miércoles, 1 de abril de 2020

XII. Tigres y leopardos


—¿Eh, Mati te has dormido sobre tus piezas?
—No, señor Yanez. Espero la buena ocasión para hacer un doble tiro.
—Aquella gente por otra parte no bromea.
—Se mantienen siempre fuera de alcance.
—¡Qué molestas que son aquellas cañoneras! ¿No han tenido suficiente entonces?
—Parece que no —respondió Mati que se mantenía erguido detrás de la pieza de proa, listo para desencadenarla.
Tres cañoneras hilaban en el horizonte, dando vigorosamente caza al yacht, el cual había sido reencontrado.
Disparos de cañón atronaban de vez en cuando con un crescendo pavoroso, pero no producían ningún efecto, porque los tigres de Mompracem se cuidaban bien, aprovechando la mayor velocidad, de dejarse tomar en la zona de tiro.
El yacht por segunda vez había tenido la desgracia de encontrar en su rumbo a las cañoneras de Labuan que habían sabido librarse bastante bien del apuro de los escollos con la pérdida de una sola nave.
La cacería había comenzado furiosa, terrible, encarnizada, a través de los escollos de la isla que se perfilaba hacia el sur, formando vastos grupos.
Mati no obstante no dormía sobre sus piezas. Como habíamos dicho, esperaba la buena ocasión para hacer un espléndido disparo.
Una bala ya había llegado hasta el yacht, atravesándolo en toda su longitud, sin golpear las partes vitales de la nave.
—¡Mati! —gritó Yanez que comenzaba a impacientarse—. ¿Quieres que te subrogue?
—Un momento todavía, señor. Espero a que las cañoneras se atraviesen.
—Comienzan a golpearnos.
—Y yo los golpearé a ellos.
Un tiro de cañón resonó, haciendo temblar al yacht desde la carena hasta las galletas de la arboladura.
Mati había hecho fuego y como buen artillero se había llevado la chimenea de la primera cañonera.
Un humo intenso se había dispersado por el puente, envolviendo a toda la pequeña nave.
—¡Bravo Mati! —gritó Yanez.
—Esto todavía no es nada, señor. Una granada de treinta y dos pulgadas a través de las ruedas bastará para detener a aquel voltigeur del mal.
—Apresúrate, antes de que llegue algún crucero. Estamos demasiado cerca de Labuan. Estos cañonazos pueden ser oídos en Victoria y los ingleses nos lanzarán detrás alguna otra pieza grande que nos dará molestias.
—¿Está lista la pieza de popa? —preguntó Mati.
—Sí —respondieron los artilleros que estaban cargándola.
—A mí —dijo el maestre del yacht.
Otra bala había atravesado la pequeña nave, embotando una verga y cortando algunos obenques.
Mati miró fijo a las cañoneras con ojos feroces, se inclinó sobre la pieza, ajustó la mira, luego hizo fuego.
La detonación no había aún terminado de retumbar en el mar y repercutir en los escollos, cuando la cañonera que sostenía la fila de la columna se detuvo bruscamente.
La granada la había golpeado bajo la rueda de babor, desquiciándole las paletas y los aparejos.
Un gran viva había saludado a aquel tiro maestro.
—He aquí Mati que se despierta —dijo Yanez que fumaba su eterno cigarrillo detrás de la pieza aún humeante—. Este no es más que el principio, mi bravo artillero. Ve de abrirnos paso por esta parte y meterte con aquella nave sospechosa que hemos divisado acercándose a la isla.
La situación del yacht era de todo, menos brillante. Yanez, contrariamente a sus costumbres, se había dejado sorprender dentro de una profunda bahía de la isla Pine Point que, no obstante su especial conformación, dejaba suponer que tenía dos salidas.
Una nave, todavía no bien identificada y que sin embargo tenía la apariencia de un crucero inglés y de buen tonelaje, había sido divisada zumbando hacia las costas septentrionales de las rompientes y avanzar con extrema prudencia.
Debía haber descubierto la segunda salida y esperaba que a el yacht, estrechado por las dos cañoneras, se mostrase, para darle batalla.
—Rápido, Mati —gritó Yanez—. Recuerda que hoy día los mejores artilleros deben disparar todas sus piezas. Rómpeme a aquel trompo, entonces.
Otro disparo de cañón atronó al bordo del yacht, envolviendo de humo toda la proa.
Yanez se había inclinado hacia adelante como si hubiese querido seguir la marcha fulmínea del proyectil.
—¡Bien, Mati! —exclamó—. Otro tiro como este y ganaremos a estas sanguijuelas. Una vez en alta mar no le tendré miedo a nadie, siendo mi nave la más rápida de todas.
Mati había hecho en efecto un tiro más maravilloso que el primero.
Su granada había golpeado a la segunda cañonera, casi en la línea de flotación, obligándola a embarcar agua en gran cantidad.
El pequeño leño, que no podía maniobrar más, habiendo su compañero en cabeza recibido un terrible golpe en la rueda, recogió sus últimas fuerzas y se arrojó sobre el escollo para no ir a pique.
No obstante, todavía las piezas estaban en buen estado y podía por eso hacer pasar a los tigres de Mompracem un angustioso cuarto de hora.
Las tres cañoneras, apoyándose en la costa, habían reanudado el fuego, alternando proyectiles y descargas de metralla con ninguna eficacia a tanta distancia.
Solo los grandes cañones de caza del yacht todavía podían servir.
Una bala había pasado a través de la toldilla, cayendo al mar a brevísima distancia, siendo las piezas de los ingleses demasiado débiles.
Yanez subió al castillo de proa y se dio cuenta exacta de la situación.
De los tres leños, dos habían sido puestos fuera de combate, no obstante permanecían intactas sus artillerías.
—El asunto se embrolla —murmuró el portugués—. ¿Si intentamos la otra salida, apoyándonos en la flotilla? Vamos, no nos dejemos atrapar en la trampa como ratones. Aquí se necesita actuar de golpe y porrazo, ¡Kammamuri!
El indio, que se encontraba en el puente de mando, acudió a la llamada.
—Amigo —le dijo el portugués—, tengo necesidad de ti para algo que te agradará mucho.
—Hable, señor Yanez.
—Esta bahía por lo que parece debe tener dos salidas. Querría que tú te dirigieras a la segunda desembocadura para decirme cuál es la nave que intenta mantenernos prisioneros. Toma la ballenera y ocho hombres con un lela: te podrá servir.
—Está bien, señor Yanez. ¿Puede aguantar unas horas?
—Incluso hasta esta noche.
—Entonces todo irá bien.
La ballenera había sido puesta en el agua: Kammamuri se puso al timón y la ligera embarcación partió rapidísima, mientras se reanudaba, por una parte y la otra, el cañoneo.
Balas de vez en cuando caían en abundancia en el espejo de agua golpeado por la chalupa, pero eran balas ya muertas que no podían ofender.
—Mati —dijo Yanez al maestre del yacht—, intenta poner fuera de combate también a la tercera cañonera.
—Estaría encantado de servirle, señor, pero el tiro no es más directo, porque se mantiene oculta detrás del escollo.
—Dispara igualmente: tenemos abundantes municiones y luego está la flotilla que también está bien provista.
—Probemos —dijo el artillero.
Las dos piezas de caza dispararon un par de tiros sin ningún éxito, porque la cañonera se mantenía obstinadamente escondida detrás de los altísimos escollos y detrás de sus hermanas, que se interponían generosamente entre ella y los tiros del yacht.
—¡Va mal! —murmuró Yanez que había arrojado con rabia su cigarrillo—. Sin embargo es necesario salir a cualquier precio. Esperemos a Kammamuri.
El duelo de la artillería continuaba por una parte y por la otra, con gran estruendo y un gran derroche de pólvora y proyectiles. Las balas retumbaban raucamente a través de la bahía, cayendo entre los escollos. De vez en cuando un pedazo de roca saltaba bajo el estallido de una granada y era todo lo que podían obtener las tres cañoneras.
—Mati —dijo Yanez—, déjame el lugar a mí entonces.
—No todavía, señor.
—Te concedo tres tiros.
—Demasiado pocos, señor Yanez. Sin embargo haré lo posible por contentarlo... Se esconde: probemos fuego indirecto.
Estaba por subir al castillo de proa, cuando fue anunciado el retorno de la ballenera.
Impulsada por diez remos avanzaba con velocidad fulmínea, moviéndose hacia el yacht.
—Es él —gritó Mati, mientras disparaba otro cañonazo cuyo proyectil había ido a quebrarse contra una roca, desbastando un pedazo.
Yanez había brincado hacia la escala.
El indio ya había abordado la pequeña nave a vapor y trepaba los escalones de cuatro en cuatro.
—El pasaje existe, señor Yanez —dijo—. Hay otra salida hacia el septentrión.
—¿Quién la protege?
—Una nave bastante más grande que una cañonera.
—¿Un crucero?
—Creo.
—¿Está solo?
—Sí, señor Yanez.
—¿El paso es accesible a mi yacht?
—El escandallo ha dado en todas partes ocho y nueve pies.
—Tenemos más de lo que necesitamos. ¿Está hacia el septentrión la desembocadura, me has dicho?
—Sí, señor Yanez.
—Ya que no se pueden desmontar aquellas cañoneras, daremos batalla a la otra nave. De mis cañones estoy seguro, como estoy seguro de la velocidad. ¡Kammamuri!
—¡Señor!
—Otra excursión más.
—Aún diez, si quisiera.
—Será una expedición un poco peligrosa, porque debes ir a advertir a nuestra escuadrilla de praos.
—¿A quién quiere asaltar?
—A nadie por ahora, pero en caso desesperado iremos al abordaje y veremos cómo terminan estas cosas. Los fuertes todavía somos nosotros.
—Aquella nave me tomará al hilo, señor Yanez.
—Protegeré a la ballenera y también tendré un ojo en el yacht. Perdido por perdido debemos intentar todo para no terminar en esta bahía nuestros días. Si veo que el asunto se pone serio, esperaré a esta noche para dar una gran batalla. Vamos, Kammamuri: los minutos son valiosos y estamos todavía muy lejos de la reconquista de Mompracem.
Descendió a la ballenera y dio órdenes de avanzar en el canal, manteniéndose prudentemente al reparo de los altísimos acantilados que surgían en las dos orillas.
Incluso el yacht se había movido para proteger a los fugitivos que corrían el peligro de terminar mal en aquella especie de trampa, con dos aberturas protegidas.
Los tiros de cañón se sucedían de vez en cuando, ahora disparados del yacht y ahora de las cañoneras, pero sobre todo para hacer comprender que vigilaban y que estaban listas para defenderse, porque todos los proyectiles caían más allá de las rocas.
El agua era bastante profunda y empujada por la marea que retumbaba sombríamente dentro de las cavernas marinas, con un estruendo a veces impresionante.
Kammamuri y Mati por precaución sondeaban continuamente para no meterse dentro de algún banco de arena.
El canal se volvía a cada momento más tortuoso, aunque conservando siempre una anchura considerable.
—¿Todavía estamos lejos? —preguntó Kammamuri.
—Una media hora.
—¿Desde dónde has divisado a aquella nave?
—Desde una colina.
—Desembarquemos también nosotros y vayamos a ver.
Tocaron tierra sobre la orilla derecha, mientras que el yacht arrojaba sus anclas hacia la izquierda y se treparon ágilmente sobre las peñas que en aquel lugar parecían bastante altas.
—Protejámonos de algún tiro de cañón —dijo Yanez—. Si se trata de un crucero tendrá piezas no menos poderosas que las mías.
—Si se pudiese advertir a la escuadrilla... —dijo Kammamuri.
—Lo pienso desde hace algún tiempo —respondió el portugués que parecía haber perdido su usual buen humor.
—¿Podrá la ballenera salir inadvertida?
—Sí, esperaremos a la noche. La luna se alzará muy tarde.
—Yo me encargo de alcanzar a la flotilla, señor Yanez.
—No será fácil.
—Donde no puede pasar una nave, una pequeña embarcación escapa a la atención de los hombres de guardia.
Habían alcanzado la cima de una altísima roca que dominaba un gran tramo del canal.
El penacho de humo que se alzaba sobre una gran mancha negra, golpeó de pronto al portugués.
—Aquella no es una cañonera —dijo frunciendo la frente—. Se trata de un crucero y muy grande, mi querido Kammamuri.
—¿Intentará la batalla?
—No, sin la ayuda de la flotilla. El yacht me oprime demasiado y no querría regresar a Varani con fragmentos y con los aparejos arruinados. El Sultán podría sospechar más y sospechas ya tiene suficientes sobre nosotros. Parece un cretino, pero en el fondo es astuto.
—¿Qué hacemos entonces?
—Esperamos la noche, y entonces irás a la bahía para socorrernos. Que la flotilla llegue toda compacta, porque estaremos obligados a ir al abordaje de aquella nave que nos impide salir.
Redescendieron la roca y regresaron al yacht, después de haber dejado a dos hombres de guardia en tierra.
Las artillerías callaban.
La última cañonera no se había sentido lo suficientemente fuerte como para seguir al yacht y había preferido permanecer anclada en compañía de las hermanas, con cuyas piezas podían al menos todavía contar.
Durante la tarde Yanez apresuró una exploración hacia la primera salida de la bahía, temiendo que las cañoneras mientras tanto hubiesen recibido refuerzos.
Las noticias reportadas por Kammamuri habían sido consoladoras, porque las tres pequeñas naves se mantenían ancladas una encima de la otra con las artillerías listas para hacer fuego para impedir al yacht batirse en pleno mar.
Hacia el ocaso Yanez, no oyendo ningún cañonazo, tocó nuevamente tierra y sobre el luminoso horizonte pudo finalmente divisar a la nave que lo esperaba para darle batalla.
Se trataba de un verdadero crucero, al menos cuatro veces superior en tonelaje al yacht y ciertamente bien armado.
—¡He aquí un hueso duro de roer! —dijo Yanez a Kammamuri que lo había seguido—. Aquí se necesita absolutamente a la flotilla, o no saldremos de acá sin grandes daños.
—Cuando quiera, yo estoy listo para partir —respondió el indio.
—Espera a que descienda la oscuridad. El viento es propicio y los praos podrán estar aquí antes del alba. No tenemos por ahora ninguna prisa.
Por segunda vez retornaron a bordo, y luego el indio, apenas el sol desapareció, se embarcó en la ballenera acompañado por diez robustos remeros, que en el momento oportuno podían volverse terribles fusileros.
El yacht dejó el fondeadero para acompañarla hasta la salida del canal y para protegerla eficazmente con sus piezas de caza; luego, cuando Yanez hubo visto a la chalupa desaparecer en el mar oscuro, regresó.
Se había puesto excesivamente nervioso. Caminaba con inquietud sobre la nave, destruyendo continuamente cigarrillos y barboteando.
La noche había descendido bastante oscura, habiendo vapores en lo alto, que interceptaban completamente incluso la palidísima luz de algún astro que de vez en cuando aparecía sobre el mar.
Una ligera fosforescencia por otra parte se manifestaba cerca de los escollos que la ballenera seguía, manteniéndose detrás de las rompientes.
—¡Se diría que todo conjura contra nosotros! —dijo Yanez a Mati, que parecía no menos inquieto.
—¿Espera que la ballenera pueda pasar?
—Creo que sí.
—Quizá hemos hecho mal en no unirnos a las bandas del Tigre de la Malasia que descienden de las Montañas de Cristal.
—¿Y la isla cómo habríamos podido capturarla? ¿Caminando sobre el agua?
—Es verdad, señor Yanez.
—Una flotilla era necesaria para conquistar la isla.
—¿Cree que encontraremos gran resistencia por parte de las tropas del Sultán?
—A los primeros tiros de espingarda escaparán como conejos, aún cuando los rajputs gozan de fama de ser guerreros valerosos. ¡Ah! Esta angustiosa impaciencia me mata —dijo el portugués arrojando al agua su vigésimo cigarrillo.
—Todavía es pronto, señor. La ballenera no puede estar todavía aquí.
Yanez había subido al castillo de proa y se había sentado sobre el cabrestante recomenzando a fumar cigarrillo tras cigarrillo.
Las horas mientras tanto pasaban y la nave sospechosa humeaba siempre delante de la segunda salida de la bahía.
Circulaba a lo largo de las rompientes con gran precaución, cuidando de no tocar algún escollo y rajarse, lo que era facilísimo.
Hacia las cuatro de la mañana los hombres de guardia del yacht regresaron precipitadamente al encuentro de Yanez.
Estaban con ellos Kammamuri y Padar, el jefe de la flotilla.
—¿Señor Yanez? —dijo el indio—. He aquí los refuerzos que llegan. La flotilla ya se ha hecho a la vela y está por arribar.
—¿Te han cañoneado?
—Me han disparado un solo tiro, que por buena suerte ha ido al vacío.
—¿La nave está siempre en alta mar?
—Sí, señor Yanez. Está en guardia y nos espera al acecho para bombardearnos.
—¡Padar!
—¡Señor!
—¿Está completa la flotilla?
—Todos los praos han sido reunidos e incluso algún jong.
—¿De cuántos hombres dispones?
—De una treintena sobre la ballenera.
—Pásalos a mi yacht y comencemos el baile. Seré yo el que dará la señal a la gran orquesta.
En un momento los compañeros de Padar subieron a bordo y las anclas fueron zarpadas, mientras la chalupa era izada con las grúas de babor.
—¡Fuerza a las máquinas! —comandó entonces el portugués—. Veremos si vencen los tigres malayos o los leopardos ingleses. Mati, toma el comando del cañón de popa, mientras yo me ocupo del de proa.
Yanez había recuperado su gran calma. Impartía las órdenes sin prisa, incisivas, cortantes.
Montó sobre el castillo de proa donde se encontraba una de las dos grandes piezas de caza, y lanzó a través de la semi oscuridad una rápida mirada.
Una masa destacaba delante de la salida del canal y mantenía sus calderas bajo presión, porque de vez en cuando subían a lo alto escorias.
De los praos por el momento no había ningún rastro. Debían haberse escondido entre los escollos de la isla, listos para precipitarse al abordaje a la primer señal de combate.
—Todo va bien —murmuró el portugués—. Veamos de qué piezas dispone aquel leopardo nocturno. Tendrá por otra parte que vérselas con las piezas de los praos y de los jong y sufrirá una verdadera tormenta de fuego, si no me deja el paso libre. Ni siquiera esta vez temo dejar mi piel en las costas de Borneo.
El crucero había encendido sus tres focos: verde, rojo y blanco en alto sobre el trinquete.
Debía considerarse bien fuerte para mostrarse así y señalarse para el tiro de las artillerías enemigas.
Yanez hizo una señal a Mati que esperaba sus órdenes a un paso de distancia: el habilísimo artillero hizo con la cabeza un ademán afirmativo y subió al alcázar colocándose detrás de la segunda pieza de caza.
Sucedió un breve silencio.
Todos los hombres estaban en cubierta armados con carabinas y parang, para montar al abordaje en el momento oportuno.
—¡Terminémosla! —dijo Yanez.
Un gran destello desgarró la oscuridad, seguido de un fragor ensordecedor.
La detonación no había aún cesado, cuando una multitud de destellos se alzaron hacia los escollos de la isla.
Yanez había hecho fuego y la flotilla corría ferozmente al ataque.
El crucero por un momento estuvo callado, como si quisiera percatarse de todos aquellos veleros que se le estrechaban encima, acosándolo con tiros de lela, meriam y espingarda.
Se oía claramente a la metralla diluviar sobre los flancos de hierro del leopardo inglés.
De pronto también la nave se iluminó toda, con un estruendo espantoso.
Piezas grandes y piezas de medio calibre disparaban a lo loco contra la flotilla, sin conseguir desorganizar sus líneas.
Yanez y Mati habían reanudado el fuego. El yacht se había dirigido a quinientos metros de la salida del canal y se encontraba casi de frente al crucero.
Después de unos minutos hubo otra pausa, luego todas las armas de fuego se unieron para volver la lucha más sanguinaria.
La flotilla, que se batía espléndidamente, estaba ya casi bajo el crucero y amenazaba con tomarlo por asalto.
¡Ay si todas aquellas tripulaciones hubiesen conseguido subir a los puentes!
La batalla no tuvo mas que la duración de unos pocos minutos.
El leopardo, oprimido por el fuego, desquiciado, con muchos aparejos caídos en cubierta, había puesto las máquinas en reversa, desapareciendo con bastante rapidez entre las sombras de la noche, lo que daba a suponer que había tenido alguna avería en las máquinas.
Siguió un sombrío fragor de artillería grande y pequeña, luego la flotilla que no había recibido ninguna orden de abordar al crucero, excepto en caso desesperado, se replegó en bastante buen orden en el canal, con no pocos aparejos maltratados.
Ambong, el jefe, subió a bordo del yacht, donde Yanez lo esperaba.
—Estoy a sus órdenes, señor. ¿Debemos dar caza a la nave?
—No: me oprime demasiado conservar intacta mi flotilla —respondió el portugués—. Y luego no quiero destruir cuando no hay necesidad. ¿El crucero ha escapado? Irá seguramente a Labuan a reacondicionarse.
—¿Y nosotros?
—Permanezcan siempre anclados en la bahía. Es probable que dentro de pocos días tenga necesidad de ustedes, en cuyo caso te mandaré a Padar con órdenes precisas que no deberás discutir.
Estuvo un momento en silencio, acariciando la gran pieza de caza, luego preguntó al jefe de la flotilla:
—Tú, Ambong, ¿conoces el Kabatuan?
—Lo hemos remontado juntos, señor, para ayudar al rajá del lago.
—Es probable que nosotros hagamos una puesta hasta la base de las Montañas de Cristal, antes de las cataratas. De esto hablaremos. Ahora tengo necesidad de descansar un poco y de divertirme con el Sultán.
—A aquellas diversiones renunciaría enseguida, señor Yanez —dijo Kammamuri—. Encontrará más peligros que satisfacciones.
—Sin embargo una pausa es necesaria, para no desencadenar contra nosotros de un golpe sólo a Inglaterra, Holanda y al Sultán, aún cuando Mompracem pertenezca ahora a este último.
—¿Nos la dará?
—Se la tomaremos —respondió el portugués—. Ambong, suelta la flotilla y regresa a tus ancladeros.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Carena: Parte sumergida del casco de un buque.

Galletas: “Pomi” en el original, son discos de bordes redondeados en que rematan los palos y las astas de banderas. En italiano también se lo conoce como “formaggetta”, que es el diminutivo de “queso”.

Pulgadas: 1 in = 2,54 cm. Por lo tanto, 32 in equivalen a 81,28 cm.

Voltigeur: “Volteggiatore” en el original, eran unidades de infantería ligera del ejército francés, creadas por Napoleón en 1804. Llevaban a cabo acciones de escaramuza para hostigar al enemigo, antes del enfrentamiento con la infantería.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 8 pie equivalen a 2,44 m; 9 pie equivalen a 2,74 m.

Aparejos: “Attrezzature” en el original, es el conjunto de palos, vergas, jarcias y velas de un buque.

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