viernes, 4 de septiembre de 2020

XXIII. En la bahía


Dos días después el junco más desquiciado que nunca y casi lleno de agua, después de haber atravesado varios pantanos, llegaba imprevistamente a la bahía de Varani, hundiendo las anclas a una notable distancia de la costa.
Aún cuando los rajputs los hubiesen dejado descender tranquilamente el río, quizá porque estuvieran muy fuertemente presionados por las bandas de Sandokan y Tremal-Naik, Yanez quería estar seguro de sus asuntos, antes de desembarcar y de caer en las manos de los holandeses y los ingleses, cuyas cañoneras se divisaban en la salida de la bahía.
Fue con un gran suspiro de alivio que vio a su valeroso yacht todavía intacto, con el pequeño prao siempre a popa, listo para recomenzar la batalla.
La ciudad parecía tranquila; en cambio, en los pantanos las espingardas retumbaban siempre y fuegos altísimos se alzaban, anunciando el incendio de las kotas de la capital.
El Tigre de la Malasia, con aquella ferocidad y obstinación que lo habían hecho famoso, no había dejado de dar caza a los rajputs, con la esperanza de reunirse pronto con Yanez y con la flotilla.
—El Sultanato salta por los aires antes que Mompracem —dijo el portugués, que no despegaba los ojos de su yacht—. Que llegue nuestra escuadra y que los chinos de Kien-Koa nos den una mano, y veremos si nosotros no sabremos retomar nuestro gran escollo de Mompracem. Por otra parte, antes de tomar una decisión y de empeñar la última lucha, que será ciertamente espantosa, veamos qué dicen nuestros prisioneros. Si ceden, nada mejor.
Kammamuri, que había sido advertido, empujaba ya sobre el puente del junco al Sultán y al no menos desgraciado embajador inglés.
Ambos tenían un aire de funeral y miraban al portugués que en aquel momento, por cierto, no los miraba con buen ojo.
La escolta había sacado los campilán y los parang y los había plantado sobre el tablado con un estruendo pavoroso.
Parecía que se disponían a decapitar sin más a los prisioneros.
—Para nosotros dos, Alteza —dijo Yanez, volviéndose al Sultán—, la empresa de los tigres de la Malasia, que por tantos y tantos años tuvieron a Mompracem sometida, defendiéndola contra los ingleses, los holandeses e incluso contra sus praos, está por terminar. Dentro de poco, a pesar de todo, seremos amos de su capital y de las aguas de la bahía y ¡ay de quien intente detenernos el paso!
—¿Qué quiere entonces, todavía? —gritó el Sultán furioso—. Me ha fastidiado bastante e incluso se ha olvidado que yo soy un príncipe, mientras que usted no es probablemente mas que otro miserable aventurero, enrolado entre las bandas del Tigre de la Malasia o mejor aún, de aquel terrible rajá del lago, que ya ha hecho un gran vacío en torno a mis fronteras.
—¡Pero le he dicho que también sobre mi frente hay una corona mucho más pesada que la suya y que también soy un verdadero príncipe! Pregúntele aquí al señor embajador, que conoce la India, si Assam vale lo que su Sultanato.
El inglés, que continuaba rechinando silenciosamente los dientes y tirándose el rubio pelo, oyendo aquellas palabras mandó un grito, seguido enseguida por una blasfemia.
—¡Good God! —exclamó—. ¿Sería usted el esposo o mejor dicho el príncipe consorte de la rani de Assam?
—¿Qué encuentra de extraordinario en esto?
—¿Qué hace aquí, usted? La corte de Assam no se encuentra en Malasia.
—Por mi parte me encuentro bien en cualquier lugar, siempre y cuando tenga para divertirme con aquel querido hermanito que se llama Tigre de la Malasia.
—¿Y qué ha venido a hacer?
—A conquistar Mompracem, el glorioso escollo de los piratas de la Malasia, sobre cuya cumbre no veo más ondear, desde hace más de diez años, la roja bandera de la piratería adornada con tres cabezas de tigre.
—¡Está loco!
—Pronto le mostraré lo contrario, milord —respondió Yanez—. ¿Quiere firmar junto con el Sultán la restitución de Mompracem a los tigres de la Malasia?
—¡Oh, nunca! —gritó el embajador—. Vaya a ganarse aquel escollo, si lo desea y si es capaz de conquistarlo.
—¿Y usted, Alteza?
—La tengo en consigna de los ingleses y holandeses tras la promesa de no bajar jamás la bandera verde del Sultanato y de no dejarla reconquistar por los piratas.
—¿Son sus últimas palabras? —preguntó Yanez con voz amenazadora.
