lunes, 16 de marzo de 2020

XI. La fuga del embajador


La bahía de Gaya, situada delante de la desembocadura del Kabatuan, es uno de los lugares más maravillosos para esconder una flotilla, estando aquellos parajes todos erizados de pequeños escollos extremadamente peligrosos y golpeados siempre por una resaca violentísima que vuelve el arribo bastante difícil.
Aún cuando el yacht estuviese dotado de máquinas lo suficientemente poderosas, tan solo el día siguiente, después del mediodía, pudo hacer su entrada en la bahía.
Aún no había arrojado el ancla que la flotilla entera se movió al descubierto en línea de batalla, creyendo tenérselas que ver con algún enemigo.
La bandera de los tigres de Mompracem ondeando sobre el pico del yacht tranquilizó enseguida a aquellos terribles corredores del mar que sin más se disponían a montar al abordaje.
Un prao se detuvo bajo la escala de babor de la pequeña nave a vapor y apareció un hombre que daba signos de la más violenta desesperación.
—Señor —dijo—, ya que tiene dos pistolas en el cinturón, descárguelas contra mi pecho, porque merezco la muerte.
—¿Qué dices, Ambong? —preguntó Yanez al colmo del estupor—. ¡Creía que los iba a encontrar aquí a todos ocupados en cazar agachadizas y ahora tú me pides pasarte por las armas!
—Una gran desgracia ha sucedido, señor Yanez: el embajador inglés ha escapado.
—¡Por Júpiter! —gritó el portugués, dando un salto atrás—. ¿Qué dices?
—La verdad, señor.
—¿Cómo ha hecho para escapar?
—Corrompiendo a dos de sus indios.
—¿Hace mucho tiempo que ha escapado? —preguntó Yanez que había permanecido siniestramente impresionado por aquella noticia, que podía tener más tarde consecuencias incalculables.
—Hace dos noches —respondió el jefe de la flotilla.
—¿En qué ha huído?
—En una chalupa.
—¿No has mandado a todos los leños a perseguirla?
—La hemos buscado toda la noche, señor Yanez, pero sin éxito. Seguramente se habrá refugiado en Labuan.
—¿Crees que haya tenido el tiempo necesario para alcanzar aquella isla?
—¡En cuarenta y ocho horas, incluso con remos, cuando el mar está tranquilo, se hacen millas!
—Aquel hombre me es absolutamente necesario —dijo Yanez—. Si nos denuncia, seremos considerados como piratas y colgados.
—Todavía no nos han atrapado, señor. Y no nos atraparán tan fácil. ¿Regresa a Varani?
—Antes daré caza a la chalupa del embajador. Aquel hombre, libre, es más peligroso que una escuadra de cruceros. Temo que las cosas se compliquen bastante, antes de la bajada de Sandokan de las Montañas de Cristal. Bah, mientras tanto iremos de campaña con el Sultán.
—¿De campaña?
—No se respiran buenos aires para mí en Varani, y será mejor que mande aquí incluso a mi yacht y que intente acercarme al Tigre de la Malasia. Mantén reunida la escuadrilla y, si hay alguna novedad, mándame el prao de Padar que no tardará en llegar.
—¿Debemos permanecer inactivos?
—Por ahora es necesario.
—¿Cuándo deberemos alcanzarlo?
—Te mandaré a Padar para advertirte. Lo que te recomiendo es tener bien reunida a la flotilla, porque no se sabe lo que puede suceder de un momento a otro. Abre los ojos; no te dejes sorprender y no te muevas.
El yacht silbó y se movió hacia la salida de la bahía, impulsándose hacia alta mar.
—Debemos buscarlo —dijo Yanez a Kammamuri—. En nuestras manos será más valioso que cien rehenes. Si ha conseguido alcanzar Victoria, es probable que mañana haya alguna novedad en Varani.
—¿Qué quiere decir?
—Que algún crucero podría hacer su aparición para pedir noticias mías. Quién sabe: no desesperemos.
El yacht hiló a lo largo de los escollos exteriores, contra los que el mar rompía con ímpetu irrefrenable, levantando el fondo.
—¡Un hombre de centinela en la cruceta! Cinco libras esterlinas a quien consiga señalarme la chalupa. Tú mientras tanto, Mati, haz preparar nuestras artillerías, porque es probable que encontremos otra vez a las cañoneras.
Con la promesa de un premio bastante considerable, no uno, sino varios hombres habían subido a la arboladura, armados de potentes catalejos marinos.
El yacht, después de una breve carrera de veinte o treinta millas, cambió rumbo dirigiéndose solícitamente hacia el islote de Deluar, que tiene escondites casi inencontrables.
Pasaron varias horas sin que nada sucediese a bordo del pequeño vapor que continuaba devorando carbón sin ahorrar para mantener alta la presión, en caso de que las cañoneras se mostrasen nuevamente.
Ya sesenta millas habían sido recorridas, ahora hacia alta mar y ahora hacia las costas de Borneo, en cuyas rompientes se divisaba todavía navegar al prao de Padar, cuando los centinelas gritaron:
