jueves, 30 de abril de 2020

XIV. Las grandes cacerías del Sultán


Toda la población de Varani estaba patas arriba y acudía hacia los magníficos jardines del Sultán, donde se habían reunido batidores, fusileros y no pocas bayaderas para divertir al poderoso señor durante el ocio nocturno.
Veinte carros, tirados por cebúes, provistos todos de pequeñas cúpulas doradas, habían sido puestos a disposición de los cazadores pero con ningún agrado del portugués que amaba la verdadera caza emocionante y no aquella fastuosa acompañada de un gran alboroto.
El Sultán se había apresurado en conceder un lugar en su transporte a su embajador, del cual parecía no poder ya prescindir.
—Milord —le dijo—, haremos una excursión triunfal a través de las Montañas de Cristal y regresaremos aquí cargados de animales.
—Usted, Alteza, conduce demasiada gente —dijo Yanez—. Las bestias escaparán delante nuestro y no se dejarán atrapar para placer de nuestros bellos ojos.
—Usted, milord, jamás ha asistido a nuestras cacerías. Aquí se usa hacer todo a lo grande.
—Preferiría hacerlo de otra manera —concluyó el portugués.
El cortejo, flanqueado por una compañía de espléndidos rajputs altos y fuertes y que parecían estatuas de bronce, dejó finalmente el palacio y entre las aclamaciones de la población y los gruñidos amenazadores de algunos grupos de chinos, los eternos enemigos del elemento malayo en toda Indochina.
Dejadas las tierras bajas pantanosas, cubiertas de una espléndida vegetación, el cortejo continuó remontando hacia levante entre continuos escopetazos, porque los rajputs, que batían los lados junto a los shikaris, no cesaban de hacer fuego sobre las pequeñas aves que se mostraban y que debían ser la vanguardia de los elefantes y de otros grandes animales.
Hacia el ocaso, sobre el margen de una floresta fueron levantadas bellísimas tiendas de nanquín florido, y los cazadores acamparon, mientras las bayaderas, para no dejar que su señor se aburra, entrelazaban danzas en medio de las gigantescas hogueras de gutta jintiwan.
El cocinero ya había preparado los cincuenta o sesenta pajarracos, caídos bajo el plomo de los desmañados tiradores.
El Sultán parecía triunfante por aquellas presas, como si, en vez de pobres aves, fuesen tigres, panteras negras, rinocerontes y elefantes.
—Milord —dijo a Yanez, que comía bajo la tienda real—, si continuamos a este paso regresaremos a Varani más gordos que los naranjos chinos y sin gastar un florín. Toda esta gente vivirá de caza, si quiere comer.
—De mis hombres estoy seguro —respondió Yanez—. Son todos famosos cazadores que han enfrentado varias veces incluso al tigre indio. Es su modo de caza, Alteza, lo que me agrada poco.
—Todavía no hemos llegado a los grandes territorios de caza reservados para mí. Sepa mientras tanto que mis batidores preparan una gigantesca cacería a los elefantes salvajes.
—Es la cacería nocturna con pie firme, ojo contra ojo, la que aprecio —respondió Yanez—. Hágame descubrir una pantera, negra o manchada no importa, o algún tigre, y le enseñaré cómo se caza en la India inglesa.
—En efecto he oído hablar mucho de estas estrepitosas cacerías y no me desagradaría probar aquellas grandes emociones.
—Entonces, Alteza, después de la cena usted vendrá conmigo con una pequeña escolta de cazadores, dos de mis hombres y dos de los suyos. Deje también en paz a las bayaderas, que no servirían para otra cosa que para suministrar carne fresca y apetitosa a los carnívoros de la floresta. ¿Quiere? No correremos ningún peligro, se lo aseguro, y luego usted sabe que cuando hago fuego golpeo siempre.
—Lo sé, lo sé, milord —respondió el Sultán—, sin embargo está bien pensárselo dos veces, porque nuestras florestas, más allá de un gran número de carnívoros, ocultan simios de dimensiones gigantescas.
—Los mawas.
—Sí, milord.
—¿Y debemos espantarnos por esos simios?
—El atractivo es demasiado bueno como para rechazarlo, milord. Pocas veces he visto cazar en emboscada.
—Entonces le mostraré cómo se caza.
El Sultán dio varios golpes sobre una placa de bronce, haciendo acudir precipitadamente al jefe de los batidores.
