martes, 13 de octubre de 2020

I. El asesinato de un ministro


—Señor Yanez, si no me engaño, vienen, y tendremos una carga formidable, espantosa.
—¡Ah, bribón...! ¿Cuándo te decidirás a llamarme Alteza? ¿Cuando te haya hecho cortar la punta de la lengua por el verdugo de mi imperio?
—Nunca lo haría.
—Estoy más que convencido, mi bravo Kammamuri: para ti seré siempre el señor Yanez o el Tigre Blanco, como Sandokan para ti siempre será el Tigre de la Malasia.
—¡Dos grandes hombres, señor...!
—¡Que el diablo te lleve! Es cierto, algo hemos hecho en Malasia y en India, como para no dejar oxidar nuestras espléndidas carabinas inglesas.
—No, Alteza...
—Eh, Kammamuri, te prohibo darme este título cuando no estamos en la corte; y me parece, si no me he quedado ciego, que ahora nos encontramos en medio de una magnífica floresta, sin molestos ministros, grandes mariscales de no sé qué.
—Es una orden que ha instituido usted, señor Yanez.
—Ahora está bien. Pero mira: a estos indios es necesario darles grandes grados y títulos rimbombantes. ¡Mariscales de Assam...! ¡Por Júpiter...! Tienen razones para volverse soberbios, mientras que estoy más que convencido que ninguno de aquellos holgazanes que vacían las arcas del Estado, habría osado tomar parte en esta cacería. ¿Decías entonces, mi bravo Kammamuri?
—Que los búfalos se acercan.
—¡Tienes el oído bien fino, tú...!
—Soy indio, señor, y he nacido cazador.
—Es verdad; mientras que yo soy un europeo, hijo del alegre Portugal, que no tiene...
—Alto ahí, señor: usted ha matado más tigres que yo.
—No lo recuerdo —respondió aquel que se hacía llamar señor Yanez, riendo—. Entonces, ¿vienen?
—Estoy segurísimo.
—¿Serán muchos?
—Sabe bien, señor Yanez, que aquellas bestias cornudas, fuertes casi como los rinocerontes, van siempre en grandes manadas.
—Es verdad.
—El carro es pesadísimo, señor Yanez, y espero que no consigan desquiciarlo, ni levantarlo.
—En cambio, yo espero que se rompan los cuernos contra él —respondió el señor Yanez—. Me inquieta el elefante que el cornac no ha alejado lo suficiente, para poder asistir también él a la gran cacería. Todos bribones estos indios.
—¿Yo también, Alteza?
—¡Por todos los rayos de Júpiter, para, Kammamuri...! ¿Quieres sacarme de quicio justo ahora que tengo necesidad de tener los nervios y la sangre tranquila?
—¡He terminado, Alteza...!
—¡Que un thug te estrangule, bribón! ¡Quieres hacerme enojar!
—¡Pero no, señor Yanez!
—Ahora estamos aquí y no protesto. Ah, te decía que tenía algunas inquietudes por Sahur. Si los búfalos lo descubren lo destriparán, sin cuidarse de los golpes de probóscide.
—Sahur es un koomareah y no ya un merghee, señor Yanez. Es macizo como un escollo y fuerte como cien cateri.
—¿Cien gigantes indios? ¡Tenían muy poca fuerza aquellos señores espantapájaros...! Nosotros en Europa hemos tenido solo dos, que se llamaban Sansón y Hércules, pero podían matar incluso con una simple quijada a quinientos cateri, y quizá... ¡Oh...! ¡Oigo también...! ¡Por Júpiter...! Se diría que aquellos colosos derriban la floresta. Veremos si son capaces de arrojarnos al aire también a nosotros.
Luego, alzando la voz, comandó con voz seca:
—¡Preparen las carabinas...! ¡Descarga cerrada...!
Un enorme carro, formado por vigas pesadas colgadas con arpones de hierro y con ruedas altísimas, todas rellenas, estaba detenido, un poco hundido en la tierra fértil, en medio de una soberbia floresta erizada de gigantescos tara, tamarindos, cocos y mangiferas.
No se asemejaba en absoluto a los tciopaya indios, grandes carros también, pero más elegantes, porque tienen la caja siempre pintada en color azul cielo y adornada con flores y divinidades, con bellas pequeñas columnas. Parecía más un bastión rodante que solamente la fuerza ilimitada de los elefantes, especialmente los koomareah, podía desplazar.
Los búfalos no lo habrían conseguido ni siquiera acoplados de seis en seis, a pesar de su vigor tres veces superior al de los toros y las vacas de Europa.
Ocho hombres montaban aquella extraña fortaleza, que un vigoroso elefante había arrastrado hasta aquel lugar, para correr enseguida a emboscarse en medio de un densísimo grupo de mangiferas.
Aquel que estaba delante de todos y que se hacía llamar Alteza, o señor Yanez, a voluntad, era un bello tipo de europeo, en sus sesenta años, con una espesa barba canosa y la piel un poco bronceada por las largas estancias en las regiones ecuatoriales.
No llevaba puesto en absoluto un traje típico de príncipe indio, cargado de bordados de oro. Tenía un simple traje de franela blanca, bastante ancho como para no impedirle ningún movimiento, estrechado solamente a los flancos por una alta faja de seda azul en la cual se veía destacar una gran S.
Dentro de aquella especie de cinturón había dos grandes pistolones indios, con cañón largo, armas que pueden valer como los modernos revólveres. El segundo, que se obstinaba en llamarlo señor Yanez, era un tipo de indio purísimo, ya en la cincuentena, no obstante con los cabellos y la perilla negrísima.
Más bien macizo, de formas vigorosas, no obstante, de facciones finas, nobles, aquellas facciones que se verifican en las altas castas indias que jamás han tenido ningún contacto con los parias.
Bastante moreno, con los ojos siempre en movimiento que les daban un no sé qué de feroz, hacía tintinear sus grandes pendientes de oro y los numerosos collares de perlas que le descendían sobre una casaca toda verde y bien bordada, con mucha pompa, en plata y oro.
Cualquier indio que lo hubiese visto, no habría vacilado un solo momento en exclamar: “¡He aquí un soberbio maratí...!”
Los otros seis, que estaban detrás del maharajá, no eran mas que shikaris, o sea, cazadores, muy valiosos tanto en la jungla infestada de tigres, pitones enormes y cocodrilos, como contra los colosos de la floresta: como búfalos, elefantes y rinocerontes.
No tenían mas que pantalones cortos de tela rayada, nada sobre sus cabezas cuidadosamente afeitadas, no obstante, en el cinturón de piel amarilla llevaban un verdadero arsenal: pistolones de doble cañón y talwar para cortar las lenguas a los búfalos.
Al comando dado por el maharajá, los shikaris habían armado precipitadamente las carabinas, y habían ocupado el frente del carro.
Se mostraban perfectamente tranquilos, aún cuando no ignorasen con qué formidable enemigo tenían que vérselas.
—¿Avanzan, verdad, mi bravo Kammamuri? —preguntó el señor Yanez.
—Sí, Alteza —respondió el maratí, embrazando rápidamente una gran carabina.
—¡Eh...! ¡Para, molesto...! Aquí no hay ni ministros, ni grandes mariscales. ¿Quieres pudrirme la sangre? Si lo has jurado, como te he dicho, te haré cortar la punta de la lengua por el gran verdugo de mi imperio.
—Y en efecto, le daría un poco de trabajo a aquel bribón: ¿cuánto le paga...?
—Mil rupias al año para no hacer nada, ya que soy un príncipe humanitario. Y luego Surama no querría que hiciese cortar el cuello a algunos de sus súbditos.
—¡Uf...! Súbditos desleales, señor Yanez.
—Lo sé mejor que tú, mi bravo Kammamuri —respondió el portugués—. Mientras se pueda avanzar hilemos a todo vapor. Desencadenaremos, en el último momento, a los montañeses de Sadiya. Aquellos son verdaderamente devotos de la rani, y para conservar el trono amenazado por una carcoma misteriosa, serían capaces de arrojarse incluso sobre Bengala.
—¡Si tuviésemos a algunos cachorros de Mompracem a la cabeza!
—Los tendremos.
—¿Cómo? ¿Volveremos a ver a aquellos terribles guerreros de las densas florestas?
—No te asombres, Kammamuri, hace un tiempo que lo pienso. He nombrado a un bravo hombre mi primer ministro y me los han envenenado misteriosamente; he nombrado a otro, y en su lecho se ha encontrado una serpiente del minuto que se lo ha llevado, a la primera mordedura, dentro de los cuarenta y cinco segundos exactos. Mañana meterán entre mis colchas una cobra de anteojos, o entre las sábanas de seda de Surama y de mi Soarez. ¡Muerte de Júpiter...! Si asesinaran a mi mujer y a mi hijo...
Se había interrumpido bruscamente, gritando por segunda vez:
—¡Preparen las carabinas...! ¡Descarga cerrada...!
Aún cuando reinase una calma absolutamente completa, la floresta que se extendía delante del gigantesco carro, se había puesto a agitarse como si golpes de viento la embistiesen. Todas las plantas, excepto los gruesos tara, inexpugnables incluso para los elefantes más poderosos, se agitaban violentamente, agitando las inmensas hojas y haciendo caer una verdadera granizada de fruta.
