lunes, 22 de junio de 2020

XVII. Un trágico duelo


Un haz de luz rosado, de una infinita dulzura, había invadido la floresta que se extendía alrededor del inmenso campamento, cuando el primer pelotón de cazadores se puso en marcha para hacer una visita al lecho del elefante.
Estaba compuesto por el portugués, Kammamuri, la bella holandesa, el jefe de los shikaris y el Sultán.
Ya los batidores en gran número habían abierto sus filas cercando un gran trecho de floresta, donde suponían se encontraba el terrible solitario.
Un elefante solitario está siempre de pésimo humor. Echado, no se sabe bien por qué motivos, de su tribu va de floresta en floresta no soñando sino con estragos.
Sigue a distancia a sus compañeros por un tiempo, soñando quizá con los juegos que jugaban juntos, luego se refugia en un floresta densísima, donde prepara su lecho.
¡Ay entonces de quién se le acerque! Carga a lo loco, incluso contra legiones de cazadores y, si cae, no muere impune.
El lecho del elefante solitario es muy simple. No se compone mas que de un árbol vacío en el cual el paquidermo por la noche se apoya para hacer su siesta hasta el alba o casi.
Aquel árbol, por otra parte, es traidor y un día se volverá fatal para el pobre coloso, acechado también en Borneo, como en la India, como en África.
Los indígenas que viven de la cacería se percatan enseguida que aquel es el lugar de un elefante, por el mal estado de la planta, que presenta siempre de un lado daños en la corteza.
El coloso, apenas despierto, ama rascarse como un mortal cualquiera y termina descortezando su mísero lecho, y así se traiciona a sí mismo.
Sin embargo, estos solitarios, que son llamados también cabezas-grises, defienden ferozmente su lecho, al que parece que se encariñan bastante. No obstante, los dayak y malayos, aún cuando privados generalmente de buenas armas de fuego, no vacilan en darles caza pero recurriendo a una sutilísima astucia.
Descubierto el árbol, lo cortan en un cierto tramo, de modo que cuando el paquidermo, cansado de sus largas carreras, se le apoya, se desploma abatiendo completamente su refugio.
Es aquel el momento de empeñar la gran lucha. Los salvajes borneanos, que tienen coraje para vender, caen sobre el caído con los campilán y le cortan ferozmente el tendón de Aquiles para impedirle levantarse de nuevo y emprender la fuga.
Las flechas envenenadas en el jugo del upas, arrojadas por una media docena de cerbatanas, hacen el resto.
Como habíamos dicho, el pequeño pelotón avanzaba a través de la gran floresta, para llegar al refugio del paquidermo.
Los shikaris, a gran distancia, para no espantarlo, continuaban con el cerco, cuidándose bien de mostrarse.
—Milord —dijo la bella holandesa a Yanez que le hacía compañía—, ¿qué me dice de esta cacería? He aceptado tomar parte, pero sin ningún entusiasmo.
—Será una cacería como cualquier otra —respondió el portugués—, pero más peligrosa. Cuídese de dejarse acercar por el cabeza-gris, porque arroja de pronto un golpe de probóscide y ay de quién le toque.
—Quizá no pensaba en este momento en el solitario —respondió la joven mujer—. Pensaba más bien en el Sultán.
—¿Y por qué, señora?
—No lo he encontrado esta mañana de su habitual humor y no querría que esta cacería le traiga desdichas.
—¿A mí? —exclamó Yanez.
—Sin embargo, apostaría que ayer a la noche algo ha sido complotado en la tienda del Sultán.
—Es una suposición suya.
—Puede ser —respondió la bella holandesa que acompañaba siempre a Yanez, vigilando todos los densos matorrales de la floresta, como si temiese ver aparecer una banda de rajputs o de dayak.
—El hecho es que usted no parece tranquila, señora —respondió el portugués—. ¿Ha notado en el campamento del Sultán algo extraordinario?
—No: he observado solamente que aquel hombre estaba bastante confundido cuando usted ha entrado en su tienda, milord.
—Tranquilícese, señora: todas las veces que nos ha recibido, ha tenido siempre frente a mí un comportamiento ambiguo. Diría que me cree un enemigo tan formidable como para arrojarlo de las Montañas de Cristal.
—Razón de más milord, para redoblar la vigilancia. ¿Dónde ha dejado a su escolta?