—¿Nada a la vista? —le preguntó.
—Sí, Alteza: antes del ocaso ha sido descubierta una pareja de panteras negras.
—¿Sabe dónde tienen su cueva?
—Sí, Alteza.
—Entonces nos conducirás allí: esta noche quiero dedicarla enteramente a la cacería y no a los asuntos de Estado.
Terminaron apresuradamente la cena, luego, mientras las bayaderas continuaban entrelazando danzas para divertir a los cortesanos y ministros, dejaron casi a escondidas el campamento.
El pequeño pelotón estaba formado por el jefe de los shikaris, Yanez, el Sultán, cuatro cazadores, entre los que estaba Kammamuri, y por la bella holandesa.
A trescientos metros del campamento, la gran floresta comenzaba, siniestra y oscura.
Entre las grandes plantas que proyectaban una sombra densísima, se oían miles de vagos rumores, que parecían producidos por carnívoros y no ya por babirusas inofensivas o por simples ciervos.
De vez en cuando un chillido agudo, terrible, se propagaba bajo las bóvedas de vegetación haciendo sobresaltar incluso a Yanez que no estaba en absoluto en sus primeras cacerías, y arrugando el corazón del Sultán que jamás había estado en su vida sobre otra cosa que una silla poltrona.
El jefe de los shikaris había moderado poco a poco el paso, buscando entre los matorrales oscuros una pista que solo él podía encontrar.
—Nos acercamos —dijo Yanez a Kammamuri, que caminaba a su lado.
—La prudencia de este hombre me indica que aquí realmente existe un peligro —y volviéndose a la holandesa añadió:
—Señora, no se separe de mí.
—Estoy habituada a cazar, milord —respondió Lucy con una adorable sonrisa—. Mi hermano era francés y me ha enseñado por un tiempo a enfrentar a las bestias de las grandes florestas.
—Pero no se confíe demasiado en su pequeña carabina.
El jefe de los shikaris en aquel momento se había detenido, luego había regresado rápidamente hacia el Sultán que hacía esfuerzos extraordinarios para no mostrar su temor.
—Alteza —dijo—, estamos.
—¿Las panteras? —preguntó el monarca, batiendo los dientes.
—No deben estar a más de un tiro de fusil de distancia, Alteza.
—¿Serán realmente dos?
—Usted sabe que cuando nosotros los batidores advertimos una pista, no nos equivocamos nunca.
El Sultán miró a Yanez que estaba cargando tranquilamente una espléndida carabina de dos tiros, de fuerte calibre, apta para las grandes cacerías.
—¿Qué piensa usted, milord? —preguntó.
—Que en el campamento reirían a nuestras espaldas si volviésemos con las manos vacías. Por mi parte no dejaré la floresta, sin haber disparado algunos tiros de fusil.
—Escuchemos —retomó, mirando al jefe de los shikaris—, ¿cómo has advertido la pista?
—De una babirusa medio devorada descubierta junto a un denso matorral. Las panteras deben tener allí dentro su cueva: estoy seguro de no equivocarme.
—He aquí una buena partida de caza con pie firme, Alteza. Basta saber calmar los nervios y no perder de vista a los adversarios ni siquiera un instante. ¿Vamos, Alteza?
—Vamos pues —respondió el Sultán después de una breve indecisión.
A una seña suya el jefe de los shikaris se había vuelto a poner en camino, adentrándose con precaución bajo las densas y oscuras bóvedas de vegetación.
De vez en cuando se detenía para escuchar o para encontrar la pista, luego reanudaba la marcha con los ojos bien abiertos y los oídos en escucha.
Intentaba recoger cualquier leve rumor que le indicase dónde realmente se escondían las dos peligrosas bestias.
Yanez lo seguía paso a paso, con el dedo en el gatillo de la carabina, queriendo mostrar al Sultán cómo se hacen las verdaderas cacerías. Kammamuri estaba a su lado, cubriendo a la bella holandesa que avanzaba intrépidamente a través de la oscura floresta, sin pedir ayuda a nadie.
Por segunda vez el jefe de los shikaris retrocedió, demostrando una viva agitación.
—¿Entonces? —preguntó Yanez.
—Están delante de nosotros.
—¿Dos?
—Sí, sí, dos.
—Alteza —dijo el portugués, volviéndose hacia el Sultán—, tome sus precauciones. Las panteras, negras o manchadas, tienen el impulso largo y caen fácilmente y por sorpresa sobre el cazador.
—¿Qué debo hacer? —preguntó el monarca, cuya voz temblaba siempre.
—No alejarse de mí y hacer fuego a blanco seguro.
—Es que jamás he sido un buen tirador.
—Estamos nosotros, Alteza, y si las dos panteras quieren pasar, tendrán que vérselas con nosotros.
Puso la carabina en posición de disparar y avanzó hacia un matorral gigantesco y oscuro que el jefe de los shikaris le indicaba.
Los otros lo seguían en grupo cerrado, para estar más listos para ayudarse en caso de peligro.
Dentro del matorral algo debía suceder, porque se oían a intervalos oscilar ramas y crepitar hojas secas.
—Despacio, señor Yanez —dijo Kammamuri—. No sabemos todavía si las panteras están emboscadas encima o debajo del matorral.
—Sus ojos fosforescentes no tardarán en traicionarlas —respondió el portugués.
Se había detenido a cincuenta pasos del matorral y había recogido una gran piedra.
—Veamos si se inquietan —murmuró—. Usualmente aquellas bestias no temen al hombre y atacan resueltamente. Alteza, amigos, señora, ¡atención!
Tomó la piedra y la arrojó con todas sus fuerzas en medio del matorral. Primero no se oyó ningún ruido, luego siguió un grito breve, rauco, gutural, poco fuerte.
—Están justo ahí —dijo Yanez, y añadió—. Rodeemos el matorral. Apóyate a la derecha, Kammamuri, con la señora y dos cazadores; y usted, Alteza, reúna todo su coraje y venga a ver a la cara a aquellas bestias que pueblan sus florestas. ¿Están listos?
—Sí —respondió por todos Kammamuri.
—Adelante entonces: yo me impulsaré resueltamente al ataque.
Los dos pequeños pelotones se habían puesto en marcha, avanzando con grandes precauciones.
De pronto una sombra negra se separó del medio de un arbusto y fue a caer casi a las espaldas de la bella holandesa.
Kammamuri, que no había perdido su sangre fría, se volvió e hizo rápidamente fuego.
La bestia se contorsionó un momento, luego se alejó saltando. Pero no tenía más el impulso de antes, por lo que se podía deducir que había sido herida.
—¡Persigámosla! —dijo Yanez, impulsándose—. Hagan fuego antes de que desaparezca entre los matorrales.
Todos se habían puesto a correr, disparando al azar, porque la pantera se cuidaba bien de mostrarse y continuaba escabulléndose, aunque herida, entre los arbustos.
Habían avanzado una cincuentena de pasos, disparando, cuando se oyó resonar un grito de mujer.
Yanez apenas había tenido tiempo de ver a la bella holandesa entre los brazos de aquellos formidables orang utan, mawas o incluso meias, que pueblan las más densas florestas de Borneo y que son el terror de todos, estando dotados de una fuerza más que gigantesca.
—¡A mí...! ¡A mí...! —gritaba la bella holandesa.
El cuadrumano, que la había sorprendido entre las ramas de una arenga saccharifera, ya escapaba con la presa a toda prisa, intentando alcanzar la gran floresta donde debía tener su refugio.
Yanez tenía todavía un cañón cargado, pero no tenía el coraje de dispararlo, porque podía golpear, junto al orang utan, a la joven mujer.
También los otros se habían cuidado bien de hacer fuego, puesto que el enorme cuadrumano podía en pocos saltos alcanzar un grupo de gigantescos árboles y desaparecer con rapidez extraordinaria entre el follaje.
—¡Cien florines a quien la salve! —gritó el Sultán.
¡Se requería algo más que prometer premios...! Era necesario actuar rápidamente, antes de que el orang utan se alejase demasiado y se refugiase en su escondite.
—Cuidado con las panteras, ustedes —dijo Yanez—. ¡A mí, Kammamuri!
Los dos hombres se habían lanzado hacia el gran matorral de árboles, en medio de los cuales debía esconderse el terrible orang utan, mientras atronaban algunos disparos.
—Déjalos —gritó Yanez al indio—. No es asunto nuestro; que ellos se las arreglen como mejor puedan.
Con un esprint habían alcanzado el matorral y ahí se habían detenido delante de una verdadera muralla de vegetación, que parecía impenetrable.
—Es necesario marchar sobre las raíces —dijo el portugués—. Ayudados con los gamuto y los rotang.
Otros dos disparos habían resonado en aquel momento hacia el claro que habían dejado.
Las panteras se aliaban al cuadrumano para caerles encima a los perturbadores de las grandes florestas.
—Que se arreglen como puedan —repitió Yanez—. Me oprime más la señora Lucy que aquella momia de Sultán. ¿Y dónde se habrá metido este mawas?
—Es lo que también me pregunto —dijo Kammamuri—. ¿La habrá estrangulado?
—No, no; la volveremos a encontrar todavía viva, si conseguimos descubrir el escondite.
—Eso no será fácil, me parece, entre todas estas ramas y este montón de vegetación que se encaballan tan densamente, aunque aquellas bestias sean muy grandes.
—Sí, mucho, pero... calla...
En medio del densísimo matorral se oyó como un sordo gruñido, que terminó con cierto ruido, que parecía una descarga de puñetazos en el amplio pecho del orang.
—Estamos más cerca de lo que creíamos —respondió Yanez que se había detenido bruscamente alzando el fusil—. El raptor de la mujer no está lejos.
—Me impresiona el silencio de la señora.
—Seguramente estará desvanecida.
Aguzó las orejas, se alzó sobre las raíces, intentando alcanzar el grupo central del matorral, luego reanudó los movimientos, siempre seguido por el fiel Kammamuri.
A lo lejos no se oían retumbar más tiros de fusil. ¿Habían escapado las panteras, o en cambio los hombres prudentemente se habían marchado?
Era quizá más probable la segunda hipótesis, siendo las panteras tales animales como para espantar al hombre más valeroso, cuando se han lanzado.
Yanez y Kammamuri, mientras tanto continuaban adentrándose en el gran matorral, cuidando de no hacer ruido, porque los orang tienen un oído finísimo.
Habían recorrido cincuenta o sesenta metros, pasando sobre las raíces, cuando el portugués se detuvo de golpe recogiendo de encima de un arbusto un pedazo de falda.
—¡El vestido de la señora Lucy! —dijo con voz conmovida—. ¡Ah, pobre mujer...!
—¿Estamos cerca del nido? —preguntó el indio.
—No debe estar lejos: escucha bien. ¿Oyes algo?
—Se diría que sobre la cima del matorral pasa como una corriente de aire —respondió Kammamuri.
—Son los orang que roncan.
—¿Los orang ha dicho?
—¡Seguro!
—¿Son dos?
—Sí, el macho y la hembra. El macho forma una verdadera familia y ama a su peluda mitad.
—La empresa será dura.
—Estamos bien armados, Kammamuri y somos bravísimos cazadores. Cuando disparamos un tiro, sabemos siempre a dónde va a golpear la bala.
En aquel instante cayó de lo alto un proyectil, que perforó el matorral con un frago amenazador.
—¿Qué ha caído? —preguntó Kammamuri en voz baja.
—Podría ser un durián, ya que nos encontramos en este momento precisamente bajo uno de aquellos altísimos árboles. Cuando las frutas están maduras, se desprenden y constituyen un verdadero peligro para aquellos que se adentran en las florestas. Pero también puede ser que haya sido el orang en mandarnos este poco gentil mensaje, que si nos hubiese tomado por el cráneo no nos habría dejado ni siquiera un pedazo de piel.
En aquel momento un grito que se asemejaba al llanto de un niño, resonó encima del denso matorral.
Los dos cazadores se habían nuevamente detenido escrutando el denso follaje.
—Allá arriba —susurró de pronto Yanez—. ¿Lo ves allá arriba?
—¿Qué cosa?
—El nido de los orang.
—Veo en efecto sobre la cima de un gran árbol una masa enorme que muy bien podría ser un nido.
—No hagas ruido. Si los orang se despiertan, son capaces de hacer pasar un mal cuarto de hora a la señora Lucy. Sube sobre aquel grupo de rotang tú, mientras yo buscaré igualmente de llegar hasta allá arriba. Sangre fría y gran calma, porque el asunto no será fácil de apurar.
Por segunda vez, desde arriba del oscuro matorral, se oyó el llanto.
Un pequeño orang se lamentaba.
—Arriba —dijo Yanez.
Ya se habían agarrado a los rotang, cuando otro proyectil atravesó, silbando, el matorral, haciendo un verdadero destrozo.
Un momento después llegaba un tercero que por poco no mataba al portugués, aún cuando hubiese tenido la precaución de mantenerse al reparo contra el tronco de un sagú.
—¡Es un bombardeo en toda regla! —murmuró Yanez, evitando un tercero—. ¿Qué pasa aquí?
Miró alrededor. Kammamuri continuaba subiendo por su cuenta, siguiendo la gavilla de rotang, que colgaba del gran árbol sobre el que se encontraba el gigantesco nido de los orang.
Avanzaba cauto, sirviéndose más de los pies que de las manos, para estar más preparado para embrazar el fusil.
—Ya está en un buen punto —murmuró el portugués—. Intentemos alcanzarlo.
La granizada de proyectiles había cesado, quizá porque el durián había sido rápidamente despojado de sus peligrosísimas frutas.
Era el momento oportuno para avanzar.
Yanez se arrojó en bandolera la carabina, se agarró a su gavilla de rotang y comenzó a subir prestando atento oído a los ruidos que provenían de arriba del matorral.
De pronto un alarido agudo, que parecía el rugido de un león, desgarró el aire, seguido por el redoblar sonoro producido por grandes golpes de puño en medio del pecho.
Yanez se había detenido en la bifurcación de una rama, apuntando la carabina para proteger al indio que continuaba su subida con un coraje absolutamente extraordinario.
Una masa enorme, una especie de plataforma formada por grandes ramas entrecruzadas y atadas con rotang, se erguía a pocos metros por encima de la cabeza del indio.
Era el nido de los orang.
Transcurrieron algunos instantes de espera angustiante por parte de Yanez que apuntaba siempre al nido, decidido a dar batalla a todos sus habitantes, luego otro rugido atronó acompañado de un furioso crujido de ramas.
Los orang debían haberse percatado de que se estaba por intentar el asalto a su nido y se preparaban para la defensa, una defensa ciertamente espantosa, porque aquellos cuadrumanos son casi tan altos como un hombre, con brazos que parecen troncos de árbol, todos erizados de grupos de músculos.
Son, después de los gorilas, los simios más formidables que se encuentran en la superficie del globo y no tienen ningún temor en enfrentar al hombre, incluso armado de fusil, cuando la rabia frenética los toma.
Yanez, viendo que no caían más durianes de lo alto, había recomenzado a subir, no queriendo dejar solo a Kammamuri en el momento del ataque.
Una sombra había aparecido en el margen del nido, una forma casi humana, que sacudía furiosamente las ramas del árbol, mandando rugidos de vez en cuando.
—Intentemos tirarlo abajo —murmuró Yanez—. Siempre será uno menos.
Dió una última mirada al indio que no cesaba de subir, luego se detuvo en la bifurcación de otra rama y apuntó la carabina.
Un destello desgarró la oscuridad, seguido de una fragorosa detonación y de un estruendo que parecía producido por el quiebre de varias ramas.
El orang que se encontraba en el borde del nido ahora no se veía más. Había caído a través del matorral como un bólido quebrándose los brazos y las piernas.
—¡Buen tiro! —exclamó imprudentemente Kammamuri que se encontraba ya bajo la plataforma.
Una pata peluda lo aferró en aquel momento por el cuello y lo mantuvo suspendido en el aire.
Uno de los orang, probablemente el macho, se había precipitado sobre el indio, listo para hacerlo pedazos.
No se requería mucho para un animal dotado de una fuerza hercúlea verdaderamente espantosa.
—¡A mí, señor Yanez! —había gritado el indio, que en vano se había apoyado en los rotang con la esperanza de paralizar aquella tracción.
—¡Aquí estoy Kammamuri! —gritó el portugués.
Luego dos tiros de carabina retumbaron formando casi una sola detonación.
—¡Tocado! —gritó el indio que había sentido enseguida aflojar el apretón espantoso.
El meias se mantuvo por un minuto erguido sobre el borde del nido, golpeándose furiosamente el pecho que resonaba como una gran caja, luego las fuerzas repentinamente lo traicionaron y cayó a su vez a través del matorral, fracturándose los miembros.
—¡Está muerto, señor Yanez! —gritó Kammamuri, que se había repuesto prontamente de la terrible emoción sentida.
—Subamos, amigo: no encontraremos mas que al pequeño orang, impotente para defenderse.
Se agarraron nuevamente a los rotang y reanudaron la subida, llegando muy pronto al amplio nido.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Shikaris: Batidores

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Shikaris: “Scikari” en el original, palabra que proviene del hindi šikārī, o sea, cazador. Es el nombre con el que se conocía a los cazadores nativos profesionales en India.

Gutta jintiwan: “Giunta-wan” en el original, es el nombre malayo de la especie Urceola elastica, planta trepadora de la que se obtiene látex.

Naranjos chinos: “Mandarini cinesi” en el original, se trata del kumquat, un fruto muy parecido al quinoto.

Mawas: “Maias” en el original, palabra indonesia para designar al “orangután”.

Orang utan: “Urangs-utangs” en el original, palabra utilizada tanto por malayos como indonesios para designar justamente al orangután. Deriva del malayo “orang hutan” u “hombre del bosque”. Mono antropomorfo, que vive en las selvas de Sumatra y Borneo y llega a unos dos metros de altura, con cabeza gruesa, frente estrecha, nariz chata, hocico saliente, cuerpo robusto, piernas cortas, brazos y manos tan desarrollados, que aún estando erguido llegan hasta los tobillos, piel negra y pelaje espeso y rojizo.

Meias: Otra forma de escribir “mawas”.

Arenga saccharifera: “Arenga saccarifera” en el original, es otro nombre con el que se conoce a la “arenga pinnata”, especie perteneciente a la familia de las palmeras que alcanza los 20 m de altura.

Gamuto: “Gomuti” en el original, se trata de la “Arenga pinnata”, también llamada “Arenga gamuto”, una especie perteneciente a la familia de las arecáceas. Se le da múltiples usos, desde la producción de azúcar, vinagre, vino, combustible y para la construcción de techos (en la isla de Java).

Rotang: El “Calamus rotang” es una especie de palma perteneciente a la familia de las arecáceas utilizada para la elaboración de muebles, cestas, bastones, paraguas y objetos de mimbre.

Sagú: Planta tropical de la familia de las Cicadáceas, que alcanza una altura de cinco metros. Tiene hojas grandes, fruto ovoide brillante y la médula del tronco es abundante en fécula. El palmito es comestible.

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