miércoles, 15 de julio de 2020

XIX. Las bandas del Tigre


La luna, una luna magnífica, que aclaraba las florestas como en pleno día, rozaba los altísimos árboles de las Montañas de Cristal, cuando una pequeña banda de hombres aparecía en el fondo de un barranco que conducía al estanque de Sirdar.
No eran más de cincuenta, pero su aspecto era todo menos tranquilizador.
Había malayos y dayak del interior, los famosos cazadores de cabezas, todos armados de fusiles y sables espantosos, que solamente con verlos, hacían helar la sangre en las venas.
Además algunos llevaban sobre sus robustos hombros largos caños que no eran otros que espingardas.
Parecía que otros hombres estuvieran atravesando más a lo alto los pasos de las montañas, porque el silencio de la noche era interrumpido de vez en cuando por un lejano rodamiento de rocas.
En la extremidad del barranco recorrido por la pequeña tropa, ardía un gran fuego encendido en la orilla de un pantano.
Dos hombres, sentados en el tronco de un árbol, charlaban tranquilamente, sin preocuparse, por lo que parecía, de los peligros que podían presentarse de un momento a otro.
Uno era un verdadero tipo de malayo, intensamente moreno, con tonos rojizos en los pómulos; el otro en cambio, que se apoyaba en una soberbia carabina de dos tiros engarzada en plata y madreperla, era el puro tipo de indio.
Ambos estaban algo entrados en años, pero todavía robustos y en grado de realizar, incluso por sí mismos, grandes empresas.
—Dime —dijo el malayo al indio, que desde hacía algún tiempo daba signos de impaciencia—, ¿no te parece extraño que Yanez todavía no nos haya mandado ningún mensajero? Mati, el maestre del yacht, debe conocer el país y creo que sabrá llegar pronto aquí, mi querido Tremal-Naik.
—Te confieso que no estoy nada tranquilo, Tigre de la Malasia. Siempre tengo el temor de que al señor Yanez y a las flotillas les haya tocado alguna desgracia.
—También querría saber qué ha sucedido con los hombres que hemos desembarcado en la costa. Sin embargo, creo que dentro de poco tendremos alguna noticia. Conozco demasiado bien a Yanez, y me parece verlo venir a nuestro encuentro, porque sabe que también nosotros estamos expuestos a graves peligros. ¿Están siempre pisándonos los talones los cazadores de cabezas?
—Sí, señor Sandokan. No nos quieren dejar en absoluto.
—¿Entonces siempre tienen necesidad de cabezas aquellos sanguinarios salvajes? —dijo el Tigre de la Malasia, haciendo un gesto de ira.
—Sabes como yo qué raza de pillos son aquellos hombres: siempre tienen necesidad de adornar sus cabañas con cabezas humanas para aterrorizar a sus adversarios.
—Calla, Tremal-Naik —dijo en aquel momento el Tigre de la Malasia, alzándose de repente y mandando un silbido para hacer acudir a sus hombres, que ya se habían reunido poco a poco sobre la orilla del estanque.
—¡Un tiro de fusil! ¿Verdad, Sandokan? —preguntó el indio—. Me ha parecido.
—Los dayak no poseen armas de fuego —dijo el Tigre de la Malasia— si no están reclutados por nosotros. Sus cerbatanas no hacen ruido, aunque matan inexorablemente.
La pequeña tropa que había descendido a través del barranco del estanque, enseguida había puesto en batería dos espingardas, volviendo las bocas hacia el monte.
Todos se habían puesto a escuchar, alarmados por aquel disparo que ciertamente no podía haber sido disparado por amigos.
Transcurrieron algunos minutos de angustiosa expectativa, porque el pelotón sabía muy bien que tenía delante y a las espaldas a los famosos cazadores de cabezas, que son los más valientes de todos los isleños de la Malasia.
Después de aquel disparo, que resonó a lo lejos, en medio de la gran y oscura floresta, no habían oído nada más.
Sin embargo, el pelotón no se había desarmado y se mantenía listo para rechazar cualquier asalto que viniese de la otra parte del estanque.
—¿Nos hemos engañado, Sandokan? —preguntó Tremal-Naik al formidable jefe de los tigres de Mompracem.
—No, ha sido un disparo —respondió el malayo, lanzando una mirada a su pequeña tropa—. Conozco las carabinas de mis hombres y un disparo lo reconocería entre miles, porque nuestras armas tienen un calibre mucho mayor que las de las carabinas utilizadas por los ingleses.
—¿Respondemos, Tigre de la Malasia?
—¿Para señalar a los cazadores de cabeza nuestro campamento? No, Tremal-Naik: prefiero esperar aún. Por otra parte somos un buen número y tenemos las espingardas que son muy temidas por los dayak.
Transcurrieron otros cinco minutos.
Un tigre hambriento, que iba en busca de su cena, hizo oír su espantoso e impresionante “ahough”; pero el tiro de fusil no se repitió bajo el tétrico monte.
—Pide nuestras chuletas —dijo Tremal-Naik, quien habiendo vivido muchísimos años en la India no parecía demasiado agitado.
—¿Habrá asaltado al hombre que ha disparado?
—A mí también me ha venido esta duda, Sandokan —respondió el indio.
—¿Qué harías tú?
—Iría a buscar al hombre que ha señalado su presencia con aquel tiro de fusil. Hemos matado suficientes en los Sundarbans del Ganges a lo largo de las orillas del río sagrado, como para espantarnos por el aullido de aquel hambriento. La noche no es tan oscura, y también bajo la floresta sabremos cuidarnos de los comedores de hombres.
El Tigre de la Malasia hizo un gesto, y un feo y viejo malayo, que tenía el rostro y el pecho rayado por golpes de sable, se adelantó, preguntando:
—¿Qué quiere, jefe?
—Que te mantengas firme hasta nuestro regreso —respondió Sandokan—. Si los cortadores de cabeza intentan el asalto al campo, trabaja con la metralla, ya que hemos traído hasta aquí nuestras más grandes espingardas.
—¡Cuidado, jefe...! La floresta esconde mil traiciones, especialmente cuando está recorrida por los salvajes de la frontera.
—Tremal-Naik y yo bastaremos por el momento. Absolutamente quiero buscar al hombre misterioso que avanza en la floresta, a pesar del aullido del tigre. No puede ser mas que uno de los hombres de Yanez, estoy seguro.
Dio a su banda una mirada, luego satisfecho de ver a aquellos formidables corredores de las florestas en línea de combate, listos para rechazar cualquier ataque, se arrojó a la espalda la carabina y se alejó, diciendo a Tremal-Naik:
—Ven, amigo: o encontramos al hombre o encontramos al tigre.
Volvieron los talones al pequeño campamento y se metieron resueltamente bajo el oscuro monte, bien decididos a encontrar al hombre que había hecho fuego, a pesar de la presencia de la terrible bestia.
La luna, filtrando a través del follaje, dibujaba sobre el terreno manchas curiosísimas, brillantes por el rocío nocturno.
Los dos hombres avanzaron con cautela por una cincuentena de pasos, aguzando las orejas a cada instante, luego Sandokan dijo:
—Sea un amigo o enemigo, provocaremos algún otro tiro de fusil.
—Si el tigre no se ha comido al misterioso mensajero —dijo el indio.
—Los hombres de Yanez han hecho las campañas de la India y conocen demasiado bien a los bagh, como para dejarse sorprender. Probemos.
Se sacó la carabina y se puso a escuchar por unos instantes.
Ya había alzado el arma, cuando imprevistamente el aullido espantoso del tigre resonó nuevamente en medio de la floresta.
—Parece furioso —dijo Tremal-Naik—. ¿El hombre habrá fallado el tiro, o la bestia habrá sido herida?
—Veamos —dijo Sandokan.
Hizo un disparo, que retumbó siniestramente bajo la oscura floresta repercutiendo largo tiempo a través de los senderos y las brechas.
Un “ahough” amenazador fue la primera respuesta que resonó no muy lejos, luego después de un minuto se oyó otro disparo pero menos fuerte que los otros.
—Lo tenemos a nuestra derecha —dijo Sandokan—. No puede ser un dayak.
—No, pero tiene por aliado al tigre —respondió el indio que en los Sundarbans indios había hecho verdaderos estragos de aquellas sanguinarias bestias.
—Cuidado, que no nos sorprenda: está más cerca que el hombre.
—También tenemos ojos y estamos habituados a ver incluso en medio de la oscuridad.
—Doblemos, Tremal-Naik, y estemos atentos. Si el tigre nos ha olfateado, como es probable, se pondrá a nuestros talones para intentar ahora el golpe sobre nosotros.
—Sí, nos caerá encima cuando menos lo esperemos.
Habiendo encontrado en la floresta una brecha anchísima, abierta por elefantes o rinocerontes, se metieron dentro, teniendo los dedos en los gatillos de las carabinas.
Sandokan ya se había apresurado a recargar su arma, para no encontrarse casi inerme en el momento oportuno.
En la floresta reinaba ahora un gran silencio, roto apenas por el susurro del follaje agitado ligeramente por la brisa nocturna.
Bajo las hojas secas se oían, de vez en cuando, susurros y silbidos más o menos agudos que anunciaban la presencia de no pocos reptiles.
Siempre con las orejas aguzadas, la mirada fija en los arbustos y en los grandes matorrales, los dos hombres comenzaban a marchar valientemente buscando al misterioso mensajero.
Habían recorrido otros quinientos o seiscientos pasos, cuando Tremal-Naik, que se encontraba adelante, se arrojó bruscamente a tierra, susurrando:
—El bagh.
—¿Lo has visto? —preguntó Sandokan sin demostrar ninguna aprensión.
—Una sombra se ha deslizado hacia aquel oscuro matorral que se extiende delante nuestro.
—Pero no estás seguro que sea el tigre.
—Estoy seguro de que no tardará en hacerse ver. Si son valientes aquellos de Bengala, los de Borneo no lo son menos, y no escapan frente al hombre.
—¿Tendrá su cueva en medio de aquellas plantas?
—Lo sospecho, Sandokan.
—Vamos entonces a buscarlo —dijo resueltamente el terrible jefe de los piratas de Mompracem—. No quiero que se coma al mensajero.
Ambos se habían detenido, olfateando intensamente el aire, que se había impregnado de aquel agudo olor salvaje que dejan siempre detrás las bestias feroces.
—¿Lo sientes? —preguntó Tremal-Naik.
—Sí —respondió Sandokan—. No es posible equivocarse.
Miró alrededor y habiendo divisado en la tierra un pedazo de rama seca, lo recogió y lo lanzó con toda fuerza en medio del matorral para provocar el ataque de la bestia.
Entre la maleza se oyó un gruñido amenazador, luego un resonar de hojas secas.
—Está allá adentro —dijo Tremal-Naik.
—Y nos espera al pasar —añadió Sandokan—. Intentemos descubrir sus ojos y fulminarlo con una bala en la frente. Ponte a mi derecha, amigo. Ambos dispararemos mejor.
El indio se apartó unos pasos, se inclinó hacia tierra, empujando la mirada agudísima dentro del matorral, luego se alzó diciendo:
—Está delante nuestro.
—¿Y el hombre?
—Quién sabe dónde a ido a parar.
—Lo buscaremos más tarde, cuando nos hayamos desembarazado de este peligroso vecino, que cuenta con cenar nuestras pulpas. ¡Sangre fría y adelante!
Se arrojaron ambos a gatas, empujando hacia adelante, lo más que podían, sus terribles carabinas y buscando ansiosamente la mirada de la bestia.
Un soplo de aire húmedo que olía a invernadero, impregnado de miasmas, trajo por segunda vez hasta ellos el olor salvaje del bagh.
—¿Ves algo tú, Tremal-Naik? —preguntó Sandokan al indio que estaba a su lado.
—En el matorral reina una oscuridad completa.
—¡Sin embargo la bestia está allá adentro!
—Oh, también estoy convencido.
—Busca sus ojos.
—¡No consigo descubrirlos!
—¿Quieres que sigamos adelante y que retomemos nuestro camino? Este tigre está de más...
—No te confíes, porque si está hambriento, nos va a seguir para caernos encima en el momento oportuno.
—Sin embargo, no podemos permanecer eternamente aquí inmovilizados, mientras quizá aquel mensajero misterioso intenta alcanzar el estanque.
—¿Qué quieres hacer, Sandokan?
—Expulsarlo —respondió el jefe de los piratas de Mompracem—. No será el primero que caiga bajo nuestros tiros.
Se había alzado nuevamente, y con una loca temeridad se había acercado al matorral, teniendo la cabina apuntada.
Un rauco maullido le advirtió que el peligro estaba más cerca de lo que había creído.
—Tremal-Naik —dijo—, ¿quieres hacer el papel de la presa viva? Tú sabes que yo no erro nunca.
—Estoy listo —respondió el valiente indio.
Se acercó a una fibra de rotang y se colgó con las manos, sacudiéndola fuertemente.
La liana, que pasaba a través de los matorrales, vibró varias veces atrayendo la atención del carnívoro.
Sandokan, cinco pasos más atrás, en la clásica posición del verdadero tirador, esperaba conteniendo la respiración.
De pronto una sombra se abatió sobre los rotang que Tremal-Naik estrechaba, intentando sacar al hombre que se ofrecía tan inconscientemente a sus dientes y a sus garras.
En aquel mismo instante dos tiros partieron de la carabina de Sandokan.
La bestia, que intentaba izarse sobre los rotang para alcanzar al indio alargó las patas delanteras, lanzó un rugido cavernoso, luego se abandonó.
—¡Es nuestro! —gritó el indio, que se preparaba para disparar el tiro de gracia, en el caso de que hubiese sido necesario.
—Y también el mensajero misterioso dentro de pocos minutos caerá en nuestras manos.
Una voz humana se había alzado en medio de un segundo matorral, gritando amenazadoramente:
—¿Quién vive?
—Es a ti, mi querido, que te preguntamos —respondió prontamente Sandokan—. O te muestras, o te pasamos por las armas, como al tigre que hemos abatido en este momento.
—¡Saccaroa...! ¡Qué voz! —exclamó el mensajero misterioso, que no le importó en absoluto adelantarse—. ¿Es usted el Tigre de la Malasia?
—¿Me conoces?
—Soy uno de los hombres del capitán Yanez, señor —respondió el desconocido.
—¡Mati...! ¡El maestre del yacht! —exclamaron Sandokan y Tremal-Naik, adelantándose.
—Sí, soy yo —respondió el valeroso marinero—. Hace dos días que hurgo todos los barrancos de las Montañas de Cristal buscándolo.
—¿Le ha sucedido alguna desgracia a Yanez? —preguntó atentamente Sandokan.
—He venido a pedir su ayuda.
—¿Ha sido capturado, quizá?
—No todavía; pero creo que antes de mañana a la noche se encontrará preso y bien ligado, en las manos de los rajputs del Sultán que asedian la colina, sobre la que se refugian nuestros pobres compañeros.
—¿Cómo? ¿El Sultán se ha puesto en guerra, ahora? —preguntó Sandokan—. Ah, tendrá que vérselas con nosotros. Contaba con sorprenderlo en su capital: tanto mejor si conseguimos atraparlo aquí. ¿Y la flotilla? ¿Y el yacht?
—Por ahora están todos a salvo —respondió Mati—, aunque se dice que cañoneras inglesas y holandesas cercan el puerto.
—He aquí el momento de decidir resueltamente la reconquista de Mompracem —dijo Sandokan—. Regresemos al estanque, reunamos a todas nuestras bandas y vayamos en ayuda de nuestros amigos. Ni siquiera los rajputs le dan miedo al viejo Tigre de la Malasia. Vamos, Tremal-Naik: ¡en retirada, rápido! Los minutos pueden volverse demasiado valiosos.
—¿Estamos lejos del estanque?
—Apenas una media hora de marcha, Tremal-Naik —respondió Sandokan—. Vamos, amigos.
Batieron, explorando aquí y allá, el frente de la floresta, luego se pusieron rápidamente en camino, para acudir en ayuda del desgraciado portugués y de Kammamuri, que debía haber permanecido allá arriba junto con la bella holandesa para vigilar al Sultán y los movimientos de los rajputs.
Ciertamente debía haberle faltado la ocasión para dejar la roca y no hacerse fusilar por los guardias indias.
Antes de un cuarto de hora, Sandokan, Tremal-Naik y Mati se encontraban reunidos en la orilla del estanque.
En torno a ellos, trescientos o cuatrocientos hombres, en su mayor parte dayak del interior, habían tomado posición con una cuarentena de espingardas y un par de lela.
—Formen las líneas y partamos sin demora —dijo Sandokan a los salvajes guerreros, descendidos de las Montañas de Cristal—. Tú, Mati, nos guiarás.
—¿Y la flotilla? —preguntó el maestre del yacht—. ¿No sería mejor hacerla reunir en la bahía de Varani?
—Por ahora ocupémonos de liberar a Yanez —respondió el Tigre de la Malasia—. Todavía no ha llegado la hora de capturar la isla de Mompracem.
Las bandas se dispusieron en cinco filas, cargaron las espingardas y los lela y se pusieron en marcha detrás de Mati, que señalaba el camino junto con Tremal-Naik y Sandokan.
La medianoche ya había tocado y la luna estaba por ocultarse, cuando a lo lejos se escucharon detonaciones.
—¿Yanez quizá? —preguntó Sandokan ansiosamente a Mati.
—Sin duda es él, que se defiende contra los rajputs y contra los shikaris del Sultán.
—Daremos a aquellos canallas una espantosa batalla, que los persuadirá de no medirse más con los tigres de Mompracem.
—¿Estará todavía con su Sultán? —preguntó Tremal-Naik.
—Ciertamente, porque Yanez, para que no escapara, lo ha colocado sobre la punta de una roca, y eso también para impedir a los rajputs hacer fuego contra su señor.
—He aquí un rehén valioso: si aquel hombre cae en nuestras manos, Mompracem no tardará en regresar a la posesión de los tigres de la Malasia.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

¡Finalmente hacen su aparición Sandokan y Tremal-Naik! Se hicieron esperar. Ya en la referencia a las edades de ambos indica que están entrados en años. En teoría, Sandokan debería estar entre los 61 y 62 años, mientras que Tremal-Naik debería rondar los 57.

Recordemos que no hay tigres en la isla de Borneo. El felino más grande es la pantera nebulosa de Borneo (Neofelis diardi).

Sundarbans: “Sunderbunds” en el original, es parte del golfo de Bengala y constituye el bosque más grande de manglar (hábitat formado por árboles tolerantes a la sal) del mundo. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1997. Se extiende a través de Bangladés y la India abarcando 139.500 ha.

Ganges: “Gange” en el original, es un importante río que recorre el oeste de India de norte a sur. Nace en el Himalaya y desemboca formando el mayor delta del mundo, en el golfo de Bengala. Considerado sagrado, a sus aguas suelen arrojarse los cuerpos enteros de personas, lo que genera gran contaminación.

Bagh: “Bâg” en el original, quiere decir tigre en hindi.

Saccaroa: La exclamación utilizada, en este caso por Mati, no tiene ninguna traducción o definición. Es simplemente una invención de Salgari. Según la Edizione annotata: Il primo ciclo della Jungla (Mario Spagnol, 1969), esta palabra podría derivar del urdu “shakria”, que significa gracias.

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