miércoles, 16 de septiembre de 2020

XXIV. La reconquista del escollo


En la ciudad la lucha, se podría decir, había casi terminado, porque los fuertes hijos de la India habían debido ceder ante los incesantes choques de las bandas del rajá del lago bajadas de las Montañas de Cristal.
Solo en los barrios malayos se batallaba todavía y se saqueaba, porque los chinos todavía no habían dejado de arremeter contra los odiados súbditos del Sultán, sus implacables enemigos.
Sandokan y Tremal-Naik, a la cabeza de sus bandas siempre victoriosas, comprendiendo que el momento terrible se acercaba, acudían guiados por el jefe del barrio chino y por Kammamuri que lo habían encontrado, para salvar a Yanez que estaba por pasar un mal cuarto de hora.
La flotilla, es verdad, acudía también con gran furia, habiendo divisado ya al yacht y al pequeño prao de Padar, encerrados contra un malecón por toda aquella multitud de veleros; que no podían oponer ninguna resistencia.
Las cañoneras holandesas e inglesas, habiéndose percatado finalmente de que una gran tormenta se levantaba sobre el Sultanato, estaban por entrar resueltamente en acción.
Un retraso de un cuarto de hora podía ser fatal para todos los tigres de Mompracem.
—¡Abran fuego primero! —gritó Yanez, viendo que las naves de guerra intentaban espolear a los veleros chinos para alcanzar al yacht y hundirlo antes de que llegase la flotilla—. Los otros nos ayudarán.
Las dos piezas de caza giraron sobre sus pernos y descargaron sobre las cañoneras dos huracanes de metralla, sorprendiendo a las tripulaciones que se encontraban todavía en cubierta, expuestos a todos los tiros.
Los chinos de los veleros, viéndose apoyados, a su vez habían hecho fuego con sus fusiles y con sus pistolones.
Las cañoneras viraron en su lugar para no quedar aisladas por la flotilla que llegaba con velas desplegadas, desfilando delante de los malecones, se impulsaron a alta mar por tres o cuatro cables, por consiguiente, a su vez, hicieron tronar sus bronces masacrando especialmente a los operadores de las naves chinas.
Alternaban balas y metralla en tan gran cantidad, como para temer que el yacht saltara por el aire, porque los chinos, espantados por aquel diluvio de fuego, comenzaban a escapar por todas partes, no teniendo para oponer mas que simples fusiles.
Sandokan y Tremal-Naik, de pronto se habían percatado del grave peligro que corría Yanez y con una maniobra fulmínea habían colocado en batería, sobre el margen del malecón, las espingardas y los lela, respondiendo vigorosamente al fuego de las naves de guerra.
Al mismo tiempo también había acudido Ambong, el jefe de la flotilla.
A riesgo de hacerse ametrallar por las espingardas de Sandokan, los treinta espléndidos praos se arrojaron delante del yacht, cubriéndolo enteramente, y fulminaron a las naves de guerra, barriendo sus puentes y masacrando a sus artilleros que estaban al descubierto sobre el alcázar de popa.
Toda la bahía atronaba de cañonazos y fusilazos con un crescendo espantoso, porque también los chinos habían regresado al rescate con sus arcabuces.
Sandokan y Tremal-Naik, seguidos por Kammamuri, Mati y por el jefe del barrio chino, mientras tanto, llegaron a bordo del yacht.
Los dos primeros, uno a la vez, se arrojaron en los brazos del portugués, mientras las cañoneras, impotentes de sostenerse con tanta tormenta de hierro, se hicieron nuevamente a la mar, dirigiéndose allá donde surgían columnas de humo que indicaban la presencia de otras naves de guerra, provenientes probablemente de Mompracem y de la colonia inglesa de Labuan.
—Nuestro escollo todavía no está en nuestras manos —dijo el Tigre de la Malasia— pero ya que hemos cumplido finalmente nuestra unión, no dudo más de arrancárselo al Sultán y a sus protectores. Quiero ver ondear, al menos una vez más, mi roja bandera sobre el pico donde surgía mi vivienda.
—No, no Sandokan —respondió Yanez—. Si los borneanos quieren a su Sultán y los ingleses a su embajador que se encuentran en mis manos, deberán firmar la cesión absoluta del islote a sus antiguos propietarios. Pensaremos más tarde en volverlo inexpugnable.
—Bien dicho —dijo Tremal-Naik—. Mompracem regresa a los viejos tigres de la Malasia.
Mientras intercambiaban apresuradamente aquellas palabras, los praos, a pesar de los tiros de cañón que disparaban las cañoneras, aún cuando continuaban la retirada, procedían al embarque de las bandas.
Los pobres malayos y dayak, agotados por las marchas y los combates, casi no aguantaban más, sin embargo, con un esfuerzo supremo se agolpaban sobre los veleros, dejándose caer casi de golpe sobre los puentes como atontados.
Por el momento no había necesidad de ellos, porque la retirada de las naves de guerra continuaba rapidísima, por consiguiente sus jefes podían dejarlos descansar algunas horas.
Mompracem todavía estaba lejos y la última batalla se debía combatir en torno a sus orillas.
—Kien-Koa —dijo Yanez al jefe del barrio chino, en el momento en que estaban retirando las amarras—, por ahora te nombro jefe de Varani, con la condición de que terminen las masacres y los saqueos.
—Se lo prometo, milord —respondió el chino—. Ya no tenemos enemigos que combatir, porque creo que muy pocos de aquellos desgraciados rajputs han conseguido salvarse. No obstante, intente salvar mi cabeza, si el Sultán regresa aquí.
—Cuenta con nosotros, amigo. Mientras tanto desaloja y pon fin a los estragos.
—Antes, un apretón de manos conmigo —dijo Sandokan—. Un día te he salvado la vida cuando eras contrabandista.
—Deja que te la bese, Tigre de la Malasia —respondió el chino, que tenía lágrimas en los ojos.
—Ve, ve, viejo mío y piensa en poner un poco de orden en Varani o se quemará todo y no quedará un solo malayo vivo.
En aquel momento las voces poderosas de Mati y Ambong se hicieron oír entre los últimos tiros de cañón y el crepitar de los últimos fusilazos.
—¡En caza para Mompracem!
El embarque había sido terminado. Incluso las bocas de fuego, pequeñas y grandes, habían sido cargadas sobre los praos y dispuestas en proa para contrarrestar mejor el fuego de los fugitivos.
En pocos instantes la flotilla se reorganizó, se abrió el paso entre los juncos que saludaban frenéticamente a las tripulaciones, y se lanzó hacia la salida de la bahía, precedida por el yacht cuyos grandes cañones de caza no estaban callados un solo momento, teniendo un alcance mayor que todas las otras armas.
Varani ardía en varios lugares, pero los combates parecía que comenzaban a cesar, probablemente a merced de la intervención del jefe del barrio chino; y por la proa se veían humear a las cañoneras, dispuestas en dos grupos, en completa retirada y golpeadas por las piezas del yacht.
Más lejos, más allá de las escolleras, otras columnas de humo se alzaban, sin intentar forzar más la entrada a la bahía.
—¿Nos tienden una emboscada? —preguntó Sandokan, que apenas acababa de conocer a la bella holandesa—. Quizá lo sea, pero prefiero un combate terrestre. Los prahos ya, aún cuando todavía buenos, han pasado a la historia y no pueden competir, en alta mar, con las naves de guerra.
—Nos atraen hacia Mompracem —dijo Yanez, que examinaba atentamente las naves que huían con un fuerte catalejo.
—¿Has contado aquellas otras columnas de humo?
—Sí, Sandokan: si las cañoneras se reagrupan, tendremos doce delante nuestro.
—Afortunadamente algunas ya deben haber sido bastante maltratadas por nuestro fuego y sobre todo por tus piezas de caza.
—¿Encontraremos alguna guarnición en Mompracem? —preguntó Tremal-Naik, que parecía un poco inquieto.
—No te ocupes de los pocos borneanos que el Sultán habrá colocado en el islote —respondió Sandokan—. Mis hombres los echarán al mar sin hacer uso de las armas de fuego. ¡Ah...! Aquí está la flotilla enemiga que se ha reunido más allá de las escolleras. Veremos si quiere rechazarnos dentro de la bahía de Varani.
En efecto, las cañoneras fugitivas habían alcanzado a las otras que descendían de septentrión, pero habían continuado su carrera casi inmediatamente, moviéndose rápidamente hacia levante.
Las cañoneras de refuerzo se habían apresurado a ejecutar idéntica maniobra.
Sandokan miró a Yanez.
—¿Querrán remolcarnos a Mompracem o a Labuan? —preguntó.
—Su rumbo es para Mompracem.
—¿Tendrán otros refuerzos también allá?
—Puede ser.
—Ya estamos en carrera y el viento es favorable para nuestros leños, que pueden competir con aquellas máquinas medio destrozadas: nos den batalla o no, corramos a Mompracem.
—Espera un momento: antes quiero advertirles que a bordo de mi yacht tengo prisionero al Sultán y también al embajador de inglaterra, que había sido destinado a Varani. Verás que se cuidarán de disparar sobre nosotros, al menos por ahora.
Conociendo el portugués perfectamente las señales de bandera, dio a las cañoneras la advertencia, luego comandó a la flotilla reanudar vigorosamente la cacería.
El mar, tranquilo aún cuando el viento se hiciese sentir, favorecía la persecución.
Las cañoneras, después de la advertencia recibida, habían disparado algún tiro de cañón sobre los praos, cuidándose bien de no tocar al yacht, que se encontraba libre para actuar.
¡Y cómo lo aprovechaban Yanez y Sandokan, dos insuperables artilleros! Las dos piezas de caza tronaban a cada instante, obligando a las naves de guerra a apresurar la retirada.
Por otra parte, de vez en cuando las dos escuadrillas hacían una breve pausa para agobiar furiosamente de proyectiles, luego reanudaban la carrera.
Toda la noche la cacería continuó muy activa, no obstante, sin que los praos hubiesen podido alcanzar a los fugitivos, que aún cuando poseyeran viejas máquinas semi desquiciadas, tenían siempre mayor ventaja sobre el viento que no soplaba regularmente.
Solo el yacht habría podido adelantarse, pero ni siquiera el Tigre de la Malasia se sentía en grado de empeñarse a fondo sin el apoyo de los veleros.
También el día siguiente fue la misma cosa. Derroche de proyectiles por una parte y por la otra, con escasos resultados, combatiendo siempre a distancia.
Hacia el ocaso un grito inmenso, entusiasta, se alzó imponente en todos los praos.
Un islote había aparecido en el horizonte, circundado por un gran número de escollos: era Mompracem, el antiguo asilo de los terribles piratas de la Malasia, que un día habían hecho temblar a Borneo entero y a las colonias inglesas y holandesas.
Sandokan y Yanez habían fijado su mirada de águila sobre la cima, que por un lado descendía a plomo sobre el mar y donde diez años atrás surgía su vivienda, circundada más abajo por formidables aldeas malayas.
Ambos estaban profundamente conmovidos.
—¡Nuestra tierra, en un tiempo invencible! —exclamó Sandokan—. Nos la han arrancado y ahora la recuperaremos, pase lo que pase.
—Sí —respondió el portugués—. Antes de regresar a la India con Surama que está por regalarme un heredero al trono, espero contemplar todavía una vez más, desde lo alto de aquella peña, el mar de la Malasia.
Su voz fue sofocada por un fragor ensordecedor.
Las cañoneras, que ya se encontraban casi al amparo de Mompracem, a la entrada de una bahía en el fondo de la cual surgían reductos y fortificaciones, se habían decidido a dar batalla, contando ciertamente con el apoyo de la guarnición.
—¡Abajo todos! —había señalado Yanez, mientras Sandokan y Tremal-Naik, también hábiles cañoneros, respondían con las dos piezas de caza.
Con una maniobra fulmínea los treinta veleros se desplegaron en semicírculo y se fueron resueltamente encima de las naves de guerra, decididos a abordarlas.
Una gigantesca nube de humo se extendió por el mar, atravesada por destellos.
Silbaba la metralla de las espingardas, rugían los grandes proyectiles del yacht y de las cañoneras.
De vez en cuando alaridos espantosos salían de aquel nubarrón.
—¡Al ataque...! ¡Al abordaje...! ¡Viva el Tigre de la Malasia...! ¡Reconquistemos nuestro islote...!
Algunos praos se hundían, otros encallaban, pero incluso las cañoneras no se encontraban cómodas y fue peor para ellas cuando el grueso de la flotilla, después de haberlas empujado dentro de la bahía, las abordó.
Nadie podía existir al asalto de las bandas malayas y dayak, una vez que estas habían sido lanzadas.
En menos de media hora cinco cañoneras fueron capturadas, otras dos hundidas por las piezas de caza del yacht. Las otras, destrozadas, con las tripulaciones más que diezmadas, apenas habían tenido tiempo de hacerse a la mar para buscar refugio en Labuan o en los puertos daneses de las costas orientales y meridionales.
La guarnición de los reductos, compuesta por otra parte de solo dos compañías de borneanos y una de rajputs, viendo a las bandas desembarcar y amenazar con un ataque a fondo, se habían apresurado a izar la bandera blanca.
Después de más de diez años, Sandokan y Yanez finalmente desembarcaban en su islote que jamás habían creído poder reconquistar.
—Gracias, hermanito mío —dijo el Tigre de la Malasia al portugués, mientras se dirigían a lo alto de la peña y su tripulación y las bandas desarmaban a la guarnición—. ¡Este desquite te lo debo todo a ti!
—¡Bah! —respondió Yanez—. Comenzaba a aburrirme en la corte de Assam, aún cuando adoro a mi Surama. Me he tomado tres meses de vacaciones y te juro que me he divertido.
—¿Y nos dejarás pronto?
—Surama, como te he dicho, está por regalarme un heredero, y Tremal-Naik y Kammamuri deben ser los padrinos.
—¿Y si no fuese un varón? —preguntó Sandokan, sonriendo.
—Todos los magos de la corte me lo han asegurado.
—¿Y si por un caso extraordinario, pongamos, se equivocasen también ellos?
—Entonces la que nazca tendrá una bella madrina holandesa, porque la señora Lucy Van Harter me ha prometido seguirme a la corte de Assam, no teniendo ya más intereses en Borneo. Será una buena compañía para mi mujer. ¿Y tú? ¿Regresarás al lago?
—Yo —exclamó el Tigre de la Malasia—. Ahora que el escollo es mío, haré un baluarte formidable, capaz de frenar la codicia de los holandeses y de los ingleses. ¡Qué vengan a asaltarme y encontrarán a los tigres listos para recibirlos! ¡Seré así rajá del lago Kinabalu y rajá de Mompracem!
—¡Pobre Sultán de Varani!
—Haré de él un fiel aliado, lo verás.
Habían llegado a la cima de la roca, donde un día surgía su temida morada.
Avanzaron, tomándose de la mano, hasta el borde del abismo y escucharon el fragor de la resaca que subía limpia a través de la oscuridad.
—¡Cuántos recuerdos! —dijo Yanez.
—¡Demasiados! —añadió Sandokan, con un sordo sollozo.
—Piensas siempre en tu difunda Marianna.
—¡Siempre! —respondió el Tigre, casi ferozmente—. Jamás me la arrancaré del corazón.
Estuvieron varios minutos en el borde del abismo, luego retrocedieron lentamente, mientras detrás de ellos Tremal-Naik, Kammamuri, Mati y algunos malayos desplegaban a los vientos del mar malayo la roja bandera de los antiguos piratas, adornada con tres cabezas de tigre.

CONCLUSIÓN

Al día siguiente el desgraciado Sultán, que naturalmente estaba harto de su prisión, firmaba la cesión del islote a los antiguos piratas de Mompracem, luego era embarcado para Varani con una fuerte escuadra, para poner en su lugar a los chinos, si es que habían continuado saqueando e incendiando.
El embajador inglés lo había seguido, no teniendo necesidad Sandokan de tan peligroso personaje en su islote.
Yanez, Tremal-Naik y Kammamuri se detuvieron en Mompracem casi un mes, para reponerse completamente de las largas fatigas sufridas, luego una bella mañana el yacht encendió los fuegos para alcanzar la India.
Lucy, la bella holandesa, que había despachado en aquel tiempo sus asuntos y que deseaba ardientemente ver a la rani de Assam, ya estaba a bordo.
El adiós entre Sandokan y los que partían fue conmovedor.
—Si los ingleses te amenazan —le dijo Yanez— piensa que tengo tesoros y tropas. Estaré siempre listo para acudir en defensa de nuestro glorioso islote, que ya no debe caer más.
—La bandera del Tigre no se bajará mas que con mi muerte —respondió Sandokan.
Pocos minutos después el yacht partía entre el tronar de las espingardas de la flotilla.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En este capítulo también ajusté las referencias temporales de veinte años por diez, como expliqué en el capítulo anterior.

Y así termina la octava novela de la serie sin referencias a qué va a pasar en la próxima. En octubre seguimos. ¡Gracias por leer!

Cables: 1 cable = 185,2 m. Por lo tanto, 3 cables equivalen a 555,60 m; 4 cables equivalen a 740,80 m.

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