lunes, 2 de marzo de 2020

X. Una carrera a través del mar


Mientras los cipayos neerlandeses, los malayos y los dayak fraternizaban saldando su nueva amistad con nuevas botellas, que subían sin pausa de la bodega, a pesar de las prohibiciones del holandés, Yanez, después de haber rectificado el rumbo del yacht que navegaba por parajes peligrosísimos todos erizados de rompientes y escollos, había regresado al castillo.
El capitán se había apegado a las últimas botellas de champán y parecía de un humor más dócil, sino alegre.
—¿Está todo bien? —preguntó a Yanez.
—Muy bien, capitán. Hilamos a lo largo de la costa occidental a gran velocidad, manteniéndonos en alta mar. Aquí hay mil trampas abiertas para las naves.
—Lo sé.
—Y me desagradaría perder mi yacht, porque no encontraría fácilmente otro como este. ¿Capitán, me acepta una partida de dados? Engañaremos un poco al tiempo.
—Con gusto —respondió el holandés—. Todos los coloniales son jugadores furibundos.
—¿Arriesgamos algún florín?
—Como usted quiera, milord.
—Kammamuri, trae un cubilete, dados y otras botellas. Ya que el mar está tranquilo, pasaremos algunas horas en alegre compañía.
El silencioso indio abrió un cajón y sacó los objetos pedidos, todos de marfil y graciosamente esculpidos.
—¿La apuesta? —preguntó Yanez al capitán.
—Querría que fuese su yacht, milord.
—No es fácil procurarse en aguas chinas buenas naves y debería perder algunos meses, mientras que tengo mucho para hacer en Varani.
—No sabría por qué motivo. El Sultán está tranquilísimo y los dayak del interior no se han hecho ver, más allá de las Montañas de Cristal.
—¿Y si la calma fuese más aparente que real? —dijo Yanez—. Por un mensajero del Sultán he sabido que bandas bien armadas se reúnen precisamente sobre las montañas, listas probablemente para descender.
—¿Quién los guía? ¿Algún aventurero?
—Se teme que sea aquel terrible rajá del lago que ha arrebatado al Sultán una buena parte de sus territorios septentrionales.
—Y que una vez fuera el señor de Mompracem, si no me equivoco.
—Así me han contado también. Capitán, apunto cinco florines.
—También yo —respondió el holandés.
Bebieron otra copa, luego Yanez tomó el cubilete y arrojó los dados sobre el tapete.
—¡Cinco!
—¿Cómo cinco? —gritó el capitán—. Usted tiene un cuatro, mi querido señor.
—Arroje usted.
—¡Once! —dijo el holandés embolsando la apuesta.
—¿Otra vez? —preguntó Yanez que a cada momento prestaba atento oído a los ruidos que llegaban de afuera.
—Siempre —respondió el capitán, con voz un poco áspera—. Tire.
—¡Siete!
—¿Cómo, siete? —aulló el capitán, alzándose y arrojando el cubilete y los dados contra la pared del camarote—. Usted quiere estafarme, señor embajador.
—Pues bien —dijo Yanez que también se había alzado y había hecho una seña a Kammamuri que se encontraba detrás del holandés—. ¡Lo obligaré a decir que he sacado siete!
Había dado dos pasos atrás sacando del cinturón las famosas pistolas indias y las había apuntado resueltamente sobre el holandés diciéndole:
—Diga que es usted el que está intentando estafarme.
—¿Es entonces un bandido, para venir a jugar con pistolas en el cinturón?
—En nuestro país se usa así para no hacerse saquear.
—¡Abajo aquellas pistolas, por mi muerte!
—Confiese que he sacado siete y las bajo —respondió el portugués.
—¿Es una disputa lo que busca conmigo?
—¿Y si fuese así?
—Tengo a mis cipayos neerlandeses en cubierta, señor mío.
—Pero para llamarlos debería pasar delante de mis pistolas y soy un tirador maravilloso, no menos que sus colonos del cabo de Buena Esperanza.
—¡Largo, bandido! —rugió el capitán.
—No, aquí capitula, si quiere salir.
—¿Me asesinaría por cinco miserables florines que estoy dispuesto a devolverle?
—No es el dinero lo que necesito, capitán, es su persona.
—¿Qué quiere decir?
—Que ya que ha cometido la tontería de embarcarse en mi yacht, lo haré prisionero.
—¿Con qué derecho?
—Con el del más fuerte: en Borneo no se conoce otro mejor.
—¡Ábrame el paso!
—¡No!
El capitán se inclinó, luego se arrojó como una catapulta contra Yanez. Pero Kammamuri, que vigilaba atentamente cada movimiento del holandés, se había apresurado para aferrarlo por la cintura y derribarlo sobre un diván.