Parecía que bajo la gran vegetación, antes que por encima, avanzaba furibundo un huracán, acompañado por extraños fragores que no eran otros que mugidos de bhainsa, los formidables bisontes indios, mucho más audaces que aquellos que hace un tiempo poblaban las praderas del Far West norteamericano. Son animales de dimensiones extraordinarias, macizos casi como los rinocerontes, malísimos, especialmente si son heridos.
No se asemejan verdaderamente al bisonte norteamericano, ni al búfalo salvaje de África, quizá a los uros, raza ya desaparecida de las florestas de Alemania y Polonia, hace unos buenos doscientos cincuenta años.
Tienen la cabeza corta y más bien cuadrada, la frente alta y ancha, coronada de mechones de pelo largo, rojizo, los cuernos ovalados fuertemente aplanados que se replegan hacia atrás para levantarse luego hacia la punta.
El cuello es grueso y corto, que se junta de pronto a una verdadera giba que se extiende hasta la mitad de la longitud de sus cuerpos, y que por eso los hacen asemejar un poco a los bisontes de las praderas norteamericanas.
Toda aquella giba está cubierta de un pelaje negro espeso y largo; las otras partes en cambio están cubiertas de pelos de color marrón y son menos densos.
Si hay un animal terrible es indudablemente el búfalo indio. Mientras los bisontes norteamericanos huyen casi siempre y se dejan masacrar por centenares, los indios, aún cuando tengan una vista más bien mala, pero un olfato y oídos finísimos, venden ferozmente su piel.
Ya van siempre en grandes grupos de cuarenta, cincuenta e incluso más cabezas, por consiguiente pueden llevar a cabo cargas formidables también porque, a pesar de su mole, son agilísimos y corren mejor que los bisontes compitiendo incluso con los caballos. Están siempre de pésimo humor, dispuestos a destripar al pobre indio que encuentren a su paso y que no ha tenido tiempo de ponerse a salvo sobre cualquier árbol de ramas bajas.
Producen heridas espantosas, y varias veces se han encontrado, en las florestas indias, desgraciados con el vientre abierto hasta la boca del estómago, con un golpe limpio. Incluso los tigres se cuidan, aunque estén hambrientos, de asaltar de frente a aquellas peligrosas y grandes bestias, y raramente consiguen abatir alguna.
Lo que vuelve al búfalo absolutamente terrorífico es su fuerza prodigiosa, que le da una superioridad inmensa sobre el hombre que habita aquellas regiones, por el hecho de que incluso a través de las más densas florestas se abre paso sin esfuerzo aparente, mientras los más diestros cazadores no podrían avanzar mas que con suma lentitud.
Luego la malignidad de los búfalos, ya sean africanos o asiáticos y tal vez incluso los norteamericanos, es increíble. Persiguen al cazador con una obstinación increíble, haciendo inesperados regresos detrás de los matorrales, para tomarlo de frente y destriparlo, arrojarlo al aire y pisotearlo rabiosamente.
El señor Yanez no estaba en sus primeras cacerías. Conocía a los “grandes de la floresta”, como los llamaba él, y había tomado sus precauciones, haciéndose construir un carro monumental que ni siquiera los fortísimos elefantes, en una de sus cargas espantosas, podían romper.
Tenía además al maratí, cazador nato, y seis shikaris de pulso firme y en absoluto impresionables.
Los bisontes, habiendo olfateado quizá a los enemigos, continuaban cargando a través de la floresta, destripando arbustos y haciendo oscilar a los árboles. Mugían furiosamente, como si estuvieran impacientes por empeñar la lucha.
—¿Están listos? —preguntó Yanez, que aguzaba los oídos y la vista.
—Todos, Alteza —respondieron los siete hombres, embrazando las carabinas.
—¡Por Júpiter...! Quiero ver la danza de los bisontes. Hace un tiempo que no mato, pero ya que vienen a devastar mis selvas y a destripar a mis súbditos, nosotros también haremos masacres. ¡Eh...! ¡Atención...! ¡Llegan...!
La banda irrumpía con la violencia de una verdadera tromba. Eran cincuenta o sesenta enormes animales, casi todos macizos, que cargaban con cabeza baja, con los cuernos tendidos.
—¡Verdaderamente dan miedo! —dijo Yanez con su usual voz tranquila—. Lamento que no esté aquí Tremal-Naik.
—Vela por su hijo, el pequeño Soarez —apenas tuvo tiempo de decir el maratí.
Una descarga resonó de pronto, descarga seca, terrible. Los bisontes, impresionados por el fragor de las armas, de pronto se habían detenido delante de dos compañeros suyos que no daban más signos de vida, mientras un tercero se debatía desesperadamente en las últimas convulsiones de agonía, emitiendo formidables mugidos.
—¡Las carabinas de recambio...! —gritó prontamente Yanez.
Todos se habían rearmado prontamente, y se habían puesto en posición de disparo.
Los búfalos tuvieron un momento de indecisión, pero su extraordinario coraje se despertó muy pronto, y se lanzaron derecho contra el carro con la esperanza de romperlo con grandes golpes de cuernos, o por lo menos de volcarlo.
—¡Fuego...! —comandó por segunda vez Yanez.
Otros ocho disparos atronaron, formando casi una sola detonación y rompiendo violentamente el eco de la floresta.
Tres animales cayeron muertos o heridos, sin embargo los otros continuaron la endemoniada carga, mugiendo espantosamente, y se precipitaron al ataque. Estaban casi por embestir al carro, cuando de un denso matorral irrumpió, corriendo y barritando, un gran elefante montado por un cornac indio, casi desnudo.
—¡Sahur...! —gritó Kammamuri, tomando otra carabina de recambio, porque todavía tenían—. ¿Qué viene a hacer aquí aquel estúpido? ¿Hacerse destripar?
—También estamos nosotros, listos para protegerlo —dijo Yanez—. Veamos un poco qué sucede. El elefante no me importa, porque en mis reservas hay incluso demasiados; es por aquel pobre diablo de cornac que corre el peligro, si no consigue domar a Sahur, de ver las tripas colgando de la punta de algún cuerno. No hagan fuego por ahora. Uno de ustedes recargue las armas.
El elefante, impresionado por los mugidos verdaderamente espantosos de los búfalos, había dejado su escondite, arrojándose inconscientemente en medio de todos aquellos cuernos.
Es verdad que se trataba de un poderoso koomareah, sólido como un escollo, dotado de una fuerza más que prodigiosa y armado con una trompa larga que debía hacer verdaderos milagros en el caso de un ataque directo.
El cornac, armado del arpón, en vano se esforzaba por volver a conducirlo a los densos matorrales. El testarudo tocaba su fanfarria de guerra preparándose también para arrojarse.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez—. ¡Tiene coraje aquella gran bestia...! ¿Es que viene justo para protegernos?
—No me extrañaría —respondió Kammamuri—. Sahur tiene una inteligencia maravillosa.
—Estén siempre listos para hacer fuego.
Los búfalos, por segunda vez, se habían detenido, pisoteando rabiosamente el suelo y sacudiendo desatinadamente sus grandes cabezas. Parecía que vacilaran entre asaltar al carro o al elefante que avanzaba siempre trompeteando a todo pulmón.
Finalmente parecieron decidirse. Debían haber reconocido que era más fácil derribar al paquidermo antes que al gigantesco carro que presentaba la resistencia de un pequeño bastión. Se ensancharon, formando un semicírculo de más de cien metros, luego volvieron a moverse, apuntando al elefante.
Estaban por atacar a fondo, cuando un relincho resonó imprevistamente a pocos centenares de pasos del carro.
—¡Un caballo...! —exclamó Yanez, volviéndose ligeramente pálido—. ¿Es que en mi capital ha estallado la revolución? ¿Están todas las carabinas cargadas?
—Sí, Alteza —dijo Kammamuri—. Tenemos treinta y cuatro balas para regalar a los búfalos.
—Muy pocas.
—Las municiones abundan.
—No sé si siempre nos darán tiempo para recargar las armas, mi bravo maratí. ¡Listos...! ¡Por todos los rayos de Júpiter! ¡Bindar!
Un bellísimo caballo negro había aparecido de los matorrales, corriendo hacia el carro.
Un indio delgado como un faquir, sin embargo, joven aún, lo montaba teniendo bien recogidas las bridas, y las puntas de los pies metidas dentro de los estribos, que no eran aquellos anchos con los bordes cortantes, usados por los musulmanes indios. El caballo, viendo a los búfalos, había dado una fulmínea vuelta, preparándose para escapar con todas sus fuerzas. Por instinto, conocía demasiado bien el poder de aquellas grandes bestias.
—¡Bindar...! —aulló Yanez—. ¿Qué vienes a hacer aquí? ¿Hacerte destripar?
—Mi señor —gritó el indio con gran voz—, han envenenado también a su tercer ministro. Murió hace un par de horas.
—¡Por Júpiter...! ¿Qué vienes a contarme?
—La verdad, Alteza.
—¿Y Surama y mi hijo, el pequeño Soarez?
—Todos vivos. Regrese pronto: Tremal-Naik lo espera.
—Huye tú mientras tanto. Tenemos que vérnosla con estos animales. ¡Escapa...! ¡Escapa...! ¡Lleva mis saludos a mi mujer...! ¡Vela por mi hijo...!
—¡Sí, maharajá...! ¡Qué Visnú te proteja...!
El caballo ya había hecho una carrera desenfrenada desapareciendo casi de súbito bajo las grandes vegetaciones.
Los búfalos siempre malignos y muy inteligentes, habían dejado en paz al carro y también al elefante, de cuya probóscide, más allá de sus colmillos, mucho tenían que temer, y se habían arrojado detrás del jinete, el más débil, como para soportar un ataque poderoso. Bajo las inmensas bóvedas de vegetación atronaron dos disparos que parecían de pistola, luego también la manada endemoniada, inexpugnable siempre mugiendo, desapareció, lanzada a gran velocidad sobre los rastros del jinete.
—¿Has oído, Kammamuri? —preguntó Yanez, con la voz un poco alterada—. ¡También mi tercer ministro envenenado...! ¿Mi corte está llena de traidores, entonces? Mañana me envenenarán a mí, luego a la rani mi mujer, luego a mi hijo y también a todos ustedes, amigos fieles. ¡Por todos los rayos...! Ya tengo suficiente de esta corona que pesa como si fuese de plomo. Este imperio, como lo llaman pomposamente, no vale lo que nuestra pequeña isla de Mompracem, ni por los cien mil cuernos de todos los demonios conocidos y desconocidos.
—La noticia que nos ha traído Bindar es impresionante, señor. Se diría que en su corte se han establecido algunos de aquellos dacoity que han envenenado a media población del Bundelkund.
—Yo pienso otra cosa —dijo Yanez, atormentando el gatillo de la carabina—. Y no es de hoy que este pensamiento terrible me persigue.
—Diga, señor Yanez.
—Que Sindhia ha escapado del manicomio en Calcuta, donde lo habíamos internado.
—¡Pero qué...! Aquel eterno borrachín jamás sabría hacer nada aunque estuviera libre, señor Yanez.
—No comparto en absoluto tu confianza, mi bravo Kammmamuri —respondió el príncipe—. A nuestro alrededor reina la traición, y la traición india es la más terrible.
—Señor, regresemos enseguida.
—Si los búfalos nos dejan el paso. Regresarán, lo verás, y nos darán otra vez grandes fastidios.
Luego alzando la voz gritó al cornac que montaba el koomareah, y que había conseguido domar a la enorme bestia:
—¡Pon a salvo a Sahur...! Nos es necesario para regresar a la capital. Aprovecha este momento de tregua.
—Ya soy dueño, maharajá, de mi bestia —respondió el cornac—. Ahora lo conduciré a un lugar seguro, y si se encapricha utilizaré el arpón sin cuidarme donde toco.
—¡Vete, entonces...!
—Sí, señor.
El elefante se había calmado, no habiendo visto más a los búfalos, y obedecía a su conductor bastante dócilmente.
Primero intentó acercarse al carro, quizá con la idea fija de proteger a los cazadores o de ponerse bajo su protección, luego, después de haber sacudido varias veces el dorso gigantesco y las enormes orejas, regresó con un pequeño trote dentro del denso matorral.
—¡Regresar enseguida! —dijo Yanez—. Es fácil decirlo: no obstante, querría ver a los otros cazadores en nuestra situación. Hasta que no hayamos destruido a buena parte de aquellos malignos animales, estaremos obligados a permanecer aquí.
—¿Habrán alcanzado a Bindar? —preguntó Kammamuri.
—No, es un jinete demasiado experto, y luego montaba uno de mis más veloces caballos. Los búfalos tienen una carga impetuosa, pero después de pocos minutos comienzan a perder el aliento y a aminorar la carrera.
—¿Regresarán?
—¿Y me lo preguntas? Ya me parece verlos adelante. Aquellas bestias no dejan el campo de batalla sin intentar venganzas que siempre dan miedo no solo a todos los cazadores de Asia, sino también a los de Europa que a veces vienen entre nosotros a probar sus grandes carabinas. ¡Envenenado...! ¡Y es el tercero...! Es para enloquecer.
—Para impresionarse, ciertamente, señor Yanez.
—No obstante, esta vez quiero ver bien de cerca este delito, y aquel perro que lo ha cometido no escapará a la cimitarra de mi verdugo. Cuento bastante con Timul: aquel hombre es un maravilloso buscador de pistas. Si encuentra la del asesino la seguirá también hasta las grandes montañas del Himalaya, es más, más allá, incluso al corazón del Tíbet. No comprendo el motivo de estos delitos. Soy muy popular, la rani, mi mujer, más que yo todavía, todos nos aman y... nos envenenan a traición. A partir de esta noche no comeré mas que huevos duros que romperé y descascararé yo.
—Y hará bien, señor Yanez. No se puede confiar más. Yo amasaré el pan para ustedes, para la rani, para el pequeño Soarez y para mi amo.
—¡Un viejo cazador que se vuelve panadero...! —dijo el portugués, intentando bromear.
—Nosotros, los maratíes, sabemos matar un tigre o un elefante, tanto como amasar y cocinar una hogaza. Tomo el mando de las cocinas reales y, si sorprendo a algún cocinero arrojar en los alimentos polvos venenosos, lo mato con un solo golpe de talwar.
—Y luego darás de comer el cuerpo a los tigres de nuestros jardines.
—Sí señor. Debemos impresionar profundamente a estos traidores que amenazan con mandarnos a todos a los brazos de Párvati, la diosa de la muerte.
—¡Antes espera sorprenderlo!
—¡Eh...! ¡Quién sabe...!
—Veremos qué hacer cuando hayamos regresado a la capital. Mientras tanto, ya que te has ofrecido como cocinero, para mí y para todos los míos, prepararás huevos.
—Se cansará, señor —dijo Kammamuri, riendo.
—Comeremos también fruta que pelaremos nosotros.
—No confiaría mucho, señor Yanez. Es fácil envenenar un banano inyectando bajo la cáscara, con una sutil jeringa, un poco de baba de la cobra de anteojos.
—Me haces dar escalofríos, Kammamuri, a pesar de que el termómetro marca 40°C y siempre sube. Estas cosas en Mompracem no sucedían. ¡Eh...! ¿Regresan?
—Sí, me parece —respondió Kammamuri—. Estarán más furibundos que nunca e intentarán volcar el carro.
—No son elefantes —respondió Yanez—. ¿Todas las carabinas están cargadas?
—Sí, Alteza —respondieron a una voz los shikaris.
—Daremos otra terrible lección a aquellos brutos que amenazan con mantenernos aquí prisioneros, mientras tan graves acontecimientos suceden en mi capital.
—¿Oye, señor? —gritó en aquel momento Kammamuri—. Fuerzan la floresta e intentan caernos encima por otra parte.
—Mira si alguna de aquellas grandes bestias tiene las tripas del caballo colgando de los cuernos.
—Que Shivá no lo quiera, porque significaría que también Bindar ha sido destripado.
—Pudo haberse salvado sobre un árbol. ¡Listos...!
Los búfalos llegaban con su usual impulso, abriéndose impetuosamente paso a través de los arbustos que eran derribados y casi pulverizados por todas aquellas poderosas patas.
Se detuvieron un momento sobre el margen del claro en medio del cual se encontraba el carro, mugiendo furiosamente. Chorreaban sudor y la espuma embadurnaba sus anchos pechos, descendiendo a tierra, como muchos pequeños hilos de plata.
Debían estar exhaustos. El caballo ciertamente los había arrastrado en una carrera velocísima, huyendo también a su ataque, porque de los cuernos de las bestias no colgaba ningún intestino. Sus flancos latían fuertemente y sus ojos estaban inyectados de sangre a modo de dar espanto.
—¡Abajo...! —comandó Yanez, que comenzaba a tener suficiente con la obstinación de aquellos animales.
Ocho tiros parten, uno detrás de otro, y una lluvia de balas cónicas, revestidas de cobre, golpean nuevamente de lleno a los gigantes de las junglas.
Tres o cuatro caen, con las espinas dorsales quebradas, porque los cazadores no apuntaban ni a las cabezas, ni al pecho, pero los otros, siempre más enfurecidos, se arrojan como una tromba, con los cuernos bien tendidos, decididos a no volver a entrar en el monte sin haber vengado a sus compañeros. El momento es terrible. El carro es pesadísimo y bastante robusto, sin embargo, incluso Yanez se ha puesto un poco pálido.
—¡No los dejemos acercar...! —gritó—. ¡Fuego...! ¡Fuego...! ¡Fuego...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Iniciamos esta novela con dos de nuestros héroes en medio de una cacería. Nuevamente no tenemos una ubicación temporal, de momento. Solo sabemos que están en Assam y que ya nació el hijo de Yanez. Esta novela tampoco la leí en su momento, así que la iré descubriendo a medida que la traduzca.

Cuando se dice que Yanez está en sus sesenta años, en el texto original dice que está en sus cincuenta y cinco años. Ajusté la edad para darle coherencia al paso del tiempo.

Cuando dice que los uros llevan extinguidos unos buenos doscientos cincuenta años, en el original dice “una buena cincuentena de años”. Ajusté el tiempo de acuerdo con la fecha de extinción en 1627.

Yanez: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Yáñez”. Preferí mantener el original de Salgari. Según Antonio Palermo, Salgari utilizó referencias del Diario de a bordo del primer viaje de Cristóbal Colón. Tomó el segundo nombre de Vicente Yáñez Pinzón, capitán de La Niña y el nombre de una de las 8 islas principales que forman el archipiélago de las Canarias, La Gomera, primera parada del viaje. Por lo tanto, el nombre de Yanez es bien español y para nada portugués. Como detalle, algunas ediciones portuguesas de las novelas de Sandokan, nombran a su hermanito como Eanes de Gomes, donde Eanes es Yáñez en portugués y Gomes, un apellido típico lusitano.

Sandokan: Para los que leyeron ya aventuras de Sandokan en castellano quizá les parezca extraño leer así el nombre y no “Sandokán”. Preferí mantener el original de Salgari. Así como la isla Mompracem tiene aparentemente un origen real, hay quienes sostienen que Sandokan también existió y fue un noble que vivió en el S.XIX en Borneo. El nombre puede ser una derivación de Sandakan, la segunda mayor ciudad del estado de Sabah, Malasia, al norte de la isla Borneo.

Assam: Estado del noreste de India. Su capital es Dispur y su capital comercial, Gauhati. En la época en que transcurre la novela, Assam era una provincia del comisionado principal, independiente de la presidencia de Bengala.

Cornac: Hombre que en la India y otras regiones de Asia doma, guía y cuida un elefante.

Thug: Miembros de la fraternidad secreta de los estranguladores, adoradores de la diosa Kali.

Koomareah: “Coomareah” en el original, es una de las dos castas del elefante asiático, según los bengalíes. Se los considera una raza principesca.

Merghee: Es una de las dos castas del elefante asiático, según los bengalíes. Proviene del hindi “mrigi”, “antílope” y su principal uso es la caza.

Cateri: En el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), describiendo demonios y espíritus hindúes, se enumeraban además gigantes o genios malvados, “divididos en cinco tribus”, y “muni” o “cateri”, “cuyas cualidades no son diferentes de las que una vez le dimos a nuestros duendes”. Aparentemente Salgari leyó o recordó mal.

Sansón: Según el relato de la Biblia hebrea, fue uno de los últimos jueces israelitas antiguos, poseedor de una fuerza extraordinaria. Su historia se describe en el Libro de los Jueces, entre los capítulos 13 y 16.

Hércules: Nombre en la mitología romana del héroe de la mitología griega Heracles. Hijo del dios Júpiter (Zeus para los griegos) y la mortal Alcmena. Famoso por su fuerza extraordinaria y por realizar los doce trabajos.

Quijada: “Mascella d’asanio” en el original, nombre de un instrumento de percusión elaborado con el maxilar inferior de un burro o caballo. La traducción literal sería “mandíbula de burro”.

Descarga cerrada: “Fuoco di fila” en el original, es el fuego que se hace de una vez por uno o más batallones, compañías, secciones, etc.

Tara: Nombre bengalí que puede referirse tanto a la Corypha taliera como a la Corypha umbraculifera. Ambas especies del género Corypha pertenecen a la familia de las palmeras y son nativas del subcontinente indio y Malasia. La primera se extinguió en su forma silvestre; solamente existe en viveros desde hace más de 50 años. La segunda puede medir hasta 25 metros de altura y posee la inflorescencia más grande (de 6 a 8 metros de alto).

Tamarindos: Árboles tropicales, originarios de África que pueden alcanzar los 20m de altura.

Mangifera: Nombre científico del género de los mangos.

Tciopaya: Según el libro “Le Tour du Monde” (Louis Rousselet, 1868), es un gran carro tirado por bueyes para viajes largos.

Parias: Habitantes de la India, de ínfima condición social, fuera del sistema de las castas.

Maratí: “Maharatto” en el original y traducido generalmente como “maharata”. La mejor traducción que encontré fue “maratí” (pero puedo haberme equivocado, acepto sugerencias), que para el Diccionario de la lengua española significa: Se dice de la lengua índica septentrional hablada en el Estado de Maharashtra, en la India.

Maharajá: “Maharajah” en el original, son los príncipes de la India.

Shikaris: “Sikkari” en el original, palabra que proviene del hindi šikārī, o sea, cazador. Es el nombre con el que se conocía a los cazadores nativos profesionales en India.

Talwar: “Tarwar” en el original, es un sable de la India, de hoja curva, principalmente de un solo filo y de empuñadura aplanada. Mide entre 70 y 90 cm de longitud.

Pudrirme la sangre: “Guastarmi il sangue”, en el original, frase que significa causar disgusto o enfado a una persona, hasta impacientarlo o exasperarlo. La traducción literal sería “arruinarme la sangre”.

Rupia: Moneda utilizada en India, Pakistán, Sri Lanka, Nepal, Mauricio y Seychelles.

Sadiya: “Sadhja” en el original, es una ciudad del distrito Tinsukia, en el estado de Assam, India que está ubicada sobre el río Dibang, tributario del Brahmaputra, cerca de la frontera con el estado de Arunachal Pradesh.

Rani: “Rhani” en el original, del hindi “rānī” y esta del sánscrito “rā́jñī” que significa “reina, princesa”. Es la esposa del “rajá” o una soberana en la India.

Carcoma: Insecto coleóptero del que existen diversas especies, muy pequeño y de color oscuro, cuyas larvas roen y taladran la madera produciendo a veces un ruido perceptible.

Mompracem: “Es relevante subrayar que la isla de Mompracem (...), aparece en numerosas cartas geográficas antiguas y, en particular, en la carta de E von Stulpnagel (Hand Atlas de Adolf Stieler, 1873). Las modernas cartas, sin embargo, nada indican respecto de la ubicación de la isla. Rolando Jotti y Giulio Raiola, viajeros y estudiosos de Salgari, después de una larga búsqueda creyeron identificar en Kuraman a la antigua Mompracem, pero, con respecto a la posición original, es necesario tener en cuenta que las viejas cartas no eran precisas, debido a los métodos de detección aproximados.” (Giuseppe Cantarosa, en el prólogo de la edición de Fabbri Editor de “Le Tigri di Mompracem”). La isla Kuraman es una pequeña isla tropical que pertenece a Malasia en el mar de la China, cerca de la isla de Labuan. Una nueva investigación publicada en el libro “La riconquista di Mompracem. L’isola che c’era” (Fabio Negro, 2011) sugiere que la ubicación de la isla se corresponde con una barrera coralina sobre la costa occidental de Brunéi y que habría desaparecido como consecuencia de la erupción del Volcán Krakatoa en 1883.

Serpiente del minuto: Se la nombra así, y también en inglés —“minute snake”—, en el libro “Le Tour du Monde” (Louis Rousselet, 1868) donde se dan señas tanto de su color, negro y amarillo, como de su pequeñísimo tamaño. Este último dato, es una leyenda que aparece también en el libro “The Jungle Book” (Rudyard Kipling, 1894) referido al “krait”. Se trata por lo tanto del “Bungarus fasciatus” o krait rayado, una serpiente venenosa de color amarillo y negro, que puede alcanzar los 2,1 m de longitud. Su mordedura rara vez causa la muerte.

Cobra de anteojos: “Cobra-capello” en el original, llamada “cobra india” o “cobra de anteojos” (Naja naja), es una especie de serpiente venenosa de la India. Es famosa por el capuchón que despliega alrededor de su cabeza cuando se encuentra excitada o amenazada.

Bhainsa: “Bhajusa” en el original, es búfalo en hindi. No encontré ninguna referencia a “bhajusa”, por lo que ajusté el término.

Uros: Bóvidos salvajes muy parecidos a los toros, pero de mayor tamaño, que fueron abundantísimos en la Europa central en el Cuaternario y se extinguieron en 1627.

Visnú: En el hinduismo es el dios principal, creador, preservador y destructor del universo.

Dacoity: “Dacoiti” en el original, es un anglicismo proveniente del hindi “ḍakaitī”, término utilizado en el subcontinente indio para designar a las bandas de crimen organizado.

Bundelkund: También llamada Bundelkhand, es una región ubicada en el centro norte de la India, actualmente dividida entre los estados de Uttar Pradesh y Madhya Pradesh.

Calcuta: “Calcutta” en el original, es la ciudad capital del estado indio de Bengala Occidental al oeste de India.

Cimitarra: “Scimitarra” en el original, es una especie de sable usado por turcos y persas.

Tíbet: Región situada entre China, India, Bután y Nepal, al noreste del Himalaya a una altura media de 4900 msnm.

Párvati: “Parvati” en el original, es una diosa de la religión hinduista. Su nombre significa “hija del monte Parvata”. Hija de Hima-vat (“que tiene nieve”, los montes Himalaya) y esposa de Shivá.

Shivá: “Siva” en el original, es el dios destructor del hinduismo.

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