lunes, 24 de agosto de 2020

XXII. Al asalto de Varani


El espectáculo que presentaba aquel frente de paquidermos era aterrador.
Los monstruosos animales, invadidos por la ira, también se habían arrojado de a dos, de a cuatro, en pequeños grupos contra el velero, hundiéndolo en varios lugares.
La masa por otra parte, había resistido al gran golpe y solo el timón, por otra parte completamente inútil, se había ido, llevado por un tremendo golpe de probóscide.
Desgraciadamente los animales, que parecía hubiesen jurado la destrucción del armazón, de pronto habían conseguido montar al banco que sostenía el casco.
Una salva de barritos impresionantes saludó a aquel primer éxito, luego los colosos retomaron su trabajo de destrucción, arrojándose como catapultas.
—Amigos —gritó Yanez, que jamás había visto a la muerte tan cerca—, manténganse firmes, o aquellas bestias malignas nos mandarán a ahogarnos en el río. Estos son peores que los rajputs del Sultán.
El segundo asalto había comenzado más espantoso que el primero. Aquellos cincuenta y más animalazos, invadidos por un verdadero furor de destrucción, sacudían tremendamente el pequeño velero que amenazaba con ser echado nuevamente, de un momento a otro, a las aguas profundas.
Bajo los golpes siempre más formidables, las cuadernas caían rotas por los terribles golpes de los colmillos, que perforaban la madera como si fuese un simple cartón.
La arboladura oscilaba y poco a poco se desquiciaba, dejando caer en cubierta ahora una verga y ahora un montón obenques.
Los fugitivos, espantados, no escatimaban cartuchos. Cada vez que un elefante alzaba la probóscide, una bala se plantaba enseguida en su garganta y lo hacía caer de rodillas.
Mientras los elefantes asaltaban, aliados sin saberlo del Sultán, la batalla continuaba sobre el río.
Detonaciones terribles llegaban de vez en cuando a bordo del velero, y de vez en cuando una bala de espingarda y de lela, lanzada ciertamente al azar, arribaba.
Quienes tenían la peor parte eran los elefantes, que se mantenían obstinadamente expuestos en la línea de fuego, soportando no pocas descargas de metralla que producían sobre sus cuerpazos heridas espantosas.
—Señor Yanez —dijo Kammamuri en el momento en que diez o doce elefantes se arrojaban al asalto del velero—, ¿dónde terminaremos? ¿En el río antes que en Mompracem?
—Nuestra situación ciertamente no es bella —respondió el portugués, que no cesaba de disparar al lado de la bella holandesa, haciendo cada vez una víctima—. Pero no creo que sea desesperada. Estas grandes bestias terminarán por cansarse.
—¿Avanzan los tigres de Mompracem?
—¿No oyes cómo resuenan sus disparos? Ni siquiera los rajputs del Sultán tendrán mucho de qué reírse. Aquel Sandokan sabe como hacer las cosas, especialmente cuando se trata de entrar en combate. ¡Eh!
Un golpe formidable, que parecía producido por el encaballado de furiosas oleadas había, en aquel momento, sacudido el junco, partiéndole el bauprés.
Todas las amuras temblaron como si estuviesen a punto de abrirse, los costillajes saltaron fuera, plantándose como lanzas enormes en las carnes de los asaltantes.
—¡Cuidado con la arboladura! —gritó Yanez, que no había cesado de hacer fuego sobre la primera línea.
Los colosos parecían un poco sorprendidos por la resistencia que oponía a sus masas aquel montón de madera, luego tomados nuevamente por un verdadero delirio de destrucción volvieron a la carga en grupos.
En un momento las amuras fueron rotas con golpes de probóscides y los terribles animales hicieron su aparición, intentando sacar a los navegantes.
Un merghee feísimo, pero que poseía una nariz gigantesca, se plantó bien sólido sobre el banco, justo bajo el estribor del junco; arrancó dos metros de amura y habiendo aferrado a Kammamuri comenzó a sacudirlo manteniéndolo suspendido en lo alto.
Un alarido de horror había resonado entre los fugitivos, que creían que había llegado su última hora.
—¡Déjame a mí! —gritó el portugués, y en seguida hizo fuego a quemarropa.
El elefante sintiéndose asar la nariz por la pólvora, dejó ir a Kammamuri sin hacerle ningún mal, pero luego, aún cuando estuviese herido, se abalanzó hacia adelante rompiendo con pocos golpes todas las maniobras de firme de la arboladura; luego, con una agilidad que jamás se habría supuesto a cuerpazo semejante, montó audazmente al abordaje, amenazando con exterminar a los fugitivos con golpes de probóscide.
Sucedió entonces una escena comiquísima. La toldilla del viejo velero chino, carcomida por quién sabe cuántos años de navegación, se había abierto, y el monstruoso animal, después de haber mandado un barrito terrible, había desaparecido en la bodega, hundiendo con su enorme peso el casco.
Yanez no lo había perdido de vista un solo instante.
Ay si el coloso se hubiese vuelto amo de la bodega. El junco ya podía considerarse perdido.
En efecto, la gran bestia, habiéndose vuelto a poner en pie después de la voltereta, aún cuando estuviese destrozada y cubierta de sangre, había comenzado a asaltar las amuras, hundiendo grupos de cuadernas y puntales.
—¡Todos conmigo! —gritó Yanez, que conservaba siempre su admirable sangre fría. Esta es la última hora de nuestra vida... Síganme amigos, y no se preocupen por las municiones; es necesario desanidar a aquel bribón antes de que nos ahogue. ¿Oyen? ¡Se nos mete ahora!
El elefante, irritado por la herida y por encontrarse encerrado, continuaba cargando a través de la bodega, arrancando con furor los puntales para hacer caer el puente entero.
Los fugitivos, aún cuando estuviesen espantados, se habían precipitado detrás de Yanez, decididos a terminar con aquel animalazo que se volvía, momento a momento, más peligroso.
—¡Abajo! —gritó Kammamuri, que se había librado con simples contusiones—. O fuera él, o nosotros al río.
Todos se habían arrojado a la bodega, que estaba iluminada por un par de aquellas gigantescas linternas de papel aceitado, con grandes floreados, que los chinos prefieren a cualquier otra luz.
El coloso había tomado posesión de la bodega y no estaba inactivo. Después de haber hecho estragos con los puntales, se había arrojado contra el tablazón hundiendo aquí y allá las cuadernas.
El peligro era inminente.
—¡Apunten firme! —gritó Yanez, que conducía el pelotón.
El junco oscilaba espantosamente, bajo las corridas locas del furibundo animal y bajo los golpes continuos de los paquidermos que habían permanecido en torno al banco.
Chorros de agua comenzaban a entrar, precipitándose hacia popa con gran fragor.
Una primera descarga siguió al comando del portugués, luego otra más.
El paquidermo, acribillado de lleno, se alzó de golpe sobre sus patas posteriores e intentó tomar carrera para triturar con un solo golpe aquel grupo de personas, pero las fuerzas lo traicionaron y cayó con inmenso fragor, vomitando por la probóscide un chorro de sangre espumosa.
En el mismo instante el junco, golpeado por todas partes por los otros animales, era empujado hacia las aguas profundas donde la corriente era bastante rápida.
—¡Estamos vivos de milagro! —dijo Yanez—. Si llegaba hasta nosotros, hacía una fea mermelada con nuestros pobres cuerpos. Kammamuri, mantén los ojos en los prisioneros.
—Están siempre bajo el cañón de mi fusil, señor —respondió el indio.
—Señora Lucy, y también vosotros, suban a cubierta y tratemos de desembarazarnos ahora también de los otros. Corremos peligro de morir hundidos.
El junco estaba todavía circundado por los paquidermos, que seguían obstinadamente nadando, intentando destruirles las amuras.
—¡Ahora intentemos calmar un poco a estos bribones también! —dijo Yanez—. ¿Tienen al diablo en el cuerpo? Jamás he visto bestias tan furibundas. ¡Si no hubiésemos encontrado este leño, pobre de nosotros!
El espectáculo que presentaban aquellos cuarenta o cincuenta colosos saltando en los bancos, siempre detrás del junco, o agitándose furiosamente en las aguas cenagosas de la riada, era siempre impresionante.
Afortunadamente la corriente aumentaba momento a momento, tanto que el viejo velero chino se alejaba de todos aquellos obstáculos, de modo que no podían dar las viejas cargas a través de los bancos que no tenían continuidad.
Yanez, Lucy, los hombres de la escolta y también Kammamuri habían reanudado el fuego muy decididos a desembarazarse de aquellos molestos. De vez en cuando un coloso, golpeado cerca del ojo o en la juntura de los hombros, se dejaba ir, barritando horriblemente.
Alguno se hundía de golpe, como si estuviese lleno de plomo, algún otro en cambio se balanceaba en la corriente, haciendo esfuerzos desesperados por volver a ganar la orilla.
La batalla duró aproximadamente una buena media hora, con gran consumo de municiones, pero finalmente los colosos, convencidos de tener todo para perder y nada que ganar si continuaban con la persecución, cortaron oblicuamente la riada y se pusieron a salvo hacia la orilla derecha, que estaba cubierta por inmensas plantas.
