martes, 11 de agosto de 2020

XXI. Una batalla de gigantes


La batalla había comenzado furiosísima entre los tigres malayos y los tigres indios, ansiosos por probar su legendario valor.
Las bandas del Tigre de la Malasia se habían encauzado en un ancho barranco, después de haber colocado media docena de espingardas en el margen de una colina.
Un alarido tremendo, impresionante, había hecho eco en las montañas: los tigres, más o menos humanos, competían para probar ante todo la fuerza de sus pulmones, creyendo espantarse unos a otros.
—¡Mompracem! ¡Mompracem!
—¡Varani! ¡Varani!
Luego siguieron descargas de fusiles, mosquetes y espingardas.
La lucha debía haberse empeñado ferozmente por ambas partes, porque los guardias del Sultán, aún cuando bastante inferiores, no habían retrocedido ni un solo paso; es más, habían atacado resueltamente con los yataganes, para defenderse de los parang de los adversarios.
No era un simple encuentro el que se combatía en los barrancos de las Montañas de Cristal, sino una verdadera batalla, porque Sandokan disponía de un buen número de bocas de fuego, que abrían, a cada instante, entre las líneas enemigas, horribles brechas sangrientas.
Yanez, Kammamuri, Lucy, sus compañeros y el Sultán asistían desde lo alto a aquella batalla, que debía terminar en una masacre, ya que los tigres indios valían en valor y ferocidad tanto como los tigres de la Malasia.
Se habían arrojado todos a tierra, para no ser fulminados por las descargas que atronaban hacia los últimos contrafuertes, donde Sandokan había colocado a toda su artillería, para abrirse paso hacia el río.
Los rajputs, infantería muy firme, obstaculizaban ferozmente el paso con armas de fuego y armas blancas, intentando a su vez dispersar a los adversarios bajo las grandes florestas de las Montañas de Cristal.
—¡Están aguantando mis compatriotas! —dijo Kammamuri, que admiraba a los rajputs lanzados en una carga furiosa con los talwar empuñados.
—Darán que hacer incluso a los viejos tigres de Mompracem —respondió Yanez, que estaba todavía tendido en tierra, continuando los proyectiles silbando en todas direcciones.
—¿Rechazan a la montaña a las bandas del Tigre de la Malasia?
—Mientras Sandokan tenga sus artillerías, opondrá una resistencia formidable. Dejémosle hacer: verás que aquel tremendo hombre conducirá la batalla maravillosamente.
—¿Y si aprovechamos el momento, señor Yanez, para descender a la llanura llevando con nosotros al Sultán?
—Era lo que quería proponer —respondió el portugués—. ¡Ay si este tiranillo se nos escapa de las manos! Solo él puede firmar la restitución de Mompracem.
—No perdamos más tiempo aquí, señor Yanez —dijo Kammamuri—. Los rajputs podrían tener ventaja, y entonces la reconquista de Mompracem no habría sido mas que un espléndido sueño.
—Señora —dijo Yanez, volviéndose hacia la bella holandesa que, colocada sobre el borde de una roca, asistía a la batalla que se volvía a cada momento más sanguinaria—. ¿Tendría miedo de seguirnos hasta el río?
—Con usted, no, milord —respondió la joven mujer.
—Correremos peligros.
—No serán los primeros.
—Kammamuri, te confío a ti al Sultán. Si no obedece, recurre a grandes medios.
—Sí, señor Yanez —respondió el indio, precipitándose sobre el monarca y aferrándolo estrechamente por las muñecas.
—¡Bribones! —aulló el Sultán, intentando rebelarse.
—¡Calla, pájaro de mal agüero! —respondió Kammamuri, amenazándolo enseguida con una pistola—. Camina, o dejarás aquí arriba tu piel.
—Si no viene, empújalo —dijo Yanez.
—Le romperé los huesos, señor, aunque sea un Sultán.
El minúsculo pelotón se había formado rápidamente.
Yanez abría la marcha con Lucy, luego seguían el Sultán, mantenido estrechamente por el maratí, que no cesaba de jurar a cada paso con matarlo, luego los otros cuatro hombres de la escolta.
