jueves, 2 de julio de 2020

XVIII. El asalto de los rajputs


Aunque John Foster había caído para no levantarse nunca más, el peligro no había cesado, porque los paquidermos sobrevivientes corrían desenfrenadamente a través de la maleza, para alcanzar a los cazadores.
Yanez, habiendo formado el pelotón, con la bella holandesa en el centro, se había dirigido solícitamente hacia el margen de la gran floresta, para repararse bajo las plantas de alto fuste.
De vez en cuando, aunque retirándose rápidamente, disparaban algún tiro intentando cazar a aquellas obstinadas grandes bestias que parecían haber jurado la pérdida de aquel grupo de personas.
El portugués se había puesto al lado del Sultán y lo vigilaba atentamente: Kammamuri mantenía un ojo al jefe de los shikaris, que por su parte parecía que tuviese deseos de regresar al campo.
Por un cuarto de hora el pelotón continuó su marcha siempre detrás del frente de la floresta, luego Yanez dio la señal de parada.
Habían llegado a la orilla de un curso de agua interrumpido por numerosos islotes bajos, y justo frente al mayor había descubierto una roca de un centenar de metros de altura, absolutamente inaccesible a los pesadísimos paquidermos.
—He aquí una magnífica posición estratégica —dijo Yanez, cuando hubo llegado a la cima—. Desde este lugar vigilaremos los movimientos sospechosos de los shikaris que no me tranquilizan en absoluto.
—¿Teme una traición, señor? —preguntó el indio en voz baja.
—¿Qué te dice tu corazón?
—Que aquel inglés ha partido la tregua que reinaba entre nosotros y el Sultán. Este es el momento de tomar una gran decisión o ninguno de nosotros saldrá vivo de estas florestas, que se prestan tan maravillosamente a las emboscadas. Arrojémonos sobre Varani, alcemos a los chinos y metamos hierro y fuego a todo, señor Yanez.
—Si tuviese a mano a la escolta de Sandokan, a esta hora me habría arrojado incluso contra los hombres del Sultán.
—¿Querrán hacernos prisioneros?
—Es lo que sospecho. La cara del Sultán no me tranquiliza en absoluto.
—En este momento somos demasiado pocos como para empeñar la lucha a fondo.
—No hay mas que una sola cosa por hacer. Mandar a Mati al campo del Sultán a fin de que me traiga a toda mi escolta.
—¿Y los elefantes, señor?
—Parece que se han calmado, Kammamuri.
En efecto, los paquidermos, aún cuando hubiesen conseguido finalmente atravesar la maleza, después de una breve exploración se habían impulsado hacia el río, probablemente con la idea de salvarse sobre alguna isla.
De vez en cuando algún proyectil los alcanzaba, aunque estaban lejos y los hacía dar brincos, acompañados de un concierto ensordecedor de barritos.
Parecía casi que de la gran floresta hubiesen acudido otros colosos a tomar parte del combate iniciado por el pobre cabeza-gris.
—Alteza —dijo Yanez, acercándose al Sultán que se mantenía bien cerca del jefe de los batidores—, ¿sabría decirme cómo terminará esta partida de caza?
—Como tantas y tantas otras —respondió el monarca con voz un poco burlona—. ¿No tiene ya suficientes elefantes? Sin embargo, como ha visto, no son tan peligrosos.
—No hablo de los colosos —rebatió Yanez con voz áspera—, sino de sus shikaris que no los veo más.
—Ellos continúan la batida, milord. Le he dicho que quería ir a las cimas de las Montañas de Cristal para verificar una voz que corre insistente en el campo.
—¿O sea? —dijo el portugués estremeciéndose y apelando a toda su sangre fría para no traicionarse.
—Que bandas de guerreros dayak armados de fusiles han dejado el lago Kinabalu y marchan hacia mi frontera.
—¿Guiados por quién?
—Por un guerrero famoso, que ha conseguido establecerse en un trono casi al lado mío. Es él quien ha aniquilado completamente a las hordas sanguinarias de aquel terrible rajá del lago, contra el cual intenté maniobrar varias veces, obteniendo más derrotas que laureles, y dejando en las manos de los cazadores de cabezas un número espantoso de cráneos.
—¿No tiene kotas sobre su frontera? —preguntó Yanez.
—Ciertamente hay fortines escalonados en los barrancos de las montañas y también sobre las cimas.
—Deje entonces que las guarniciones se las arreglen lo mejor que puedan.
El Sultán sacudió la cabeza, luego dijo con voz triste:
—Mis guerreros no valen nada, milord, cuando les falta la ayuda de mi guardia india.
—¿A dónde ha mandado a aquella columna que no se la ha visto más?
—A la frontera; si aquel desconocido desciende a través de mis Estados, es capaz de traerme la guerra a casa. Bien lo sabe aquel terrible y misterioso rajá de Kinabalu, que lo había acogido como amigo en su capital.
—¿Ha perdido el trono?
—También la vida, milord, porque cuando se ha visto en la imposibilidad de defenderse, ha dado fuego al polvorín, y ha saltado al aire junto con su familia.
—He oído hablar vagamente de esta historia —dijo Yanez—. ¿Y qué planea hacernos hacer?
—Una carrera hacia las Montañas de Cristal —respondió el Sultán—. Bajo aquellas inmensas florestas tendremos presas de todo tipo para abatir.
—¿Y mientras tanto?
—Preferiría, por mi parte, regresar a mi campo para descansar bajo mi tienda y bajo la fiel vigilancia de mi guardia. ¿Qué haremos aquí toda la noche, expuestos a la humedad del río y sin cena?
—Pues bien, Alteza —dijo Yanez resueltamente—, le advierto que estoy listo para avanzar, pero entre sus hombres no me siento más seguro después de la traición urdida por el inglés.
El Sultán hizo un gesto de impaciencia y miró por largo tiempo al jefe de los batidores, que estaba siempre erguido adelante, pero bajo la estrecha vigilancia de Kammamuri.
—Milord —dijo finalmente—, usted me ha dado demasiados fastidios y después de haber deseado tanto un embajador de la gran Inglaterra, ahora siento que estaría mejor sin uno.
—¿Y si fuese demasiado tarde?
—¿Qué quiere decir, milord? —preguntó el Sultán espantado.
—Que si la guerra retumba en sus confines, las flotillas están listas, a una orden mía, para entrar en la bahía y abrir fuego.
—¿Usted haría esto?
—Ciertamente, Alteza.
—¿Con qué derecho?
—Con el derecho del hombre que defiende su propia piel.
—¡Usted ve conjuras por todas partes, milord!
—Yo no veo nada: las intuyo.
—Entonces, milord, es hora de hacerle saber que hay un Sultán, a quien debe obediencia.
—Explíquese mejor, Alteza.
—Lo secuestro a usted y a la mujer y los conduzco a mi campo como rehenes.
—¿Con qué fuerzas? —preguntó el portugués irónicamente—. ¿Quizá con el jefe de los shikaris que ya está medio muerto de miedo? ¡Se necesita mucho más para gente como nosotros!
—¿No quiere venir?
—No —respondió Yanez—. Es más, le advierto que quemaremos todos nuestros cartuchos.
El jefe de los shikaris, obedeciendo a un gesto de su señor, tomó la carabina y apuntó la boca hacia el pecho de la bella holandesa diciendo:
—¡O me siguen o hago fuego!
Yanez, que ya sospechaba alguna traición, se había precipitado sobre el Sultán arrancándole el arma y lo había derribado, mientras Mati, Kammamuri y la bella holandesa mantenían bajo control al jefe de los shikaris.
—Alteza —dijo el portugués con voz terrible—, si mata a la mujer, le haré saltar el cerebro.
Había tirado la carabina quitada al traidor y armado rápidamente sus pistolas.
—¿Quiere matarme? —preguntó el monarca, con voz temblorosa.
—No tengo ningún deseo, si usted no intenta nada contra nosotros hasta que no hayamos llegado a las Montañas de Cristal. Allá arriba hará lo que quiera.
El Sultán rechinó los dientes como un joven tigre, luego con un movimiento de costado se sustrajo al tiro inmediato de las pistolas.
—Me habían dicho que usted era un pirata cualquiera, en lugar de un embajador de una gran potencia que respeto. He hecho mal en no prestar oído a los consejos de mis ministros.
—¡A sus diplomáticos! —dijo Yanez irónicamente—. Aquella gente terminará por chuparle todas las rentas del Sultanato.
Hubo un breve silencio. El Sultán, tendido en tierra, temblaba de pies a cabeza, y hacía en vano señales misteriosas al jefe de los shikaris, que, viéndose amenazado por varias carabinas, no había osado moverse más.
—Vamos, milord —dijo finalmente el Sultán, con voz rauca—. ¿Qué quiere de mí?
—Que me siga hasta las Montañas de Cristal para ver qué sucede en sus fronteras.
—¿Y mi escolta?
—¿La suya? Por ahora permanecerá en el campo.
—¿Quiere hacerme perder el trono y quizá también la vida, milord? Siento por instinto que a mi alrededor se conjura para arrancarme el poder.
—¡Silencio! —impuso Yanez—. ¿Para entrar en su campamento se necesita alguna contraseña o alguna señal?
—¿Qué quiere entonces? ¿Asaltar a mis batidores y a mis bayaderas?
—No, quiero hacer llegar aquí lo más pronto a mi escolta. Debo responder por su vida y no quiero meterlo en una mala aventura, que podría comenzar sobre las Montañas para terminar en Varani.