En el mismo momento dos gigantescos dayak se arrojaban sobre el desgraciado holandés, reduciéndolo a la impotencia con varios metros de cuerda.
—¡Usted actúa como los bandidos! ¡Falso embajador! —gritaba el malaventurado—. Me rendirá cuentas por esta ofensa.
—Y más aún, si quiere, pero más tarde, porque en este momento tengo mucho que hacer.
—¿Qué quiere hacer conmigo? ¿Colgarme?
—Jamás, capitán: lo mando solamente a hacer una excursión hasta la bahía de Gaya para cazar agachadizas. Se dice que abundan extraordinariamente alrededor de aquellas marismas.
—¿Y después?
—Después, no sé: por ahora conténtese con lo que le he dicho. Otro en mi lugar habría aprovechado la ocasión, suprimiendo para siempre, con cuatro balas, a un hombre que más tarde podría darle no pocas molestias. Es inútil que intente resistirse, porque tengo suficientes hombres para reducirlo al deber.
El capitán se había dejado caer sobre el diván, completamente abatido, vigilado por los dayak.
—Ahora —dijo Yanez a Kammamuri— desembarazémonos también de los otros. Los mandaremos a todos a cazar.
Arrancó de la pared una cimitarra y subió a cubierta precedido por el taciturno indio.
Sobre el puente la fiesta llegaba a colmo. Malayos, dayak y cipayos, ya muy achispados, danzaban desordenadamente, chocándose y derribándose.
—Será cuestión de un momento, apoderarnos de estos borrachos —dijo Yanez—. ¡Mati!
El maestre acudió a popa, despejando a las parejas danzantes con puños y también a son de patadas.
—¿Qué desea, señor Yanez? —le preguntó.
—¿Está listo tu prao para recibir a los prisioneros para conducirlos a la bahía de Gaya?
—Las velas están desatadas y la brisa es propicia para impulsarnos bastante hacia el norte, más que al mediodía.
—Ocupémonos de los cipayos.
Un silbido estridente cortó el aire y, como por encanto, las parejas de bailarines permanecieron estrechamente apretadas entre los brazos de los malayos y dayak.
La escena había dado un giro tan rápido que los neerlandeses no tuvieron tiempo de empuñar las armas, tan apretados los tenían los bailarines que hacían de damas, ágiles de piernas y también de brazos.
—Vamos, Mati —gritó Yanez—, derrocha un poco de pólvora. Tenemos suficiente en la santabárbara como para sostener un combate incluso contra diez cañoneras.
—¿Y más tarde, señor Yanez —preguntó el maestre—, dónde iremos a hacernos de provisiones?
—La flotilla está bien provista y tendremos la pólvora y las balas que queramos.
—Es verdad, señor Yanez. Me olvido siempre que en la bahía de Gaya tenemos un apoyo formidable.
—Y es por eso que montamos allá arriba —respondió el portugués—. Deseo ver a mis veleros para tenerlos a mano en el momento oportuno. Cuento casi más con la flotilla que con las bandas que Sandokan hace descender a través de las Montañas de Cristal. No será con una flotilla terrestre que nosotros retomaremos Mompracem al Sultán. Deberemos forzar a las cañoneras a salir a alta mar y a aceptar una batalla desesperada. Una batalla que venceremos, espero, con la ayuda de la flotilla. Si luego nos vemos abrumados, entraremos en la bahía de Varani y bombardearemos la ciudad, comenzando por el palacio del Sultán. Los chinos estarán listos para hacer frente a los rajputs del tiranillo y a cazarlos en la bahía —dijo Yanez—. La preparación ha sido un poco larga quizá, no obstante cuento con tener a Mompracem en la mano.
—¿No corre demasiado, señor Yanez?
—¡Verás la última batalla que daremos en las playas de Mompracem, isla que finalmente nos pertenece a nosotros! No dudes de la empresa, Mati, porque nosotros estrecharemos al Sultán por tierra y por mar y lo obligaremos a la devolución de nuestra isla, si quiere gozar de su libertad. Somos más fuertes de lo que crees. ¡Verás lo que sucederá cuando las bandas de Sandokan caigan desde las montañas! ¿Han sido embarcados aquellos borrachines?
—Todos, señor Yanez.
—Te dirigirás sin demora hacia la bahía de Gaya, oprimiéndome saber qué ha sucedido con el verdadero embajador. Te escoltaré por un buen trecho, para protegerte del ataque de alguna cañonera.
—El prao de Padar está lo suficientemente armado como para poner freno a aquellos pájaros de mal agüero.
—Me fío más en mis piezas de caza, que ya has visto a prueba. Desciende y despliega las velas: piensa que si el capitán se te escapa todo estará perdido.
