viernes, 14 de febrero de 2020

IX. Una partida de dados que termina mal


Aquella noche ninguno durmió tranquilo a bordo del yacht, por temor a un atentado por parte de los ingleses que debían estar furibundos por el mal papel desempeñado incluso delante de los chinos.
Los hombres de guardia fueron redoblados y armados y la gran chalupa fue puesta en el agua para poder, en caso de peligro, embarcarse enseguida.
Yanez, que estaba acostumbrado a dormir poquísimo y que tenía no pocas preocupaciones, había permanecido en cubierta junto con Kammamuri, y paseaba agitadísimo entre los dos mástiles, trinquete y mayor, con el eterno cigarrillo en la boca.
—Señor Yanez —dijo el indio—, parece bastante inquieto.
—Temo que aquellos canallas intenten algo contra mí.
—Tiene cañones y fusiles para ponerlos en su lugar.
—Aquí, mi querido, no estamos en Assam, donde un rajá puede permitirse cualquier capricho. Hay residentes extranjeros en el Borneo meridional, enviados por Holanda e Inglaterra y que tienen siempre a mano cañoneras.
—Tiene la flotilla de los praos.
—Que empeñaré lo más tarde posible —respondió el portugués—. Aquella es la reserva para dar el último golpe a Mompracem... ¿Pero no sientes este agrio olor, tú?
—Sí, señor Yanez. Se diría que se quema brea junto con azufre.
—Debemos aclarar enseguida este misterio.
Separó uno de los fanales de guardia y se dirigió al alcázar, porque era precisamente de aquella parte que el agrio olor se esparcía.
De pronto se percató de que una sutil columna de humo subía a lo largo de la rueda de popa y del timón.
Mirando atentamente, vio brillar casi al ras del agua un poco de luz.
—¡Fuego! ¡Fuego! —gritó—. ¡A cubierta la guardia de franco! Armen las chalupas y las bombas.
Luego disparó las pistolas en dirección al fuego.
—¡A la chalupa, Kammamuri! —dijo—. Me queman el yacht.
En un instante dejaron la nave y descendieron, escoltados por una docena de hombres, hacia el timón en el punto donde entre este y la rueda de popa brillaba una llama azulada.
—¡Ah, bribones! —gritó Yanez—. Me imaginaba alguna mala pasada por parte de esta gente. Afortunadamente hemos llegado a tiempo.
El fuego en efecto no ganaba mucho, aún cuando hubiese brea y barniz para devorar.
Pedazos de madera habían sido metidos detrás del timón por una mano culpable.
Los marineros se preparaban para apagar el pequeño fuego, cuando Kammamuri dijo:
—¡Señor Yanez, otra vez la piel de buey o de caballo!
—¿Dónde?
—Justo detrás del yacht.
—Ha servido para esconder nadadores. De ahora en adelante será necesario vigilar más atentamente nuestra nave.
Pocos cubos de agua habían bastado para apagar el fuego.
La piel fue sacada y tirada sobre la chalupa, pero ya no había nadie más escondido debajo.
—¡Los pillos han escapado! —dijo Yanez—. Que los tiburones se los coman.
—También lo deseo de corazón —añadió Kammamuri.
Dieron dos o tres vueltas al yacht, luego, no habiendo divisado a nadie más, regresaron a bordo.
El portugués fumó un último cigarrillo y fue a tenderse en su camarote, después de haber dado la orden de despertarlo enseguida si ocurriera algún otro suceso.
La noche en cambio pasó tranquilísima y el intento criminal de los ingleses por incendiar el yacht no se repitió.
Probablemente los tiros de pistola que Yanez había disparado en varias direcciones los habían persuadido a regresar más pronto a la orilla.
El alba había apenas despuntado, tiñendo pintorescamente de rosa las casas de Varani vueltas hacia el mar, cuando la bella holandesa subió a cubierta, donde Yanez la esperaba ante un servicio de té de plata de manufactura india.
—¿Cómo? ¿Ya ha regresado? Lo creía todavía en la ciudad.
—He dejado tarde Varani —respondió el portugués, vertiendo la perfumada bebida.
—¿Ha ocurrido algo?
—Una pequeña riña con el capitán del vapor, terminada con un golpe de cuchillo que espero no tenga graves consecuencias.
—Quieren realmente vengarse de usted.
—Y también de todos nosotros, señora, porque a las dos de la mañana han intentado incendiar el yacht.
—¿Y han escapado?
—Si los hubiese capturado, a esta hora los vería colgar de las vergas con una corbata de cáñamo al cuello. ¡Uf! ¡He aquí el secretario del Sultán! ¿Es que no pueden hacer nada sin mi presencia en la corte?
Miró hacia las Montañas de Cristal, que se erguían majestuosas, coronadas de florestas, luego se volvió hacia la holandesa y le preguntó:
—¿Ama la caza, señora?
—Sí, milord: siempre he vivido en las colonias, y he aprendido a servirme de las armas de fuego.
—Entonces le propondremos al Sultán, ya que desea distraerse, una excursión hasta las grandes florestas. Allá encontraremos presas en cantidad prodigiosa.
En aquel momento la barca del Sultán abordó el yacht y el secretario apareció en el puente con el rostro tan descompuesto que Yanez no pudo menos que preguntarle:
—¿Se quema Varani?
—Mi señor lo espera y pronto.
—¿Qué ha sucedido entonces?
—No se lo sabría decir, milord me parece que han sucedido graves sucesos que le conciernen.
—¿A mí? —dijo Yanez con su usual calma un poco irónica.
—A usted milord.
—¿Alguien me busca, quizá?
—Creo.
—¿Quién es?
—Un capitán holandés.
—¿Y qué quiere de mí?
—No lo sé, milord.
Yanez hizo un gesto de contrariedad, pero no perdió un solo momento su calma maravillosa.
—¿Cuándo ha llegado? —preguntó.
—Ayer a la noche.
—¿Con qué nave?
—En una chalupa costera proveniente de Pontianak.
—¡He aquí el asunto de la cañonera! —murmuró el portugués—. ¿Y cómo podría inculparme de su destrucción? Ah, lo veremos.
Luego añadió alzando la voz:
—Kammamuri, una escolta de doce hombres completamente equipados para la guerra. Señora, ¿quiere acompañarnos?
—Si se trata de un compatriota mío, lamento decirle que lo rechazo.
—Tiene razón, señora. Déjeme a mí el cuidado de desenmarañar esta madeja. ¡Mati!
—¡Señor! —respondió el maestre acudiendo.
—Que el yacht permanezca bajo presión.
Yanez y Kammamuri descendieron en la barca, seguidos por el secretario y la escolta compuesta la mitad por dayak de estatura casi gigantesca y la otra mitad por malayos, menos altos pero más robustos y ciertamente más terribles que los primeros en un combate.
—Señor Yanez —dijo el indio—, ¿qué pudo haber ocurrido?
—Lo sabremos de aquel señor que se ha tomado la molestia de navegar tres o cuatro días en medio de los escollos.
—Sin embargo no está tranquilo.
—Ah no, pero no debemos olvidar que tenemos dos retiradas: una hacia el mar y la otra tras las Montañas de Cristal que Sandokan y Tremal-Naik deben haber ocupado. Mati no se dejará capturar ni tampoco matar. Por otra parte tenemos siempre a mano a la flotilla y tomaremos al Sultán entre dos fuegos.
La barca, impulsada por doce bogadores, atravesó la bahía y se detuvo en un malecón sobre el que se veían el carro de la cúpula dorada y las columnas blancas y dos cebúes bastante gibosos.
—Todo está listo —dijo Yanez, intentando bromear—. El Sultán debe tener urgente necesidad de mí.
Montó sobre el carro junto con el secretario y Kammamuri, y partió seguido por la escolta.
Cinco minutos después, no sin un poco de preocupación, el portugués subía las escaleras del palacio y se hacía anunciar al monarca que en aquel momento estaba tomando el café bajo una de las magníficas galerías que daban al mar, junto con sus cortesanos.
Lo que impresionó enseguida a Yanez, fue un pelotón de cipayos neerlandeses, perfectamente equipados, con las túnicas rojas y los pantalones blancos.
Un capitán, un bellísimo hombre de la flemática Holanda estaba detrás del pelotón, teniendo el sable desenvainado como si se preparase para ordenar el fuego.
El portugués con un golpe de ojo midió fuerzas con el adversario y seguro de tenerlos a todos bajo su puño de hierro, se movió hacia el Sultán, preguntándole:
—¿Qué ha sucedido entonces, durante mi ausencia?
—Debería decirme usted, milord, dónde ha estado ayer a la noche.
—Bebiendo una botella de pésimo vino portugués en el barrio chino.
—Usted, milord, es dueño de beber lo que quiera, pero no debe crearme molestias con los representantes europeos.
—¡Por Mahoma! Una mezquina riña provocada por algunos marineros ingleses. ¿Pretendía que me hubiese dejado degollar como un carnero, sin defenderme?
—Se dice por otra parte que hay un muerto y que aquel muerto es un capitán inglés.
—Está tan muerto como yo, Alteza —respondió Yanez—. Le he dado solamente una dura lección para quitarle el deseo de atormentarme y de tenderme emboscadas.
—¿Emboscadas, ha dicho? —dijo el Sultán.
—Aquellos marineros han incluso intentado dar fuego a mi yacht.
El capitán holandés, un hombre de estatura muy alta, rosado como una niña y con una larga barba rubia, en aquel momento se adelantó y dijo a Yanez:
—¿Querría decirme señor quién es usted?
—Un embajador enviado aquí por mi gobierno para dar caza a los piratas que infestan las bahías septentrionales de la isla.
—Parece, señor embajador, que en la espera por intercambiar tiros de cañón con los malayos, se la ha tomado también con otras naves, que jamás han cometido ninguna piratería.
—¿Qué quiere decir?
—Que hace días una de nuestras cañoneras ha entrado en la bahía de Varani y no ha regresado más a su ancladero.
—Habrá sido atrapada por un ciclón —respondió Yanez—. Las costas de Borneo son peligrosísimas para quien no las conoce a fondo y una desgracia no tarda en suceder.
—Afortunadamente, milord, nosotros tenemos pruebas de que su yacht ha abierto fuego contra la cañonera.
—Usted viene a contarme grandes trolas, que no nos tragaremos ni el Sultán, ni yo. ¿Quiénes son las personas que afirman haberme visto hacer fuego?
—Pescadores de trepang que se encontraban delante de los arrecifes de la bahía de Tiga.
—Pues bien, señor, yo los desmentiré rápidamente.
A una seña la escolta avanzó a través de la espaciosa galería, y se detuvo delante del capitán neerlandés.
—Estos hombres son todos fervientes mahometanos, por consiguiente puede creerles cuando utilizan a su gran Profeta. Hablen, amigos —dijo Yanez—. ¿Quién ha disparado primero, nosotros o la cañonera?
—La cañonera —respondieron los malayos y los dayak—. Lo juramos sobre el Corán.
—Entonces debe haber tenido algún motivo para asaltarlos —respondió el capitán.
—¿Así pues está prohibido hoy día venir a pescar a las costas de Borneo? —preguntó Yanez fastidiado—. Usted no es el Sultán.
—Represento a una potencia europea.
—También yo —respondió el portugués—. E Inglaterra vale algo más que Holanda, señor mío.
—Aquí se intenta engañarme —dijo el capitán—. ¿Por qué motivo ha armado un yacht, cuando ya Holanda e Inglaterra se han empeñado en dar un golpe final a la piratería? ¿Por casualidad no será usted un aventurero semejante a James Brooke? También aquel había comenzado sus empresas armando una nave, el schooner Royalist.
—¡Muy bien! Y debería reconocer también que James Brooke ha hecho más que todas las cañoneras de Holanda e Inglaterra. ¿No se lo llamaba el exterminador de piratas? Si el número de aquellos bandidos ha disminuido, se lo debemos precisamente a aquel valiente marinero.
—James Brooke tenía patente de corso contra los piratas. ¿La tiene usted? Muéstremela.
—Un embajador no es un corsario, señor mío —respondió dignamente Yanez—. Yo estoy en perfecta regla porque he presentado al Sultán mis credenciales.
—Que querrían leer en Pontianak —añadió enseguida el capitán.
—¿Con qué derecho Holanda se inmiscuye en los asuntos de Inglaterra? Sin embargo, para demostrarle que estoy en perfecta regla, iremos a visitar al gobernador de aquella colonia. Será una carrera de cuatro días apenas, entre la ida y la vuelta, porque mi yacht es un andador sorprendente.
—¿Usted me propone eso?
—Desde luego.
—¿Podría haber ahí una dotación?
—Se ocupará el gobernador de Pontianak de verificar el asunto.
El capitán y el Sultán intercambiaron una mirada.
—Alteza —dijo el primero—, ¿usted ha leído las credenciales de milord?
—Sí, capitán —respondió el Sultán.
—¿Y las ha encontrado en perfecta regla?
—Mi ministro las ha examinado y de aquellos papeles resultaría que realmente milord es un embajador inglés.
—¿Y habla del yacht en las credenciales?
—No —respondió uno de los ministros que estaba sentado al lado del Sultán.
—Aquí está el punto oscuro.
—Pues bien, vayamos a aclararlo a Pontianak, con la condición de que sean los cañones holandeses los primeros en saludar a la bandera del yacht.
—Le prometo esta pequeña satisfacción —respondió el capitán—, pero yo le pido también un pequeño favor.
—Diga pues —respondió Yanez.
—Embarcar también a mi escolta en su yacht.
—Hay lugar para todos y, no es por nada, pero mi cocina a bordo la encontrará insuperable.
—¿Para cuándo la partida?
—Esta noche, al salir la luna. Necesito un poco de alta marea para salir de la bahía.
—Estaremos en la cita —dijo el capitán, inclinándose ligeramente ante el portugués.
Este respondió al saludo y se fue tranquilamente con su escolta, después de haber tendido la mano al Sultán que parecía más que nunca convencido de tener ante sí a un embajador de la poderosísima y temida Inglaterra.
El portugués en cambio no estaba más tranquilo, y sobre su rostro se leía una intensa preocupación.
Había comprendido que estaba por embarcarse en una aventura que podría tener consecuencias incalculables.
Apenas a bordo, hizo subir a Padar, cuyo prao navegaba siempre lentamente delante de la abertura de la bahía en espera de órdenes.
Mati y Kammamuri se habían unido a ellos.
—Malas noticias, ¿verdad, señor Yanez? —dijo el indio.
—No son en efecto muy satisfactorias. Tengo por otra parte siempre en el bolsillo alguna sorpresa extraordinaria que remedia todo.
—¿E irá a Pontianak?
—¿Yo? Estás loco, Kammamuri. Será en cambio el capitán el que irá prisionero a la bahía de Gaya: así hará compañía al verdadero cónsul inglés.
—¿Y cómo se lo sacará de encima?
—Con un golpe que, ya te lo digo, será magnífico. Cuando estemos en alta mar, arrestaremos a todos los cipayos neerlandeses y a su capitán y los pasaremos a bordo del prao de Padar, para que vaya a ponerlos a seguro.
—¿No nos dará que hacer la escolta?
—En absoluto. Verás cómo se la jugaré a aquel flemático capitán. Ah, tengo necesidad de ti, Kammamuri.
—Hable, señor Yanez.
—Deseo que el capitán no vea a su compatriota. Sería una testigo demasiado comprometedora.
—¿Qué debo hacer?
—Conducirla a mi casa con una pequeña escolta, a fin de que esté protegida por las furias de John Foster.
—¿Eso es todo?
—Por el momento sí.
Descendieron hacia el puerto y tomaron su lugar en las chalupas, que se habían amarrado en el malecón, y regresaron solícitamente a bordo, donde los esperaba el almuerzo.
A la tarde, Yanez hizo llamar a Padar, el maestre del pequeño y velocísimo prao, y le dio largas instrucciones.
Estaba ya resuelto no sólo a desembarazarse de la escolta neerlandesa, sino también del capitán, y mandarlos a veranear a bordo de la flotilla que estaba siempre anclada delante de la profunda y segurísima bahía de Gaya.
—Las agachadizas deben abundar allí abajo —había dicho para sí el portugués— por consiguiente los holandeses, grandes comedores de aves acuáticas, no tendrán que lamentarse. En cuanto al capitán pienso hacerlo caer en la red sin siquiera disparar un tiro de pistola o empeñar batalla con los cipayos. Esta noche haremos fiesta a bordo, y el arrack fluirá a mares en honor al capitán.
La bella holandesa había ya descendido a tierra, acompañada por una pequeña escolta, para protegerla contra las violencias del capitán, cuando una chalupa abordó el yacht.
Estaba montada por el capitán y los cipayos neerlandeses que llevaban puestos trajes llameantes, ribeteados con oro, para hacerse admirar mejor por la tripulación del embajador.
Yanez, prontamente advertido, subió a cubierta y se movió al encuentro del holandés, diciéndole cortésmente:
—Sea bienvenido a bordo de mi yacht.
—Gracias —respondió rudamente el capitán, fingiendo no ver la mano que el portugués le ofrecía—. Posee una bella nave, milord, y espléndidamente armada.
—Y sobre todo rapidísima. Desafío a todos los praos de la Malasia a darme caza y alcanzarme.
—¿Dónde la ha armado?
—En Hong Kong.
—¿Y nadie ha protestado, sabiendo que su intención era la de dirigirse hacia Borneo?
—¿Y por qué, capitán? Muchos otros ingleses, que montan espléndidas naves y formidablemente armadas, se han mostrado en las aguas de Varani, Labuan y Mompracem y han hecho sus cacerías sin ser molestados.
—Ah, ¿es un cazador usted?
—Cuento en mi haber con media docena de tigres y dos panteras negras.
—¿Y qué venía a buscar ahora aquí?
—Otras panteras negras, habiendo prometido dos pieles a un ministro inglés. ¿Quiere que zarpemos?
—Adelante.
Yanez lanzó al maquinista el comando y enseguida la hélice se puso a remolinear y el yacht brincó como un cetáceo, hilando rapidísimamente y dirigiéndose hacia la salida de la bahía.
Era el ocaso.
Grupos de praos, con sus altísimas velas variopintas desatadas a la brisa, entraban al puerto maniobrando con aquella habilidad que distingue a los marineros malayos.
Un gran junco, proveniente de los puertos de China, de formas regordetas y pesadas, con las velas formadas por mimbres entrecruzados, escapado quién sabe por qué milagro a los ataques de los piratas borneanos, avanzaba balanceándose cómicamente, mientras la tripulación bastante numerosa chillaba a voz en cuello.
En alta mar el cielo era purísimo y el mar apenas se movía. Solamente muy a lo lejos de vez en cuando una oleada avanzaba y se destrozaba contra los escollos con verdaderas detonaciones.
El yacht, superadas las escuadrillas de praos, apresuró la carrera con un estruendo sonoro.
En la estela, tiburones y delfines se entretenían en gran número, jugueteando entre la espuma y, algo extraño, sin morderse.
Yanez y el capitán holandés habían subido al castillo de proa para abarcar más ampliamente el horizonte.
—Si mis hombres resisten delante de las calderas, mañana estaremos en Pontianak antes de que el sol se ponga.
—¿Y me conduce voluntariamente?
—¿Y por qué no?
—¿No sabe que corre el peligro de ser arrestado?
—¿Por quién?
—Por el gobernador.
—En tal caso no haría mas que desplegar a través de la toldilla la bandera inglesa: me da curiosidad por saber quién sería tan audaz de pisotearla.
—¡Usted se considera muy fuerte! —dijo el capitán.
—¡Por supuesto que no soy un tonto! —respondió el portugués, riendo—. Capitán, esta noche hay fiesta a bordo, y espero que usted y sus cipayos participen.
—Preferiría que mis cipayos durmiesen en sus hamacas.
—¿De qué me cree capaz? —gritó Yanez.
—Después de lo que le ha hecho a Borneo James Brooke, tenemos un gran temor de aquellos que navegan en estos mares.
—¿De modo que un milord no puede tener el capricho de armar un yacht para venir a cazar a Borneo?
—Sí, pero bajo la vigilancia de nuestras cañoneras.
—¡Qué vengan entonces! —respondió Yanez—. En el pico de mi yacht ondea una bandera que no se ofende impunemente.
—Si es verdaderamente inglesa...
—¿Qué quiere decir?
—Que incluso James Brooke cambiaba a menudo la bandera.
—James Brooke era un aventurero, mientras que yo he presentado al Sultán mis credenciales en perfecta regla.
—¿Obtenidas de quién?
—De mi gobierno —respondió Yanez enérgicamente.
—¿Las tiene a bordo?
—Sí.
—El gobernador de Pontianak las examinará.
—Podría rehusarme a este arbitrio.
—En tal caso entrarán en juego las cañoneras y tanto peor para quien le toque.
—Por eso no tengo miedo, capitán —respondió Yanez—. Por otra parte, creo que no vale la pena estropearnos el apetito con palabras inútiles. Tengamos una pequeña fiesta a bordo esta noche y cenemos alegremente. Mi cocinero cuando quiere sabe realizar verdaderos milagros.
—Desearía que mis hombres no participaran.
—Esta sería una ofensa que me haría. Ya que se presenta la ocasión, deje que se diviertan.
En aquel mismo momento la campana de a bordo anunció que la cena estaba lista.
Yanez, el capitán y Kammamuri descendieron al castillo de popa espléndidamente iluminado, donde se encontraba preparada suntuosamente una riquísima mesa, con cubiertos y vajilla de plata de estilo indio.
La cena, como se puede entender, era a base de pescado, capturado poco antes por los marineros en la bahía de Varani y cocinado espléndidamente.
Había lenguados anchos como sombreros, minúsculos chipirones crujientes, langostas de dimensiones extraordinarias y dátiles de mar en gran cantidad, y además frutas excelentes, compradas en el mercado antes de la partida.
Abundaban sobre todo las botellas, entre las que figuraban las últimas de champán que Yanez aún poseía.
Los dos hombres, desahogada un poco su bilis, se pusieron a comer tranquilamente con gran apetito y a charlar, mientras Kammamuri conservaba un mutismo absoluto.
Sobre el puente también los cipayos neerlandeses se divertían al sonido de un acordeón tocado por un mestizo de Pimer.
Mati, que había recibido instrucciones rigurosas, había hecho traer muchos canastos llenos de botellas de arrack, y los bailarines, desafiados por los marineros del yacht y del prao, que habían subido a bordo, bebían del pico.
¡Nunca se habían encontrado en medio de tanta abundancia!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

No hay partida de dados... ¿Será en el próximo capítulo?

Bogadores: Personas que bogan —reman—.

Neerlandeses: Naturales de los Países Bajos, país de Europa.

Ancladero: Fondeadero.

Trolas: Engaños, falsedades, mentiras.

Trepang: Palabra malaya para designar al pepino de mar, animal marino holoturoideo, muy utilizado en la cocina asiática.

Tiga: Es una de un grupo de pequeñas islas deshabitadas de Malasia en la bahía de Kimanis en la costa occidental del estado de Sabah. Las islas se formaron el 21 de septiembre de 1897, cuando un terremoto en Mindanao causó una erupción volcánica cerca de Borneo. ¡Por lo tanto, al momento de transcurrir la historia (suponiendo que fuera 1879 o 1880), la isla no existía! Existe otra isla Tiga en medio del Océano Pacífico, pero no creo que Salgari se refiera a esta.

Corán: Libro en que se contienen las revelaciones de Dios a Mahoma y que es fundamento de la religión musulmana.

James Brooke: Personaje histórico, de padres ingleses, nacido en la ciudad de Benarés, a orillas del Ganges, en 1803, y donde vivió hasta los 12 años. Luego, formó parte de la Armada Bengalí de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Más tarde, después de ayudar al Sultán de Brunéi en un alzamiento, lo amenazó y éste le otorgó el título de Rajá de Sarawak donde se estableció y comenzó a regir. Se dedicó a reformar la administración y a luchar contra la piratería. Falleció en 1868.

Schooner: Palabra en inglés que se traduce como “goleta”. Embarcación fina, de bordas poco elevadas, con dos palos, y a veces tres, y un cangrejo en cada uno.

Royalist: “Realista” en el original y en todas las traducciones al español. Decidí cambiar el nombre de esta embarcación debido a que efectivamente era la utilizada por James Brooke. Esta goleta de 142 toneladas fue construida probablemente en 1834 en Cowes (Inglaterra) como yate privado y comprada en 1836 por Brooke con plata heredada de su padre. Después de armarla con 6 cañones de 6 libras, la utilizó para establecer su poderío en Sarawak a partir de 1839.

Patente de corso: Despacho con que el Gobierno de un Estado autorizaba a particulares para hacer el corso contra los enemigos de la nación.

Agachadizas: “Beccaccini” en el original, son aves limícolas, semejantes a la chocha, pero de alas más agudas y tarsos menos gruesos, que vuelan inmediata a la tierra, y por lo común están en arroyos o lugares pantanosos, donde se agachan y esconden.

Lenguados: Peces teleósteos marinos de carne muy apreciada, de cuerpo oblongo y muy comprimido, casi plano, y cabeza asimétrica, que viven, como otras muchas especies del orden de los pleuronectiformes, echados siempre del mismo lado.

Chipirones: “Calamaretti” en el original, son calamares de pequeño tamaño.

Dátiles de mar: “Datteri di mare” en el original, es un molusco lamelibranquio comestible cuya concha, algo más larga que el fruto de la palmera, se asemeja a este por el color y por la forma, y que se aloja en cavidades que él mismo hace perforando las rocas.

Pimer: No encontré referencias ni traducción para este supuesto origen del mestizo.

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