Los dos prisioneros dudaron un poco en responder y miraron sospechosamente a los malayos y dayak de la escolta que habían alzado los gigantescos sables, haciéndolos circular sobre sus propias cabezas.
—¿Quiere asesinarnos? —preguntó el embajador—. No se olvide que detrás mío está Inglaterra.
—¡Está demasiado lejos en este momento! —dijo el portugués irónicamente—. Su gobierno no se molestará por tan poco.
—Entonces déjeme regresar a mi palacio —dijo el Sultán—. Esta comedia ha durado incluso demasiado y no puedo más.
—Sí, lo dejaré ir. Pero cuando la bandera de los piratas sea alzada sobre Mompracem. ¡Kammamuri!
—¡Señor!
—¿Están en buen estado las tres chalupas que hemos encontrado en la bodega?
—Para alcanzar la tierra sí, señor Yanez.
—Por ahora basta. Retira a estos señores y dales otra buena vuelta de cuerda a las manos y a los pies; y vosotros, amigos —continuó, volviéndose hacia los hombres de la escolta— icen enseguida las embarcaciones y ármenlas.
—¿Quiere desembarcar precisamente, milord? —preguntó la bella holandesa.
—Debemos ayudar a Sandokan, señora, y abrirle el paso de la capital.
—¿Y las cañoneras?
—Por cierto, no se encargarán de asaltar simples chalupas montadas por pocos hombres.
—¿Y no mandará a advertir al Tigre de la Malasia que también usted se mueve?
—Cuatro de los míos descenderán a los pantanos y avanzarán hasta que encuentren a las bandas. Ya les he dado a todos las instrucciones.
—¿Y nosotros?
—Vamos a alcanzar al chino ante todo. Si el barrio está listo para levantarse en armas, todo irá bien.
—¿Y el yacht?
—Espero que dentro de tres horas esté en mis manos. Me es necesario para ir a recoger a mis leños y tomar a los holandeses por la espalda. Señora, embarquémonos.
Tres chalupas, que apenas podían estar a flote, habían sido puestas en el agua.
Una viró enseguida, casi en el lugar, y regresó al río, donde la batalla, después de una breve pausa, había retomado mayor impulso.
Las otras dos, con los prisioneros, Yanez, Lucy y la escolta, se dirigieron solícitamente hacia la capital del Sultán que llameaba en un mar de monstruosas linternas de talco y de papel aceitado.
La batalla, que ya se combatía casi a la vista de los bastiones, había agitado a la población que hasta entonces había permanecido tranquila.
Las primeras cañoneras se habían movido, acercándose a los malecones para proteger a sus súbditos y al Sultán, abandonando imprudentemente al yacht y al pequeño prao que por otra parte no habían dado ningún motivo de sospecha.
Yanez, a quien nada se le escapaba, enseguida se había percatado.
—¡Imbéciles! —exclamó—. Los rajputs abren las puertas de Varani a Sandokan y a Tremal-Naik. Un golpe resuelto y mañana sobre Mompracem izaremos la bandera de los tigres. Necesito un hombre de buena voluntad.
—Soy siempre el primero señor —respondió el maratí—. ¿Qué debo hacer?
—Dirigirte hacia el barrio chino y advertir a Kien-Koa lo que está por suceder.
—¿Debo ordenarle desencadenar a sus cinco mil hombres?
—Sí, y que los tenga a disposición de Sandokan.
—¿Y usted?
—Me apodero del yacht y del prao y ya que nadie más los mira, corro a recoger la flotilla.
—Tenga cuidado con no dejarse capturar, señor.
—No pienses en mí: ¡mira qué confusión comienza a reinar ya en la bahía! ¿Quién prestará atención a mi chalupa? Pronto, amigos: los minutos son demasiado valiosos.
Era justo aquel el momento de actuar para llevar a buen fin, con un golpe poderoso, la reconquista de Mompracem, que las olas ya habían reducido a un simple escollo accesible a las naves piratas.
La calma, que reinaba poco antes en la bahía y sobre los malecones, había sido bruscamente partida.
Parecía que algún terrible suceso comenzase a desarrollarse.
A lo lejos, hacia los pantanos, lenguas de fuego se alzaban, lanzando a través de la oscuridad inmensos haces de chispas, que la brisa marina empujaba hacia las graciosas terrazas de los palacios del Sultán, que se encontraban más expuestos.
También en la extremidad del barrio chino resplandores siniestros avanzaban, extendiéndose por encima de las larguísimas filas de veleros anclados a lo largo de los malecones.
Praos, padewakang de Macasar y muchísimos jong, aflojaban las amarras y se hacían precipitadamente a la mar, a toda vela, impidiendo las maniobras de las cañoneras inglesas y holandesas, que se encontraban casi inmovilizadas.