—De mis manos, señor Yanez, desde luego no saldrá —respondió Padar que se había unido al grupo para recibir sus últimas instrucciones—. ¿Debo hacerme al alta mar?
—Será mucho mejor que te mantengas lejos de las costas. Una desgracia puede suceder y nuestros leños son contados.
—Está bien, señor Yanez; espero darle cuanto antes buenas noticias sobre nuestra escuadrilla.
Descendió al prao, las velas fueron orientadas y enseguida hiló hacia septentrión, escoltado a poco vapor por el yacht.
Había previsto pasar muy al poniente de Labuan, isla en cuyos puertos los ingleses tenían siempre un buen número de cañoneras y algún crucero.
A las seis de la mañana aquella tierra se perfilaba sobre el luminoso horizonte con sus pintorescos suburbios y su capital.
Del fondo de una bahía subían sutiles penachos de humo que anunciaban la presencia de naves a vapor.
Yanez, que no quería sufrir ninguna otra visita, hizo aumentar la velocidad del yacht, pasando entre Labuan y Kuraman, por consiguiente se arrojó resueltamente hacia septentrión, siempre seguido por el rapidísimo y ligero prao de Padar.
Hasta mediodía nada notable sucedió. Hacia la una Yanez hizo un descubrimiento que lo impresionó bastante.
Cuatro columnas de humo, visibles solamente con catalejo se esparcían en la gran luz del horizonte formando como paraguas.
Mati había abordado enseguida al portugués que continuaba mirando intensamente.
—¿Qué crees que sean? —le preguntó.
—Cañoneras seguramente, señor Yanez —respondió el maestre del yacht.
—¿Es que precisamente vamos a chocar con aquellos canallas eternos, que quieren meter siempre sus narices en asuntos ajenos? Estoy seguro de hacerme perseguir sin dejarme alcanzar hasta los mares de la China, porque antes de dejar Varani he tenido la precaución de llenar bien las calderas. Es por el prao de Padar que temo.
—Con poca brisa puede desafiar a una nave a vapor e incluso superarla —respondió Mati—. Si se arroja hacia los bajíos de la costa, ninguna cañonera osará darnos caza.
—Haz subir a Padar.
Cinco minutos después el maestre del pequeño prao estaba sobre el puente del yacht.
—Amigo —le dijo confidencialmente el portugués—, ¿serías capaz de salir de apuros? Pienso desviar la atención de las cañoneras.
—¿Qué debo hacer?
—Te lo ha dicho hace poco Mati. Arrojarte hacia la costa y navegar en los límites de la rompiente. Tu leño que pesca poquísimo podrá desafiarlos impunemente.
—¿Dónde nos volveremos a ver?
—En la bahía. No sé por qué, pero no estoy tranquilo. Temo que todos los nudos lleguen al punto crítico y que vuelvan mi posición insostenible.
—¡Señor Yanez, estamos todavía muy atrasados con la reconquista de Mompracem!
—¡Tiempo al tiempo, por Júpiter! Cuando no podamos más, daremos batalla por tierra y por mar. Ve y no te preocupes por mí. ¡Verás cómo los hago correr!
El maestre volvió a descender a su pequeño prao, ya armado como si de un momento a otro debiese suceder un combate y el velero, después de haber descrito un par de bordadas, hiló hacia las costas occidentales de Borneo.
—A todo vapor en las máquinas —había gritado Yanez—. Preparen los cañones.
El yacht había tomado impulso casi de inmediato, dirigiéndose allí donde se divisaban siempre las columnas de humo, que una gran calma mantenía casi inmóviles.
Yanez había vuelto a observar junto con Kammamuri.
—Si tuviésemos solamente praos, el asunto habría sido bastante serio —dijo Kammamuri—. ¿Serán cañoneras inglesas de Labuan?
—Apostaría cien libras esterlinas contra un florín —respondió Yanez.
—Debemos dar un gran golpe.
—De ninguna manera: una gran carrera a tiro forzado y nada más. Ciertamente no me dejaré atrapar en un combate donde tendría todo para perder y nada por ganar. Quiero conservar intactas mis máquinas para dar el último golpe cuando caigamos como tigres sobre el Sultán y luego sobre Mompracem.
Media hora después las columnas de humo habían sido alcanzadas. Se trataba de una pequeña escuadrilla de cañoneras, salida probablemente de los puertos de Labuan.
Divisando al yacht se detuvieron y viraron de bordo, poniéndose en dos columnas.
—¡Ah, quieren darnos caza! —dijo Yanez—. Las haremos correr.
Se puso al timón, llamó a cubierta a toda la guardia de franco y a su vez cambió de rumbo.