—¿En mi capital? —aulló el Sultán, intentando alzarse.
—¡Alto Alteza o hago fuego! Deme alguna señal o alguna palabra para que uno de mis hombres entre en su campo y vaya a reunir a mi escolta.
El Sultán tuvo una larga indecisión, luego se arrancó del dedo un pesado anillo de oro y lo arrojó a los pies del portugués, diciendo:
—Aquí está.
—No basta decir aquí está, Alteza, porque usted permanecerá como rehén con nosotros hasta que lo crea oportuno.
—El anillo lleva mi sello —respondió el pobre Sultán, frotándose el sudor frío que le goteaba de la frente.
No viendo más armas niveladas se había alzado: incluso Yanez había vuelto a poner en el cinturón las famosas pistolas.
Se acercó al jefe de los shikaris, que no estaba menos aterrorizado, y le susurró rápidamente algunas palabras, en una lengua que ninguno podía comprender.
—¿No tendrá intenciones de prepararnos alguna nueva emboscada? —dijo el portugués.
—No; al contrario le encargo acompañar a su hombre, a fin de que no le toque ninguna desgracia y para que impida a mis ministros intervenir en este asunto.
—Sea pues, Alteza. Ya que usted permanecerá bien vigilado y al primer intento de fuga, lo haré fusilar sin misericordia.
—La partida está abierta, y no cerrada todavía; ¿verdad, milord? —preguntó el Sultán.
—Es tiempo de ajustar este pequeño asunto, que si ha causado ofensas al Sultán de Borneo, por poco Inglaterra no pierde a uno de sus embajadores.
Se había volteado hacia Mati, que parecía impaciente por ir a reunir a la escolta.
—A mis hombres los conducirás a todos aquí y lo más pronto posible —le dijo—. Cuídate de las traiciones, amigo, y sigue los consejos de mi hombre que de emboscadas, entiende.
Sacó de un bolsillo del chaleco un reloj de oro adornado con brillantes en sus números, regalo ciertamente de Surama, luego reanudó:
—Son apenas las dos: después del anochecer ustedes pueden estar aquí.
—Si encontramos el paso libre —dijo Kammamuri.
—Los elefantes ya no se divisan más, y creo que nadie los estorbará. Vayan.
El jefe de los shikaris y Mati tomaron sus armas y después de haber observado atentamente si en algún lugar se divisaban los paquidermos, descendieron rápidamente la peña bajando a la orilla del río.
Yanez los seguía atentamente con la mirada, como si sospechase alguna traición.
Incluso si sus compañeros no parecían tranquilos porque pensaban en los rajputs, infantería muy apta que siempre tiene óptimos tiradores, y que podían de un momento a otro venir en busca de su amo.
Habían transcurrido cinco minutos, cuando entre los bosques que se extendían a lo largo de la orilla del río se oyó un disparo.
Yanez había brincado en pie mirando al Sultán, que sentado sobre una roca, fingía no verlo.
—¿Otra traición, Alteza? —le preguntó.
—Usted sueña traiciones por todas partes, milord —respondió el Sultán—. La cosa se vuelve ya demasiado aburrida.
—¿Explíqueme entonces usted por qué mis hombres, habiendo apenas descendido, han sido obligados a disparar?
—¡Gran Alá! Habrán matado alguna babirusa para su cena. Sabe bien que estamos todos sin víveres.
En aquel instante un segundo tiro de fusil atronó bajo los árboles, seguido casi de súbito por una verdadera descarga cerrada.
—¡Los rajputs asaltan a nuestros amigos! —gritó Yanez.
—No se inquiete por Mati, señor. Él es un hombre que se las arregla siempre, incluso en las más terribles circunstancias.
—¿Y si me lo matan?
—También estoy yo, señor Yanez, y una carrera hacia las Montañas de Cristal para pedir ayuda al Tigre de la Malasia no me espanta.
Proyectiles comenzaban a maullar sobre la peña, desbastando grandes pedazos de toba.
Un hombre había salido de la floresta y corría, con velocidad fulmínea hacia el lugar ocupado por Yanez y sus compañeros.
—¡Mati! —exclamó Kammamuri.
—¡Con los rajputs en las espaldas! —añadió el portugués—. Señora Lucy, arrójese en medio de las rocas y no se muestre, porque aquellos indios son óptimos tiradores.
—¿Y usted, señor Yanez? —preguntó Kammamuri, que se había arrojado prudentemente detrás de un enorme peñasco.
—Quítate tu faja de seda, y ata ante todo al Sultán —respondió el portugués—. Si quieren subir hasta aquí, con semejante rehén en nuestras manos, podemos imponer condiciones.