—¡Chalupa a sotavento!
Yanez había brincado sobre el puente de mando con su catalejo.
Un pequeño flotador, que no debía ser mas que una chalupa, costeaba en aquel momento la isla de Deluar.
—¡Es extraño! —exclamó el portugués que alargaba mecánicamente los tubos del instrumento—. No veo mas que a dos hombres a bordo.
—¿Es al menos el embajador? —preguntó Kammamuri.
—No consigo descubrirlo.
—¿Ya habrá desembarcado en algún lugar?
—Es posible; y eso me fastidiaría. ¡Mati!
—¡Señor!
—¿Llegarías con un cañonazo?
—El objetivo es pequeño, señor Yanez, no pierdo las esperanzas de poder golpearlo. Hagan espacio en proa, vosotros.
Subió al castillo donde ya había sido cargado el cañón de caza de proa, corrigió varias veces la mira, luego desencadenó un huracán de fuego, humo y hierro.
A lo alto se oyó el estruendo del proyectil alejarse, seguido poco después por una sorda detonación.
El maestre, para estar más seguro del asunto, había cargado su pieza con una granada de treinta y dos y la había arrojado bajo la popa de la chalupa, cubriendo de clavos a los dos hombres que la montaban.
—¡Errado! —dijo Yanez que no despegaba el catalejo de los ojos.
—Un momento, señor —respondió Mati—. ¿Es que quizá no soy el mejor artillero de la flotilla?
Pasó al otro cañón de caza, también cargado con una granada e hizo fuego a la distancia de setecientos u ochocientos metros.
La chalupa esta vez fue hundida, pero los hombres que la montaban habían tenido tiempo de arrojarse al agua, antes de que la explosión hubiese sucedido.
—¡Una ballenera al mar! —gritó Yanez—. ¡A la caza, muchachos! Mantengo el premio que he prometido.
Una chalupa ligera y sutil fue enseguida calada, y ocho hombres tomaron su lugar con Mati, Kammamuri y el portugués.
Los dos hombres que se habían arrojado al agua nadaban vigorosamente, intentando alcanzar la isla que estaba muy cerca.
Por temor a ser saludados por algún tiro de carabina, se mantenían lo más que les fuese posible bajo el agua, no haciendo mas que raras apariciones en la superficie.
—¡Pillos! —exclamó Yanez—. Escapen entonces, pero nosotros los capturaremos igualmente. ¡Dénle a los remos, muchachos!
Los remeros no tenían precisamente necesidad de ningún estímulo, porque trabajaban con gran empeño, impulsando siempre adelante a la ballenera.
En aquel momento los dos hombres arribaban y desaparecían en medio de los acantilados del islote, escapando con una velocidad que daría envidia a las liebres.
—Señor Yanez —dijo Kammamuri—, parece que se van.
—No les daré tiempo a recoger demasiados cangrejos de mar. Los sorprenderemos esta noche, lo más tarde que sea posible. Un fuego que arda entre aquellos acantilados se divisará fácilmente.
Después de un cuarto de hora también la ballenera arribaba al fondo de un pequeño recodo rodeado de acantilados gigantescos, cubierto de legiones y legiones de aves marinas.
—Veamos un poco a dónde han escapado aquellos bribones —dijo Yanez—. La costa es arenosa y no habrán perdido el tiempo borrando sus pisadas. ¡A tierra el pelotón de desembarque!
Seis hombres, con Mati y Kammamuri, respondieron al llamado, trepándose ágilmente por la orilla.
Con una sola mirada el portugués había descubierto las huellas de los dos fugitivos impresas todavía sobre la arena que había conservado la humedad de sus pies.
—Allá arriba —dijo, indicando una colina cubierta por una rica vegetación—. Buscarán un refugio en la floresta.
—¿Estará con ellos también el embajador? —preguntó Kammamuri.
—No lo he visto, pero podría haberme engañado. Preparen las armas y síganme.
Atravesaron corriendo la playa arenosa, por temor a ser saludados por algunos disparos y, manteniéndose detrás de las rocas, llegaron muy pronto a la base de la colina.
—Creo inútil apresurarnos por ahora en la persecución —dijo Yanez—. Dejemos que acampen.
La noche ya comenzaba a caer y la oscuridad descendía a lo largo de los flancos de la colina, envolviéndola toda.
Los tigres de Mompracem, que estaban muy seguros de la captura de los fugitivos, acamparon en medio de un matorral, esperando que alguna luz les señalase la presencia de los dos bribones.
En el interior de la isla reinaba un profundo silencio. Solamente de la parte del mar se oían las olas retumbar sombríamente y se las veía arrojarse sobre los escollos, cubriéndolos de vez en cuando de espuma fosforescente.
Transcurrieron un par de horas, ocupadas por parte de los perseguidores en relevar los primeros escalones de la colina, luego, finalmente, a través de la limpísima luz lunar, se vio alzar un penacho de humo mezclado con algunas chispas.
—Se calientan o están preparándose la cena —dijo Yanez, después de haber relevado con la brújula la dirección de la columna de humo—. La digestión será pésima, porque tengo la costumbre de jamás perdonar a los traidores, ya sean indios, malayos o dayak. ¡Arriba, muchachos, a la caza! Y cuídense de algún probable tiro de fusil, porque aquellos hombres deben estar armados.
Se dispusieron en fila india, con Mati a la cabeza, y comenzaron la escalada de la colina, pasando rápidamente entre los grandes matorrales que cubrían los flancos.
La columna de humo estaba siempre visible, porque los fugitivos habían escogido justo la cima del cono.
Avanzando con precaución, con frecuencia a gatas, entre las plantas densísimas, hacia las nueve de la noche el pelotón llegaba a una discreta altura.
Los fugitivos hasta entonces no habían dado signos de vida, después del fuego encendido en el monte.
No obstante, no era prudente asaltarlos directamente, pudiendo darse que hubiesen salvado algún fusil.
A doscientos metros bajo el cono Yanez dividió a su pelotón a modo de impedir cualquier refugio.
Estaban ya cerca, porque las chispas, transportadas por el viento, caían en medio de los matorrales ocupados por los tigres de Mompracem.
—Despacio —dijo Yanez a Kammamuri—. Los pillos se mantendrán ciertamente en guardia y no se dejarán capturar sin oponer resistencia.
En medio de las plantas un fuego brillaba vivísimo y esparcía un perfume apetitoso, como si sobre aquellos tizones se cocinase alguna tortuga marina o alguna almeja gigante, que se encuentran a menudo. Que los hombres hubiesen acampado en la cima de aquella especie de cono, no había dudas, porque se oían de vez en cuando bajos murmullos y el golpe de los cuchillos.
La línea de los tigres de Mompracem se había estrechado rápidamente para caer compacta sobre el campamento y sorprender a los fugitivos, ocupados ciertamente en cenar.
El aroma a fritura de tortuga o de araña de mar o de almeja gigante comenzaba a extenderse bajo las plantas, echando a través de los rayos purísimos de la luna pequeños chorros de humo.
—Sube a mi derecha tú, Kammamuri —dijo Yanez al indio—. Tenemos a aquellos hombres en nuestras manos y creo que no se nos escaparán, salvo un milagro. Sube aquella cresta que está frente a ti, mientras yo monto la opuesta. Los tomaremos en medio y no dejaremos escapar a ninguno.
—Sí, señor Yanez.
—Advierte a tus hombres de tener las carabinas listas. No se sabe nunca lo que puede suceder y no querría que el embajador se escapara con ningún otro de tus hombres.
—Estaremos en guardia, señor Yanez —dijo Kammamuri.
—Apresurémonos, adelante.
—Estoy listo.
—No hagas ruido, porque se trata de sorprenderlos.
—Y los sorprenderemos —respondió el indio.
Yanez, oyendo a los campistas hablar sobre su cabeza, se había metido en medio de densísimos arbustos, oprimiéndole saber qué decían los fugitivos.
Arrastrándose adelante con sus codos y rodillas, se dirigió hacia donde brillaba el fuego que lanzaba de vez en cuando chorros de humo y chispas.
Avanzando una quincena de pasos, el portugués se encontró delante de un árbol enorme que tenía un tronco colosal, y que debía ser ciertamente una teca.
Detrás de aquella planta dos hombres estaban sentados alrededor de un fuego, con las piernas extendidas para secarse mejor.
Sobre los tizones se asaba una almeja gigante que ya había abierto, al contacto con el fuego, sus valvas.
—Son ellos —murmuró Yanez—. Si no los capturamos esta noche, no los capturaremos más; y entonces quién sabe lo que pueda suceder. Los testigos peligrosos deben suprimirse y quiero dar a estos traidores una lección inolvidable.
Alcanzó cautamente el grandísimo árbol y se puso a girar alrededor del tronco, manteniendo los dedos sobre los gatillos de sus fieles pistolas.
Había apenas cumplido el giro, cuando una sombra humana le surgió delante, gritándole:
—¡Ríndete o estás muerto!
Viendo brillar un cañón de fusil, el portugués se había arrojado prontamente a tierra, para evitar una descarga en pleno pecho.
—¡Ríndete! —repitió la voz.
—¿A quién se lo dices, a mí? ¿A un tigre de Mompracem? Avanza y te daré lo que te mereces.
—Oh, señor mío —respondió el fugitivo altaneramente—, aquí no estamos en Varani y ningún Sultán lo protegerá.
—Sé defenderme por mi cuenta, amigo —respondió el portugués— y esta es la prueba.
Había mandado un grito:
—¡Adelante todos! ¡Capturémoslos!
La fila india de los tigres de Mompracem en un instante se había estrechado y había caído furiosamente sobre el campamento, con las carabinas apuntadas, aullando ferozmente:
—Ríndanse, o están todos muertos.
Un hombre, que estaba cortando la almeja gigante, había brincado en pie, empuñando una cuchilla.
—¡Ah, perro! —gritó—. ¿Otra vez tú? ¿Eres el diablo, que viene a descubrirnos por todas partes?
Yanez que tenía la buena costumbre de jamás dejarse sorprender, niveló sus dos pistolas, diciendo:
—Arroja aquella arma, o te mato. Soy tu señor, y por eso tengo derecho sobre tu vida y tu muerte, siendo tú un súbdito mío.
—¡Despacio, señor! —gritaron varias voces.
Mientras tanto la escolta desembarcada de la chalupa había brincado en pie e intentaba rodear al portugués.
—Abajo aquella arma o disparo —repitió Yanez—. ¿No ves que es ridículo? ¿Quieres empeñar la lucha contra todos nosotros provistos de carabinas y armas blancas? ¡Arroja el cuchillo!
El indio rechinó los dientes, se contorsionó como una serpiente, luego dejó caer la cuchilla, diciendo:
—Gracia, rajá.
—Dime ante todo dónde está tu compañero.
—¡Está aquí el bribón! —gritó en aquel momento Kammamuri empujando adelante con puñetazos y patadas a un hombre que había sorprendido escondido entre dos rocas.
—He aquí cómo mis súbditos traen incluso acá las eternas traiciones de la India negra —dijo Yanez con amargura.
Cayó sobre los dos miserables y con dos formidables puñetazos los derribó a uno sobre otro semi aturdidos.
—¡Miserables! —gritó—. ¿Dónde está el embajador inglés?
—Ha huído —respondió uno de los dos indios con voz rauca.
—¿Quién lo ha hecho evadir?
—Dinar.
—¡Ah, has sido tú, bufón, que me has comprometido! ¿A dónde ha escapado el embajador? Quiero saberlo enseguida: ¿me entienden, miserables?
—Nos ha traicionado, Alteza —dijo Dinar—. Nos había hecho poner en el mar dos chalupas y una noche la suya desapareció, dejándonos a nosotros en pleno mar.
—¿A dónde se ha dirigido? Quiero saberlo.
—Decía querer alcanzar Labuan.
—Y a esta hora ya la habrá alcanzado —dijo el portugués—. Los había conducido conmigo creyéndolos dos personas de confianza e incorruptibles. ¡Buen ejemplo que han dado!
Estuvo un momento en silencio, luego volviéndose hacia sus hombres, dijo:
—Apodérense de estos canallas y condúzcanlos hacia la playa.
—¿Qué quiere hacer, señor Yanez? —preguntó Kammamuri.
—Dar un ejemplo terrible. Vamos, amigos.
Los dos indios fueron aferrados, estrechamente atados con las manos detrás del dorso y conducidos abajo del cono bajo la vigilancia del portugués, Kammamuri y Mati.
El yacht bordeaba lentamente alrededor de la isla, humeando alegremente.
En alta mar ninguna nave aparecía. Incluso las cañoneras habían desaparecido.
Faltaban dos o tres horas para que despuntara el sol, cuando el pelotón llegó a la playa, cerca del lugar donde se había encallado la chalupa.
—Caven una fosa —dijo Yanez—. La rani, mi mujer, ha condenado a estos traidores por mi boca. Háganlo.
Los hombres de la chalupa habían descendido trayendo campilán y parang que podían servir muy bien como azadas en un suelo tan arenoso.
El agujero fue cavado a los pies de los traidores, que no osaban ni siquiera mirar al rostro a su señor; luego un pelotón armado tomó lugar delante de ellos.
Yanez, un poco conmovido aún cuando bien decidido a dar una terrible lección a los traidores, se volvió para no ver.
Seis disparos atronaron.
Los dos asameses, golpeados por el plomo, se habían precipitado en la fosa que había sido vuelta a cubrir enseguida.
—¡Se ha hecho justicia! —dijo Yanez—. Recuerden que con los traidores seré implacable y que conmigo no conviene bromear demasiado.
—¿Y el embajador? —preguntó Kammamuri.
—Dejemos que corra por ahora, sin embargo haremos punta en Labuan para intentar capturarlo. Preveo grandes fastidios, sin embargo no desespero en arreglármelas bastante bien.
—¿Qué piensa hacer, ahora?
—Partir para la campaña.
El indio miró al portugués con sorpresa:
—¿Para la campaña?
—Sí: he prometido al Sultán conducirlo a las grandes florestas de las Montañas de Cristal para hacer grandes cacerías. Allá arriba debe estar ya Sandokan y será mejor que intente alcanzarlo, porque ahora en Varani comienza a soplar un pésimo aire para nosotros.
Brincó en la chalupa e hizo señas a los remeros para bogar enseguida.
Un cuarto de hora después Yanez y sus compañeros, un poco entristecidos, llegaban al yacht.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Yanez le dice a Ambong que ante cualquier novedad, le mande al prao de Padar. Pero después le dice que cualquier novedad que él tenga, le va a mandar al mismo prao. ¿Cómo hace Padar para estar en los dos lugares al mismo tiempo?

Cuando dicen que recorren entre veinte y treinta millas, en el original dice “nodi” (nudos). Pero el nudo es una unidad de velocidad, no de distancia. Ajusté la traducción, pero en este caso, las millas deberían ser náuticas o marinas, no las terrestres.

Kabatuan: Supuesto nombre de un río que desemboca en la bahía de Sepanggar, en la isla de Borneo, actual ciudad Kota Kinabalu, capital del estado de Sabah, perteneciente a Malasia. Si bien el río no figura en los mapas actuales, existe alguna referencia en documentos de viajes del S.XIX.

Victoria: Es la actual capital del Territorio Federal de Labuan, Malasia. Está situada al norte de la costa de Borneo.

Cruceta: “Crocetta” en el original, es la meseta que en la cabeza de los masteleros sirve para los mismos fines que la cofa en los palos mayores, de la cual se diferencia en ser más pequeña y no estar entablada.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 0,25 kn equivalen a 0,46 km/h.

Millas: En este caso, millas náuticas. 1 NM = 1,852 km. Por lo tanto, 20 NM equivalen a 37,04 km; 30 NM equivalen a 55,56 km; 60 NM equivalen a 111,12 km.

Deluar: “Dehuan” en el original, no encontré una referencia a ese islote. Lo más parecido que hay en la zona es el arrecife Deluar, ubicado en las coordenadas 5º51'N 115º41'E.

Sotavento: “Sottovento” en el original, La parte opuesta a aquella de donde viene el viento con respecto a un punto o lugar determinado.

Almeja gigante: “Quelle gigantesche ostriche chiamate di Singapore” en el original, si bien la traducción literal sería “aquellas gigantescas ostras llamadas de Singapur”, la ajusté para que refleje el nombre en castellano —almeja gigante— con el que se conoce al género de moluscos bivalvos marinos, Tridacna. Son muy apreciadas como alimento y pueden llegar a medir desde los 15 cm a los 140 cm, según la especie.

Araña de mar: Cada uno de los cangrejos marinos, decápodos y braquiuros, de caparazón algo triangular o cordiforme, y con las ocho patas posteriores, en general largas, delgadas y puntiagudas. Abundan en todos los mares.

Teca: “Teck” en el original, es un árbol de la familia de las Verbenáceas, que se cría en las Indias Orientales, corpulento, de hojas opuestas, grandes, casi redondas, enteras y ásperas por encima. Su madera es tan dura, elástica e incorruptible, que se emplea preferentemente para ciertas construcciones navales.

Azadas: Instrumento que consiste en una lámina o pala cuadrangular de hierro, ordinariamente de 20 a 25 cm de lado, cortante uno de estos y provisto el opuesto de un anillo donde encaja y se sujeta el astil o mango, formando con la pala un ángulo un tanto agudo. Sirve para cavar tierras roturadas o blandas, remover el estiércol, amasar la cal para mortero, etc.

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