—Se encuentra junto a los shikaris y no dude que a mi primera señal acudirá compacta, lista para medirse con la guardia india del Sultán. Nosotros caminamos y no los vemos, pero ellos también caminan y no nos pierden de vista un instante. ¿Quiere una prueba?
En aquel momento se habían detenido en el borde de un matorral densísimo, compuesto casi exclusivamente por bananos de cuyas frutas hacían estragos los cuadrumanos.
—Esté atenta, señora —dijo Yanez—. ¿Oye algún ruido usted?
—No, un silencio absoluto reina bajo aquellas gigantescas hojas.
—Sin embargo, mi escolta en este momento camina, siguiéndonos a muy breve distancia.
Hizo portavoz con las manos y gritó por tres veces con voz sonora:
—¡Mati!
Un momento después de una gavilla de gamuto, esbelto y ágil, se lanzaba a tierra el maestre del yacht, gritando:
—¿Aru?
—¡Aru! —había respondido el portugués que quería a decir: sigan—. ¿Cómo va la batida, mi bravo amigo?
—Hasta ahora, señor, los shikaris actúan lejos de nosotros y no pueden controlar nuestros movimientos —respondió Mati.
—¿Has notado entre aquellos batidores a algunos rajputs de la guardia del Sultán?
—Hay más de lo que se cree, señor Yanez —respondió el maestre que parecía un poco disgustado.
—¿Sabrías decirme qué hacen aquellos hombres entre los batidores?
—Me imagino que querrán tomar parte de la cacería, señor Yanez.
—¿Temes alguna sorpresa?
—Le confieso que no estoy tranquilo. Aquellos indios podían permanecer de guardia en la tienda del Sultán.
—¿Tienes a tus hombres siempre a mano? —preguntó Yanez.
—Cuando les demos la señal convenida, los verá aparecer.
—¿Y dónde marchan ahora que no se ven, ni se oyen? —preguntó la bella holandesa—. ¿Son simios o seres humanos?
—Son cuadrumanos, cuando quieren atravesar una floresta sin despertar la atención de los enemigos, y hombres, cuando se trata de batirse... ¡Oh...! ¡Allá...! He aquí el cabeza-gris que viene a ocupar su lecho. Preparen todos sus armas o seremos barridos por una carga espantosa, de la cual nadie nos salvará.
El pelotón había llegado a la orilla de un pequeño estanque junto al cual surgía solitario un pombo majestuoso que los batidores debían haber cortado en buena parte.
Una masa enorme, grisásea, armada con dos colmillos formidables, había imprevistamente aparecido entre la niebla que los primeros rayos del sol ya hacían levantar.
El solitario avanzaba tranquilo, seguro de su fuerza desmesurada, sin barritar.
Era un magnífico paquidermo, de alta talla, con la frente ancha, las patas anteriores altísimas como las de los elefantes indios, que son los más bellos que producen las grandes islas de la Sonda y la tierra de Siam, ya tan famosa por sus elefantes blancos.
La bella Lucy se había puesto al lado del portugués, como para defenderlo de alguna traición. Tenía levantada la falda como para ser más rápida en escapar en caso de peligro, y miraba fijo fríamente al coloso que emergía de la niebla, teniendo embrazada su pequeña carabina inglesa, la cual, si era de dimensiones modestas, tenía, sin embargo, una gran fuerza de penetración.
—Milord —dijo—, manténgase junto a mí y quizá no osen intentar la traición que sospecho. Se dice que los rajputs, que son los guerreros más caballerosos que hay en la India, perdonan en sus combates a las mujeres.
—¿Entonces teme siempre alguna sorpresa? —preguntó Yanez, armando precipitadamente su carabina.
—Siempre, milord, y yo comparto en parte los temores de la señora —dijo Kammamuri—. Me parece que nos han traído a una emboscada para hacerlo barrer por el solitario o por los rajputs.
—En su lugar no habría aceptado semejante partida de caza.
—Por otra parte está por comenzar —dijo el portugués— y armas de fuego tenemos también nosotros como para rechazar cualquier ataque.
—Cuidado, señor Yanez —dijo en aquel momento Kammamuri.
El elefante había salido de la neblina y recorría el frente del estanque mandando de vez en cuando sordos barritos que parecían quejidos producidos por una gigantesca caja vibratoria.
