martes, 19 de mayo de 2020

XV. La traición de los náufragos


Los orang utan o meias o mawas como los llaman los dayak, son los simios más formidables que habitan las grandes islas de la Sonda.
No tienen la altura extraordinaria de los gorilas africanos, normalmente no tienen más de un metro y medio de altura pero sus brazos son verdaderamente formidables, tocando incluso los dos metros.
La cara de aquellos cuadrumanos es ancha, el pecho poderoso, el cuello lo tienen corto y rugoso, porque está provisto de un saco de aire que les permite mandar verdaderos rugidos que resuenan siniestramente en las florestas.
Generalmente tienen un pelaje rojo óxido, desaliñado, y habitan las grandes florestas no habitadas por los hombres, situadas en las tierras bajas húmedas de las desembocaduras de los grandes ríos; y son tan robustos, que ningún animal podría luchar con ellos.
Incluso asaltado por un saurio, el meias salta rápidamente encima del adversario y apuntalándole una rodilla sobre la espalda le arranca de un solo golpe la mandíbula.
No se sabe si ha habido combates de orang con panteras o con animales de mayores proporciones. Probablemente sabiéndose muy decididos a vender cara la vida, se evitan mutuamente con aquel cierto cuidado que el león africano pone al mantenerse lejos de los gorilas, de quienes podría tener en pocos instantes todas las costillas rotas, porque aquellos terribles hijos de las selvas van a menudo armados de poderosos garrotes que saben manejar con precisión y fuerza formidable.
El indio y el portugués, seguros ya de no correr ningún peligro más, después de la caída del macho, con una ágil voltereta habían subido sobre la ancha y sólida plataforma, formada por gruesísimas ramas arrojadas a través de las bifurcaciones.
Un llanto había llegado de pronto a oídos de los violadores del nido.
Yanez con un último impulso cayó sobre un mono, no más alto de medio metro, pero que de pronto se había puesto en guardia para contrarrestar el paso.
—¿Qué quieres, macaco? —preguntó el portugués—. ¿Luchar con nosotros?
Extrajo sus pistolas, las descargó en el pecho del pequeño orang; luego removió ansiosamente un montón de hojas secas bajo las cuales se veían aparecer vestidos blancos.
—¡Señora Lucy! —gritó Yanez, inclinándose hacia la bella holandesa y desembarazándola de todo lo que la cubría—. ¿Está herida?
—No, milord, pero un retraso habría sido fatal para mí, porque aquel enorme simio no despegaba un solo instante sus ojitos negros y brillantes de mí. He sentido una angustia terrible, milord. Mi temor era que aquellos orang se precipitasen brutalmente sobre mí y me arrojaran a través del matorral.
—Y eran capaces de hacerlo, señora —respondió Yanez—. Son bestias malignas, que dan más miedo que las panteras y los tigres.
—Una caricia hecha al pequeño orang, que usted ha matado ahora, debe haberme salvado la vida, porque la hembra ya estaba por arrojarse sobre mí. El pequeño monstruo también se me había arrojado encima, intentando arrancarme los cabellos y el vestido, pero no osé reaccionar. Al contrario, acaricié el hocico del mono, aplacando así de golpe a la madre, que un momento antes, como le he dicho, parecía bien dispuesta a agarrarme y arrojarme al vacío.
—Una maniobra muy fácil —dijo Yanez— para bestias que poseen músculos de acero.
—¿Y los otros dónde están, milord?
—Cazan por su cuenta —respondió el portugués— si no han huido. No oigo más ningún disparo.
—Señor Yanez —dijo el indio—, sin ayuda no podremos bajar a la señora.
—Veamos si responden, ante todo —respondió el portugués—. Había armado la carabina y la había apuntado en alto.
Resonó un primer tiro, luego, después de un breve intervalo, otro.
El indio había hecho otro tanto, intentando medir más o menos matemáticamente el tiempo.
Habían transcurrido diez minutos, cuando alaridos espantosos se alzaron a través del matorral, acompañados de varias descargas de fusiles.
Parecía que un meteoro se hubiese derramado hacia aquella parte de la floresta y era verdaderamente un meteoro, porque si el cielo era cualquier cosa menos amenazador, se veían árboles desarraigar de golpe como durante los más terribles ciclones y arrollados en el suelo como ramitas.
Lucy, Yanez y Kammamuri habían brincado en pie, cargando precipitadamente las armas.
—Esta es una fuga de elefantes salvajes —dijo Yanez, que estaba cerca del borde del nido—. Los batidores del Sultán deben haber descubierto alguna gran tropa y ahora les dan caza. No se mueva, señora, porque hay más probabilidades de que nos tome alguna bala de fusil o algún tronco sobre la cabeza allá abajo de nosotros que aquí arriba. Podemos considerarnos como en una pequeña fortaleza que ningún elefante será capaz de tomar por asalto.
Un choque terrible sucedía bajo el matorral en aquel momento, con un fragor ensordecedor.
Se oían continuamente voces humanas, luego barritos de elefantes y silbidos de balas tiradas al azar.
Parecía que toda la floresta ondease bajo una imprevista convulsión.
Los árboles, embestidos por las enormes masas lanzadas a carrera desenfrenada, caían al suelo desarraigados, como si una inmensa guadaña los hubiese percutido en la base.
—¡Qué carga! —dijo Kammamuri—. ¿Se han vuelto de un instante a otro, estos salvajes, grandes cazadores? ¡Qué impulso...!
—Cuidado con tu cabeza, amigo —aconsejó Yanez—. ¿No oyes cómo silban las balas?
—Y siento también los pedazos de plomo entre los troncos del nido, señor.
—Afortunadamente estos tienen un espesor tal como para mantenernos completamente a cubierto.
La carga continuaba siempre más tremenda, bajo la floresta. Los borneanos espantaban a los paquidermos con fuegos artificiales y con cartuchos de salva, obligándolos a dirigirse ahí donde el jefe de los batidores había preparado la gran trampa, porque aquellas cacerías se hacen siempre en grande.
Cuando un Sultán desea procurarse elefantes, hace mandar a sus batidores a la gran floresta, acompañados de varios paquidermos amansados.
Son las hembras las que se prestan a esta traición, porque los machos se pelearían terriblemente, haciendo colapsar los palos que forman la prisión, que es enmascarada por un gran número de plantas levantadas allí mismo.
Para hacer aquellas batidas se necesita un espacio inmenso y se necesitan también muchos hombres que deben, ante todo, plantar profundamente en el suelo troncos de árbol tan densos, que los grandes paquidermos no puedan pasar.
Una vez que la tropa, espantada por los cazadores, se arroja dentro de la trampa, tiene pocas esperanzas de salir, porque las poco fiables hembras, con reclamos y con caricias e incluso, en caso necesario, con buenos golpes de probóscide, la conducen directamente adentro, como si sintiesen una alegría feroz en privar la libertad de los animales que hasta ese día corrían de un lado para otro por las florestas.
Detrás de cada tronco de árbol se oculta un hombre, armado de un lazo formado por robustísimas fibras de gamuto para encadenar los pies a los prisioneros si se rebelan.
—Parece que la cacería está por terminar —dijo Kammamuri a Yanez—. ¿Descendemos?
—¿Para pillar alguna bala de rebote? Los súbditos del Sultán no hacen economía de municiones y disparan como conscriptos poco expertos.
—Incluso aquí arriba, señor Yanez, los proyectiles no cesan de silbar.
—Arrójate con el vientre contra el nido —respondió el portugués, y después de un momento añadió—. Sin embargo me viene una sospecha.
—¿Cuál, señor Yanez?
—Que entre los batidores del Sultán haya también náufragos del vapor, porque el fuego continúa en modo inquietante, mientras no hay más orang que matar ni mucho menos elefantes.
—¿Se habrán infiltrado también en el séquito del Sultán? —preguntó la bella holandesa.
—Apostaría una bala de fusil contra un diamante de dos mil florines de valor. ¿Oye esos disparos que son justamente dirigidos hacia nosotros? Aquí abajo está la mano de aquel condenado John Foster, lo juraría.
—¿Que quiere su pellejo?
—Parecería, señora Lucy: ya van dos veces que intenta quitarme la vida, pero espero estar todavía bien para defenderla contra aquel dañino lobo de mar.
En aquel momento tres balas de fusil silbaron en los oídos del portugués, obligándolo a arrojarse precipitadamente al fondo del nido.
—Es precisamente contra nosotros que hacen fuego, señor Yanez —dijo el indio que se cuidaba bien de mostrarse, para no recibir un proyectil en la cabeza—. Es aquí arriba que disparan y no contra los elefantes.
—Dejémoslos hacer, por ahora. A su vez nos tomaremos revancha. Hasta que John Foster no se vaya, estaremos expuestos a un continuo peligro.
—¡Y dale con los tiros de fusil! —dijo Kammamuri—. ¿Es que los náufragos han vaciado el polvorín del vapor como para derrochar tantos proyectiles?
—Preocúpate por tu cabeza, en cambio.
—No corre ningún peligro, señor Yanez, también porque aquellos marineros disparan como hombres que han empuñado por primera vez las armas. ¿Y si probamos responder también nosotros, señor Yanez? Ya que nos asaltan, defendámonos. Estamos en nuestro derecho.
—Déjame a mí, Kammamuri: la primera bala la quiero colocar en el lugar que pretendo.
Mientras tanto había atravesado el nido a gatas, teniendo la carabina escondida bajo la casaca.
La floresta estaba siempre en convulsión. Los elefantes, espantados por los fragores ensordecedores producidos por centenares y centenares de tamtan percutidos furiosamente, continuaban galopando en fuga espantosa.
Árboles, arbustos, todo iba al aire como segado por una banda de titanes, y los crujidos siempre más impresionantes se confundían con barritos formidables.
Parecía que bajo el matorral hubiese sucedido un combate entre los elefantes salvajes que continuaban su carrera precipitada y los batidores, que respondían con disparos.
De pronto el durián sobre el que se encontraba colocado el nido de los orang sufrió una sacudida tan fuerte, como para hacer desplomar uno sobre otro a la bella holandesa, a Kammamuri y a Yanez.
Se había oído un estruendo terrible, como si la gigantesca planta hubiese cedido contra los continuos asaltos de aquellas enormes masas de carne, que se arrojaban a través del bosque intentando abrirse paso y evitar la trampa que les esperaba en la parte más densa ya anteriormente preparada por los batidores.
—¡El árbol cae! —gritó Kammamuri.
—Que ninguno abandone el nido —ordenó Yanez—. Todavía podrá sernos útil.
Un nuevo choque había desarraigado la planta que se inclinaba lentamente, arrancando muchas otras plantas.
—No dispares, Kammamuri —había dicho Yanez—. Conservemos nuestros tiros para cuando estemos en tierra. Aquí nos han preparado una traición, e intentan hacernos caer sin combatir. Afortunadamente no nos tienen todavía en sus manos.
—¿Cree que sea una jugada de los náufragos? —preguntó Kammamuri.
—Ahora ya estoy convencido.
—Sin embargo, no los he visto en el campo del Sultán.
—Se habrán cuidado bien de mostrarse —respondió Yanez.
—En cambio yo alguno he visto —dijo la bella holandesa—. Lo he sorprendido hace dos noches mientras discutía animadamente con el Sultán.
—¡No nos faltaba mas que aquellos tiburones de agua dulce! Tenemos incluso demasiadas molestias sobre los hombros y he aquí otra que llega. Afortunadamente tengo a mano doce hombres que no se contendrán cuando les diga de caer encima de los rajputs del Sultán. ¡Oh...! ¡Manténganse firmes...! ¡Se cae...!
El durián continuaba en efecto inclinándose hacia el suelo, arrancando montones enormes de rotang y gamuto, entre los que se debatían desesperadamente algunos de aquellos feos simios borneanos llamados narigudos, porque tienen un apéndice rojo, agrietado, como si viviesen exclusivamente de licores embriagadores.
Yanez había ceñido por la cintura a la bella holandesa y la tenía apoyada en el borde del nido de los orang que podía servir para amortiguar de algún modo el golpe.
El árbol se iba bajando siempre más, pero sin sacudidas, porque los elefantes debían haber sido metidos en la trampa, no oyéndose mas que barritos lejanos.
A una veintena de metros del suelo el árbol hizo una primera parada, luego continuó cayendo, aún cuando estuviese retenido por un verdadero montón de plantas parásitas.
—¿Ves alguno debajo de nosotros? —preguntó Yanez a Kammamuri que había hecho un brusco movimiento como si intentase descubrir alguna persona.
—Sí, señor Yanez —respondió el indio—. He divisado sombras humanas reunidas en torno al tronco de una planta.
—¿Serán los náufragos?
—Es lo que sospecho.
Yanez, aún cuando tuviese coraje que vender, se pasó una mano sobre la frente y miró con inquietud a la bella holandesa que en cambio conservaba siempre su calma maravillosa.
—Tome mis pistolas, señora —le dijo— y no se cuide de matar. Si aquellos canallas nos atrapan, nos harán pasar un terrible cuarto de hora.
—Gracias, milord —respondió Lucy—. Sé utilizar estas chucherías.
En aquel momento el durián, después de haber roto con su peso enorme un grupo de sagú y de palmas, hizo un nuevo descenso, apoyando las ramas en el suelo.
Una voz furiosa se alzó de pronto:
—¡Ah, pillos! ¡Finalmente los hemos atrapado!
Una sombra humana se había arrojado en medio del claro, donde el durián se apoyaba, y tendía amenazadoramente el fusil.
—Eh, compadre —dijo Yanez, intentando bromear—. ¿Es con nosotros que la tomas?
—Desde luego: hace varios días que esperamos pacientemente la ocasión de vengar su infame acto de piratería y también el golpe dado a John Foster.
—¿Está vivo todavía el comandante? —preguntó el portugués que intentaba ganar tiempo con la esperanza de que alguno llegase.
—¡Ah, canalla! —aulló el marinero, intentando avanzar entre las fuertes ramas del durián—. ¿Todavía tienes ganas de bromear? Espera a caer en nuestras manos, y te quitaremos para siempre las ganas de reír de las desgracias de los otros.
—¡Mientras tanto, alto ahí o hago fuego! —gritó Yanez que se mantenía siempre detrás del parapeto del nido de los orang, tendido al lado de la bella holandesa.
—¿Hacer fuego...? ¿Osaría darnos batalla?
—Siempre he vivido entre batallas —respondió Yanez con su usual voz irónica—. No puedo vivir si no es entre los tiros de fusil.
—¡Camaradas! —gritó el marinero, intentando avanzar—. Tomemos a estos piratas, y ya que aquí no está el imbécil del Sultán, colguémoslos enseguida. Toddy, dame tu cuerda.
Otro hombre armado de fusil había avanzado, agitando una soga.
—¡A ti primero, entonces! —gritó Yanez, haciendo rápidamente fuego.
Toddy cayó con los brazos extendidos, sin mandar un grito. Una bala lo había fulminado.
Algunos disparos atronaron un instante después. Un grupo de hombres, poco numeroso afortunadamente, respondía a la agresión, aún cuando se encontrasen entorpecidos por una vegetación tan densa, que no les permitía apuntar.
—Entra, Kammamuri —dijo Yanez al indio—. Aquí nos jugamos mucho más que la isla de Mompracem.
El maratí, que se mantenía prudentemente detrás de una enorme rama, dejó partir dos tiros que fueron seguidos por un fuerte grito y por el resonar de hojas secas.
Los asaltantes, sabiendo que tenían que vérselas con hombres resueltos y muy bien armados, por el momento habían renunciado a la lucha, salvándose en lo denso del matorral.
—Habría preferido que se arrojaran al asalto —dijo el portugués—. Nuestra situación por otra parte es bastante buena y las ramas nos otorgan amplia protección. Señora Lucy no levante la cabeza si le oprime la vida, porque no es solamente con nosotros que se la toman aquellos bribones.
La voz del marinero volvió a resonar precedida por una larga serie de blasfemias:
—¿Se rinde sí o no? ¡Tenemos prisa, por la muerte de Saturno!
—Y nosotros, ninguna —respondió el portugués que intentaba descubrir a alguno de los asaltantes para mandarlo a hacer compañía a aquel que ya había atravesado el Estigia.
—Todavía somos cuatro y no sé cómo podría resistir a nuestro abordaje.
—Y nosotros somos veinte —respondió el portugués.
—Miente, porque los hemos seguido paso a paso desde Varani hasta aquí y no posee mas que tres bocas de fuego.
—Más terribles que las tuyas.
—¡Ah, basta, basta, señor mío...! Hemos charlado bastante. Tenga la bondad de dejar su refugio y de hacerse estrechar el cuello por una sólida cuerda.
—Ven a estrecharlo entonces.
Dos tiros de fusil, que fueron al vacío entre la multitud de ramas y plantas parásitas, atronaron justo después, acompañados por amenazas feroces.
—Amigos —dijo Yanez al maratí y a la señora holandesa—, no respondan mas que a tiro seguro, para conservar hasta último momento nuestras cargas. Aquellos bribones tienden a agotar sus municiones.
—¿Dónde se habrán metido los hombres del Sultán? —se preguntó con angustia el indio—. ¿Y nuestra escolta? Ah, si estuviese aquí, estos hombres estarían a esta hora todos fuera de combate.
—Eh, Kammamuri —dijo Yanez—, no sueñes la India misteriosa con sus misteriosos ídolos, y ocupa tu tiempo en diezmar a aquellos bribones antes de que nos caigan encima y nos atrapen.
—Parece que no tienen ningún apuro en avanzar, señor Yanez —respondió el indio.
—Podrías decir en cambio que no tienen apuro de empacar para el otro mundo. Ya saben que nuestras balas no van perdidas.
—¿Si fuésemos a descubrirlos?
—Son cuatro y no quieren quedar mal en este momento, sabiendo ya que nuestra pólvora no la quemamos como conscriptos inexpertos.
—Sin embargo regreso siempre a mi primera idea, señor Yanez —dijo Kammamuri—. Este asedio puede continuar por semanas. ¿Quiere ocuparse por cinco minutos de la señora Lucy?
—¿Qué quieres hacer?
—Voy a fusilar a aquellos bribones —respondió resueltamente el indio—. Deme sus pistolas y verá cómo los hago aullar.
—¿Y no cuentas la balas?
—En mi país se combate bajo el fuego con simples manojos de madera —dijo Kammamuri.
—¿Y no mueren en tu país?
—¡Pero qué! Basta saber realizar a tiempo el salto de pantera.
—Un juego que jamás he hecho, pero que estimo peligrosísimo, mi querido Kammamuri, al menos para quienes no conocen a fondo este país.
—Sin embargo, haga como yo, señor Yanez, y verá que daremos no poco que hacer a aquellos traidores —respondió Kammamuri.
Se había puesto a romper ramas, formando grandes manojos, compuestos en su mayor parte por plantas resinosas.
—¿Quiere venir, señor Yanez? —preguntó el indio.
—Provoquemos antes una descarga, amigo, así tendremos que hacer menos saltos de pantera.
Apoyó su carabina sobre un hombro del indio y, después de haberle recomendado la máxima inmovilidad, dejó partir dos tiros en dirección del árbol bajo el que se ocultaban los náufragos.
Cuatro disparos respondieron casi de inmediato y las balas se metieron crepitando, entre los troncos que formaban el nido de los orang, silbando en los oídos de los asediados.
—Dispare también usted, señora —dijo Yanez a la bella holandesa que ya había empuñado las pistolas indias.
La flemática mujer se acomodó primero sobre el parapeto del nido para no exponerse demasiado al tiro de los traidores, luego hizo fuego.
Al mismo tiempo Kammamuri daba fuego a su manojo formado por ramas resinosas y lo lanzaba diestramente hacia el árbol. Una gran llama se alzó, mostrando al portugués, siempre al acecho, a cuatro individuos que se mantenían reagrupados al pie de un gigantesco pombo.
—¡He aquí el día! —murmuró Yanez, embrazando la carabina—. Con esta luz se puede hacer caer uno a uno. Es mejor enfrentar a los elefantes salvajes de las grandes florestas, que a aquellos seres humanos que esconden un corazón de tigre.
El portugués hablaba, pero actuaba también, porque aprovechando enseguida aquella luz, hizo nuevamente fuego, y fue imitado por la bella holandesa y por el indio.
Los hombres, después de haber respondido al fuego, habían caído delante del gigantesco árbol, exponiéndose al peligro de ser asados, porque las hojas secas habían prendido fuego junto con los ricos y resinosos festones de gutta jintiwan, que caían a lo largo de la enorme planta.
—¡A tierra! —gritó Yanez, viendo que los pillos escapaban como liebres—. Démosles caza e intentemos alcanzar a nuestra escolta.
Estaba por abandonar el nido de los orang, cuando un silbido llegó a sus oídos, modulado en diversos tonos.
—¡Mati! —exclamó—. ¡Estamos salvados!
Luego lanzó una serie de imprecaciones
—¡Mati, aquí! —reanudó—. ¿Por qué has abandonado mi yacht? Presagio alguna desventura.
Se puso dos dedos en la boca y respondió a la señal.
Un momento después el maestre del yacht, acompañado por una escolta de doce hombres, salía del matorral y avanzaba hacia el gigantesco durián.
Yanez ya se había dejado caer a tierra, mientras Kammamuri ayudaba a la bella holandesa.
—¡Tú, Mati! —exclamó haciendo un gesto de estupor—. ¿Qué vienes a hacer aquí?
—A salvar a mi señor —respondió el maestre del yacht.
—¿Qué ha sucedido entonces durante mi ausencia?
—Cosas gravísimas, señor Yanez. Aquí se prepara una doble emboscada, una en la bahía contra nuestro yacht y otra en estas florestas.
—Explícate mejor, Mati.
—El jefe del kampung chino, que ha venido a retirar, a su nombre, un stock de armas, me había advertido que intentarían matarlo durante las grandes cacerías.
—Por parte de los náufragos, ¿verdad?
—Sí, señor Yanez.
—¿Y mi yacht quién lo comanda?
—Padar.
—Nadie lo amenaza.
—No lo sé, señor, porque la otra mañana llegaron a la bahía tres cañoneras, dos inglesas y una holandesa, y hundieron sus anclas en modo de cerrarnos el paso.
—¡Se volvieron todos locos en Varani, durante mi ausencia! —exclamó Yanez.
—Un poco, creo, señor, porque nuestra tripulación no puede descender más a los muelles sin ser molestada por bandas de malayos caídos no se sabe de dónde.
—¿Han asaltado a mis hombres?
—No todavía, pero creo que no tardarán en hacerlo. El Sultán lo abandona a su suerte y no intervendrá por cierto en sus asuntos, señor Yanez.
—¿Qué me aconsejas hacer?
—Permanecer aquí, capitán —dijo un marinero del yacht, que llegaba en aquel momento sudado y embarrado hasta los cabellos.
—¡También tú aquí! —exclamó Yanez—. ¿Traes alguna grave noticia también?
—Sí. Desde ayer a la mañana su yacht ha sido secuestrado por orden de los comandantes de las cañoneras —respondió el marinero.
—¿Entonces se derrumba todo alrededor nuestro? ¡Después de haber trabajado tanto, veremos desvanecer este sueño! ¿Qué hacer ahora?
—Le aconsejo también permanecer en estos lugares hasta el arribo de las bandas de Sandokan —dijo Mati.
—En Varani estaría menos seguro —añadió el otro.
—¿Y Padar qué ha hecho? ¿No ha protestado contra el secuestro de mi yacht?
—Digamos incluso que el pequeño velero, también ha sido puesto en cuarentena. Él ha hecho cubrir los puentes con la bandera inglesa, después de haber advertido que cualquier persona que subiera a bordo, sería arrojada al mar.
—¡No había otra cosa que hacer! —murmuró Yanez—. O empeñar la lucha en condiciones desastrosas o, por el momento, ceder. Vayamos a encontrar al Sultán.
—Cuídese de él, señor Yanez —dijo Mati—, porque el chino me ha advertido que intentaría hacerse con su piel.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

El tamaño y la longitud de brazos de los orangutanes, coincide con lo descrito por Salgari al inicio del capítulo.

Tamtan: “Tam tam” en el original, es un tambor africano de gran tamaño, que se toca con las manos.

Narigudos: Nombre vulgar del Nasalis larvatus, especie de primate catarrino de la familia Cercopithecidae. Es herbívoro y endémico de la isla de Borneo. Es la única especie del género Nasalis. Se alimenta de brotes y hojas. Normalmente se desplaza trepando por los árboles, pero también es buen nadador, capaz de cruzar profundos canales para conseguir comida o escapar de algún peligro.

Saturno: En la mitología romana, es el dios de la agricultura y la cosecha. En la mitología griega se lo identifica como Cronos, padre de Zeus (entre otros dioses).

Estigia: Río que en la mitología griega constituía el límite entre la tierra y el mundo de los muertos (Hades).

Pombo: Según un apunte de Salgari, hace referencia al fruto del árbol Citrus maxima, la pamplemusa, limonzón, cimboa o pomelo chino, un hesperidio de color amarillo pálido o rosado, sabor ligeramente ácido con un pequeño toque de amargor y gran tamaño. Es el origen de otros cítricos como la naranja, la toronja, o el pomelo. Sin embargo, del nombre “pombo” no hay referencias, por lo que podría tratarse de un neologismo creado por Salgari. Quizá derive del malayo (o del indonesio) “pohon”, que significa “árbol”.

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