¿Obedecían aquellas tripulaciones a una palabra clave recibida del jefe de barrio chino para favorecer la salida del yacht? Era probable, porque todos estos leños estaban montados por hijos del celeste imperio, bien armados, listos evidentemente para sostener a los tigres de Mompracem, que un día habían protegido sus contrabandos.
La chalupa de Yanez, montada por ocho malayos, por Lucy y por los dos prisioneros que habían sido escondidos bajo una vieja estera, procedía rapidísima.
Nadie pensaba en detenerla; ¡al contrario...! El cerco de veleros se estrechaba siempre en torno a las naves de guerra y se abría rapidísimo delante de los fugitivos, abriendo como un vasto surco formado por un buen número de leños siempre en movimiento.
Cada vez que un junco se acercaba a la chalupa, se oía a los marineros gritar, vueltos hacia Yanez, que se mantenía al lado de la bella holandesa:
—¡Cepat! ¡Cepat! (¡Rápido! ¡Rápido!)
Las cañoneras, no obstante, como si se hubiesen percatado de que por el momento no era Varani la que corría peligro, se metieron también obstinadamente dentro de aquel surco, donde podían moverse con mayor libertad.
Gritos y amenazas se alzaban en los puentes y detrás de las piezas.
—¡Abran paso!
—¡Fuera, o hacemos fuego!
—¡Despejen, celestiales!
—¡Regresen a sus anclajes!
Los veleros chinos no obedecían y continuaban oponiendo sus grandes flancos a la protección de la chalupa, que ya se encontraba a solo medio cable del yacht y del pequeño prao.
De pronto un junco, montado por una cincuentena de hombres armados de fusiles, cortó por un momento el paso a la chalupa.
No era mas que para realizar una maniobra, porque de la otra parte del surco avanzaba una nave de guerra humeando y bufando.
Esta, encontrándose imprevistamente delante de aquel gran velero, fue obligada a cambiar el rumbo. Casi en el mismo instante un joven chino se arrojaba al agua y después de pocas brazadas alcanzaba la chalupa.
Yanez le había apuntado una pistola, gritándole:
—¡Atrás!
—No, mi señor: me manda mi amo, Kien-Koa.
—Sube pronto.
—Y usted aproveche la ocasión para apoderarse de su yacht. Por el momento nuestros veleros lo protegen.
—¿Pero qué ha sucedido? Las bandas del Tigre no están todavía bajo las kotas y mi flotilla está lejos.
—Se engaña, señor: sus leños en este momento acuden en ayuda de su yacht.
—¿Advertidos por quién?
—Por mi amo. Hay otras cañoneras que vienen de Labuan y que intentan destruir a su flotilla antes de que se concentren en la bahía. Los ingleses y holandeses ya han descubierto todo y se preparan para defender al Sultanato.
—¿Ah, sí...? Pero solo alrededor de Mompracem se decidirán las suertes de la batalla. El Sultán por otra parte está siempre aquí: ¿lo ve?
—Ha sabido conservarlo bien —dijo el chino riendo.
—¿Cómo, se sabía que yo lo había hecho prisionero?
—Los mensajeros de mi amo, lanzados en buen número sobre sus rastros, también para protegerlos, habían referido todo.
—¿Entonces se sabía aquí que las bandas del Tigre descendían de las Montañas de Cristal?
—Y que descendían por el río, batallando ferozmente con los rajputs del Sultán. Aquí estamos en el yacht: ya está bajo presión. Aprovechemos el muro de contención de los veleros que nos protegen de las cañoneras.
En un instante la chalupa pasó rozando el pequeño prao, donde Padar alzaba las manos para saludar al jefe que regresaba, luego se detuvo bajo la escala.
—Suba, señora —dijo Yanez, ayudando a Lucy.
Luego, apuntando un dedo hacia Padar, le gritó:
—Alza las velas y sígueme enseguida: la flotilla avanza del norte y el Tigre cae sobre Varani del este. ¡A sus piezas, amigos! ¡Todos a sus puestos de combate! Vamos a embarcar a las bandas que batallan ya bajo las kotas de la capital.
El yacht describió medio giro y se metió dentro de uno de aquellos canales formados por los providenciales juncos chinos, moviéndose a todo vapor hacia el barrio chino.
El pequeño prao los siguió inmediatamente maniobrando con rara habilidad entre aquella multitud de flotadores que mantenían siempre estrechadas a las cañoneras.
En Varani se oían las espingardas de las bandas tronar. El Tigre y Tremal-Naik, después de dos días de muy sanguinarios combates, habían llegado delante de las kotas y las asaltaban furiosamente, dispersando a los últimos rajputs y a los últimos mercenarios malayos, siempre más dispuestos a salir corriendo que a defender a su señor.
En el barrio chino también se combatía. Las hordas de Kien-Koa aún cuando formadas en su mayor parte por comerciantes, más o menos panzones, se habían arrojado a través de los barrios malayos, devastando y saqueando todo.
Llamas se alzaban aquí y allá. Había peligro de que aquella noche Varani entera saltase por el aire junto con su Sultán.
Yanez, siempre protegido por aquella gran masa de veleros que circundaban en todos los sentidos para impedir el desembarco a las tripulaciones de las naves de guerra, esperaba ansiosamente el arribo de las bandas de Sandokan, combatiendo ya en el corazón de la ciudad.
Una viva inquietud atormentaba su ánimo: era la flotilla lo que le preocupaba, porque sin aquella, el embarque no sería posible.
—¿Llegará a tiempo?
Esto se preguntaba, mirando hacia las escolleras que cerraban, hacia septentrión, la bahía:
—Si tardan las cañoneras terminarán por hundir esta masa de veleros y me capturarán. ¿Todo debe colapsar justo ahora? ¿Y Sandokan que también tarda en llegar? ¡Sin embargo, los chinos le abren el camino!
De pronto se le escapó un grito.
Hacia el norte, más allá de las escolleras, había oído retumbar varios tiros de espingarda.
—¡He aquí la flotilla que llega! —dijo—. ¡Coraje amigos! Dentro de pocos minutos seremos los amos de la bahía y nos moveremos a Mompracem.
Casi en el mismo momento alaridos espantosos resonaron hacia los malecones, acompañados por nutridas descargas de fusilería y de espingardas.
A través de los puentes, arrojados sobre los amplios y pintorescos canales, centenares y centenares de malayos huían a lo loco, perseguidos ferozmente por grupos de chinos que mandaban clamores salvajes.
Grupos de rajputs habían tomado posición en la extremidad de los puentes y habían abierto fuego para proteger a los súbditos del Sultán de una probable carnicería.
Yanez brincó sobre el puente de mando y vio, a través del humo que se alzaba entre los barrios, despuntar finalmente a las grandes y aguerridas bandas del Tigre de la Malasia y Tremal-Naik.
Cincuenta horas de combate no habían debilitado todavía a aquellos terribles hombres, crecidos entre el tronar de las artillerías.
Abierto el paso a través del río, rechazando sin pausa a los guardias del Sultán, habían conseguido caer sobre la ciudad, después de haber matado cruelmente a los defensores de las kotas, y ahora avanzaban hacia los malecones listos para embarcarse y retomar la batalla terrible con nuevo vigor.
—¡Qué nadie deje el yacht! —gritó Yanez—. Si las cañoneras hacen fuego, respondan lo mejor que puedan.
Así dicho se había bajado de la popa saltando sobre el malecón, contra el cual el pequeño leño se había apoyado para oponer la última resistencia.
Solo Padar, el comandante del pequeño prao, lo había seguido, descendiendo a lo largo de la entena de popa de su velero.
Todos huían por los malecones, así que el portugués y el dayak pudieron avanzar hasta las primeras casas sin encontrar resistencia.
—¡Aquí están, señor! —gritó de pronto Padar—. Aquí está el Tigre que marcha a la cabeza de sus bandas, con Tremal-Naik y Mati, y también está aquí Kammamuri que guía a una horda de chinos.
—¡Finalmente! —exclamó el portugués—. Corre a su encuentro y haz embarcar, mientras tanto, a los dos jefes sobre mi yacht.
—¡Ya está aquí, señor...! Ahí está que aparecen, en dos columnas, entre el paso del norte.
—¡Por Júpiter! ¡Esto se llama tener suerte...! Ve, corre, mientras organizo el embarque y preparo la lucha. Oigo el cañón retumbar hacia alta mar. Naves de guerra deben dar caza a nuestros praos. ¡Tanto mejor...! ¡La fiesta será espectacular!
Y regresó solícitamente al yacht, mientras la fusilería aumentaba, barriendo las partes superiores de los puentes y los cauces de los canales mantenidos por los últimos defensores del desgraciado Sultán de Varani.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En este capítulo finalmente tenemos una referencia temporal bastante certera. En el original, Yanez dice que hace casi 20 años los expulsaron de Mompracem. Por lo tanto, siendo que la expulsión sucedió en la novela “El Rey del Mar”, ambientada en 1868, los hechos aquí narrados serían posteriores al año 1888. Sin embargo, decidí ambientarla en 1881 (un año después de “Sandokan al rescate”) y ajustar el rango temporal a más de 10 años, porque sino nuestros héroes ya rondarían los 70 años.

La oración que empieza con “Praos, padewakang de Macasar y muchísimos jong...” en el original, la primera palabra, antes de praos, es junco. Sin embargo, junco y jong es lo mismo, por lo que modifiqué la traducción para darle coherencia.

Linternas de talco y de papel aceitado: “Lanterne di talco e di carta oleata” en el original. La primera es en realidad el farol de mano que posee cristales de talco. La segunda es la típica linterna de papel utilizada por los chinos.

Padewakang: “Padevekan” en el original, eran botes tradicionales de entre 20 y 50 toneladas con uno o dos mástiles, utilizados para viajes de larga distancia por los bugineses y macasares.

Macasar: “Macassar” en el original, es la capital y mayor ciudad de la provincia de Célebes Meridional, en Indonesia. Se encuentra al sur de la isla de Célebes, en el estrecho de Macasar.

¡Cepat! ¡Cepat! (¡Rápido! ¡Rápido!): “Sie! Sie! (Presto! Presto!)” en el original. Modifiqué “sie” por “cepat” que significa rápido en malayo e indonesio. No encontré una palabra similar en chino. Por otra parte me incliné por el malayo, porque si los chinos querían que Yanez o el resto de su tripulación los entendiera, no creo que le hubiesen hablado en chino.

Cable: “Gomena” en el original, es una unidad de longitud náutica utilizada para medir distancias cortas o la profundidad de un cuerpo en el agua. Es considerada arcaica e imprecisa y cayó prácticamente en desuso. Por definición, un cable es la décima parte de una milla náutica, o sea 185,2 metros. Por lo tanto, 0,5 cables equivalen a 92,6 m.

Entena: “Antenna” en el original, es una vara o palo encorvado y muy largo al cual está asegurada la vela latina en las embarcaciones de esta clase. Madero redondo o en rollo, de gran longitud y diámetro variable.

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