—Señor Yanez —dijo Kammamuri al portugués—, no vaya más adelante, conozco las furias sanguinarias de estos terribles solitarios. Tendrá dentro de poco la prueba en aquella gran bestia.
—Estaremos también nosotros para calmarlo, mi querido —respondió Yanez—. Tenemos buenas balas cónicas dentro de las carabinas, reforzadas con una ligera capa de cobre.
—¿Pero no se ha percatado de que el elefante no está más solo? Mire detrás de él y dígame qué son aquellas masas que avanzan a través de la neblina.
El portugués, aún cuando poco fácil de impresionar, se había detenido contra el tronco de un durián, apuntando la carabina.
En efecto, el paquidermo no estaba más solo. Otros cuatro colosos, armados de colmillos larguísimos que debían pesar no menos de medio quintal, avanzaban a lo largo de la orilla neblinosa del estanque, mandando de vez en cuando barritos que anunciaban ciertamente una inminente carga.
El exiliado estaba acompañado de otros que quizá se encontraban en sus mismas condiciones y aquella banda formidablemente espantosa no dejaba de avanzar hacia el pelotón, estrechada probablemente por los shikaris que batían los matorrales más densos de la selva.
—¡Cuidado...! Su pequeña carabina no podrá obtener sino escasos resultados. No apunte a la frente, sino a la coyuntura del hombro. Solo cuando un proyectil se mete entre aquellos huesos detiene las fuerzas a aquellos terribles animales.
—Sí, señor Yanez —dijo Kammamuri—, arrójese entre los arbustos y detrás de los árboles.
—Ya están.
—¡Abajo los otros...!
—Sígame, señora Lucy —dijo Yanez—. Hay poco de qué bromear.
—Cuidado usted en cambio, milord —respondió la bella holandesa—. No querría que el lecho del solitario se convirtiese en su tumba, milord.
—¿Y nosotros no contamos para nada, señora? Ahora somos pocos, pero dentro de un momento seremos tan numerosos como para hacer frente a la carga de cien elefantes. Sígame, señora, y manténgase detrás del árbol y detrás de los matorrales, para poder escapar más rápidamente al asalto que ya no tardará. El cabeza-gris toca ya su fanfarria de guerra.
El colosal elefante que guiaba a los otros tres, viendo a aquellas personas, se había detenido de pronto y se puso a olfatear el aire a diversas alturas.
El enorme cuerpazo vibraba todo, como si hubiese escondido dentro algún gran instrumento musical.
Yanez se había apoyado fuertemente contra el árbol, para no ser atropellado en la carrera que debía ser ciertamente terrible.
—Aquí se necesita de la otra gente —murmuró—. ¡Están malditos los caprichos del Sultán!
A través de la neblina se veían aparecer y desaparecer sombras humanas que daban a entender que descendían hacia el estanque para cortar el paso al terrible cabeza-gris y a su pequeña, pero no poco temida, banda.
—Vamos —dijo Yanez—, probemos algunos disparos primero. El hecho es que somos pocos como para detener la cacería que no perdonará a ninguno de nosotros... ¡Por Júpiter! ¿Y mi escolta que sigue a los batidores?
Se puso dos dedos en la boca y mandó un agudísimo silbido, que tuvo enseguida su respuesta entre los arbustos que costeaban el estanque.
—Es Mati que guía su escolta, señor Yanez —dijo Kammamuri—. Esta señal la conozco muy bien, habiéndola oído muchas veces en su yacht.
El cabeza-gris, oyendo aquel silbido agudo, se había precipitado al estanque levantando una gigantesca oleada fangosa.
Se dejó caer hasta el vientre, agitando rabiosamente la probóscide, luego tocó de nuevo tierra barritando espantosamente.
En aquel momento algunos disparos resonaron entre los árboles. La escolta del portugués comenzaba su batalla contra los colosos.
—¡Disparen también ustedes! —gritó el portugués—. Debemos destruir al pelotón que aquel irascible vejete intenta descargar contra nosotros.
Todos se habían arrojado a tierra, escondiéndose entre la maleza que era numerosa en aquel lugar, y habían comenzado a tirar escopetazos con furor.
El irascible cabeza-gris, consciente de su fuerza extraordinaria, había tratado de ir a la carga, pero dados unos pocos pasos cayó sobre la rodilla, rompiéndose uno de los magníficos colmillos.
Yanez y sus compañeros le habían acribillado los hombros, deteniendo a tiempo el ataque, pero todavía permanecían en pie los otros que ya intentaban ganar el estanque para llegar al frente del monte.
—¡No se muevan! —dijo Yanez, viendo a la bella holandesa y al Sultán alzarse—. Si nos descubren, estamos perdidos y ni siquiera la escolta nos salvará. ¡Déjenme a mí! Ven, Kammamuri.
Recargaron rápidamente las carabinas y dejaron su escondite para intentar detener también a los compañeros del solitario.
—¡Cuidado con lo que hace, señor! —dijo el indio.
—Estoy seguro de mis disparos y en este momento la mano no tiembla.
Pasaron detrás de las grandes plantas que formaban el frente de la floresta y aparecieron bruscamente casi en la orilla del estanque.
Un elefante, viendo al portugués, se le lanzó a lo loco, azotando el aire con su tremenda probóscide.
Por otra parte, tenía de frente a un hombre no nuevo a las grandes cacerías y que poseía una sangre fría maravillosa, que no lo abandonaba nunca, ni siquiera durante los más graves peligros.
—¡Señor Yanez! —gritó el indio.
—A mí el más grande; a ti el más pequeño, por ahora —respondió el portugués.
Brincó en medio de los arbustos que cubrían la base de las grandes plantas y avanzó, resueltamente, contra los cuatro monstruos.
Estaba por hacer fuego, cuando un disparo atronó hacia el frente opuesto de la floresta, que todavía no debía haber sido ocupado por los shikaris.
Un momento después una bala le sacaba el sombrero. Un centímetro más abajo y el valiente hombre estaba terminado.
Oyendo aquel disparo todos habían brincado en pie, temiendo alguna traición. Solamente el Sultán había preferido tenderse entre las frescas hierbas de la floresta.
—¿Quién ha hecho fuego contra mí? —aulló el portugués, acercándose al elefante, cuya masa podía servirle de barricada.
La respuesta fue un estallido de risa.
—¡Canalla...! ¡Muéstrate, si no eres vil! —gritó Yanez.
—¡Entonces aquí estoy!
John Foster se había deslizado entre dos arbustos y en vez de hacer fuego contra los elefantes, parecía que quisiese diezmar cazadores.
—¡Usted! —gritó Yanez, no poco impresionado por aquella aparición—. Miserable, ¿qué quiere? ¿No ve que todos estamos por ser barridos y que con nosotros está el Sultán?
—No seré ciertamente yo, señor pirata, quien le traiga ayuda —respondió el capitán del hundido piróscafo.
—¿Quiere dejarnos morir a todos?
—¡Mueran!
—Es demasiado, señor Foster; y ahora, incluso si hay elefantes, le daré tal lección que la recordará por siempre.
Acompañado por el fiel indio había alcanzado al enorme cuerpazo del cabeza-gris y se había arrojado detrás, para evitar los tiros del inglés.
—¡Mati! —gritó—. Pon cabeza a los elefantes, solamente por pocos minutos. Si no puedes desalojarlos, incendia las hierbas.
Así dicho embrazó la carabina y miró hacia el lugar donde el inglés se había mostrado apresurándose luego a desaparecer, sabiendo quizá con qué tirador tenía que vérselas.
—Señor Foster, el Sultán nos mira —dijo Yanez—. Dígnese mostrarse para que no se haga un mal concepto de los marineros de la gran Inglaterra.
—Señor pirata —aulló el inglés con voz rauca—, muéstreme solamente un pedazo de su rostro para hacerle ver a Su Alteza cómo los ingleses castigan a los canallas como usted.
—Eh, señor mío —respondió Yanez que se cuidaba bien de exponerse a los tiros del traidor—, todavía no tiene en el bolsillo mi piel.
—¡Pero la tendré, por todos los rayos y todos los huracanes...! Mientras se mantenga escondido, no puedo darle el justo castigo que le espera.
En aquel momento un tiro de fusil estalló al costado del portugués.
Kammamuri, habiendo podido divisar al inglés, a pesar de que se mantenía prudentemente escondido entre los arbustos, había disparado pero desgraciadamente había fallado el objetivo.
El inglés había saludado aquel tiro con una carcajada burlona y por un instante había desaparecido entre los árboles para escapar al choque de los paquidermos que se volvían siempre más tenaces, a pesar de las descargas de la pequeña escolta.
—¿No te muestras otra vez? —gritó Yanez.
—No tengo ninguna prisa por mandarte a piratear a los mares del otro mundo.
—Tienes los elefantes a tus espaldas.
—¡Me río de ellos! —respondió el inglés.
Podía en efecto reírse por un momento, porque se había arrojado en medio de una gran maleza, atravesada aquí y allá por fuertísimas fibras de rotang que, cuando son tendidas, poseen la resistencia de las guindalezas de cordones de cobre o de acero, que son hoy las de muchas naves, tanto de vapor como de vela.
Los elefantes no podían lanzarse en medio de aquella gran maleza sin matarse, tanto más porque los arbustos estaban defendidos por árboles de gran fuste, resistentes incluso al choque de aquellas macizas bestias.
Un paquidermo, creyendo encontrar un pasaje, había intentado arrojarse en medio del matorral, donde el inglés, mientras se mantenía escondido, no cesaba de tirar escopetazos ahora contra la escolta del portugués, ahora contra los gigantes de las florestas borneanas.
El coloso que había intentado asaltar las espaldas del inglés, no había tenido suerte. Cargando con la usual furia, se había arrojado entre los rotang y los gamuto, intentando hundirlo con golpes de trompa.
Había ya penetrado y distaba mas que pocos pasos del inglés, cuando su trompa cayó, segada por un solo golpe.
El enorme apéndice había chocado contra un rotang y había sido cortado.
Un barrito espantoso, seguido de clamores pavorosos e impresionantes, anunció la muerte del paquidermo que había caído de rodillas vomitando de la nariz mutilada, con rápidas pulsaciones, una sangre negra y espumante que caía como lluvia roja sobre la gran maleza.
John Foster, que debía conservar una calma admirable incluso delante de aquel peligro extremo, se había volteado de pronto y había hecho fuego repetidamente.
El gigante, ya mutilado, había recibido la descarga en los ojos.
Desgraciadamente había otros dos que avanzaban a través de las malezas, como si estuviesen bien resueltos a vengar a sus compañeros.
Yanez, que no perdía de vista ni al inglés ni a los colosos, esperó un instante con la esperanza quizá de que los elefantes se encargasen de quitarle aquel peligroso adversario, pero luego, despreciando la vida, se lanzó al abierto intentando alcanzar otra vez el enorme cuerpazo del cabeza-gris.
—¡Haz como yo, condenado inglés! —gritó—. Si es verdad que no tienes miedo de mí. Aquí, me ofrezco a tus tiros y tú haz otro tanto con los míos, si es verdad que eres un valiente.
El Sultán, mientras tanto, viendo que las cosas iban para demasiado largo, con una serie de silbidos agudísimos había hecho acudir a veinte o treinta shikaris, que batían los matorrales detrás de la maleza para empujar a los gigantes hacia el estanque.
Otro animalazo, nada espantado por el horrible fin de su compañero, que agonizaba en tierra completamente desangrado, había tomado impulso y se había volcado allí donde el obstinado inglés se escondía.
Pero no tuvo mejor suerte, porque después del primer ímpetu fue a chocar con la cabeza contra una fila de rotang tendida entre dos altísimos árboles como una verdadera cuerda de acero.
Se oyó un estruendo espantoso, seguido por barritos altísimos y por el crepitar de las plantas que sostenían a las fuertísimas lianas malayas, que ofrecen mayor resistencia incluso que las americanas.
Los dos árboles, aún cuando de mole enorme, habían sido desarraigados y yacían en el suelo a través de la maleza.
El desgraciado paquidermo no había tenido mejor suerte que su compañero.
Lanzado con la velocidad de una locomotora a través de todos aquellos obstáculos, había caído sobre un calamus, resistente como el acero, que lo había decapitado en un instante.
Tampoco los otros dos, viendo alzarse nubarrones de humo sobre los arbustos, se habían detenido.
John Foster, descubierto por los brutos de las grandes florestas que se preparaban para hacerlo pedazos o aplastarlo contra el tronco de un árbol, se había precipitado fuera del brezal aullando a todo pulmón:
—Si entre ustedes hay un europeo, acuda en mi ayuda porque es el deber de todos los hombres blancos protegerse.
—Entonces aquí estoy, John Foster —gritó el portugués.
Apenas se había mostrado, que el inglés le disparó en contra una nueva descarga con la esperanza de asesinarlo a traición.
—¡Ah, miserable! —gritó el portugués, que había evitado el proyectil, dejándose caer precipitadamente a tierra.
Pero se levantó enseguida, y armado de su infalible carabina, se lanzó hacia adelante.
El inglés, presionado también por los elefantes, se había dado a la fuga a través de la maleza, con la esperanza de internarse en la gran selva.
—¡Detente, bribón, o hago fuego! —gritó Yanez que se impulsaba audazmente adelante precedido por Mati y por algunos hombres de su escolta.
—¡Tendré tu piel! —respondió el inglés—. Lo he jurado y soy hombre de mantener mis juramentos.
—¡Y también tus traiciones, indignas de un europeo!
John Foster continuaba corriendo con la agilidad de una gacela, aún cuando no fuese más joven.
Tres veces se detuvo detrás de la enorme masa del cabeza-gris y después de haberse arrojado a tierra aulló:
—¡Aquí está la bala que te matará, infame pirata!
Había ya bajado la carabina, apuntando al portugués, cuando un disparo de fuego previno el suyo.
La bella holandesa, que había asistido hasta ahora a aquel trágico duelo sin manifestar ninguna emoción, había disparado, y el inglés había caído al lado del cabeza-gris, con la cabeza atravesada por un proyectil cónico forrado de cobre.
—Gracias, señora —le dijo Yanez—. Jamás olvidaré que me ha salvado la vida.
—Yo también tenía deudas de agradecimiento hacia usted, milord —respondió Lucy con su usual voz pacata—. ¿Y ahora?
—Intentemos librarnos del apuro lo mejor que podamos. Aquí sopla un viento extraño, que sabe a traición.
El portugués recargó sus armas, habiendo disparado antes algún tiro contra los paquidermos, luego gritó:
—Si les oprime la vida, estréchense todos a mi alrededor.
Luego, lanzando hacia el Sultán una mirada amenazadora, añadió:
—¿Qué broma me ha preparado, Alteza?
—Una partida de caza y nada más. ¿Ya están en tierra los colosos y se queja?
—Querría ver a sus shikaris.
—No pueden dejar en este momento la batida —respondió el Sultán con voz un poco temblorosa.
—Cuidado, Alteza, que si en cambio preparan alguna nueva traición, el primer tiro de fusil que dispararé será para usted. ¡Vamos, todos a mi alrededor!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Campilán: “Kampilangs” en el original, es un sable recto y ensanchado hacia la punta, usado por los indígenas de Joló, en Filipinas.

Upas: Palabra de origen javanés que significa “veneno”. Se utiliza para designar al veneno extraído del látex del árbol Antiaris toxicaria de la familia de las moráceas.

Aru: Según Google Traductor, es una palabra en malayo que significa “seguir”. No la encontré en otros diccionarios.

Pombo: Según un apunte de Salgari, hace referencia al fruto del árbol Citrus maxima, la pamplemusa, limonzón, cimboa o pomelo chino, un hesperidio de color amarillo pálido o rosado, sabor ligeramente ácido con un pequeño toque de amargor y gran tamaño. Es el origen de otros cítricos como la naranja, la toronja, o el pomelo. Sin embargo, del nombre “pombo” no hay referencias, por lo que podría tratarse de un neologismo creado por Salgari. Quizá derive del malayo (o del indonesio) “pohon”, que significa “árbol”.

Siam: Nombre con el que se conocía a la actual Tailandia hasta 1939.

Quintal: Antigua unidad de masa. Actualmente existen 2 referencias a su equivalencia. Por un lado existe el quintal español, equivale a 46,008 kg, que más tarde se redondeó en 50 kg. Pero en otras regiones, como en la India, 1 quintal equivalía a 100 kg. Por lo tanto tomando esta última referencia, 0,5 quintales equivaldrían a 50 kg.

Guindalezas: “Gomene” en el original, en marina son cabos de 12 a 25 cm de mena (circunferencia), de tres o cuatro cordones corchados de derecha a izquierda y de 167 o más metros de largo, que se usan a bordo y en tierra.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario