jueves, 30 de enero de 2020

VIII. Las furias sanguinarias de John Foster


Las pocas lámparas de aceite que iluminaban los malecones estaban por apagarse, cuando la chalupa de Yanez tocó tierra, junto con Kammamuri y dos malayos de escolta.
Mati, que había acompañado al amo, inspeccionó rápidamente la orilla, luego regresó hacia la chalupa diciendo:
—Nada, señor Yanez.
—¿Ningún hombre al acecho?
—No.
—¡Desembarquemos!
—¿A quién teme? —preguntó Kammamuri, irguiendo su poderoso torso y sus brazos musculosos, mientras hacía tintinear con un movimiento enérgico los gruesos pendientes que le colgaban de las orejas.
—Al capitán del vapor. Padar ya te habrá contado lo que nos ha sucedido.
—Sí, señor Yanez. En la India cuando un hombre da molestias se le hace enseguida, en lo posible, un pasaporte para el otro mundo.
—Eso es lo que intentaremos hacer también nosotros, si se pone en nuestro camino —respondió el portugués—. Estoy seguro de que aquel hombre está siempre al acecho en Varani para jugarme una mala pasada.
—Nos cuidaremos de él, señor Yanez. ¿Vamos al kampung chino, verdad?
—Sí, me oprime ver a un viejo celeste, que en otros tiempos ha rendido al Tigre de la Malasia y a mí notables favores.
—Esperemos que no esté muerto.
Mandaron de vuelta a los marineros de la chalupa, después de haberles advertido que en la noche no regresarían a bordo del yacht, y saltaron al malecón que en aquella hora estaba casi desierto.
Solo pocos grupos de malayos, agazapados en torno a los viejos cañones que servían de amarras para las naves, estaban charlando y masticando betel, ensuciando de rojo todas las piedras del pavimento.
A lo lejos brillaba una hilera de lámparas, encendidas delante de las tabernas del kampung.
Yanez, que ya conocía la ciudad, se orientó rápidamente y guiado por aquellas linternas que esparcían luces multicolor, avanzó rápidamente, seguido de cerca por sus hombres, que, al igual que él, a aquella hora, en un lugar ya casi desierto, temían algún atentado.
Por diez minutos siguieron la arena, observando atentamente a los pequeños grupos de malayos que dormitaban al aire libre, luego se metieron en un laberinto de callejones fangosos, hediondos, flanqueados por casas de estilo chino todavía de buen aspecto.
La luz no faltaba porque los habitantes, siguiendo las costumbres de su país, habían colgado delante de la puerta linternas monumentales.
Pasaron así delante de siete u ocho tabernas que tenían nombres rimbombantes y entraron en una que tenía pintado en el fanal un barco cargado con flores, como si se encontrase en el Zhū Jiāng o sea, en el maravilloso río de las Perlas que fecunda la China meridional.
—Debe ser aquí —dijo Yanez—. Hace días vine a zumbar por estas partes, y no obstante estoy seguro de no equivocarme. Esta es la taberna del viejo compadre.
Abrió la puerta desquiciada, que en vez de vidrios tenía hojas de papel aceitado, y entró resueltamente tendiendo las manos sobre las culatas de sus famosas pistolas indias.
El chino debía haber hecho una buena fortuna, porque en vez de una simple estancia había conseguido montar varias salas, donde los celestes, tendidos sobre largas sillas de bambú, se emborrachaban indecentemente de opio, lanzando al aire nubes de humo grasiento y repugnante.
—¿Hay una estancia libre? —preguntó Yanez—. Vamos a ocuparla antes de que lleguen otras personas. Nadie debe saber lo que le diré al viejo Kien-Koa.
En efecto la sala, tapizada con papel de Tung bastante desteñido, que si bien daba una buena impresión con sus lunas sonrientes y dragones vomitando enormes chorros de fuego, estaba desierta.
Un muchacho chino, amarillo como un limón, que tenía una coleta larga de apenas tres dedos, signo evidente de que su amo se la acortaba para castigarlo por sus faltas, acudió prontamente.
—Doy, el amo —dijo Yanez—. Habrá una propina generosa si lo haces pronto.
El niño desapareció rápido como una ardilla y poco después regresaba seguido por un viejo chino que parecía ya una momia, pero con dos largos bigotes colgantes y una magnífica cola que le llegaba hasta tierra.
Vestía de algodón rojo con grandes flores, y en la cintura llevaba, como para indicar su calidad, dos cuchillas aptas para degollar.
Viendo al hombre blanco, el celeste se inclinó, moviendo al mismo tiempo las manos extendidas sobre el pecho, luego dijo:
—Estoy a sus órdenes: supongo que quieren cenar.
—Sí —respondió Yanez—, si su cocina no es a base de lombrices saladas y de jamones de perro.
—Tengo para usted, milord, ojos de carnero al ajillo, que harían resucitar incluso a un muerto.
—¿Por qué me ha llamado milord? Hace tiempo nos hemos conocido, pero de entonces han transcurrido muchísimos años y muchos acontecimientos han sucedido. ¿Usted es Kien-Koa, verdad?
—Sí, milord.
—Adelante con la cena entonces.
—Esta mañana en la bahía han pescado magníficas langostas y muchos calamares.
—Sírvanos un poco de uno y un poco de lo otro. Más tarde reanudaremos nuestra charla, que hasta ahora es poco interesante.
El chino llamó a todos sus garzones, todos feos seres macilentos y casi privados de la cola, e hizo preparar la mesa.
—Traigan botellas —comandó Yanez—. No somos bebedores de té.
—Enseguida, milord. He recibido justo ayer una caja de vino portugués justo para usted.
—¡Qué suerte! —exclamó Yanez, irónicamente—. Han pescado, han degollado carneros y enviado botellas para hacernos cenar alegremente. Vamos, viejo Kien-Koa, has traer mientras tanto los ojos de carnero al ajillo. Los he comido otras veces y los he encontrado siempre buenos.
A las llamadas del amo, los garzones se apresuraron a extender sobre la mesa un mantel de papel, poniéndole luego encima dos espléndidas langostas y un plato de ojos que, si producían cierto efecto extraño al mirarlos, debían ser no obstante bastante apetitosos.
Yanez, Kammamuri y los dos malayos de escolta habían apenas comenzado a comer, cuando nuevos clientes invadieron la taberna, haciendo un alboroto endemoniado.
—¿Deberé arrepentirme de haber venido aquí? —se preguntó el portugués—. Estos recién llegados son ingleses y, como de costumbre, alegres. Afortunadamente nos han dejado tranquilos.
—¿Qué teme, señor Yanez, de los ingleses? —preguntó Kammamuri.
—¿Qué quieres? Después de que su nave ha sido hundida, se han metido en la cabeza que yo he sido el autor.
—Mientras que usted se encontraba lejos, ¿verdad, señor Yanez?
—Siempre estoy lejos cuando suceden los desastres —respondió el portugués.
—¿Y el Tigre de la Malasia?
—Avanza lentamente desde su Estado y ya no debe estar lejos de la frontera del sultanato.
—¿Barreremos a todos? Tenemos fuerzas imponentes.
—Veremos: por ahora prefiero jugar con astucia con el Sultán.
—¿Pero la reconquista de Mompracem está decidida?
—No regresaré al Assam si antes no veo ondear sobre la alta roca, donde un día se elevaba la cabaña y la batería de cañones, la roja bandera con la cabeza de tigre.
—¿Y mi amo? Me parece que han pasado larguísimos meses.
—Sin embargo, mi querido Kammamuri, lo hemos desembarcado hace apenas veinte días en la bahía de Po Toi. ¡Cómo eres de impaciente, tú!
—¿Habrá alcanzado a Sandokan?
—Tenía seis praos de escolta, por consiguiente no le podía suceder ningún desastre.
Habían hecho destapar botellas de aquel famoso vino portugués que se asemejaba mucho al vinagre y, no teniendo nada mejor, se habían puesto a beber.
—Ahora reanudemos la conversación con Kien-Koa. Si no tenemos de nuestro lado a los chinos, enemigos encarnizados del elemento malayo y dayak, los rajputs del Sultán, aún cuando poco numerosos, podrían darnos mucho que hacer.
Luego, viendo pasar a un garzón, le gritó de atrás:
—Mándanos a la momia de Kien-Koa.
El viejo, que debía tener alguna duda sobre la verdadera identidad de Yanez, no se hizo rogar y se sentó a la mesa.
—Pues bien —dijo el portugués—, ¿no me conoces más?
—No, milord, aún cuando estoy seguro de haberlo encontrado en algún lugar.
—¿Sabes dónde?
—No, de veras.
—En Mompracem.
El viejo chino se sobresaltó y se puso térreo.
—Entonces —continuó Yanez—, Kien-Koa no era un honesto tabernero, y cuando se prestaba la ocasión, corseaba con su junco respetado por todos los tigres de Mompracem.
—¿Quién es usted?
—El hermano del Tigre de la Malasia.
El chino dejó escapar un grito de estupor y alzó las manos como para abrazar al portugués, que prudentemente se arrojó atrás, para evitar aquel apretón poco agradable.
—¡Usted! —exclamó—. ¡Sí, sí! Han transcurrido muchísimos años, sin embargo, mirándolo bien, su cara no me es desconocida. ¿Cómo es que, milord, se encuentra ahora aquí?
—Antes responde a una pregunta mía, Kien-Koa —dijo Yanez—. ¿Quién comanda en el kampung amarillo?
—Siempre yo, señor.
—Entonces estás en grado de conocer lo que tus súbditos piensan sobre el Sultán.
—¡Es un ladrón! —gritó el chino—. No se puede ir más allá. ¡Nos esquila como si fuésemos una manada de ovejas, y ay de rebelarse! Entonces fusilamientos y ahogamientos en masa en la bahía. Mire qué avaro es aquel hombre: para tenerlo contento le hemos regalado un zafiro que no cuesta menos de mil tael.
—¿Y cómo los ha compensado? —preguntó Yanez riendo.
—Con un asqueroso tiburón al que antes ha hecho cortar las aletas para ponerlas en jarabe. Canalla.
—Lo sabía —dijo Yanez— porque el tiburón que les ha regalado su buen Sultán lo he pescado hoy, fuera de la bahía de Varani.
—¡Y no le ha dado ni siquiera un sapek o un florín! El Sultán no suele pagar nunca, por lo que parece. Suele despojar o mejor dicho degollarnos a los chinos. Solamente con el opio, que es el artículo principal de nuestras importaciones, aquel miserable se toma una caja cada dos.
—¿Y entonces, están furibundos?
—Estamos resueltos a rebelarnos. No es ya la primera vez que hacemos temblar a aquel haragán. Lo que nos falta es solamente un jefe.
—¿Y si este jefe fuese el Tigre de la Malasia?
—Que se muestre solamente, y desencadenaré a mis hombres a través de las calles de Varani.
—¿Cuántos son?
—Mil quinientos —respondió el chino.
—¿Tienen armas?
—Si no muchas de fuego, muchísimas de corte, milord.
—Un día Sandokan salvó a tu junco, mientras estaba por naufragar en los arrecifes de las Romades, y perdonó tu cabeza, la de tus hombres y tus riquezas.
—Lo recuerdo muy bien, milord.
—Ahora está por llegar el momento de ayudar a los tigres de Mompracem. Somos un buen número y barreremos al Sultán: así no los extorsionará más.
—¡Si fuese cierto! —exclamó el chino alzando los brazos.
En aquel momento en una de las salas contiguas, ocupada por los ingleses, estalló un altercado terrible.
Las vajillas volaban en todas direcciones, golpeando narices y magullando ojos, con un estruendo endemoniado.
Kien-Koa se alzó un poco inquieto, mirando a Yanez.
—No temas —le dijo este— yo estaré siempre listo para protegerte contra aquellos borrachines.
El alboroto había terminado, pero las blasfemias seguían creciendo espantosamente. Eran gritos salvajes, alaridos raucos llenos de amenazas, pero las copas no volaban más, quizá por el simple motivo de que todas debían haber sido destruidas.
Yanez, no muy tranquilo, a su vez se había alzado, haciendo una seña a Kammamuri y a los dos malayos para estar listos.
De pronto hizo un gesto de ira:
—¡John Foster! —exclamó—. El capitán de la nave que he hundido y que me ha jurado hacerse con mi pellejo.
—¡Antes tendrá que vérselas con nosotros! —dijo Kammamuri—. ¡En la India nos hemos despachado de estos prepotentes!
En aquel instante el viejo chino reapareció, echado a patadas por media docena de marineros, guiados por John Foster e indecentemente borrachos.
El desgraciado chillaba como si le sacaran la piel de la espalda y daba saltos de rana, para proteger la parte más redonda de su cuerpo. John Foster lo había aferrado por la coleta y lo empujaba, aullando ferozmente:
—¡Perro celeste! No regresarás a China con tu coleta.
—¿Quién lo dice, señor mío? —gritó Yanez, enfrentando resueltamente al inglés—. Estamos también nosotros y no somos hombres que toleren la prepotencia por parte de marineros indecentemente borrachos.
El comandante de la nave permaneció un momento en silencio, luego brincó adelante, aullando:
—¡Ah, el pirata! ¡Veremos si saldrás vivo de aquí! ¡Tenemos una gran cuenta que saldar tú y yo, y querría liquidarla antes de mañana a la mañana, canalla!
—¡Llámeme milord, o Alteza! —respondió el portugués—. Ya le he dicho que soy un nabab indio que viaja por los mares de la Malasia para divertirse.
—Y también para hundir naves, ¿verdad, señor nabab harapiento?
—Creo que usted, John Foster, ha soñado y que su nave flota todavía y quizá con los fuegos encendidos.
—¡Por la muerte de Urano! Es un magnífico comediante.
—Y tú, John Foster, un imbécil que va en busca de una dura lección.
—¿De quién?
—De mí —respondió Yanez.
El inglés arqueó los brazos y se puso en guardia de boxeo, desencadenando uno detrás de otro, media docena de puñetazos dados con vigor extraordinario.
Yanez había dado un salto atrás, luego había quitado del cinturón un cuchillo norteamericano, llamado bowie knife, de hoja solidísima y afiladísima.
—Capitán —le dijo, haciendo saltar el resorte del cuchillo—, si quiere probarme, soy hombre de plantar cara. Usted ha bebido demasiado esta noche y una buena purga de sangre podría salvarlo.
—¡Por la muerte de Noé! ¡A mí purgarme la sangre! Será la tuya la que haré salir a grandes chorros de tu esqueleto.
El insolente, apenas había terminado aquellas palabras, cuando Kammamuri, que hasta entonces había permanecido en silencio, cayó sobre el brutal capitán, y le propinó un bofetón tan sonoro, como para mandarlo a besar la pared de enfrente.
Los cinco o seis marineros que acompañaban al inglés habían sacado resueltamente los cuchillos y se habían arrojado adelante, creyendo fácilmente tener razón sobre el embajador.
También los malayos habían brincado adelante, apuntando las carabinas y gritando imperiosamente:
—Abajo los cuchillos, o hacemos fuego.
John Foster, enfurecido por la durísima lección recibida, apenas manteniéndose en pie había regresado a la carga empuñando una cuchilla.
—¡Te agujerearé como a un cerdo, Alteza! —dijo—. Quiero ver si en tus venas corre sangre azul o roja.
—Tienes demasiado temor, amigo —respondió Yanez—. Estás pálido como un muerto y, cuando uno palidece ante el peligro, quiere decir que no tiene valor que vender.
—¿Yo? —aulló John Foster ferozmente—. Todavía no sabe quién soy yo.
—¡Como todavía usted no sabe quién soy yo! —respondió Yanez.
—El pirata que ha hundido al piróscafo.
—Ve a decirlo al Sultán.
—¡Aquel es un cretino! No entiende y no quiere entender nada.
—Dejemos que el Sultán duerma tranquilo y despachemos entre nosotros nuestros asuntos. Mis hombres y los suyos servirán de testigos.
—Si no se abalanzan, en el momento oportuno, contra ustedes.
—Entonces, mi querido John Foster, responderemos con disparos y veremos quién se lleva la peor parte.
Yanez se acercó a una ventana y arrancó media cortina de nanquín, envolviéndosela alrededor del brazo izquierdo.
John Foster se puso a reír:
—He aquí cómo son estos valientes depredadores del mar. ¡Antes se fajan por temor a un corte! ¡Ah, ah!
—¡Ah, ah! —dijeron los marineros en coro.
Yanez había hecho un gesto enérgico.
Kammamuri y los dos malayos habían enseguida apuntado sus carabinas contra los marineros, amenazando con hacer fuego.
—John Foster —dijo Yanez con voz grave—. Si quiere buscar pelea conmigo para desahogar sus furias sanguinarias de bestia feroz...
—¿A mí bestia feroz?
—Estoy aquí listo esperándolo con pie firme —prosiguió Yanez—. Le advierto por otra parte que si sus hombres dan un sólo paso adelante, comandaré el fuego.
—¡Basta de chismorreos, por cien mil tiburones! —gritó el irascible capitán—. Estoy impaciente por ver tu sangre principesca o piratesca.
—Kien-Koa —dijo Yanez al chino—, has cerrar la puerta para que nadie venga a molestarnos.
Así dicho se puso en guardia, adelantando el brazo izquierdo reparado por la cortina y apresuró bien adelante la pierna derecha para evitar una zancadilla.
—¿Está cómodo el señor? —gritó el capitán.
—Tengo la costumbre de no apresurarme cuando debo dar una lección a un individuo como usted.
—¿Y usted cree tener en sus manos mi piel? ¡Oh, oh! Lo veremos querido príncipe.
Se había puesto también él en guardia, a tres pasos del portugués.
Un silencio profundo reinaba en el salón, aquel silencio producido por una extrema ansiedad.
Ni siquiera los marineros, amenazados por las tres carabinas de la escolta, habían osado replicar más. Es más, habían vuelto a meter en sus cinturones los cuchillos de maniobra que poco antes empuñaban como si debiesen montar de un momento al otro al asalto.
John Foster se paró con el brazo y se apresuró valientemente adelante enviando a Yanez un golpe terrible.
El portugués, habilísimo en todos los ejercicios incluso los más peligrosos, se liberó con un salto de costado.
—¡Por todos los vientos del mar! ¡Usted se me escapa! —aulló el capitán.
—Hago mi juego, señor mío.
—Que será breve, espero.
—Esto se sabrá más tarde.
—Si no se me escapa.
—He hecho cerrar las puertas, más por usted que por mí.
—¡Esto es demasiado! Es necesario que lo mate.
—Adelante: lo espero.
John Foster intentó un segundo golpe, que Yanez paró rápidamente con la hoja de su cuchillo.
El inglés, que tenía la punta embrollada entre los pliegues de la cortina, fue obligado a dar un gran salto atrás.
—Parece que ahora es usted quien huye —dijo Yanez irónicamente.
—¿Dónde ha aprendido esgrima con cuchillo, usted?
—En España que es la tierra clásica para estos terribles cuerpo a cuerpo.
—No entiendo nada más —barboteó el capitán que parecía un poco preocupado—. Sin embargo con esta arma también siempre he sido fuerte.
—Los ingleses se baten mejor con los puños.
—Yo no, porque quiero ver de qué color es su sangre.
—Tampoco yo: es una lucha de ganapanes. ¡A usted, John Foster!
Yanez había caído imprevistamente sobre el capitán y le había vibrado un terrible golpe en pleno pecho.
También el inglés era ciertamente bastante hábil en el terrible esgrima con cuchillo, porque tuvo todavía tiempo de pararlo.
—Un instante de retraso y estaba acabado —barboteó.
Se había puesto palidísimo y su frente se había cubierto de un frío sudor: nunca había visto la muerte tan de cerca.
Yanez había retomado su magnífica guardia, aquella guardia que en España distingue a los valientes, y esperaba el momento oportuno.
Hizo un primer ataque, que obligó al inglés a retroceder nuevamente; luego un segundo, por consiguiente un tercero.
El capitán, que no conseguía más hacer frente a aquella granizada de golpes, estaba por ser puesto contra la pared.
—¡Cuidado con hacerse clavar! —le dijo Yanez—. Me disgustaría por mi cuchillo que podría despuntarse.
—¡Uh, qué seguridad!
—Todavía no hemos terminado, señor mío.
—Tampoco yo estoy muerto aún —respondió John Foster.
—Espero que lo esté dentro de poco.
—¡Ah!
El capitán había dado otro salto de costado, intentando romper el corazón al portugués.
Afortunadamente el portugués no tenía la costumbre de dejarse sorprender.
Paró con el brazo izquierdo, luego atacó a fondo.
No fue la punta del cuchillo lo que golpeó al inglés: fue la empuñadura del bowie knife que, empujada con toda la fuerza, rompió la mandíbula del adversario.
El inglés permaneció un momento erguido, escupió una bocanada de sangre mezclada con varios dientes, luego alargó los brazos y se dejó caer al suelo, mandando una imprecación.
—¿Tiene suficiente, John Foster? —preguntó Yanez, dando un paso adelante.
—¡Encima, marineros! —aulló el inglés con una voz que no tenía nada más de humano.
Los malayos, oyendo aquel grito, alzaron las carabinas y las apuntaron contra los marineros, mientras Yanez empuñaba sus pistolas y gritaba con voz amenazadora:
—¡Quien avance es hombre muerto! Si han asistido al espectáculo del aloun-aloun que me ofreció el Sultán, estarán convencidos de que nunca erro el blanco cuando disparo un tiro.
—¡Encima, marineros! —repitió John Foster, escupiendo otro par de dientes.
Los cuatro hombres, sintiendo respeto por las carabinas de los malayos, volvieron las espaldas y se alejaron rápidamente, blasfemando y amenazando.
—Alteza —dijo el irascible capitán, que había sido tendido sobre una arpillera de fumadores de opio—, esta noche lo ha conseguido, pero cuídese de mí, porque intentaré todo para perderlo y desenmascararlo.
—Vaya a contárselo al Sultán. Ya se lo he dicho.
—¡Si está siempre borracho!
—Espere a la mañana para encontrarlo. Al menos tendrá la cabeza despejada.
—Recurriré a otras personas mucho más poderosas que aquel imbécil —respondió el capitán del piróscafo—. Buenas noches; nos volveremos a ver pronto. ¿Quiere un consejo? Haga vigilar atentamente su yacht.
—Si quiere embestirlo sería genial —respondió el portugués—. Dígame la fecha y hora.
—Nunca tengo horario.
—¡Ya, los bandidos sorprenden siempre a traición! —dijo Yanez, lanzando sobre el inglés una mirada feroz—. Kien-Koa, abre la puerta a este canalla, antes de aquí suceda una masacre.
—Señor Yanez —dijo Kammamuri con voz conmovida—, usted se expone demasiado.
—¡Es necesario hacerse temer por ciertas sanguijuelas! —respondió el portugués—. Por otra parte no he recibido ni siquiera un simple rasguño, aún cuando aquel hombre, debo reconocerlo, es bastante fuerte. A bordo, Kammamuri: temo alguna fea sorpresa por parte de aquellos náufragos.
—Kien-Koa —dijo luego—, nos volveremos a ver mañana. Prepararemos nuestro plan de guerra que tú madurarás, mientras yo voy de campaña con el Sultán. Es necesario pasear a aquel pobre hombre o terminará por convertirse en tal cretino que no comprenderá ni siquiera que su trono es menos seguro de lo que cree. ¡A mí malayos! ¡Tengan listas las carabinas!
Separaron una linterna de papel aceitado y dejaron la taberna precedidos por los malayos y Kammamuri que inspeccionaban atentamente todas las desembocaduras de los callejones, temiendo un imprevisto ataque por parte de los marineros.
La noche era oscurísima y soplaba fuerte el viento sobre los barrios de Varani, ululando siniestramente.
—¡Arriba la linterna! —había comandado Yanez—. El dedo en el gatillo de las carabinas.
Recorrieron medio kilómetro, descendiendo hacia el puerto y alcanzaron la chalupa atada a un palo y montada por dos dayak.
—¿Nada nuevo? —les preguntó Yanez.
—No se confíe, señor —respondieron—. Han venido chalupas a zumbar esta noche alrededor del yacht.
—¿Quiénes las montaban?
—Me parecieron blancos.
—Entiendo: se trata de abrir cuatro ojos en lugar de dos.
—Y creo que hará bien, señor Yanez. Alguna mala jugada intentarán por cierto contra nosotros. Aquel capitán debe ser un pésimo individuo.
—Lo sé —respondió Yanez—. He escapado de sus cuchilladas por no sé qué milagro. A esta hora debería estar muerto. Esperaremos de él algo, cuando se haya recuperado.
—Debería haberlo terminado, señor Yanez.
—Habría sido una mezquindad —respondió el portugués—. No obstante tendrá para un buen tiempo, aún cuando estos ingleses sean duros como rocas.
En aquel instante la chalupa chocó contra algo blando que parecía flotar al ras del agua.
—¡Stop! —gritó el timonel.
Yanez se había lanzado hacia proa, teniendo la lámpara que había tomado de la taberna de Kien-Koa.
—¿Un ahogado o una traición? —se había preguntado.
Con estupor vio flotar sobre el mar una piel de caballo o buey, que parecía haber servido para esconder a alguien.
Tomó sus famosas pistolas indias y disparó cuatro tiros contra aquella, con la esperanza de matar al nadador, en el caso de que se hubiese encontrado debajo de la piel.
Ningún grito se oyó.
—Nos hemos engañado —dijo el portugués—, pero esta piel abandonada aquí me da graves sospechas. ¡A bordo, amigos!
Cinco minutos después se encontraban todos a bordo del yacht.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Yanez decide enfrentar a John Foster con el bowie knife, en el texto dice que hace saltar el resorte del cuchillo. Sin embargo, el bowie knife no es una navaja automática —con resorte—, sino un cuchillo normal.

Malecones: “Gettate” en el original, fue la traducción más cercana que encontré, es un murallón o terraplén que se hace para defenderse de las aguas.

Kampung: “Kampong” en el original, es una aldea malaya o un pueblo en un país donde se hable malayo.

Zhū Jiāng: “Sikiang” en el original, conocido en castellano como río de las Perlas, como indica Salgari, es el tercer río más largo y el segundo más caudaloso dentro de China. Desemboca en el mar de la China Meridional entre Hong Kong y Macao.

Tung: “Thung”, en el original, es un árbol caducifolio de hasta 20 m de altura, de la familia de las euforbiáceas procedente de China. Se utiliza el aceite de las semillas para iluminación, pinturas y barnices. Es venenoso en todas sus partes, incluso la carne de sus frutos y sus semillas.

Doy: No sé qué a que hace referencia Salgari con esta palabra, que en el impreso original está en itálica, por lo que no sería el nombre del muchacho.

Tael: Antigua moneda china que también se usaba en Filipinas.

Sapek: “Sapeki” en el original, variante poco utilizada de la palabra Sapèque, una antigua moneda china de latón y cobre redonda, con perforación cuadrada en el centro. El nombre deriva del malayo “sa paku” o sea, “una pieza”.

Romades: “Remades” en el original. No existen referencias actuales de estas islas, sin embargo, aparecen en el mapa “Die Ostindien Inseln” (1870) de Berghaus, Hermann y F. Von Stulpnagel. Estarían ubicadas a unos 250 km al oeste de Labuan, aproximadamente.

Bowie knife: “Bowie-knife” en el original, es un cuchillo de pelea popularizado por James Bowie —un aventurero y mercenario estadounidense— a principios del siglo XIX.

Nanquín: Tela fina de algodón, de color amarillento, muy usada en el siglo XVIII y aun en el XIX, que se fabricaba en la población china del mismo nombre.

Ganapanes: “Facchini” en el original, hombres rudos y toscos.

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