Todo el valle surcado por el río atronaba formidablemente en aquel instante.
Las bandas de los rajputs y del Tigre de la Malasia se habían puesto en contacto y se asaltaban con un furor imposible de describir.
La artillería se había metido como una cuña dentro de las líneas enemigas y las barría, poniéndolas patas arriba, sin que aquellos pobres indios pudiesen oponerse siquiera a una simple espingarda.
Las pérdidas eran graves por ambas partes, porque de vez en cuando las hordas corrían al ataque con las armas blancas, chocando talwar contra campilán y contra parang.
Alaridos espantosos subían de trecho en trecho, dando mucha impresión a la bella holandesa, que parecía haber perdido mucha de su sangre fría en aquel supremo momento.
Yanez sobrepasó rápidamente las rocas golpeadas por los proyectiles, alcanzó una especie de canal y se arrojó dentro intrépidamente diciendo:
—Este es el momento de ayudar a los amigos.
Tomados de la mano, procediendo inclinados para no ser golpeados por alguna descarga, los fugitivos descendían, cuidándose de no caer en medio de alguna emboscada de los rajputs, lo que era muy probable, ya que los fieles guerreros del Sultán hacían todos los esfuerzos para terminar con aquel grupo de aventureros.
Se habían sumergido en densas nubes de humo producidas por la artillería de Sandokan y Tremal-Naik, que avanzaban siempre, ametrallando vigorosamente a los guardias del Sultán que caían en gran número sobre las orillas del río, sin poder oponer una eficaz resistencia.
No valían las carabinas ni contra las espingardas cargadas de clavos, ni contra los lela, aquellos pequeños cañoncitos que lanzan balas de un par de libras, lo mismo que los cortos y demasiado ligeros talwar ciertamente no podían tener razón en un choque con los terribles campilán.
Yanez y sus compañeros continuaban descendiendo a través de ciertos pequeños canales abiertos por el agua, que permitían el paso.
El fragor de la batalla tocaba en aquel momento su ápice.
Sandokan y Tremal-Naik habían volcado sus bandas, forzándolas hacia las orillas del río.
—Señor Yanez —dijo Kammamuri—, ¿cómo terminará este asunto? Me parece que los rajputs oponen una tenaz resistencia.
—Cuando lleguen a las armas blancas con los tigres de la Malasia, verás que se irán.
En aquel instante una voz gritó en inglés:
—¿Quién vive?
—¡Amigos! —respondió Yanez—. Le pedimos por favor de adelantarse para reconocernos.
—¿Quiénes son? ¿Los aventureros de Varani, quizá?
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez sobresaltándose—. He oído otra vez esta voz; ¿pero dónde?
—Se lo diré yo, milord —dijo la bella holandesa—. Sobre el piróscafo que ha hundido.
—Tiene razón, señora, sería una verdadera fortuna capturar al mismo tiempo al Sultán y al verdadero embajador inglés. Con semejantes rehenes se pueden dictar condiciones incluso en Labuan.
—¿Quién vive? —repitió en aquel momento la voz del desconocido—. Responda, o hago fuego.
—Hay lugar también para usted, señor mío —dijo Yanez, un poco irónicamente, buscando con la mirada en todas las direcciones—. Combaten todos y podemos combatir también nosotros, pero le advierto que lo barreremos enseguida, si no es de los nuestros.
—Combato por mi cuenta.
—Un placer también eso. De verdadero inglés.
—¡Ciertamente! —respondió el embajador, que por otra parte no osaba salir de los torbellinos de humo que obstruían el valle—. ¿Quién combate hacia las Montañas de Cristal?
—Los guardias del Sultán.
—¿Atacan a los aventureros de Varani?
—De todo este estrépito se podría suponer. ¿Querría tener la gentileza de venir a saludar al Sultán de Borneo?
—¡El Sultán de Borneo!
—Es aquí que lo espera.
—¿Cómo es que se encuentra aquí, en lugar de estar entre sus guardias?