Ni los repetidos baños, ni las descargas furiosas que habían recibido en buen número, habían sido suficientes para calmarlos, aún cuando muchos perdiesen sangre por varias heridas.
No pudiendo ya tomárselas con el junco, porque estaba demasiado lejos, se desahogaban contra las plantas mandando rabiosamente a tierra, con grandes golpes de probóscide y de cabeza, enormes troncos y arbustos en espacios tan vastos como una floresta de discretas dimensiones.
—¡Qué el diablo se los lleve! —exclamó Yanez, que nuevamente había subido a cubierta con los compañeros, después de haber hecho atar bien a los prisioneros, que le importaban mucho como para perderlos—. ¿Han visto alguna vez animales tan condenados? Henos aquí con el junco desquiciado que bebe alegremente por todas partes. Si aquel demonio hubiese continuado un poco más con su carrera, nos habría ahogado a todos.
—No obstante, junto con él —dijo Lucy.
—Flaco consuelo, señora.
—¿Y ahora, milord? ¿A dónde vamos? ¿Intentaremos alcanzar a los tigres de Mompracem o proseguiremos nuestro viaje?
—Vacilo en dar el golpe a los rajputs.
—¿Todavía no han sido vencidos?
—Las espingardas truenan todavía allá arriba, señora, y con bastante viveza. Ya que los guardias del Sultán hasta ahora no se han mostrado, dejémonos ir a lo largo del río e intentemos abrir al Tigre de la Malasia el camino a Varani.
—¿Podremos llegar?
—Todos los cursos de agua que descienden de las Montañas de Cristal terminan en la bahía y esta nave no regresará a la montaña.
—¿Sandokan descenderá siempre a lo largo del río? —preguntó Kammamuri.
—Es su camino —respondió Yanez—. Ya que ha entrado en el valle, continuará su marcha hacia el mar y seguirá a nuestras espaldas.
—¿Ya sabrá que lo precedemos?
—Ciertamente; y hará también lo posible para alcanzarnos cuanto antes.
—¿Podremos entrar en Varani sin que nos atrapen?
—Fingiremos ser honestos comerciantes chinos, recomendados por el jefe del barrio. Deja que Sandokan se allane su camino; nosotros sigamos el nuestro y abramos los ojos. Más allá de los rajputs podremos encontrar a los shikaris del campo.
—¿Qué habrá sucedido con nuestra escolta, señor Yanez? ¿La habrán masacrado?
—No creo que hayan osado tanto. Vamos, busquemos tapar lo mejor que podamos las brechas, para no hundirnos antes de llegar a la vista de la capital. Bajemos las velas y utilicémolas para meterlas entre las cuadernas.
El junco había sido reducido a un estado verdaderamente miserable por el terrible elefante que había conseguido abordarlo.
Todos los puntales de la bodega yacían unos sobre otros, juntos con la destrozada toldilla.
Agujeros abiertos por los colmillos, horadaban aquí y allá el casco y de aquellos el agua no cesaba de entrar, acumulándose en la sentina.
Afortunadamente el río era bajo y diseminado por un número infinito de bancos cubiertos de arbustos, por encima de los cuales revoloteaban nubes de aves acuáticas.
En caso de peligro encallar era facilísimo.
—Creía que habíamos sido reducidos a peores condiciones —dijo Yanez, que había dado toda la vuelta al junco—. Estos agujeros se pueden tapar con un poco de paciencia, tanto como para llegar a la capital. Señora Lucy, póngase de centinela, mientras nosotros intentamos algunas operaciones.
—No se ve un alma viva —dijo la bella holandesa—. ¡Si quiere que fusile aves...!
—¡Eh...! ¿Quién sabe si detrás de aquellos no avanzan los rajputs acosados por los tigres de Mompracem?
—¡Qué desgracia no tener alguna de las espingardas que posee Sandokan! —dijo Kammamuri.
—Tendremos en mayor número. ¿No tenemos nuestra formidable flotilla, que está todavía intacta y congregada en la bahía, y nuestro yacht?
—Pensaba justo en su leño, señor, en este momento —dijo el indio—. Intentemos abordarlo y hacernos a la mar para acompañar a la flotilla. Nosotros sobre el mar, Sandokan y los tigres de Mompracem en la ciudad, apoyados por los chinos, ¿quién nos hará frente? Si el Sultán quiere recuperar su libertad, deberá firmarnos, aunque deba perder el trono, la devolución de la gloriosa isla de los piratas de la Malasia.
—Si pudiese alcanzarla sin que la guarnición y las cañoneras se dieran cuenta, me reiría de todos los sultanes de Borneo —dijo Yanez—. No obstante, estoy siempre inquieto por Sandokan.
—¿Habrá sido detenido?
—Pudo haber encontrado kotas en su camino y aquellas pequeñas fortalezas, aún cuando construidas solamente con troncos de árbol, oponen largas resistencias.
En aquel instante sobre la orilla izquierda del río, cubierta de densos montes, se vio surgir una gran columna de humo.
La frente de Yanez se había nublado.
—¡Por Júpiter! —exclamó el buen hombre, pero sin alarmarse demasiado—. ¿Los guardias del Sultán ya están aquí...?
—No se oyen mas que lejanísimos disparos, señor —respondió el indio—. Se combate todavía a gran distancia.
Todavía no había terminado de hablar, cuando varios hombres aparecían bruscamente entre las cañas que cubrían la orilla, tomando resueltamente en la mira al viejo y desquiciado velero.
Eran una veintena, todos bronceados, con pequeños turbantes grisáceos con rayas blancas.
—¡Arrójense detrás de las amuras! —gritó prontamente Yanez, mientras partía algún tiro de fusil.
Los asaltantes habían tomado rápidamente posición en la extremidad de una minúscula península, gritando:
—¡Alto, o hacemos fuego!
—¿Has oído, Kammamuri? —preguntó Yanez, levantándose prontamente—. Estas voces me son conocidas.
—¿Aquellos hombres serán los que habíamos dejado en el campo del Sultán?
—Lo espero, aunque me parezca inverosímil.
—¡Alto! —gritó otro hombre, que parecía comandar al grupo—. Arrímense a la orilla o los seguiremos hasta Varani.
—¡Señor mío! —gritó Yanez, saltando sobre la amura del junco—. ¿Es así que se saludan los viejos camaradas?
Los veinte hombres, oyendo aquella voz, se habían alzado a su vez, haciendo grandes gestos de estupor.
—¡El señor Yanez! ¡El señor Yanez! —gritaban todos, precipitándose hacia la orilla.
—¿De dónde aparecieron entonces? —preguntó el portugués.
—Hace treinta horas que los buscamos a través de las florestas, para reforzarle la escolta —respondió el jefe—. No creíamos encontrarlos aquí, sobre este río, en medio de una batalla espantosa que no da señas todavía de terminar. ¿Sabe que los tigres avanzan, apresurándose ante los rajputs?
—¿No has podido juntarte con Sandokan?
—No, señor Yanez. Los guardias del Sultán nos cierran el camino y no somos tantos como para asaltarlos, especialmente en medio de las florestas.
—Pues bien, vendrán a Varani con nosotros —dijo el portugués—. Esperaremos allá a Sandokan.
Kammamuri tomó una guindaleza y la arrojó hacia la orilla, de modo que el junco pudo arrimarse a tierra.
Los veinte hombres de la escolta se precipitaron a cubierta, mandando gritos de alegría. Ciertamente nunca esperaron semejante suerte.
—Temía que los hubiesen masacrado a todos —dijo Yanez al jefe de la escolta.
—La orden de fusilarnos como ánades ya había sido dada, señores, cuando nosotros, viéndonos perdidos, atacamos resueltamente el campo atravesándolo a gran carrera. ¿Lo creería? Todos aquellos haraganes, en lugar de cerrarnos el paso, nos dejaron ir y aprovechamos para doblar hacia el río. Ya habíamos oído retumbar las espingardas del Tigre de la Malasia y también los lela, pero nos encontramos siempre delantes de los guardias del Sultán que combatían con furor bajo las florestas, defendiendo el terreno palmo a palmo.
—¿Dónde se encuentra el campo de los shikaris y cazadores?
—Desaparecieron todos, señor, con nuestros primeros tiros de fusil.
—¿Escaparon a dónde?
—A Varani.
—¡A enemigo que huye, puente de plata! Aún cuando habría deseado más verlos junto con los rajputs. Creo que ahora no necesitamos mas que alargar las manos y recoger Mompracem —dijo Yanez—. Continuemos nuestro viaje y busquemos alcanzar la bahía, inadvertidos.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Bauprés: “Albero di bompresso” en el original, es el palo grueso, horizontal o algo inclinado, que en la proa de los barcos sirve para asegurar los estayes del trinquete, orientar los foques y algunos otros usos.

Merghee: “Mergher” en el original, es una de las dos castas del elefante asiático, según los bengalíes. Proviene del hindi “mrigi”, “antílope” y su principal uso es la caza.

Sentina: Cavidad inferior de la nave, que está sobre la quilla y en la que se reúnen las aguas que, de diferentes procedencias, se filtran por los costados y cubierta del buque, de donde son expulsadas después por las bombas.

Ánades: “Anitre” en el original, son aves con los mismos caracteres genéricos que los patos.

A enemigo que huye, puente de plata: “A nemico che fugge ponti d'oro” en el original, es una frase utilizada tanto en italiano como español, con la diferencia del material del puente. Significa que es mejor dejar huir a los enemigos que no buscan pelea para evitar daños innecesarios.

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