A mí ahora me conviene actuar con extrema prudencia después del hundimiento de la cañonera y del piróscafo. Un día u otro algún oficial de S. M. británica u holandesa vendrán a reclamar mi cabeza. Pero entonces espero ser yo el amo de Varani. Me basta con tener en mis manos a los chinos. Ahora deberemos trabajar entre ellos.
—Sería necesario tener conocimiento.
—He pensado en todo: esta noche iremos a encontrar a un viejo tabernero chino, que una vez ha hecho mucho por Mompracem, manteniéndonos informados, a riesgo de ser colgado, de los movimientos de las naves inglesas. Silencio: ¡el Sultán!
A Su Alteza, desconfiado como todos los pequeños tiranillos de las islas de la Sonda, no se le había escapado aquel coloquio, aún cuando no hubiese podido comprender ni siquiera una palabra de lo que había sido dicho.
—Se diría que aquí se conjura —dijo, subiendo al castillo y abordando a Yanez y Mati—. ¿Quiere intentar alguna otra demostración naval?
—¡Ciertamente, Alteza! —respondió Yanez—. La bahía de Gaya es un verdadero nido de piratas y también allí debo hacer ondear los colores de su bandera, si quiere más tarde ser temido y respetado. Si deja que todos aquellos canallas se fortalezcan, un mal día usted verá entrar sus praos en la bahía y no será su palacio, ni la vieja batería la que los rechace a alta mar.
—¿Y mis rajputs?
—Sí, bellísimos hombres bastante costosos, pero precisamente porque se les paga demasiado bien no tendrán el coraje de mirar en la cara a la muerte. ¡Mati! ¡Otro tiro de cañón!
El yacht en aquel momento pasaba delante de una alta costa que parecía haber sido desgarrada por la furia de los golpes de mar.
En una tranquila bahía, protegida por un gran número de escollos, estaban anclados una quincena de grandes praos.
También esta vez los piratas, creyendo tener que vérselas con algún mezquino junco proveniente de los puertos de la China, fueron solícitos en desplegar las velas e impulsarse apresuradamente a alta mar, mandando alaridos ferocísimos.
—Mati, calma su ardor —dijo Yanez.
Las dos piezas de caza tronaron, formando casi una sola detonación; pero, cosa extraña, aquellos habilísimos artilleros que no habían tenido miedo de atacar incluso a la cañonera, con aquellos tiros no partieron ni una verga, ni un mástil.
Se habría dicho que las piezas habían sido cargadas solamente con pólvora.
Incluso las espingardas de los piratas, aún cuando disparadas furiosamente y a no gran distancia, no habían producido ninguna avería al yacht.
—Ve, Alteza —dijo Yanez al Sultán—, basta mostrar a aquellos canallas nuestra gloriosa bandera para hacer temblar las manos a los otros artilleros y fusileros. Como ve, se le teme todavía.
La flotilla, después de haber hecho un gran derroche de pólvora, porque ningún proyectil había llegado al yacht, reordenó sus filas y se retiró lentamente dentro de aquella ancha abertura que penetraba en una vasta bahía.
El sol en aquel momento estaba por zambullirse en el mar.
En poniente toda la extensión de agua centelleaba como bronce fundido.
Las aves marinas, viendo avanzar la noche, lanzaban un último saludo antes de alcanzar sus nidos inaccesibles.
La flotilla, obedeciendo ciertamente a alguna orden misteriosa, había apenas desaparecido, cuando dos velas rojizas y bien hinchadas de viento que impulsaban adelante a un muy ágil prao, cortaron el disco solar oscureciendo por un momento la luz.
—¡Padar! —murmuró Yanez—. Creo que en toda la Sonda no se puede encontrar a un marinero más valiente que él. Su prao vuela como las aves marinas.
—Milord —dijo el Sultán, indicando al portugués las dos velas—. Haga hundir aquel leño.
—¿Por qué, Alteza?
—Para impedirle atacarnos cuando la oscuridad haya descendido.
—No puedo hundir aquel velero, que está montado quizá por honestos comerciantes. Atraería el odio contra su bandera, en vez de volverla amada. Déjelo por consiguiente ir.
—Querría ver cómo dispararían sus hombres en caso de peligro —dijo el Sultán.
—Las ocasiones no faltarán, Alteza. ¿Ve aquel mástil que se yergue sobre aquella roca que protege la bahía de Gaya? Ahora le mostraré cómo mis hombres saben servirse de sus piezas. Mati, parte con una bala de cañón aquel mástil.
El experto artillero, que comprendía al vuelo los pensamientos de su amo, montó sobre el alcázar, mientras el yacht volaba con el viento en popa.
El golpe se hizo esperar mucho, pero arrancó un grito de admiración de los labios del Sultán, de los ministros y de los marineros.
El mástil había sido quebrado a media altura con un tiro verdaderamente prodigioso.
—¡He aquí cómo disparan mis hombres, Alteza! —dijo Yanez al Sultán—. Con tan hábiles artilleros no debe tener miedo cuando se encuentre a bordo de mi yacht. Deje que el rajá de las islas salga de su cueva y verá cómo mis hombres reducirán sus veleros.
—¡Ah, estos hombres blancos! —exclamó el Sultán—. ¡Qué maravillosos son!
Luego se sentó en una silla y vació la última botella de champán que había quedado, brindando bastante galantemente a los ojos azules y profundos de la bella holandesa.
Las sombras de la noche caían sobre el mar como vuelo de cuervos.
Las últimas luces habían desaparecido, pero otras, y no menos bellas, ya se divisaban bailando entre las olas.
Noctilucas, medusas grandes como paraguas, pelagias que se abrían como otras tantas flores, subían a la superficie en cantidades enormes, haciéndose rasgar por el agudo espolón del yacht.
De vez en cuando un ávido tiburón venía a causar espanto entre todos aquellos moluscos.
Las luces entonces se apagaban de pronto: medusas y pelagias se dejaban hundir rápidamente, para luego volver a subir unos minutos después a mostrar sus resplandecientes colores.
El yacht avanzaba siempre rapidísimo, casi a tiro forzado, siguiendo las sinuosidades de la costa, despejada, por casualidad, de aquellos millares de pequeños escollos que vuelven dificilísimos los arribos a las grandes islas de Borneo, incluso con mar tranquilo.
A las diez de la noche los excursionistas, plenamente satisfechos de su carrera, entraban sin más en la bahía de Varani, señalada por dos pequeños fanales de aceite, colocados sobre modestas torrecillas.
El yacht había apenas disparado un tiro, cuando la usual barca roja con los bordes dorados se movió velozmente al encuentro del Sultán y su séquito.
—Milord —dijo el soberano, mientras algunos marineros calaban en la chalupa al tiburón—, recuerde que mi palacio está abierto para usted a toda hora.
—Nos volveremos a ver muy pronto, Alteza. Soy un apasionado cazador y querría hacer una escapada hasta las Montañas de Cristal, que son tan ricas en bestias, por lo que se dice.
—¿Y querría conducirme también a mí?
—Si es posible.
—Veremos —respondió el Sultán evasivamente.
Tendió la diestra al embajador y descendió en su barca, seguido por sus dos ministros y por el secretario.
La bella holandesa había permanecido a bordo.
Yanez siguió con la mirada la chalupa que se alejaba, luego se volvió hacia Lucy Van Harter, que parecía que lo esperaba:
—Señora —le dijo—, mi nave está a su disposición.
—¿Quiere que me quede aquí?
—No le conviene descender a tierra después de las amenazas del capitán del piróscafo.
—¿Y usted?
—Yo tengo que despachar unos asuntos en Varani —respondió Yanez.
—¡Es un hombre misterioso!
—¿Por qué, señora?
—No es embajador y he oído a su khidmatgar llamarlo Alteza. ¡Dígame de una buena vez quién es!
—No puedo traicionar, señora, los secretos del Tigre de la Malasia.
—¿Del Tigre de la Malasia, ha dicho? —exclamó la bella holandesa con cierta conmoción.
—¿Ha conocido a aquel terrible hombre?
Lucy Van Harter estuvo un momento en silencio, luego dijo:
—Sí, he conocido al héroe de la Malasia.
—¿Cuándo? —preguntó Yanez.
—Hace dos años, en las costas de la bahía de Po Toi.
—Hace dos años, yo estaba en la India —dijo el portugués—. ¿Quiere contarme en qué circunstancias, señora, ha conocido a aquel formidable hombre?
—Regresaba de Hong Kong, donde había sepultado a mi marido, consumido por un mal que no perdona.
—¡Ah! ¿Es viuda?
—Sí, señor...
—Llámeme simplemente milord, o, si le gusta más, Alteza, habiéndome casado con una princesa india.
—Entonces lo llamaré milord, para no despertar sospechas en el Sultán. Una noche un terrible huracán cogió a nuestra nave que era a vela, no habiendo encontrado vapores que partieran para Borneo. La tormenta era tan violenta que la nave, presa de un verdadero ciclón, fue enseguida arrojada fuera de su rumbo y arrojada en medio de verdaderas montañas de agua. Toda la noche el desgraciado velero erró, abatido en la oscuridad, sin ninguna posibilidad de gobernarlo. De pronto un estruendo espantoso cubrió el fragor de las olas siempre apremiantes; la nave había golpeado contra un escollo y su proa se había destrozado.
—¿Dónde los había metido el huracán?
—En la bahía de Po Toi.
—Continúe, señora —dijo Yanez.
—La noche fue espantosa. Todos temían que de un momento a otro la nave, que empujada siempre por las olas continuaba chocando contra el escollo, se destrozara completamente. Afortunadamente aquel velero era, como dicen los norteamericanos, a prueba de escollos y resistió tenazmente, aún cuando la bodega hubiese estado en gran parte inundada. Comenzábamos a consolarnos con haber escapado al peligro, cuando hacia el alba oímos a los marineros aullar: “¡Los piratas! ¡Los piratas! ¡Defiéndanse!” Una flotilla de diez grandes praos avanzaba del fondo de la bahía, montada por un gran número de hombres de color aceitunado o bronceado.
—Malayos y dayak —dijo Yanez con una sonrisa—. Conozco a aquella gente. ¿Y luego?
—Nos creímos ya irremisiblemente perdidos, cuando uno de aquellos praos nos abordó y un hombre subió rápidamente la escala, seguido por una numerosa escolta.
—¿De estatura alta, ojos todavía llenos de fuego, con una barba ligeramente entrecana y los cabellos negros, verdad, señora? —dijo Yanez.
La bella holandesa no había podido contener un gesto de estupor.
—Llevaba puesta una casaca de terciopelo verde, estrechada por una faja azul, pantalones de igual color y altas botas de piel amarilla con la punta un poco alzada. Al costado llevaba una cimitarra con la vaina de oro, en cuya empuñadura brillaba un gran diamante. ¿Me equivoco, señora Lucy?
—Me lo ha descrito tan fielmente que me parece verlo todavía delante. ¿Qué relación tiene usted con aquel terrible hombre?
—Permítame no responder a esta pregunta.
—¿Un secreto de Estado?
—¡Quizá! Continúe, señora.
—Nos creímos todos muertos, en cambio nada sucedió. El terrible hombre nos aseguró enseguida que no tenía la más remota idea de saquearnos y nos ofreció sus servicios y sus praos.
—Y los llevó a la costa.
—Sí, milord —respondió la bella holandesa—. Y también debo añadir que fue muy gentil con todos.
—Sandokan no es más el hombre de antes —dijo Yanez—. Sus furias de sangre ya se han calmado y no lucha mas que contra aquellos que lo asaltan. Señora, la dejo porque tengo en tierra una cita que atender. Recuerde que en mi ausencia es la ama absoluta de mi yacht.
—Gracias milord: ¿cuándo nos volveremos a ver?
—Mañana, señora.
Yanez estrechó la bella mano que la señora holandesa le ofrecía, subió la escalera del alcázar y encendió un cigarrillo, llamando:
—¡Mati!
El maestre del yacht, oyendo la voz del comandante, acudió pronto.
—Pon una chalupa en el agua —dijo Yanez.
—¿Vamos a tierra?
—Debo volver a ver a aquel viejo chino.
En aquel momento entre la luz proyectada por los dos fanales suspendidos de los flechastes de babor y estribor, apareció una sombra que se acercó rápidamente al portugués.
—¡Kammamuri! —exclamó Yanez.
—Lo he alcanzado con el prao de Padar. ¿Qué quería que hiciera en la bahía de Gaya? Lejos de usted o de Tremal-Naik soy un hombre muerto.
—Has hecho muy bien, porque me serás necesario.
—¿Hay trabajo?
—Y mucho.
—No pido más.
—Ve a tomar una carabina y sígueme con dos malayos de Padar. ¡Mati! ¡Al agua la chalupa!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Por fin tenemos la primera referencia temporal, aunque un tanto vaga todavía. También aparece Kammamuri, ¡ya se lo extrañaba!

Creo no haberme equivocado con la referencia de Po Toi por Poitou. Poitou es una localidad de Francia.

Alcázar: “Cassero” en el original, es el espacio que media, en la cubierta superior de los buques, desde el palo mayor hasta la popa o hasta la toldilla, si la hay.

Tortolito: “Merlo” en el original, la traducción literal sería mirlo, uno de cuyos significados en italiano es persona ingenua y tonta. La definición de la RAE de tortolito es: Cándido y falto de experiencia.

Experto artillero: “Mastro cannoniere” en el original. Artillero, es el individuo que sirve en la artillería del Ejército o de la Armada. Ajusté la traducción de “mastro” a “experto”.

Pelagias: “Pelargonie” en el original, especie de medusa de la clase de los escifozoos, de distribución atlántica y mediterránea. Forman enjambres que pueden llegar a la costa.

Po Toi: “Poitou” en el original, es un pequeño grupo de islas al sureste de Isla de Hong Kong.

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