Las cuatro cañoneras se habían puesto enseguida a la caza, dudando de que aquel yacht fuese un leño sospechoso.
Un cartucho de fogueo no obtuvo otro resultado que el de apresurar la carrera del leño, que con una insolente bravata, pasó frente a las dos columnas, saludando con una descarga de fusiles.
—¡Ah, ah! —dijo Yanez, encendiendo un cigarrillo y apoyándose en la caña del timón—. ¡Denme entonces caza, mis queridos!
El yacht avanzaba a gran carrera, humeando alegremente.
Una cañonera disparó un tiro con bala para obligar a la pequeña nave a detenerse; pero el proyectil se perdió en el mar, sin tocar ni la arboladura, ni las máquinas.
—¿Señor Yanez, debo responder? —dijo Mati al portugués.
—No derrochemos nuestras balas, amigo. Podemos lamentarlo más tarde.
—¿Un tiro sobre las ruedas?
—No es necesario.
—¿Y el prao?
—Hila magníficamente y no se dejará alcanzar. Aquel Padar es verdaderamente un habilísimo marinero.
En efecto el velero maniobraba espléndidamente en los bajíos de la costa, bordeando audazmente los límites de las rompientes, sobre los cuales las cañoneras no habrían podido seguirlo.
Después de cinco minutos otro tiro de cañón partió y pasó sobre el yacht, sin siquiera tocarlo, porque ya navegaba bastante lejos, a una distancia considerable.
Aquel segundo cañonazo hizo estallar a Yanez.
—¿Por quién nos toman aquellos señores? —se preguntó—. Hagámosles ver un poco que también nosotros somos capaces de defendernos.
En la cabina de popa había desplegado una carta náutica de las costas de Borneo y relevaba atentamente la profundidad de las aguas.
—¡Aquí! —dijo de pronto, marcando una cruz con un lápiz rojo—. Pine Point se prestará a mi juego, y pondrá a dura prueba a las cañoneras.
—Parece alegre, señor Yanez —dijo Kammamuri—. ¿Qué ha descubierto?
—Un banco, a través del cual nosotros pasaremos sin tocar, mientras que las cañoneras se mantendrán en facha —respondió el portugués, restregándose alegremente las manos—. ¡Oh, carguen carbón a las máquinas!
Incluso las cañoneras forzaban sus calderas, pero sin conseguir ganar ni siquiera un cuarto de nudo sobre el yacht que mantenía su carrera rapidísima sólo para mantenerse fuera de tiro de la artillería.
Y en efecto los perseguidores, aún cuando estuviesen armados con una sola pieza grande, colocada sobre la plataforma de popa sobre un piso giratorio, no hacían economía de pólvora.
A cada instante las cañoneras se cubrían de pólvora y, después de un estruendo rauco de proyectiles, caían en las aguas del yacht.
Yanez, seguro de lo que hacía, los dejaba hacer y no se ocupaba mas que de estudiar atentamente los bajíos de un islote que ya se delineaba hacia el septentrión.
—¡Caerán en la trampa! —murmuraba—. Y alguna romperá las cuadernas. Basta que me sigan.
La cacería se había vuelto muy animada. Las cuatro cañoneras hacían esfuerzos desesperados para llegar a tiro de cañón.
De sus chimeneas salía un densísimo humo mezclado con escorias.
Los tiros del cañón mientras tanto se hacían más frecuentes, sin ningún resultado, porque Yanez, habilísimo marinero, se esforzaba por mantener la distancia.
Hacia las cuatro el yacht que no había cesado de forzar sus máquinas, llegaba a la vista de una isla de mediocre extensión, contra cuyas costas rompía furiosamente la resaca.
—Pine Point —dijo Yanez—. He aquí el momento de desembarazarnos de todos aquellos curiosos y de detenerlos al vuelo sin tener necesidad de servirme de mis espléndidas piezas de caza.
En el frente de poniente de la isla parecía se extendiesen numerosos bancos, porque allí especialmente las oleadas se formaban y rompían tronando como piezas de artillería.
Una gigantesca lámina de espuma candidísima se extendía hacia alta mar.
Yanez continuaba mirando intensamente.
—Puede ser que nos estrellemos todos, si la suerte no nos sonríe. Otro preferiría dar batalla: yo no. ¡Mati!
—¡Señor! —respondió el maestre acudiendo.
—Sobre el castillo de proa con cuatro hombres y el escandallo. Me dirás exactamente la profundidad. Se trata de la piel de todos.
—Sí, señor Yanez.
El comando apenas había sido dado que los cinco hombres escandallaban delante de la proa del yacht.
—¿Cuántos pies? —preguntaba ansiosamente Yanez.
—Siete, señor.
—Escandalla más adelante, hacia las rompientes.
—Enseguida, señor.
—¿Cuánto?
—Cinco pies.
—Me bastan.
Se dirigió a popa y tomó la caña del timón, no confiando en nadie en aquel supremo instante en el que estaba en juego la suerte de todos.
Ya el espolón del yacht navegaba en la extensión de espuma.
La resaca, fuertísima a través de las rompientes, golpeaba poderosamente los flancos de la pequeña nave imprimiéndole un fuertísimo movimiento de balanceo y cabeceo.
De pronto la voz de Yanez resonó poderosísima entre los bramidos de las olas:
—¡Atención! ¡Pasamos! ¡Agárrense bien!
Las cañoneras, viendo al yacht hilar seguro hacia las rompientes, no habían cambiado el rumbo, con la esperanza de encontrar también ellas agua suficiente.
Procedían en fila, a la distancia de trescientos pasos una de la otra, maniobrando imprudentemente sobre los bancos.
Una ola, tomando de popa al yacht, lo levantó y lo llevó al otro lado de los secos.
Se oyó a bordo un crujido. La pequeña nave a vapor debía haber tocado al menos con la roda, surcando el banco.
La ola llevaba siempre al yacht, impulsándolo poderosamente hacia adelante con movimientos continuos de balanceo y cabeceo.
La primera cañonera arribó como un rayo a la rompiente, creyendo atravesarla como ya había hecho el yacht.
Su proa se alzó espantosamente, luego cayó entre la espuma de la resaca, permaneciendo un momento inmóvil.
—¡Fuego en andanada! —gritó el portugués—. ¡Haz los honores, Mati!
Dos tiros de cañón atronaron uno detrás del otro, golpeando de lleno a la primera cañonera, que oscilaba terriblemente entre la resaca.
Las dos chimeneas de la cañonera fueron derribadas sobre el puente, con un estruendo infernal, lisiando a no pocos hombres.
El yacht, siempre levantado por la ola, ya había pasado sobre la rompiente y no corría ningún peligro más.
Era la primera cañonera de la fila la que se encontraba en mal partido, porque, creyendo encontrar fondo suficiente, también se había arrojado a todo vapor sobre el banco.
—¡Fuego en andanada! —comandó por segunda vez Yanez—. ¡Tiren a las ruedas!
Las dos grandes piezas de caza volvieron a atronar con una sincronización admirable, mientras el velero de Padar, que se encontraba todavía a la vista, cubría los puentes con nubarrones de metralla disparados por las grandes espingardas de proa y popa.
De pronto la cañonera mostró altísimo su espolón a través de la rompiente, luego cayó con un estruendo espantoso sobre las rocas, destrozándose.
Un grito altísimo se había alzado a bordo del yacht:
—¡Victoria! ¡Viva el señor Yanez!
Podían gritar bien fuerte, porque la audaz y peligrosísima maniobra del portugués había puesto al yacht a seguro de un posible bombardeo y de una persecución.
La rompiente estaba ahí, siempre lista para interrumpir la marcha de las cañoneras. O detenerlas o destrozarlas.
Los perseguidores disparaban furiosamente, respondiendo tiro por tiro a la metralla del pequeño velero, a los cañonazos de Mati.
Eran por otra parte esfuerzos en vano, porque el yacht se encontraba fuera de alcance y ya hilaba rapidísimo hacia el septentrión para alcanzar más pronto la bahía de Gaya.
Mientras tanto el prao de Padar, aprovechando la confusión y la protección de las grandes piezas de caza de la nave a vapor, se había arrojado hacia la costa y se lo veía navegar a una gran distancia, con todas sus inmensas velas desplegadas al viento.
Maniobraba sobre las rompientes con una seguridad maravillosa, refugiándose dentro de las pequeñas bahías que se alargaban de vez en cuando delante de ellos y que no eran mas que larguísimos canales, navegables solamente para pequeños leños.
—¡Mati! ¡Otra descarga! —gritó Yanez—. Aprovechemos mientras las cañoneras estén a tiro.
Los poderosos cañones de caza volvieron a tronar, desquiciando la cañonera que se encontraba a través de las rompientes, luego el yacht, ligero y rápido como una golondrina de mar, se alejó a todo vapor, sin ocuparse más de los perseguidores, siendo que el resto se encontraban ya impotentes para reanudar la cacería.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En este capítulo tenemos partida de dados y carrera a través del mar. ¿Habrán cambiado, en la edición original, el lugar donde se cortaban ambos capítulos?

Hay además incongruencias con la cantidad de cañoneras que persiguen a Yanez. En un momento dice que hay 4 columnas de humo y 4 cañoneras. Pero posteriormente indica que a una de las cañoneras le derriban 2 chimeneas. Podríamos suponer, que desde lejos, el humo de las 2 chimeneas de cada cañonera se funde en una columna sola, y por eso divisan 4 columnas, en lugar de 8.

Coloniales: Ultramarinos, que están o se consideran del otro lado o a la otra parte del mar.

Dayak del interior: Se trata del grupo Bidayuh que habita en su mayor parte en Sarawak (Malasia) y poseen su propio idioma. Su nombre significa “habitantes de la tierra”. Durante la colonia inglesa (a partir de James Brooke) se los denominaba “Land Dayak”.

Cabo de Buena Esperanza: Es un cabo localizado en el extremo sur de África. El primer europeo en llegar fue un portugués (1488). A partir de 1652 se instaló una colonia holandesa, hasta que se la arrebataron: primero los franceses (1795) y luego los ingleses (1806). En 1910 pasó a formar parte de Sudáfrica.

Santabárbara: “Santa Barbara” en el original, es el pañol o paraje destinado en las embarcaciones para custodiar la pólvora.

Kuraman: “Karaman” en el original, es una pequeña isla tropical que pertenece a Malasia en el mar de la China, cerca de la isla de Labuan. Isla que los historiadores de Salgari, en un principio, creyeron que se correspondía con Mompracem.

Bajíos: “Bassifondi” en el original, son elevaciones del fondo en los mares, ríos y lagos.

Bravata: Amenaza proferida con arrogancia para intimidar a alguien.

Caña del timón: “Ribolla del timone” en el original, es la palanca encajada en la cabeza del timón y con la cual se maneja.

Pine Point: “Pina” en el original, es un pequeño arrecife de corales con una profundidad de 0,3 m ubicado en las coordenadas 5º31’N 115º27’E (al noreste de Labuan). En las cercanías se extiende por 7 km, un banco de arena del mismo nombre, con profundidades de menos de 5,5 m.

Mantendrán en facha: “Rimarranno in panna” en el original, es parar el curso de una embarcación por medio de las velas, haciéndolas obrar en sentidos contrarios.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 0,25 kn equivalen a 0,46 km/h.

Cuadernas: “Costole” en el original, son las piezas curvas cuya base o parte inferior encaja en la quilla del buque y desde allí arrancan a derecha e izquierda, en dos ramas simétricas, formando como las costillas del casco.

Escandallo: “Scandaglio” en el original, es la parte de una sonda, que lleva en su base una cavidad rellena de sebo y sirve para reconocer la calidad del fondo del agua mediante las partículas u objetos que se sacan adheridos.

Escandallaban: “Scandagliavano” en el original, es sondear, medir la profundidad del mar con el escandallo.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 7 pie equivalen a 2,13 m; 5 pie equivalen a 1,52 m.

Secos: “Secche” en el original, son bancos de arena no cubiertos por el agua.

Roda: “Colomba” en el original, es la pieza gruesa y curva, de madera o hierro, que forma la proa de la nave.

Golondrina de mar: “Rondine marina” en el original, conocido como charrán común (Sterna hirundo), es una especie de ave Charadriiforme de la familia Sternidae. Es un ave marina de distribución circumpolar en regiones templadas y subárticas de Europa, Asia, este y centro de Norteamérica. Es un gran migrador, pasando el invierno en océanos tropicales y subtropicales.

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