jueves, 16 de abril de 2020

XIII. Otro Atentado


Despejada la salida del canal, el yacht, que en aquel brevísimo combate no había reportado ninguna avería, se impulsó resueltamente a alta mar para alcanzar lo más pronto posible la bahía de Varani.
Graves inquietudes habían comenzado a asaltar a Yanez, temiendo un regreso ofensivo por parte de los holandeses de Pontianak, aliados quizá con las cañoneras inglesas de Labuan y de las Tres Islas.
Sobre el fondo oscuro del cielo los tres fanales del crucero destacaban vivamente, reflejándose en las aguas oscuras.
Tiros de cañón habrían sido aún posibles, pero Yanez ahora no tenía mas que una sola idea: volver a ver al Sultán y arreglar sus asuntos que estaban, desgraciadamente, bastante embrollados.
Cargó las máquinas y se lanzó hacia adelante, embocando audazmente el canal de la bahía que había sido completamente despejado de los praos de la flotilla.
—No desespero porque todo vaya bien —murmuró el portugués—. Todo está en saber ganar tiempo, y por ahora el crucero no regresará a la carga. Mis cañones de caza deben haberlo maltratado muy seriamente. Y luego, ¿quién puede perseguir a mi leño una vez salido al mar y con el timón bajo mi mano? Denme caza si tienen coraje.
Montó sobre el puente de mando donde lo esperaba Mati, siempre listo para hacer rugir las dos piezas de caza, tomó la caña del timón, se orientó con la brújula y gritó:
—¡Máquinas adelante!
La pequeña nave a vapor describió un zigzag y salió a alta mar con sus buenos fanales encendidos para mostrar a los enemigos que no tenía miedo.
Superada la rompiente que se extendía delante del canal, la nave a vapor desfiló frente a los últimos praos, que se replegaban hacia Tiga, en grupo casi cerrado.
El crucero estaba siempre a la vista, porque mostraba siempre sus fanales, pero se encontraba ya a más de doce o quince millas de la costa.
Yanez, después de haber advertido exactamente la salida del canal, se lanzó resueltamente, doblando hacia las costas occidentales de Borneo.
Por el momento ningún peligro podía amenazarlo, porque las cañoneras se encontraban casi inmovilizadas delante de la última salida.
De todos modos Yanez, siempre prudente, tomó enseguida sus precauciones llamando a cubierta a toda la guardia de franco aumentada por los hombres de Padar, cuyo prao incluso ya tenía demasiados fusileros, o bien apuntadores de cañones.
—¡Fuera! —gritó Yanez—. Vamos a reencontrar a aquel amable Sultán de faja color pan integral y de ojos más falsos que los de un gavial.
Las anclas habían subido hasta las serviolas y el yacht se había puesto en carrera velocísima, todo envuelto por un gran humo que no encontraba suficiente desahogo a través de las chimeneas.
Rozó por segunda vez las rompientes, avanzando con extrema precaución, luego se arrojó impetuosamente a alta mar, brincando sobre las olas del Mar de la Malasia.
Había recorrido apenas seis o siete millas, cuando un destello relampagueó bajo el fanal del crucero, seguido por el bien conocido silbido rauco de un gran proyectil.
El crucero, aún cuando estuviese bastante lejos, intentaba disparar otra vez con un éxito absolutamente negativo.
La bala atravesó el yacht sin siquiera mellar la arboladura y se zambulló en el mar, levantando un alto borbollón.
—¿Es que debo arrepentirme por haberle impedido a los tigres de Mompracem abordarlo? —se preguntó Yanez—. ¡Bah, debe tener las máquinas arruinadas y para perseguir a mi leño se necesita mucho más!
Con un rápido golpe de ojo abrazó la situación.
Los praos se alejaban siempre, desvaneciéndose en la oscuridad, para dirigirse a la bahía de Tiga; sólo el crucero se obstinaba, aún cuando estuviese golpeado, en mantener campo todavía, manteniéndose siempre entre los dos mil y los dos mil quinientos metros y humeando siempre débilmente.
Yanez, que ya conocía la costa de la isla, habiéndola relevado con exactitud en el mapa, lanzó resueltamente su yacht hacia el sur rozando con loca temeridad las rompientes y los bancos.
Es verdad que Kammamuri y Mati sondaban sin tregua, dando exactamente la profundidad del agua.