—Los rajputs en el último momento han preferido abandonar a su Señor, después de haberlo desangrado.
—¡Oh, fíese de los indios...! Buenos combatientes una vez lanzados, pero demasiado caprichosos. ¿Estamos en contacto? ¿O me parece a mí?
Un hombre de estatura alta, que tenía inmensas patillas rojas, había salido del nubarrón de humo y se había dirigido hacia el grupo de Yanez.
—Atento Kammamuri —dijo el portugués—. También aquel hombre nos es necesario.
—Si no le molesta, lo capturo yo —dijo la bella holandesa—. De una mujer no se debe tener miedo.
—Esté en guardia, señora. Tome mis pistolas que valen más que su carabina.
El desconocido finalmente se había mostrado, preguntando con arrogancia:
—¿Quién es usted?
La respuesta se la dio de súbito Kammamuri, que había dejado por un momento al Sultán que se encontraba ahora bajo la vigilancia de la bella holandesa.
Con un salto fulmíneo le cayó encima y con un golpe irresistible lo derribó.
El embajador, que ciertamente no se esperaba aquella fea sorpresa, cayó como un buey golpeado por un golpe de maza.
—¿Me lo has estropeado, Kammamuri? —preguntó Yanez—. Posees una fuerza muscular que es necesario dejarla en paz lo más que se pueda.
—Los ingleses son duros —respondió el maratí—. ¡A usted...! He aquí que ya abre los ojos y que arquea las manos, como si quisiese empeñar una partida de boxeo.
—Sáltale encima antes de que escape: es demasiado valioso también aquel.
Kammamuri ya había caído sobre el embajador, martillándole la cabeza a fuerza de puñetazos.
—Basta... me rindo —dijo el desgraciado, que hacía esfuerzos supremos para volver a ponerse en pie.
—¿Has tenido suficiente? —preguntó el indio.
—¿Quiere matarme?
—No tan pronto.
—Ata las manos también a este hombre, únelo al Sultán y procuremos alcanzar lo más pronto posible Varani —dijo Yanez.
—¡Cómo...! ¿Y Sandokan?
—A esta hora sabe lo que debe hacer, si Mati lo ha alcanzado, como creo.
—¿Y qué vamos a hacer nosotros a Varani, mientras aquí se combate?
—Vamos a desencadenar la revolución, mi querido. Cuando los tigres lleguen a la vista de la bahía, puede ser que la roja bandera ondee por los malecones. Vamos, huyamos antes de que los combatientes nos atropellen.
Permanecer más tiempo en las orillas del río, batidas por las terribles descargas de las carabinas y barridas por la metralla de las espingardas, habría sido peligroso.
Yanez, que ya había formado rápidamente su plan, pasó a través del monte tirando tras de sí al Sultán y al embajador.
Habían llegado entonces al centro del fuego. De todas partes las balas saltaban y rebotaban silbando, cortando las cimas de los arbustos y haciendo escapar a todos los animales salvajes que todavía se podían encontrar.
A pesar de que los tigres de la Malasia hubiesen atacado a fondo y resueltamente, todavía no habían conseguido desbaratar a la firme infantería india, que se hacía matar cruelmente en su sitio antes que rendirse.
Entre el fango del río los cadáveres se amontonaban, espantosamente mutilados con golpes de talwar o parang, porque ya tanto los tigres como los indios habían abandonado las armas de fuego, vueltas casi inútiles.
Solamente las espingardas, colocadas sobre las depresiones de las Montañas de Cristal, continuaban aún disparando para disminuir las filas de la tenacísima guardia, que caía sin gloria.
Yanez, con un golpe de vista, antes de abandonar la roca, se había formado una idea más o menos exacta del curso de agua y guiaba tranquilamente a su formación, aún cuando de vez en cuando ráfagas de metralla pasaban por el aire y también al ras del suelo.
Su intención era la de liberarse del apretón de los rajputs, que de un momento al otro podían encerrarlos y hacer una hecatombe de aquellos pocos héroes.
Alcanzar al Tigre de la Malasia, empeñado con todas sus fuerzas, ni siquiera había que pensarlo.
Una sola cosa le quedaba por hacer ya a Yanez: arrojarse sobre Varani, alzar a los chinos, y desencadenar la insurrección antes del regreso del Sultán.
Utilizando hábilmente a su pequeña vanguardia, el portugués, que conservaba una sangre fría maravillosa, consiguió finalmente abrirse camino por el río.
Más allá estaba la gran floresta todavía oscura, no habiendo surgido el alba. Los refugios no podían faltar.
—Un esfuerzo supremo, señora —dijo Yanez a la bella holandesa—. Debemos pasar a través del cerco de fuego.
—Yo estoy lista para todo —respondió la flemática criatura, batiendo con la palma de la mano derecha sobre el cañón de su pequeña carabina—. Considéreme como un soldado, milord.
—¡Si todas las mujeres fuesen como usted, cuántos desastres se evitarían!
—A la guerra se va parar combatir, milord —respondió Lucy—. Luego, no crea que estoy demasiado impresionada por esta batalla que se combate en torno nuestro.
—¡He aquí la buena sangre del septentrión! —murmuró el portugués—. ¡Kammamuri, a mí!
El maratí, que estaba acosando a golpes al embajador y también al Sultán que con grandes alaridos intentaban hacer acudir hacia ellos a la guardia, para que los liberasen, avanzó sobre la orilla del río revoleando ferozmente el campilán sobre la cabeza de los dos prisioneros para aterrorizarlos.
—A ti la mujer, Kammamuri —le dijo Yanez—. Si dentro de un cuarto de hora no hemos sobrepasado las alas de la batalla, no sé lo que nos sucederá. Siento por instinto que los borneanos del Sultán jugarán una terrible carta.
—La guardia ya está medio destruida —respondió el indio.
—¿Y no cuentas a los shikaris del campamento? Verás que llegarán también ellos para caernos encima.
—¿Debemos atravesar el río?
—Sí, Kammamuri.
—¡Mal momento, con todos estos proyectiles que silban por todas partes!
—No te preocupes: disparan al azar; y luego tienen encima a los tigres de Mompracem y estos no darán a los borneanos tiempo para barrernos a todos. ¡Señora Lucy, al agua!
—¿No nos ahogaremos?
—No sería imposible ser devorados por los gaviales que infestan siempre los cursos del Borneo, pero espero que con todo este alboroto no tengan ganas de bromear.
El alboroto se había vuelto verdaderamente espantoso: en efecto, desde el valle del río parecía en ciertos momentos que saltasen por el aire pedazos enteros de floresta.
Continuaba la sangrienta batalla entre los guardias del Sultán y los tigres de Mompracem con una furia increíble.
Las bandas, cansadas de fusilarse, se asaltaban a lo loco, intentando derribarse a la riada.
—¡Abajo! —no cesaba de gritar Yanez que ofrecía una mano a la bella holandesa—. Nuestra salvación está en nuestra rapidez. Cuidado con los cocodrilos.
Habían conseguido hundir los últimos arbustos que se encaballaban desordenadamente sobre la orilla de la riada y después de haber escuchado para darse cuenta de los progresos de la batalla, se metieron resueltamente en las aguas cenagosas y negruzcas, intentando el cruce antes de que llegasen los formidables rajputs, que hacían frente al enemigo valerosamente, a pesar de caer diezmados por las descargas de las espingardas y los lela
Teniéndose de la mano, pasando de banco en banco, los fugitivos, que llevaban siempre con ellos al Sultán y al embajador, habían llegado casi a la orilla opuesta, cuando un estruendo más espantoso resonó en medio de la floresta que surgía frente al pelotón.
—¿Qué sucede? —gritó Yanez, que se había detenido sobre un islote fangoso—. ¡Estos son elefantes!
—Sí, señor —dijo Kammamuri, que vigilaba atentamente a sus prisioneros que intentaban de vez en cuando aprovechar la confusión para hilar por su cuenta.
—¡Tigres malayos, tigres indios y elefantes...! ¿Quién saldrá vivo de este siniestro valle?
—Señor, atravesemos prontamente el último brazo del río —dijo Kammamuri—. Allá abajo hay algo que podrá ofrecernos refugio contra todos, al menos por un tiempo.
Una masa oscura se había delineado hacia la orilla y de proporciones capaces.
En lugar de uno de los usuales praos, parecía que los mineros chinos hubiesen abandonado en aquel lugar un junco.
Como se sabe, las construcciones fluviales de los mongoles son de una resistencia a toda prueba. Más que naves, parecen arcas, óptimos para tranquilas navegaciones, pero pésimos veleros en cambio en altamar. Basta decir que cada año la sola provincia de Cantón no pierde nunca menos de diez mil marineros.
—¡Sí, allí! —gritó Yanez, que tenía siempre por la mano a la holandesa.
Pasando de banco en banco, el pelotón consiguió finalmente llegar a aquella masa oscura que había encallado en la orilla, rompiéndose varias cuadernas.
—¡Aquí está nuestra salvación! —dijo Yanez, subiendo rápidamente la escala del pequeño velero destrozado—. Si los elefantes nos bloqueaban en medio del río estábamos perdidos.
—¿Pero qué elefantes cree que sean? —preguntó la bella holandesa.
—Los que los batidores han capturado por cuenta del Sultán y que ahora derraman a través de las florestas para hundir nuestras bandas.
—¿Podremos resistir aquí?
—Este velero es pesado como una roca y opondrá también a los paquidermos una resistencia extraordinaria.
—¿No montarán al abordaje aquí arriba aquellas grandes bestias?
—No hay este temor, señora. Sus líneas se romperán contra este montón de madera. ¡He aquí que llegan...! Desgraciados aquellos que se encuentran en la floresta. A tierra los prisioneros y preparémonos para fusilar los colosos.
—Los ato, señor —dijo Kammamuri, empujando al Sultán y al embajador hacia el palo mayor y arrojando sobre ellos media guindaleza—. ¡Qué intenten escaparse ahora!
En aquel momento las bandas de los elefantes, recogidos días antes por los shikaris del Sultán en medio de la floresta, se arrojaban con ímpetu irrefrenable en el río, moviéndose hacia el velero.
Se trataba de cincuenta y quizá más paquidermos, todos de mole enorme, capaces de barrer por sí mismos un ejército.
Llegados a la orilla del río, se detuvieron estupefactos por el enorme estruendo que resonaba en el valle, siempre continuando la batalla; luego el jefe de fila, presa de una rabia repentina, se abatió sobre el junco intentando desplazar la enorme masa.
Como era de preverse cayó sobre sus rodillas con la cabeza rota, mientras Kammamuri, Yanez, la bella holandesa y los hombres de la escolta quemaban furiosamente sus cartuchos.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Yataganes: “Jatagan” en el original, especie de sable o alfanje que usan los orientales.

Pájaro de mal agüero: “Cornacchia” en el original, la traducción literal sería “corneja”, ave de plumaje negro, semejante al cuervo, pero de menor tamaño, que vive en el oeste y sur de Europa y en algunas regiones de Asia. Sin embargo, una de las acepciones en italiano de cornacchia es, en sentido figurado, una persona que predice desgracias. De ahí la traducción utilizada.

Gaviales: En este caso seguramente se trate del gavial malayo o falso gavial (Tomistoma schlegelii), especie de saurópsido crocodilio de la familia Gavialidae que vive en los ríos de Malasia e Indonesia Occidental. Es verde con manchas negras y puede alcanzar los 4 metros de longitud.

Provincia de Cantón: También conocida como Guangdong, es la provincia más poblada y con la mayor economía de la República Popular China. Se ubica al sur del país, sobre el mar de la China Meridional, cerca de Hong Kong.

Guindaleza: “Gomena” en el original, en marina son cabos de 12 a 25 cm de mena (circunferencia), de tres o cuatro cordones corchados de derecha a izquierda y de 167 o más metros de largo, que se usan a bordo y en tierra.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario