martes, 28 de julio de 2020

XX. Tigres indios y tigres malayos


Lamentablemente el desgraciado portugués, cuando ya se creía a salvo, había sido estrechamente asediado por los rajputs, que se encontraban en buen número, porque a ellos se habían unido varios batidores.
La fuga nocturna, que Yanez había planeado con Kammamuri, había fallado, a causa del fuego intensísimo de los enemigos.
Durante cuarenta y ocho horas no habían podido dar un paso y ni siquiera tener una comida, porque la roca era o parecía muy árida.
Muy inquietos, enfadados, giraban alrededor del campamento disparando de vez en cuando algunos tiros contra los rajputs para mantenerlos lejos.
Mientras tanto, el hambre los atormentaba terriblemente. Incluso el Sultán, habituado a tomar sus comidas regularmente, no había cesado de aullar para tener el desayuno y la cena.
—Señor Yanez —dijo Kammamuri, después de algunas descargas de los rajputs que por poco no habían golpeado a la bella holandesa—. Es imposible resistir.
—Lo sé, mi querido —respondió el portugués, que se arrastraba entre las rocas, como si buscase algo—, no siempre se puede tener suerte.
—¿Cree que Mati haya conseguido alcanzar a Sandokan?
—Lo espero.
—¿Con tantos enemigos que lo esperan para hacerse con la piel?
—Mati no es hombre de dejarse sorprender y, aún sin ayuda, seguro pasará a través de las líneas de los rajputs.
—¿Cuándo terminará este asedio?
—Supongo que durará mientras no recibamos alguna ayuda, al menos por parte de nuestra escolta.
—Y mientras tanto no tenemos nada que poner bajo los dientes.
—Sí, el plomo de los guardias —respondió Yanez que continuaba siguiendo con la mirada una profunda hendidura que surcaba el borde de la peña.
—¿Qué busca entonces? —preguntó Kammamuri.
—La cena.
—¿Dónde?
—Hace poco, mientras los guardias del Sultán hacían fuego, he visto un animal entrar en aquella ancha grieta.
—¿Será un tigre, señor Yanez?
—No osarían venir en contra nuestro, con todo el alboroto que hacen los batidores. Vayamos a ver.
Se volvió hacia la bella holandesa, que estaba al reparo de dos rocas para no recibir alguna bala y le dijo:
—Espere un momento, señora y, si el Sultán quiere intentar la fuga, adviértanos enseguida.
—Le impediré irse —respondió la señora con su usual calma.
Yanez y Kammamuri tomaron los fusiles, aún cuando estuviesen convencidos de que las armas blancas habrían bastado, luego retomaron la exploración, impulsados por aquel hambre que por cuarenta y ocho horas los atormentaba.
Con gran estupor de Kammamuri la hendidura se había ensanchado imprevistamente delante de ellos, mientras poco antes se había mostrado sutil, casi como una cinta.
—¿A dónde me conduce? —preguntó.
—A una pequeña caverna seguramente —respondió Yanez, que avanzaba con la cabeza baja para no hacerse fusilar por los rajputs, que ocupaban obstinadamente las orillas del río atravesado por los elefantes.
—Precisamente, ¿habrá algún animal delante nuestro?
—Si te he dicho que he visto una sombra y dos ojos tan grandes que parecían faroles.
—¿Bromea, señor Yanez?
—Lo verás, amigo.
Recorrieron toda la hendidura entera y se detuvieron delante de un bloque quebrado en parte, que parecía tener detrás un gran vacío.
—¿Quién diría que hay aquí una pequeña caverna? —dijo Yanez—. Ahora sé a donde se ha refugiado aquel extraño animal, que por ojos lleva lámparas.
—Atento, que no le coma una mano, señor Yanez.
—En un vacío tan estrecho no puede albergarse un gran animal. Ya me imagino con quién tendremos que tratar.
—¿Algún oso malayo?
—¡No, no! Cenaremos un pequeño tarsero fantasma, animal feo a la vista pero no para comer.
Descendió a la hendidura, armó por precaución una de sus pistolas y se acercó al nicho.
Dos enormes puntos luminosos, que mandaban una vivísima luz, golpearon de pronto su vista.
—¡Un bru-samuinoli! —exclamó el portugués—. Me lo había imaginado. Aquí arriba ningún otro animal habría podido vivir, sin hacer largas subidas y fatigosos descensos. Amigo Kammamuri, ayúdame. Son animales que se dejan atrapar, sin hacerse demasiado los malos.
En medio del nicho estaba acurrucado un extrañísimo animal, con el hocico deforme que terminaba en una boca imposible de describir.
—¡Por Júpiter! Si es feo... —exclamó Yanez, retrocediendo—. ¿Quién tendrá el coraje de apoderarse de aquel animal que se dice lanza de sus ojos todas las maldiciones de las hadas y magos de las florestas?
—Hace cuarenta y ocho horas que mi estómago no deja de reclamar un desayuno o un almuerzo —respondió Kammamuri—. Aunque sea todo lo feo que quiera, lo comeremos, aún cuando me parezca de proporciones muy modestas.
Podía decir modestísimas, porque no era más grande que un conejo.
Un bocado de carne después de tanta hambre se lo habían ganado y no querían dejarlo a los rajputs.
El maratí metió el brazo en el nicho, aferró estrechamente al animal sin dejarse espantar por los resplandores verdosos que no cesaba de proyectarle, luego lo sacó, estrangulándolo.
—Si debemos contar con estas provisiones, será un asunto magro, señor Yanez —dijo Kammamuri—. Aquí no encontraremos dos libras de carne.
—Nos contentaremos —respondió el portugués, que observaba con el más vivo interés al tarsero fantasma—. Quién sabe mientras tanto no lleguen las bandas de Sandokan.
—¡Con tal que no lleguen antes aquellos rajputs!
—¡Oh...! Tenemos en nuestras manos al Sultán y con semejante rehén se puede rechazar el ataque, casi sin disparar un tiro.
Apenas había pronunciado aquellas palabras, cuando al volver la cabeza hacia el Sultán, que como hemos dicho se encontraba siempre atado sobre la cima de una roca, lo vio hacer con la cabeza una serie de señales.
—¡En guardia, Kammamuri! —murmuró Yanez—. Los rajputs llegan.
—¡Y nosotros iremos a su encuentro! —respondió el animoso maratí.
—Pero también con esta fea bestia.
—¿Por qué, señor?
—Los tarseros son más temidos que las balas del lela, porque creen que son terribles brujos.
—¿Y si escapamos mientras tanto? Veo que el Sultán continúa haciendo señales.
—Voy a calmarlo enseguida. Ya nos ha dado demasiadas molestias y no puedo más.
Estaban por salir de la hendidura, cuando a pocos pasos de distancia estallaron algunos fusilazos.
Rajputs o shikaris, aprovechando la oscuridad o incluso la poca guardia que hacían los asediados, habían ganado el lateral de la roca y, deslizándose entre bloque y bloque en el más profundo silencio, estaban por poner pie en la altura.
—¡Pronto! —gritó Yanez.
—¿Arrojo a la bestia?
—Sí, en medio de sus filas. Verás cómo escapan. Cuidado con no coger un fusilazo.
El maratí, aún cuando le desagradaba bastante perder aquel poco de cena que su estómago reclamaba imperiosamente desde hacía tantas horas, brincó sobre el costado de la hendidura, a riesgo de conseguir un disparo de fusil, lanzó al animal y escapó a todo meter.
Los rajputs, que habían conseguido escalar inadvertidos la roca, viendo caerles encima aquel extraño animal, cuyos ojos conservaban todavía un poco de luz, mandaron un altísimo aullido de espanto y se precipitaron nuevamente a través de los bloques, sin tener el coraje de detenerse un solo instante.
El horror que tienen, tanto los indios como los malayos, por los tarseros fantasma es tal, que cuando consiguen descubrir alguno, se apresuran a cegarlo por temor a que aquella extraña luz, que parece verdaderamente mandada por un par de fanales, arroje sobre ellos terribles maleficios. El hecho es que la cena del maratí obtuvo un éxito inesperado, porque todos los asaltantes abandonaron la posición.
—Verás que por ahora no vendrán a fastidiarnos —dijo Yanez al indio—. Donde encuentra uno de aquellos animales el indio no pasa.
—Pero hemos perdido la cena, señor.
—Estrecha otra vez el cinturón.
—Está todo estrechado.
—Nos reharemos más tarde.
—Envidio su calma señor Yanez, pero preferiría haber puesto en el cuerpo aquella bestia, buena o mala, no importa. ¿Qué hace entonces el Sultán? Tampoco tengo dudas. Aquel hombre hace señales.
—Ponte en guardia con la señora y los cuatro hombres y deja que vaya a decir cuatro palabras a aquel terrible monarca. ¿Se ven los rajputs?
—Han pasado bajo la joroba de la roca y se mantienen bien lejos de aquella bestia milagrosa.
—Entonces vayamos a charlar un poco con el amigo. Abre los ojos y no te dejes atrapar.
—Le prometo velar también por la señora Lucy.
Yanez recorrió un trecho de la peña, apresurando la mirada al fondo, luego, no viendo más a los rajputs, se acercó al Sultán, que parecía muy abatido por su fracaso.
—Es inútil que se agite, Alteza —le dijo Yanez—. Mientras nosotros estemos aquí arriba, sus hombres no osarán montar al ataque, mientras usted, si continúa su misterioso juego de señas, podría correr el peligro de recibir dos tiros de pistola.
—¡Ah, infame pirata! —chilló el Sultán, haciendo esfuerzos desesperados para romper las ataduras, pero sin conseguirlo—. ¿Todavía no ha terminado esta comedia?
—¡Pero qué! No terminará mas que con la isla de Mompracem, Alteza. Allá jugaremos nuestra más interesante partida.
—¿En Mompracem? —exclamó el Sultán, rechinando los dientes—. ¿Qué quiere decir, mi bello milord sin títulos diplomáticos?
—Que ya que sus hombres finalmente han comprendido que, disparando aquí arriba, podrían matar también al gran monarca de Borneo, podría dar de una buena vez las explicaciones. Es verdad, Alteza: yo jamás he sido embajador del gobierno inglés, porque los papeles que le he mostrado los había tomado del verdadero embajador.
—¿Bromea, milord?
—Le repito que esta partida de placer no terminará sino en Mompracem. Será allí que nosotros, Alteza, probaremos si valen más las carabinas de sus rajputs o la de los malayos y los piratas que hemos reclutado en buen número y que velan ya desde hace un buen mes en el poniente y el levante de su Estado.
—¿Quién es usted entonces? —aulló el Sultán.
—¿Recuerda a los terribles cachorros de Mompracem? Tenían dos jefes: uno fue a conquistar un trono a la India, y el otro, que sería el famoso Tigre de la Malasia, se ha abierto paso hacia nuestro gran lago, haciéndose proclamar rajá.
—¡Es imposible! Usted bromea, milord, y cree divertirse a mis espaldas.
—Muy poco, Alteza, que yo soy el no menos famoso Yanez de Gomera, llamado también un día el Tigre Blanco. No desataré aquellos lazos sino en Mompracem.
—¿Y tendrá el coraje de pasar a través de mi capital? ¿Cuántos son ustedes?
—Caen de las Montañas de Cristal las bandas que tienen un solo objetivo: enarbolar la roja bandera de los terribles piratas de Mompracem, a pesar de los ingleses y holandeses.
—¿Usted ha conquistado tronos, y viene a asaltarme por un islote que no vale dos tiros de fusil?
—Hace seis meses los ingleses, en conformidad con los holandeses, le han cedido a usted la isla.
—Y con la orden de prohibir la reconquista a cualquier partida de piratas.
—Nosotros ya no somos más corredores del mar, Alteza: yo soy rajá de un gran reino indio, que se llama Assam, y el Tigre ha hecho ya un buen agujero en sus estados, de modo que comprendo que Mompracem ya no valga más una batalla. Pero le aseguro, Alteza, que estamos bien decididos a batirnos por tierra y por mar.
—¿Y no cuentan con los ingleses?
—Ciertamente.
—¿Y los holandeses?
—Iremos a preguntarles, sobre las proas de nuestros praos, entre nubarrones de metralla, por qué se inmiscuyen en asuntos que no les conciernen.
—Son protectores de Varani y de Mompracem, milord, y vendrán a defenderme.
Yanez sonrió ceremoniosamente, luego retomó:
—Por ahora usted permanecerá como prisionero mío hasta la costa, si no más adelante, y le prevengo que estoy bien decidido a hacer valer sobre usted todos mis derechos de pirata, ya que me cree como tal.
—¡Tendrá que vérselas con mi guardia!
—Refunfuña de lejos, sin osar mostrarse: es verdad que está usted como blanco.
En aquel momento dos tiros de fusil atronaron hacia el margen de la roca.
—¿Quién ha hecho fuego? —preguntó Yanez.
—Yo, señor —respondió el maratí.
—¿Vuelven a trepar?
—Parece.
—¡Y Mati que no regresa a traernos noticias de Sandokan! El asunto se agrava, y no sé cómo irá a terminar, aún cuando tenga entre mis manos al Sultán. ¿Quieres una carabina de refuerzo, Kammamuri?
—Sería mejor que viniese a ver qué sucede en las orillas del río. Los rajputs se amontonan en aquella dirección como para prepararse para algún combate.
—¿Será que las bandas de Sandokan se acercan? —se preguntó Yanez.
Apuntó sus pistolas contra el desgraciado Sultán para asustarlo más, luego siguió al maratí, a la bella holandesa y a los hombres de la escolta, que se habían escondido bien entre los bloques.
En efecto algo debía suceder en la base de la roca, porque se veían grupos de hombres atravesar continuamente el río y se oían, por el aire tranquilo y silencioso, resonar numerosos comandos.
Algunos rajputs habían intentado alcanzar al Sultán, con la esperanza de liberarlo, pero luego ante un ataque fulmíneo de los asediados, ellos también volvieron a descender hacia el río.
—¿Qué dices? —preguntó Yanez a Kammamuri, que había hecho nuevamente fuego, pero sin éxito, porque también los asediantes se cuidaban bien de exponerse al tiro de aquellas famosas carabinas.
—Gente desciende de las Montañas de Cristal —respondió el indio.
—No pueden ser mas que las bandas de Sandokan: ahora ya estoy convencido. Estemos listos para ayudarlos lo mejor que podamos.
Ante ellos, más allá del río, descendían los últimos contrafuertes de las Montañas de Cristal y era hacia aquel punto que los rajputs apresuraban de vez en cuando a las vanguardias.
Si un peligro no los hubiese amenazado, no habrían levantado tan precipitadamente el asedio.
Era de allí que el enemigo debía venir, aquel enemigo ya anunciado desde hacía tanto tiempo, siempre en armas en las fronteras de Borneo y de la región de los lagos.
Yanez, Kammamuri, Lucy y los hombres de la escolta, inclinados hacia adelante sobre las rocas, no despegaban la mirada de aquellas montañas, escuchando atentamente.
Parecía que tropas numerosas se deslizaban en los barrancos, porque de vez en cuando en los valles bajos se oían rodar bloques o troncos de árbol desplazados por los guerreros para abrirse paso hacia el río.
—Vienen —dijo Yanez—. ¡Son ellos...! ¡Estamos salvados...! Ya Mompracem volverá a caer en nuestras manos y se la arrancaremos para siempre al Sultán.
—¿Y si nos engañáramos? —preguntó el maratí—. He oído contar que de vez en cuando los dayak del interior pasan para proveerse de cabezas humanas.
—No nos lanzaremos en los brazos de estos salvadores con los ojos cerrados —respondió el portugués—. Si los dayak tienen famosos parang y campilán que cortan como hojas de afeitar, nosotros todavía tenemos buenas carabinas en nuestras manos.
—Querría darle un consejo, señor Yanez —dijo el indio.
—Dilo pues.
—¿Si aprovechamos la ausencia de los rajputs para dejar este lugar y descender hacia el río?
—También a mí me había venido la misma idea —dijo el portugués—. Escapemos pues, con tal de que no dejemos ir al Sultán, que nos es absolutamente necesario para reconquistar Mompracem.
—Yo me encargo de él, señor; y si no me sigue por las buenas, lo haré aullar como un lobo, si ya no lo arrojé por las rocas.
—¿Está lista para seguirnos, señora Lucy? —preguntó Yanez—. ¿No la espanta la idea de encontrarse en medio de dos bandas en combate?
—En absoluto, señor —respondió la calmadísima criatura, golpeando con la palma su pequeña carabina india—. A mí me basta esta para defenderme.
—A ti el Sultán, Kammamuri —dijo Yanez—. Cuida que no se te escape.
—Respondo por todo.
El portugués avanzó hasta el margen de la roca que se desplomaba en el río, detrás de los últimos contrafuertes de las Montañas de Cristal, y escuchó por largo tiempo.
Dentro de los barrancos se oían siempre rodar avalanchas de bloques, como si una pequeña armada ya se hubiese encauzado hacia las desembocaduras.
—La señal ante todo —dijo Yanez—. Dispara solamente pocos tiros y a escasos intervalos también. Si el hombre que guía a aquellas bandas es verdaderamente el Tigre de la Malasia, responderá.
Alzaron las carabinas y dispararon cuatro tiros con cierto intervalo entre uno y otro.
Aquella era la señal establecida con Sandokan y Tremal-Naik, para entenderse a largas distancias.
Sucedió un breve silencio, luego pareció que todas las Montañas de Cristal fueran tomadas por asalto por hordas que debían venir del interior.
Se disparaba también en los barrancos, con furia indecible, y no eran solamente tiros de carabina lo que las bandas del Tigre de la Malasia disparaban, porque de vez en cuando una serie de fuertes detonaciones laceraba el aire.
Eran las espingardas y los lela de las bandas que intentaban morder la carne de los rajputs formados a lo largo de la orilla del río.
—¡Apresurémonos! —gritó Yanez—. Vayamos al encuentro de los salvadores. Estréchense en grupo, pongan en medio al Sultán y descendamos hacia el plano, antes de que la batalla se haga general. Que ninguno se disperse o permanezca atrás, de lo contrario caerá en manos de los rajputs, que probarán sobre sus cuellos el filo de sus talwar.
Enseguida el maratí dio un salto hacia el Sultán y lo aferró estrechamente por el brazo, diciéndole con voz amenazadora:
—O nos sigue, o duerme para siempre aquí arriba a la vista de las Montañas de Cristal.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Algunas versiones de este capítulo utilizan hasta 4 veces la palabra “bru-samuinoli” para referirse al tarsero fantasma.

Tarsero fantasma: “Tarsio-spettro” en el original, nombre común del Tarsius tarsier es un primate nocturno de muy pequeño tamaño, con grandes ojos y dedos largos, propio de algunas zonas del sudeste asiático.

Bru-samuinoli: No encontré referencia ni traducción para este supuesto término que entiendo, es el nombre del tarsero fantasma que se le daría en alguna de las regiones donde se lo encuentra.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto, 2 lb equivalen a 0,91 kg.

Contrafuertes: Cadenas secundarias de montañas.

Talwar: “Tarwar” en el original, es un sable de la India, de hoja curva, principalmente de un solo filo y de empuñadura aplanada. Mide entre 70 y 90 cm de longitud.

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