Con pocas carreras salió de la isla, zambulléndose y manteniéndose en la resaca, para no dejarse divisar demasiado por el crucero, luego, alcanzada casi la boca meridional donde se encontraban las cañoneras, viró prudentemente a alta mar.
Las pequeñas naves por otra parte no habían dejado sus anclajes, tanto mas porque dos se habían arrojado a la costa para impedir que se hundiesen.
—¡Ya son pulgas! —murmuró Yanez—. Será bravo el que me detenga.
La costa, siempre erizada de rompientes peligrosísimas y de escollos, se delineaba bastante claramente a pesar de que la oscuridad comenzaba a levantarse.
El yacht, después de haber hecho una rápida punta hacia la salida del canal, dobló resueltamente en dirección de Varani, puerto que contaba con alcanzar después del mediodía.
—Pues bien, señor Yanez —dijo Kammamuri, acercándose al portugués que observaba distraídamente a una pareja de delfines, que escapaba delante de la rápida nave, dejando detrás una estela fosforescente—, no puede lamentarse por esta noche.
—Mientras me encuentre en el mar poco temo, porque tengo siempre la esperanza de escapar por una parte o por otra. Es la tierra la que comienza a darme impresión y querría que Sandokan y Tremal-Naik ya estuviesen aquí.
—¿Qué teme ahora?
—Aquella barca holandesa misteriosamente desaparecida no tardará en producir cierto efecto en Pontianak y aquellos pacíficos colonos son capaces de reclamar mi cabeza aunque no haya ninguna prueba en mi contra.
—Sigue siendo un cónsul de la gran Inglaterra —dijo Kammamuri.
—Un embajador bastante mal plantado, porque creo que incluso el Sultán tiene sobre mí graves dudas.
—Embarquémoslo y saquémoslo.
—Ahí, ahí, no corras demasiado, fogoso indio; la diplomacia nunca debe haber sido tu fuerte; y luego el golpe decisivo lo reservaré para lo último, cuando se trate de obligarlo a restituir la isla de los viejos tigres de Mompracem.
—¿Y ahora qué vamos a hacer a Varani?
—Vamos de campaña —respondió Yanez—. Parece que el Sultán no ha rechazado una gran batida por los bosques de las Montañas de Cristal. Avanzaremos lo más adentro que nos sea posible, de modo de encontrar a la vanguardia de Sandokan. Por otra parte un poco de reposo nos hará bien a todos. Haz traer a cubierta el té y los cigarrillos, despliega la bandera inglesa sobre la pica y dejemos por ahora que las cosas sigan su curso.
El portugués sorbió sin apresurarse la perfumada bebida, encendió el cigarrillo y se puso a pasear entre el trinquete y el palo mayor, respirando de vez en cuando con los pulmones llenos la fresca brisa de la mañana.
Pine Point ya estaba lejos, pero la costa continuaba delineándose siempre más rocosa. El mar, atormentado por las profundidades y los bajíos, se precipitaba con tal ímpetu como para arrojar incluso en seco a algún monstruoso tiburón.
Como Yanez había previsto, no fue sino hacia las dos de la tarde que el yacht hizo su entrada en la bahía, inmediatamente saludado por algunos tiros de cañón.
El eco de la última detonación no había aún cesado, cuando la usual barca roja se separó de la playa. Debía conducir a algún individuo importante, porque un gran paraguas de seda verde ocupaba casi toda la popa.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, arqueando las cejas—. ¡El Sultán! Esta visita no me traerá buenas noticias por cierto. Pero si quieres, ven pues a tomar el café conmigo. Charlaremos de muchas cosas interesantes.
Fue pasada al cocinero la orden de preparar el moca, luego Yanez, después de haber hecho formar a todas sus fuerzas sobre el puente para impresionar al tiranillo oriental, se movió hacia la escala.
No se había equivocado. Era precisamente el Sultán que por segunda vez se dignaba a visitar el yacht, siempre acompañado por sus ministros más o menos embrutecidos por los licores y las orgías, que reinaban eternas en el espléndido palacio de maravillosas verandas y de galerías de purísimo estilo árabe.
Su Alteza subió ágilmente a bordo, alzando los bordes de su falda de seda blanca atravesada en la cintura por una cinta de seda verde, y se movió con el rostro alegre al encuentro con Yanez, diciéndole:
—Lo esperaba hace muchos días, milord, y estaba un poco inquieto por su suerte. Sabe bien que nuestros mares no son siempre seguros.
—La nave es firme y está bien armada, Alteza, y no tengo la costumbre de volver la espalda al enemigo.
—¡Lo veo con fuerza!
—Es verdad, Alteza. Mi nave tenía necesidad de otros veinte hombres de guardia, para no agotar a aquellos que tenía y he ido a reclutarlos.
—¿Y dónde?
—En Pontianak y con el consenso del gobernador holandés.
—¿Cómo ha terminado entonces su asunto?
—Como debía terminar —respondió el portugués—. Mis credenciales han sido reconocidas como correctísimas y ninguno ha elevado ninguna objeción, porque todos saben que la gran Inglaterra está siempre lista en defensa de sus súbditos.
—Sin embargo, milord...
—Explíquese, Alteza, mientras tomamos el café juntos.
—No más tarde de ayer a la noche ha llegado al puerto otra cañonera holandesa a pedir cuentas de lo que podía haberle sucedido a cierta chalupa que usted ya conoce.
—¿Y qué ha respondido? —preguntó el portugués, mientras Kammamuri y Mati servían el café en tazas de plata cinceladas.
—Que no puedo tener la mirada tan larga como para saber lo que sucede en el mar, fuera de mi bahía.
—¿Y el holandés?
—Ha alzado los hombros, me ha bebido un par de botellas de arrack, luego se ha ido no sé a qué parte.
—¿Le ha hecho amenazas?
—Veladamente sí.
—¡Ah! —exclamó el portugués—. ¿Ignoraba entonces que aquí había un yacht inglés?
—Lo sabía y también lo buscaba.
—¿Para darme batalla quizá?
—En mis aguas no lo permitiría nunca. Usted está bajo la protección de la bandera del Sultán de Varani.
—Alteza, aquí comienza a secarse. ¿Quiere que retomemos nuestro viejo proyecto de irnos de campaña por algún tiempo? Durante nuestra ausencia todos se calmarán recuperando la paz y la tranquilidad. ¿Ninguna noticia de las fronteras?
—Se dice que bandas de salvajes recorren las cimas de las Montañas de Cristal, destruyendo todas las kotas que encuentran en su camino.
—Vamos a buscarlos —dijo Yanez—. Nosotros tenemos fuerzas suficientes como para enfrentar cualquier peligro. ¿Acepta?
El Sultán estuvo un momento pensativo, luego dijo bruscamente:
—Mañana a la mañana lo espero en mi palacio. Haremos grandes batidas. Alguna vez fui un bravo cazador, pero luego la vida del harén me ha atontado. Gracias, milord, respiraré con placer el aire purísimo de las florestas que gozan de fama de ser las más saludables de Borneo.
Vació su taza y volvió a descender a su barca, mientras Yanez se restregaba alegremente las manos.
—Antes de mañana a la mañana es necesario que vea al chino —murmuró—. Es necesario tener reunidas a todas nuestras fuerzas para el gran golpe final. Cumplida nuestra conjunción con Sandokan y con Tremal-Naik, derribaremos al Sultán y ¡ay de quien intente cerrarnos el paso! Abramos los ojos y sobre todo los oídos, porque en estas cortes orientales la traición reina al menos trescientos días del año.
Hizo armar la ballenera con ocho hombres y se dirigió hacia el barrio chino, oprimiéndole ver antes a Kien-Koa que podía en buen momento desencadenar a quinientos hombres contra la capital y aterrorizarla de golpe.
Para evitar la curiosidad de los ociosos que estacionaban en gran número en el muelle, masticando nueces de areca y betel, hablando de todo excepto del magnífico Sultán, la ballenera hizo un largo giro y arribó en la extremidad meridional del kampung de los hijos del Celeste Imperio, en un caos de juncos amontonados estrechamente unos encima de otros.
Yanez desembarcó con Kammamuri y dos hombres de escolta, temiendo siempre las furias de John Foster, y se metió en medio de aquellas calles tortuosas y fangosas, que ninguna mano humana había jamás reparado, quizá desde la fundación de Varani.
A diestra y siniestra se abrían oscuras tiendas, que parecían madrigueras, donde los mercaderes chinos, con un par de anteojos de dimensiones exageradas, estaban impasibles, sentados sobre un pedazo de estera, en espera de que el cliente cayera por sí mismo en la trampa y se dejase desplumar para bien.
Yanez y sus hombres no tuvieron ninguna dificultad para alcanzar la taberna del chino, estando en aquel momento las calles muy despobladas.
Kien-Koa estaba a la cabeza de sus galopillos, con un delantal de seda cruda delante y con dos cuchillas, encerradas en vainas de cuero amarillo en la cintura.
Viendo al portugués, despidió bruscamente a su horda, confiándola al jefe de cocina y condujo a los amigos a una sala desierta.
—Lo esperaba con impaciencia, milord —dijo el chino—. Graves noticias corren por el Sultanato.
—¿Ya? —preguntó Yanez.
—¿Cómo? ¿Usted sabe algo?
—¿Y por qué no?
—Se dice que los dayak están en armas y que se preparan para forzar las fronteras del Sultanato. Parece que han expugnado varias kotas.
—¡Mejor! —dijo Yanez—. Déjelos hacer.
—¿Los conoce?
—Tengo relaciones de amistad entre aquellos dayak y me advierten lo que sucede.
Yanez mentía, pero estaba seguro de que Sandokan con Tremal-Naik y las tribus del lago estaban descendiendo las Montañas de Cristal para arrancar al Sultán la restitución de Mompracem, y sabía más de lo necesario.
—¿Y usted, milord? —preguntó el chino.
—Voy al encuentro de los rebeldes, junto con el Sultán.
—¿Con el Sultán, ha dicho?
—Por el momento somos muy buenos amigos y no tenemos mas que un sólo pensamiento: el de aburrirnos lo menos posible en Varani. ¿Están listos tus hombres?
—No piden mas que un jefe y armas de fuego.
—Tendrán lo uno y lo otro —respondió el portugués—. En mi yacht tengo armas de fuego en abundancia y puedo regalarle algún lela.
—Que irá bien contra los rajputs —dijo el chino—. Si no hubiese ninguna guardia, a esta hora el Sultán habría sido barrido no sé cuántas veces, porque todos estamos cansados de tiranías. ¿Tiene algo más para decirme, milord?
—Por ahora, no: ten siempre a mano a tus hombres y en el momento oportuno me verán aparecer a su cabeza. Adios, amigo, voy de campaña con el Sultán por algún tiempo. Si tenemos noticias importantes, te mandaré un mensajero.
Yanez se levantó, pero justo en aquel momento vio asomarse otra vez a uno de los últimos náufragos.
Era un pedazo de hombre de formas incluso bastante hercúleas, pesado como un hipopótamo, una de aquellas personas que en Norteamérica se jactan de ser mitad caballos y mitad cocodrilos.
—¿Me permite? —preguntó empujando violentamente la puerta.
—¿Qué quiere, usted? —preguntó Yanez brincando en pie.
—Ah, ah —exclamó el náufrago—. ¡El pirata...! Sabía que una u otra vez lo encontraría aquí y que tendría así la ocasión de vengar a mi capitán.
—¿Y qué querría? —preguntó Yanez, saltando.
—Habría podido esperarlo una noche oscura en un ángulo de algún callejón y plantarle entre los hombros mi cuchillo, que ha exterminado a un buen número de pieles rojas del lejano Oeste.
—¡Ah...! Es californiano —dijo Yanez un poco irónico—. Raza brutal y violenta, que por otra parte conserva todavía, no se sabe de qué modo, cierta lealtad. ¿Qué quiere entonces?
—Vengar a mi capitán, si es posible —respondió el californiano poniendo las manos en los flancos con un gesto provocador y sacando del cinturón un revólver.
—¿Quiere hablar con disparos? —exclamó el portugués—. Le advierto que no seré menos que usted.
—Ah, bah... ¡Un californiano! —exclamó el norteamericano, fingiendo apuntar el revólver.
—¿Quiere una prueba?
Yanez sacó una de sus famosas pistolas y, apuntándola contra el insolente que continuaba amenazándolo, le dijo:
—¡Mire si no podría matarlo ahí!
—¿Qué ha dicho?
—¡Que estoy listo para matarlo! —aulló Yanez.
—Yo no soy el capitán.
—¡Eh, amigo, no se caliente demasiado! —le dijo Yanez—. Si los hombres del lejano Oeste norteamericano disparan muy bien, hay aquí personas que podrían darle puntos.
—¡Miente!
—¿A mí mentiroso? Semejante ofensa no se tolera en Norteamérica, señor mío. Que el diablo se lleve al infierno a todo el lejano Oeste y a buena parte de los bandidos que la pueblan.
—Usted ofende a Norteamérica entera, señor mío. Me parece por otra parte que hemos charlado demasiado y pienso que entre usted y yo podríamos terminarla enseguida.
—Aquí está servido —dijo Yanez, armando rápidamente una de sus pistolas y apuntándola hacia la mesa, ocupada por el californiano. ¡Haga este tiro si se siente capaz!
La vela que iluminaba la mesa, cerca de donde el californiano se encontraba, se apagó de pronto. Yanez con un tiro maravilloso le había quitado el pabilo.
—¡Ah! —exclamó el californiano—. ¡Es necesario que lo mate!
—Hace un cuarto de hora que lo dice, señor gran hombre del Oeste Norteamericano.
—Buffalo Bill, mantendrá su palabra. Habría podido esperarlo en la esquina de cualquier calle y fulminarlo con un poco de plomo. Agradézcale a Dios que no tengo prisa.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Yanez que tenía siempre empuñadas las pistolas todavía cargadas.
—Que si no come hasta el último de estos cangrejitos de tierra que están sobre la mesa y que usted ha esparcido de cera, no lo dejaré salir vivo de aquí, señor mío. ¡No conoce a los norteamericanos!
—Quizá más de lo que cree.
—Entonces —aulló el californiano—, siéntese frente a mí y comience a cenar. Si la fritura es pésima no es culpa mía. ¡Ahí señor mío o desencadeno...!
—Tengo hombres aquí que están siempre listos para encadenarlo —dijo Yanez, haciendo un gesto a los malayos.
Kammamuri primero había brincado adelante, apuntando sobre el insolente californiano su gran carabina de mar.
—¡Good God! —exclamó el yankee—. ¡Me quiere asesinar!
—Si hubiese querido mandarlo al otro mundo, a esta hora ya se encontraría en poco alegre compañía. ¡Ha visto como tiro!
El norteamericano permanecía indeciso, pero siempre blandiendo su revólver. Todas aquellas armas de fuego apuntadas contra él debían haber calmado su hervor.
—¡Coma! —rugió finalmente, haciendo un gesto de amenaza—. ¡Cangrejitos condimentados con cera! Quiero verle hacer feas muecas, señor mío.
No había prestado atención a una sombra humana que se deslizaba detrás de sus espaldas y que empuñaba uno de aquellos terribles kris serpenteantes usados en Borneo.
De pronto el californiano se desplomó a tierra, mandando una horrible imprecación.
El chino había dado su golpe y había plantado bien adentro el arma entre los dos hombros de Buffalo, cortándole limpiamente la columna vertebral.
—Ve, milord —dijo el hijo del Celeste Imperio—. Pensaré en hacer desaparecer a este hombre. En Varani hay varios canales; y con semejante cuchillada no irá muy lejos.
—¿Nos esperarán afuera los compañeros de este hombre? —preguntó Yanez.
El chino estaba por responder, cuando un alboroto ensordecedor se hizo oír delante de la taberna.
Decididamente los náufragos habían puesto en la mira aquel lugar, con la esperanza de sorprender al portugués.
—No salga, milord —dijo el chino—. Puede irse igualmente dando un salto de sólo dos metros.
—¿Dónde terminaremos?
—En mi jardín, milord.
—¿Está cercado?
—Todo y también custodiado por hombres armados. Comienzo a estar bastante fastidiado de aquellos ingleses que vienen a importunar a mis clientes.
—¿Y este norteamericano?
—Me encargaré de hacerlo sepultar en el jardín. Que lo busquen, después, sus compañeros.
El alboroto aumentaba. Parecía que hombres cuestionaban a los galopillos e intentaban forzar las puertas de varias salas, a juzgar por las patadas que mandaban.
—Huya, milord —dijo el chino, abriendo la ventana que daba a un amplio y pintoresco jardín, cultivado casi todo con magnolias y lilas.
Yanez vacilaba: no quería escapar siempre delante de aquellos insolentes que lo provocaban continuamente en espera de una buena ocasión de quitarle la piel.
—Vamos —dijo Kammamuri—. No vale la pena empeñar aquí una batalla que atraería sobre el lugar a todos los habitantes del barrio chino y quizá también a los rajputs.
—Es verdad —respondió el portugués—. Nos hemos comprometido demasiado y no nos conviene apresurar las cosas más allá. Vamos, vayamos de campaña a hacer estragos de tigres, rinocerontes y elefantes, en compañía de aquel imbécil Sultán. Luego veremos lo que suceda.
Sobrepasó el alféizar de la ventana, se dejó caer en el jardín, seguido por sus hombres, y desapareció entre las lilas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Nuevamente utiliza al nudo como unidad de distancia, para indicar cuán lejos estaba el crucero. Ajusté la traducción, pero en este caso, las millas deberían ser náuticas o marinas, no terrestres.

Cuando Salgari describe al californiano como un norteamericano, en el original dice “americano”, lo mismo cuando nombra al continente (que reemplacé por Norteamérica). Pude haber utilizado la traducción más precisa de estadounidense y Estados Unidos, pero opté por un intermedio.

También ajusté “gran nord-ovest” y “grande nord-ovest” a “lejano Oeste”, ya que así es como actualmente se conoce en castellano a ese período histórico de invasión a los pueblos originarios asentados en el actual territorio de Estados Unidos, ocurrida entre los siglos XIX y XX.

El hecho de que se nombre a Buffalo Bill constituye otra referencia temporal. O sea, la novela debería suceder más allá de 1870. Aunque en otras ocasiones los personajes de Salgari se refirieron a la Guerra de Secesión (Estados Unidos, 1861/5) antes de que hubiera sucedido.

Tres Islas: No existen referencias actuales, sin embargo, en el mapa “L’ile Borneo” (D.J. Van Den Dungen Gronovius, 1835) aparecen indicadas como “Is. Three”. Estarían ubicadas a unos 100 km al oeste de Labuan, justo a la altura de la bahía de Brunéi.

Millas: En este caso, millas náuticas. 1 NM = 1,852 km. Por lo tanto, 12 NM equivalen a 22,22 km; 15 NM equivalen a 27,78 km; 6 NM equivalen a 11,11 km; 7 NM equivalen a 12,96 km.

Gavial: En este caso seguramente se trate del gavial malayo o falso gavial (Tomistoma schlegelii), especie de saurópsido crocodilio de la familia Gavialidae que vive en los ríos de Malasia e Indonesia Occidental. Es verde con manchas negras y puede alcanzar los 4 metros de longitud.

Serviolas: “Grue di cappone” en el original, es un pescante (brazo de una grúa) muy robusto instalado en las proximidades de la amura y hacia la parte exterior del costado del buque. En su cabeza tiene un juego de varias roldanas por las que laborea el aparejo de gata. El capón, traducción de “cappone” es la cadena o cabo grueso, firme en la serviola, que sirve para tener suspendida el ancla por el arganeo.

Borbollón: Erupción que hace el agua de abajo para arriba, elevándose sobre la superficie.

Kotas: “Kotte” en el original, es una palabra en malayo que significa ciudad. Deriva del sánscrito “kotta”.

Galopillos: “Guatteri” en el original, son los criados que sirven en los oficios más humildes de la cocina.

Buffalo Bill: “Bill, il Buffalo” en el original, apodo de William Frederick Cody, un explorador estadounidense, cazador de bisontes y showman. Su fama se inició a fines de 1869 cuando se publica una novela que cuenta sus andanzas.

Cangrejitos de tierra: “Granchiolini di terra” en el original, existen 3 familias de cangrejos terrestres: gecarcínidos, gecarcinucidos y sesarma. A pesar de vivir en tierra, utilizan el agua para desovar. La mayoría tiene una de sus pinzas más desarrollada que la otra.

Yankee: Así en inglés, en castellano se escribe “yanqui” y es una forma coloquial de decir “estadounidense”.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario