miércoles, 3 de junio de 2020

XVI. El lecho del elefante


Aún cuando en la isla de Borneo sean más bien escasos los elefantes y abunden en cambio en modo extraordinario los carnívoros, la batida organizada por el séquito del Sultán había obtenido resultados grandiosos.
Un gran pelotón de elefantes, que descendía de las Montañas de Cristal, había sido sorprendido a tiempo, un poco antes de la cacería a las panteras, y los pobres paquidermos, espantados por los disparos, y por las bolas de cáñamo embebidas en resina, se habían dirigido poco a poco hacia la emboscada previamente preparada, en plena floresta.
Para emprender semejantes cacerías se necesitan muchas personas y mucho espacio, porque se trata de encerrar a las malaventuradas bestias dentro de una enorme jaula formada por dos filas de palos no más altas que un hombre.
Apenas dentro, ágiles mahout se meten entre las patas de los colosos y con un coraje que roza la locura les arrojan lazos. Cada vez que se emprende semejante cacería muchos hombres dejan la piel, pero en estos países no importa, no teniendo la vida humana casi ningún valor.
Durante la batida los paquidermos vueltos furiosos por los disparos y por los gongs percutidos furiosamente, habían hecho varias carreras furiosas a través de la floresta, antes de dejarse encauzar entre los palos, que debían conducirlos a la gran jaula.
Muchos habían conseguido marcharse, pero una treintena, todos bellos y vigorosos, después de haberse agotado inútilmente contra las plantas, derribando muchísimas, tuvieron que dejarse aprisionar en la gran trampa. Y de esta no habrían salido sino después de haber sido bien amansados por los cornac y por media docena de elefantas, que se prestan voluntariamente para calmar a los más rebeldes, percutiéndolos con grandes golpes de probóscide e incluso derribándolos.
El Sultán, advertido del feliz éxito de la gigantesca cacería, había plantado a las panteras, sin ocuparse más de su milord, y había alcanzado rápidamente su campo.
Bajo una vasta y cómoda tienda finalmente Yanez consiguió descubrirlo entre aquel pandemonio de batidores, cortesanos, rajputs y bayaderas que aullaban a grito pelado no menos que los hombres.
Viéndolo aparecer delante con aquella nueva escolta, el Sultán se había alzado, moviéndose a su encuentro.
—¡Ah, milord! —exclamó—. ¿De dónde viene usted? Espero que tenga la piel de las dos panteras negras que ha dejado escapar.
—He matado algo mejor, Alteza —respondió Yanez agudamente—. Si quiere la piel de dos orang mande a sus shikaris al matorral que está cerca de donde cazábamos.
—¡Uf! Y yo que creía que usted, milord, viendo a los elefantes derramarse a través de la floresta, corrió a refugiarse a un lugar seguro. Sigue siendo un tirador maravilloso.
—Hablaremos más tarde de las cacerías, Alteza, si lo cree: he venido aquí para pedirle explicaciones.
—¿No será más mi buen milord? —dijo el Sultán con una sutil punta de ironía.
—Al contrario, lo seré siempre, habiendo recibido el encargo de mi país de protegerlo con todas mis fuerzas contra los enemigos internos y externos.
Selim-Bargasci-Amparlang, golpeado por la gravedad de aquellas palabras había hecho un gesto de estupor.
—Sí, Alteza —respondió el portugués—, mientras yo busco defenderlo, usted esconde en su campamento a sicarios, que por poco no nos han matado a mí y a la señora holandesa.
—¿Los piratas han llegado hasta aquí? No he visto a mi alrededor mas que a gente perteneciente a mi corte y bien conocida.
—Sin embargo, Alteza, es justo un milagro que haya escapado a los tiros de fusil de aquellos hombres que se mantenían emboscados en el borde del matorral batido por las panteras.
—¿Y no sabría decirme quiénes son aquellos pillos que osan disparar contra un embajador inglés para crearme más tarde mil dolores de cabeza?
—Si no me equivoco, son aquellos que continúan gritando a los cuatro vientos que han sido echados a pique por mí.
—Comienzan a volverse fastidiosos aquellos señores y le doy carta blanca para fusilarlos como perros, en cualquier lugar que los encuentre. Estoy listo para protegerlo, milord.
—¿Sabe qué ha sucedido en la bahía?
—Mis mensajeros cuando cazan dejan de lado incluso los acontecimientos más importantes, para correr detrás de una simple babirusa. ¿Qué novedades entonces ha recibido, milord?
—Que mi yacht ha sido secuestrado.
—¿Por parte de quién? —preguntó Sa’di Bargasci, alzando la voz y lanzando una mirada amenazadora a sus ministros.
—Por el hombre que por meses y meses va gritando a todos los vientos que yo he hundido su nave.
—¿Y ha osado tanto? ¿Quién lo ha ayudado en la empresa?
—Algunas cañoneras que parece han venido de Labuan.
—¿Se ignora entonces que solamente yo comando sobre las aguas de mi bahía y que nadie puede emprender ninguna empresa sin mi permiso?
—Parece que así es, Alteza —respondió Yanez—, porque si mañana tuviese el deseo de regresar a la India o...
—Pero, milord, en estos países cuando un hombre causa demasiadas molestias se lo despacha de un modo mejor, con una bala a través del cuerpo. Aquel hombre me ha causado demasiadas molestias ya y terminará por comprometerme con los ingleses de Labuan y quizá también con los holandeses de Pontianak.
—¿Qué debería hacer?
—Esperarlo en medio de la floresta, confundirlo con un orang y fusilarlo sin piedad —respondió el Sultán—. Esta noche le ofreceré la ocasión de desembarazarse para siempre de aquella sanguijuela.
—Explíquese mejor, Alteza —dijo Yanez, estrechando los puños y lanzando sobre los cortesanos, que sonreían irónicamente, miradas terribles.
—Digo que debe matarlo; y yo no querría encontrarme en el lugar de aquel hombre cuando usted dispare su carabina o sus pistolas. Me parece sentir ya lacerar las carnes por el plomo.
—Es un asesinato lo que me aconseja, Alteza —dijo Yanez.
—Un hombre que cae en nuestras inmensas florestas, permanece ahí por siempre, porque jamás nadie se ha ocupado en mi Estado de ir a buscar a los cazadores desgraciados. Yo lo absuelvo desde ahora. Con tal que no falle el tiro, seguramente la ocasión no faltará, milord... Pero mis batidores han descubierto el lecho de un elefante solitario, que seguía en cola a la gran tropa, y ahora iremos a sorprenderlo. Cuando la pasión por la caza me agarra, no me detengo más. Tranquilícese, milord, y cene conmigo, una probóscide cocinada al horno junto con dos patas. Jamás ha comido nada más apetitoso.
El Sultán había hecho una seña a su cocinero, y en un instante delante de la tienda fueron tendidas bellísimas esteras multicolores, cubiertas por gigantescas hojas de banano.
Justo delante de la tienda, a la vista de todos, un fuego ardía lentamente esparciendo alrededor balsámicos aromas.
—¿Qué hay en aquel horno? —preguntó la bella holandesa a Yanez que, a pesar de sus muchas preocupaciones, se sentía todavía dispuesto para asaltar al gigantesco asado.
—Hay una cabeza de elefante entera, señora —respondió el portugués—. Un verdadero bocado de Sultán, se lo aseguro.
—¿Y no ha observado en este Selim-Bargasci-Amparlang algo distinto a la última vez que lo hemos visto?
—Desgraciadamente señora, pero ya es demasiado tarde para retroceder y sería peligroso para todos nosotros si regresásemos a Varani. Aún cuando esté bien seguro de que intentará asesinarme, los grandes bosques son más seguros, por ahora, que la costa.
—¿No sospecha de esta cacería?
—Sí y no —respondió Yanez—. Por otra parte, no iremos solos; y si intenta suprimirnos, daremos una batalla desesperada.
—Espere a que las bandas del Tigre de la Malasia hayan descendido de las Montañas de Cristal —dijo Kammamuri, que asistía al coloquio—. Sin el rajá del lago nosotros no podríamos conducir a buen fin la gran empresa.
—Ya he enviado a dos mensajeros hacia los bosques de la montaña para que hagan apresurar la marcha del Tigre de la Malasia y de Tremal-Naik. Los malayos y los dayak son grandes caminantes y las hordas del rey del lago podrían llegar aquí en brevísimo tiempo.
Una ráfaga de chispas en aquel momento los envolvió, obligándolos a refugiarse bajo la tienda donde el Sultán y sus ministros los esperaban armados de cuchillas que daban miedo.
Dos robustos malayos habían dispersado las ramas aromáticas que ardían sobre el horno y habían puesto al descubierto un hoyo ardiente en cuyo fondo, envuelta en hojas de banano, crepitaba una cabeza entera de elefante.
—A comer, señores —dijo el Sultán, que parecía haber recobrado un poco de su buen humor—. Degustaremos esta, en espera de probar la del solitario.
El monumental asado había sido, después de laboriosos esfuerzos, sacado del horno y depuesto sobre un estrato de hojas de areca.
Un perfume exquisito escapaba de aquella masa cocinada con sus inmensas orejas y su probóscide.
—Tenemos necesidad de tomar vigor para cazar al elefante solitario en su lecho.
Platos de plata cincelados de manufactura india (los habitantes de Borneo no son mas que armeros famosos, merced a su acero natural que después de haber sido forjado, muestra sus venas) habían sido colocados delante de los convidados.
Pero no era solamente el Sultán que se permitía aquel lujo, porque el campamento estaba iluminado por fogatas, sobre cuyos tizones ardían, crepitando, trompas, patas y muslos enteros de elefantes.
Comieron apresuradamente acercándose el alba, luego el Sultán, que por momentos parecía inquieto, le dijo a Yanez:
—Milord, ¿quiere formar usted el pelotón de caza? Pocos hombres pero seguros, porque si los solitarios montan en furor nadie más los detiene, ni siquiera el cañón.
—¿Me permite que conduzca también a la señora?
—Si no tiene miedo, que venga pues. Cuento con tener, dentro de un par de horas, la cabeza del solitario. Me esperará cerca del jefe de los shikaris que tendrá también esta mañana la dirección de la cacería.
—Vamos entonces a ver este lecho de elefante —respondió Yanez.
Después de una abundante bebida de toddy, aquel vinillo dulzón y espumante que se obtiene de las arengas sacchariferas, la tienda fue bajada por delante, de modo que nadie pudiese ver lo que sucedía en el interior.
El Sultán esperó un minuto, encendió una antorcha resinosa, luego golpeó ligeramente un gong suspendido del armazón principal de la tienda.
Un instante después un hombre entraba. Si Yanez se hubiese encontrado todavía ahí no habría tardado en reconocerlo como John Foster, el terrible capitán que había jurado vengar su nave.
—Estamos solos —dijo Selim-Bargasci-Amparlang, moviéndose al encuentro del marinero—, por consiguiente podemos charlar tranquilamente sin que nadie nos oiga, porque he hecho rodear la tienda.
—¿Me ha hecho llamar? —preguntó John Foster quitándose con rabia un trapo ensangrentado que le ceñía el cuello y arrojándolo al suelo.
—Diga mejor que lo he hecho buscar, porque hasta hace pocas horas ignoraba su presencia en mi campamento.
—Y también me habría cuidado de hacerme divisar —respondió el irascible inglés— ya que no he podido obtener de usted ninguna protección.
—¿Qué motivo lo ha impulsado aquí?
—¡La venganza! —respondió el capitán, rechinando los dientes—. No me iré si antes no he abatido a aquel aventurero que amenaza con poner patas arriba su Estado.
—Usted entonces no lo cree un auténtico embajador inglés.
—No, Alteza.
—Sin embargo sus credenciales estaban en perfecta regla.
—Las ha robado.
—Lo dice, ¿pero las pruebas? Y no querría hacer semejante ofensa a la poderosa Inglaterra, que podría quitarme el Sultanato. ¿Qué quiere hacer, sir?
—Quitar de en medio a aquel hombre antes de que le procure fastidios infinitos y grandes peligros. ¿Conoce la historia de James Brooke y de Muda Hashim rajá de Sarawak?
—Perfectamente, y me cuido por eso de ciertos aventureros que caen en la Malasia como si fuese una tierra de conquista.
—Alteza, ¿sabe con qué nave ha llegado aquel terrible aventurero, que después de pocos meses se había adquirido el título terrible de exterminador de piratas?
—Con una nave bien armada por la Compañía Británica de las Indias Orientales que ametralló inexorablemente a todos los habitantes de la costa.
—Y este embajador, llamémoslo por el momento así, ¿con qué ha llegado? También con una nave rapidísima y fuertemente armada. Es más, montada por una tripulación más numerosa de lo que se creía.
—Usted sabe algo más y no quiere decírmelo —observó el Sultán—. ¿Cuándo ha dejado la costa?
—Unas horas antes de la medianoche, guiado por uno de sus shikaris.
—¿Es verdad que allá, en mi capital, amenazan graves desórdenes?
—Sé que han ocurrido riñas ferocísimas entre los marineros del yacht del embajador —respondió el capitán.
—¿Contra quién?
—Parece que después de nuestra partida, toda la población de su capital ha sido tomada por un estremecimiento guerreo, porque no se habla mas que de estragos.
—¡Serán aquellos malditos chinos! —dijo el Sultán—. ¡Sé que intentan minar mi trono y mandarme a correr! Tendré que devastar, como hace veinticinco años, el kampung de los hombres amarillos y hacer una gran recolección de cabezas humanas que regalar también a los dayak del interior. ¿Pero usted por qué ha venido aquí? —preguntó el Sultán después de un breve silencio.
Un destello feroz iluminó los ojos del irascible inglés.
—He venido para matarlo, para que no le toque a usted lo que le ha tocado al rajá de Sarawak. Le digo que usted terminará como Muda Hashim: perderá el trono y la vida.
—No corra tanto, sir —dijo el Sultán—. Tengo a mano una guardia imponente, que no teme a los asaltos de los habitantes de Varani.
—Sea pues, pero mientras usted se divierte en cacerías, en el kampung chino se trama en contra suya.
—¿Quién se lo ha dicho? —gritó el Sultán estallando.
—Lo he sabido.
—¿Incitados por quién?
—¡Por el presunto embajador! —dijo el inglés, con voz áspera.
—¿Qué quiere entonces aquel hombre de mí?
—Cavarle bajo los pies un abismo y comprometerlo con los ingleses de Labuan y con los holandeses de los puertos del sur.
—¿Y por qué, sir?
—Política europea, Alteza.
—Si me dejaran vivir tranquilo estos aventureros europeos, de los cuales siempre he tenido dolores, harían mucho mejor. Tengo siempre delante de los ojos el ejemplo de James Brooke y no quiero perder el trono y la vida en medio de una revolución espantosa. ¿Usted me dice, sir, que los chinos se agitan?
—Todos lo saben en Varani y creo que muy pocos de sus súbditos tienen un sueño tranquilo.
—¡Por aquellos papagayos amarillos tengo a mi guardia! —dijo el Sultán—. Y luego, no tienen armas de fuego a su disposición.
—Podría engañarse, Alteza, porque he visto con estos ojos descargar del yacht cajas que debían contener fusiles.
—¿Y cedidos a quién? —gritó el tiranillo, haciendo un gesto de ira.
—Al jefe del kampung chino —respondió John Foster.
—¿Aquel hombre viene a traerme la guerra a casa?
—Me asombra, Alteza, que se haya dado cuenta tan tarde, porque siempre he oído decir que los borneanos en asuntos de astucia no tienen a nadie que los alcance en toda la familia malaya.
—¿Qué me aconseja hacer? —preguntó el Sultán, que se había puesto a pasear por la tienda, teniendo la mano derecha cerrada alrededor de la guarnición de oro de su espléndida cimitarra—. También mis ministros me habían dicho lo que usted me ha aseverado ahora —dijo el Sultán.
—¡Suprímalo!
—Usted odia a aquel hombre porque le ha, como afirma, mandado a pique un piróscafo: ¿por qué no lo ha hecho asesinar en Varani?
—Lo he intentado, Alteza, pero me he llevado la peor parte.
—Todo depende de no haber escogido bien el momento oportuno, pero si quiere vengarse de aquel aventurero sin arriesgar nada, yo estoy listo para darle los medios.
—¡Usted, Alteza! —exclamó John Foster, dando dos pasos adelante—. ¿No lo protege, entonces?
—Le confieso que este hombre comienza a darme miedo y estaría muy contento si encontrase a otro hombre valiente y resuelto que lo haga caer bajo estas florestas.
—Pongo a su disposición mi carabina y también mi cuchillo de caza, que vale más que sus kris. ¿Dónde está este milord?
—Está preparando la cacería a un elefante solitario que fue descubierto ayer a la noche y que a los primeros albores irá a apoyarse en su árbol.
—¿Estaremos solos?
—No corra demasiado, sir —dijo el Sultán—. Si continúa así terminará pidiéndome a mí que me desembarace de aquel individuo que le da tantas molestias.
—¿Viaja siempre con una escolta imponente formada por hombres firmes al fuego como sus rajputs?
—Estaremos casi solos.
—Entonces todo irá bien —respondió el capitán.
—Dentro de media hora iremos a descubrir al animal a un lugar ya escogido. Cuando lo vea aparecer, en vez de abatir a la gran bestia, mate al hombre, y todo estará hecho. Nadie podrá decir nada: se trata de un accidente de cacería; y yo no tendré que responder por la vida de un desconocido que viene a meterse entre mis batidores sin haber sido invitado. ¿Es un buen tirador?
—Sí, Alteza.
—Entonces milord, dentro de un par de horas no estará más vivo —dijo el Sultán—. Así usted se habrá vengado y me habrá desembarazado de un hombre que comienza a preocuparme.
—¡No pido nada mejor! —exclamó John Foster, batiendo la palma sobre el cañón doble de su carabina inglesa—. El primer tiro que salga de aquí abatirá para siempre a aquel hombre.
—Cuidado que también él es un famoso tirador.
—Ya me lo ha dicho, Alteza, pero no haré fuego sino de sorpresa y cuando se me presente precisamente a tiro.
El Sultán tomó el frasco de toddy que había permanecido sobre la mesa y llenó dos tazas, diciendo:
—Por su salvación y por la muerte de milord. Más tarde sabré recompensarlo generosamente por lo que ha hecho por mí.
Los dos bribones vaciaron las tazas, sin que un músculo de sus rostros los traicionase, luego el Sultán hizo señas al inglés de salir.
—¿Ha comprendido? —le dijo—. En vez del elefante será el hombre el que caiga. Encuentre un sitio adecuado para una buena emboscada.
—¡Por Satanás! —rugió John Foster, volteando su carabina—. Vamos a cazar al elefante.
Apenas había desaparecido cuando el Sultán percutió ligeramente la plancha de bronce suspendida del armazón de la tienda.
Un instante después los dos bordes de tela de la tienda exterior eran alejados por los rajputs de la guardia y Yanez hacía su entrada, seguido por el fiel cazador indio que llevaba en el hombro dos grandes carabinas de fuerte calibre.
La bella holandesa, siempre flemática y sonriente, lo había acompañado, armada de una pequeña carabina inglesa con la que ya había hecho algunos tiros famosos con su hermano.
El portugués, habituado a dudar de todo y de todos, apenas entrado había fijado su mirada en las dos tazas que todavía permanecían cerca del frasco de toddy como si hubiese adivinado que habían bebido a su muerte inminente.
—Milord —dijo el Sultán, avanzando hacia Yanez—, usted quiere hacerme perder la ocasión de tener esta noche para cenar una exquisita cabeza de elefante. El solitario debe estar ya en movimiento para alcanzar su lecho y hacer su usual siesta hasta mediodía.
—Tiene un parque lleno de paquidermos, Alteza —respondió el portugués, que observaba atentamente todo—. ¿Hay quizá algún invitado para esta noche?
—¿Por qué me hace esta pregunta? —preguntó el Sultán estremeciéndose—. ¿Cómo ha adivinado que esta noche tendré amigos queridísimos a los que hace mucho tiempo les he prometido una cabeza de elefante entera?
—¿Han estado hace poco aquí estos amigos suyos? —preguntó Yanez, mirando intensamente al Sultán que se había apresurado a cubrirse los ojos con las manos, como si no pudiese soportar aquella mirada grávida de amenazas.
—Alteza —añadió Yanez, con su usual calma posando las manos sobre sus pistolas—, he viajado mucho por las islas de la Sonda y a lo largo de las costas de Borneo. Y siempre he oído contar que cuando un hombre se cubre los ojos, augura a otros una próxima muerte.
—Hasta ahora no tengo motivos para quejarme de usted, aun cuando me han dicho que los chinos se agitan, después de que han recibido de usted armas de fuego.
—Lo que le han contado es una locura, Alteza, porque yo he venido a Borneo para hacer un simple crucero y nada más. Sea franco, Alteza, usted ha recibido hace poco a aquel hombre que se lamenta siempre por la pérdida de su nave.
—Lo he invitado en efecto a cazar el elefante —respondió el Sultán.
—¿Junto conmigo? —preguntó el portugués estremeciéndose.
—Él me ha asegurado que es un muy buen cazador.
—Lo pondremos a prueba.
—¿Ha formado el pelotón de caza?
—Sí, Alteza.
—¿Tomará parte su escolta? Mis hombres son todos hábiles tiradores que no se detendrán ni delante de un elefante, ni delante de un rinoceronte. Le digo esto porque si el elefante solitario se percata de la presencia de muchas personas se va y no regresa más. Vamos milord: el alba despunta, como ve, y es este el momento propicio para sorprender a la gran bestia gris en su lecho.
Hombres habían entrado trayendo tazas de toddy.
Luego el jefe de los shikaris avanzó y dijo:
—Es la hora, señores.
—¡Partamos! —respondió el Sultán—. Vayamos a tomar conocimiento de estos elefantes solitarios que se dice que son terribles.
—Su Alteza —dijo sonriendo la bella holandesa—, me regalará la oreja derecha, que es un bocado exquisito.
—Ya había pensado, señora, hacerle el ofrecimiento —respondió el Sultán.
Aferró un martillo de madera y se puso a golpear rápidamente sobre la placa de bronce, produciendo un estruendo infernal.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cáñamo: Planta anual, de la familia de las Cannabáceas, de unos dos metros de altura, con tallo erguido, ramoso, áspero, hueco y velloso, hojas lanceoladas y opuestas, y flores verdosas.

Mahout: “Mahut” en el original, es aquella persona que maneja y conoce a un elefante. Proviene del hindi “mahaut” y “mahavat”, que significa “montador de elefantes”.

Cornac: Hombre que en la India y otras regiones de Asia doma, guía y cuida un elefante.

Sa’di: “Sadi” en el original, tambén Saadi, es el nombre con el que se conocía al jeque Musharrif al-Dīn ibn Muṣlih al-Dīn (1213-1291), uno de los principales poetas persas de la edad media.

Areca: Es una palma de tronco algo más delgado por la base que por la parte superior y con corteza surcada por multitud de anillos, hojas aladas, hojuelas ensiformes y lampiñas, pecíolos anchos, flores dispuestas en espiga o panoja y fruto del tamaño de una nuez común.

Toddy: Nombre malayo de la tuba, un licor suave y algo viscoso que se obtiene por destilación de la savia de distintas palmas. Recién destilado, es bebida refrescante, y después de la fermentación sirve para hacer vinagre o aguardiente.

Arengas sacchariferas: “Arenghe saccarifere” en el original. Uno de los nombres con que se conoce a la “Arenga pinnata”, especie perteneciente a la familia de las palmeras. Es nativa de Asia tropical, desde el este de la India al este de Malasia, Indonesia y Filipinas. Alcanza los 20 m de altura, con hojas de 6 a 12 m de largo y 1,5 m de ancho.

Muda Hashim: “Muda Hassim” en el original, fue designado rajá de Sarawak en 1835 por su sobrino, el sultán de Brúnei Omar Ali Saifuddin II (1827-1852), para luchar contra la piratería y los insurgentes. En 1839, cuando llega Brooke por primera vez, Muda Hashim le solicita ayuda, pero el inglés se niega. Recién en 1841 termina por ayudarlo y en compensación recibe el gobierno de Sarawak. Posteriormente, en ese mismo año, Brooke recibe su título de rajá. Muda Hashim muere asesinado en 1846 por el hijo del sultán de Brúnei, cuando Brooke intentaba convertirlo, justamente, en el próximo sultán de Brúnei.

Sarawak: Fue un reino de Borneo establecido por James Brooke en 1842. Desde 1963, es uno de los dos estados de Malasia. Más allá del nombre del reino, en la novela, por Sarawak se hace referencia la ciudad de Kuching, sede principal del reino.

Compañía Británica de las Indias Orientales: “Compagnia delle Indie” en el original, era el nombre con el que se conocía al ejército inglés que operaba en la India, antes de la rebelión de 1857. En inglés era “East India Company”.

“...Al jefe del kampung chino...”: “...Al capo Kamponkang cinese...” en el original, que traducido literalmente sería: “...Al jefe Kamponkang chino...”. Lo cambié porque me pareció un error de impresión, ya que el jefe se llamaba Kien-Koa.

Guarnición: “Guardia” en el original, es la defensa que se pone en las espadas y armas blancas junto al puño.

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