El indio se había sacado el rico echarpe y había cumplido prontamente la orden.
—¡Miserables! ¿Qué hacen? —gritó el monarca, poniéndose grisáceo, o sea palidísimo.
—Intentamos impedirle que huya —respondió Yanez, haciendo brillar a los últimos rayos del sol los cañones de sus famosas pistolas.
—¡Esto es un asesinato! —aulló el Sultán.
—Que en todo caso cometerán sus rajputs, porque el primero que se muestre aquí arriba, señalará la última hora de su reinado.
—Tengo el derecho de hacerme liberar.
—Y yo el de impedirle preparar alguna otra traición bajo las florestas de las Montañas de Cristal.
—Usted no es el Sultán de Borneo.
—Es verdad: pero soy hombre tal de meter hierro y fuego a todo su reino. Cuídese, porque las bandas conducidas por el terrible Tigre de la Malasia, mientras tanto, están bajando a sus tierras.
—¡Me vengaré...!
—Sí, lo más tarde posible —respondió Yanez.
Luego, volviéndose hacia Kammamuri e indicándole al Sultán, le dijo:
—Toma a aquel hombre y llévalo a la cima de aquella peña, e intenta que esté bien a la vista. Veremos si su guardia tiene el coraje de hacerle fuego.
—¿Y luego, señor Yanez? —preguntó el indio.
—¿Tendrías miedo de hacer una carrera nocturna hasta las Montañas de Cristal junto conmigo?
—Con usted iría incluso, por segunda vez, a dar caza a los últimos thugs indios.
—Por ahora aquellos no nos dan ningún fastidio; por consiguiente no debemos ocuparnos mas que de los rajputs.
—Que también tienen en las venas sangre india —observó, no sin una pizca de malicia, el maratí.
Las descargas de salva habían cesado, pero el combate no debía haber aún terminado.
Tiros aislados atronaban siempre dentro de las florestas que costeaban el río. Mati se batía en retirada, quemando sus cartuchos.
—Hagamos ahora algo también nosotros —dijo Yanez—. No dejemos que los rajputs avancen tranquilamente y conquisten nuestra posición. Antes de que lleguen aquí, el Sultán no estará más vivo, si no cesan el fuego.
Se subió sobre una roca junto con Kammamuri, lanzó una mirada a lo largo de la orilla del río, luego habiendo divisado un pequeño grupo de rajputs, disparó a su vez dos tiros, obligando a aquellos indios, por valientes que fueran, a ponerse nuevamente a salvo bajo las florestas.
También Kammamuri había consumido un par de cargas, apoyado por la bella holandesa, que disparaba maravillosa y calmadamente, como si se encontrase en un campo de tiro.
—¿Cuánto durará esta tregua? —se preguntó el portugués, mirando a Kammamuri—. Si los rajputs nos asedian, estaremos obligados a rendirnos por la fuerza, no teniendo nada que poner bajo los dientes.
—¿Cree que el Tigre de la Malasia ya esté descendiendo la frontera para tendernos la mano?
—Sandokan no puede estar lejos. El puesto de los mensajeros está sobre el Sirdar y allá encontraremos noticias suyas.
—¿Qué debo hacer?
—Partir sin demora y aprovechar la noche para hacer correr a los rajputs. Intenta unirte a Mati, si puedes, y que Dios te proteja, mi bravo y fiel servidor.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Lago Kinabalu: “Lago Kini Balù” en el original, le cambié el nombre para ajustarlo a la ciudad y al monte del estado de Sabah en la isla de Borneo. Este supuesto lago no existe, aunque hay reportes de viajeros del S.XIX que indicaban que el lago de Kini-Ballú era el más grande de Borneo y estaba ubicado al noreste de la isla. Hay dos explicaciones posibles: 1. Las grandes inundaciones y el desborde de los ríos en la zona, darían la apariencia de un lago; 2. Los habitantes de la región —donde debería estar el lago— se llaman —o llamaban— “Danau”, que en malayo significa “lago”, por lo que podría haberse tratado de un malentendido entre los malayos de la costa y los primeros europeos en llegar a la región y transmitir las novedades de la gran isla.

Descarga cerrada: “Fuoco di fila” en el original, es el fuego que se hace de una vez por uno o más batallones, compañías, secciones, etc.

Toba: Piedra caliza, muy porosa y ligera, formada por la cal que llevan en disolución las aguas de ciertos manantiales y que van depositando en el suelo o sobre las plantas u otras cosas que hallan a su paso.

Thugs: Miembros de la fraternidad secreta de los estranguladores, adoradores de la diosa Kali.

Sirdar: No encontré referencias a este supuesto estanque de Borneo.

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