jueves, 29 de octubre de 2020

II. El veneno del bis-cobra


Disparaban los shikaris, fríamente, como viejos cazadores, lanzando sus balas cónicas en todas direcciones, porque el ataque se había vuelto envolvente, pero los terribles animales poseídos por el demonio de la venganza, no habían interrumpido su espantoso ataque. Tres veces pasaron a carrera desenfrenada alrededor del carro, siempre dejando atrás muertos o moribundos, porque Yanez y Kammamuri, viejos cazadores, jamás fallaban sus tiros.
Todavía eran cuarenta, y quizá incluso más, y todos de masa enorme. Su choque fue tan formidable que el carro, a pesar de su peso, y aun cuando tuviese las altas ruedas hundidas en el blando terreno de la floresta, retrocedió con un estruendo espantoso. Por un momento Yanez y sus compañeros tuvieron la sensación de una violentísima sacudida de terremoto y temieron que todo saltase por los aires, pero las grandes vigas, bien unidas por arpones de hierro, se mantuvieron firmes. Los búfalos, siempre más rabiosos, se ensañaban redoblando las cargas con una violencia quizá nunca vista. Algunos se habían partido los cuernos, otros habían permanecido como suspendidos y enseguida habían sido terminados con las largas pistolas indias, armas magníficas que valen mejor que todos los revólveres del nuevo y viejo mundo.
Los tiros se sucedían a los tiros, los destellos a los destellos, el humo al humo. Dos shikaris recargaban sin pausa las armas que pasaban luego a Yanez y a sus compañeros que conservaban una maravillosa sangre fría, aún cuando el gran carro sufriese un verdadero balanceo, como si se hubiese convertido en una nave perdida en alguna gran tempestad. Ya diez o doce búfalos yacían en el suelo, algunos fulminados, otros gravemente heridos por aquellas balas revestidas de cobre, cuando un barrito formidable resonó en el margen del claro.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez, fulminando con un pistoletazo a un viejo toro que había plantado sus cuernos tan profundamente dentro de las vigas, que ya no los podía retirar—. ¿Se ha vuelto loca aquella bestia? ¿O sus tripas le pesan dentro del gran vientre? ¿Qué hace el cornac? ¡Por Júpiter...! No nos las arreglaremos más si también el elefante se hace destripar. ¿Quién tirará de esta fortaleza hasta la capital?
Hablaba, pero disparaba, utilizando ahora las grandes carabinas de caza y ahora las pistolas, castigando horriblemente a los testarudos de las junglas.
—No, señor Yanez —dijo Kammamuri, alzando la carabina humeante con la que había derribado a otro búfalo—. Sahur por segunda vez acude en nuestra ayuda. ¡Ah...! ¡Qué inteligencia tienen nuestros elefantes...! Mire: el cornac lo guía como si fuese un corderito.
Sahur salía en aquel momento del matorral, no obstante, no parecía en absoluto que fuese un corderito. También él cargaba, con la trompa en el aire, los colmillos tendidos, lanzando una verdadera fanfarria de guerra.
Su cornac, ya completamente tranquilo sobre las intenciones del coloso, ni siquiera hacía uso del arpón. En cambio, lo estimulaba con dulces palabras, llamándolo fuerte entre los fuertes, exterminador de todos los tigres, poderoso entre los poderosos. El bravo elefante, sensible a aquellas loas, consciente por otra parte de su propia fuerza, se desplomó a su vez en medio de los búfalos dando terribles golpes de probóscide.
Parecían cañonazos. Los búfalos caían con los cráneos destrozados o las costillas y los pulmones hundidos. Trabajaban las carabinas y las pistolas, pero trabajaba mejor el bravo y valeroso elefante.
Ágil, a pesar de sus formas macizas, escapaba a los asaltos fulmíneos de los búfalos, que recibía, o sobre su poderosa probóscide, o sobre sus colmillos. El cornac lo estimulaba siempre.
—¡Ve, hijo de Visnú...! ¡Ve, terror de las junglas...! ¡Extermina, destruye por la salvación de tus amos...!
Y el elefante a las cargas de los búfalos respondía con otras tantas cargas, arrojando siempre al aire a varios, que luego pisoteaba rabiosamente bajo las anchas patas, haciendo crujir los huesos.
—¡Rayos de Júpiter...! —exclamó Yanez, que justo había disparado dos tiros de pistola—. ¡Este elefante es verdaderamente maravilloso...! ¡Abajo, Sahur...!
El paquidermo, como si hubiese reconocido la voz de su señor, se arrojó justo en medio de los búfalos que se encarnizaban alrededor del carro, sin gran éxito, golpeando con la trompa con vigor extremo.
Rompía costillas, partía gibas, hundía cabezas, sirviéndose también, de vez en cuando de sus larguísimos y bien afilados colmillos para clavar en el suelo a algún adversario que amenazaba con plantarle los cuernos en el vientre.
—¡Fuerza, Sahur...! —gritaba el cornac, manteniéndose detrás de las enormes orejas de la bestia—. ¡Mata! ¡Destruye como Brahma, Shivá y Visnú...! ¡Cuídate de los cuernos, mi pequeño pavo real, y nada más...!
El elefante, incitado también por los gritos de shikaris que conocía bien, y un poco embriagado por el olor a pólvora, porque el fuego continuaba del carro, haciendo grandes vacíos entre los asaltantes, aumentaba su cólera.
Cargaba y volvía a cargar desesperadamente, pegando siempre con la probóscide que caía sobre los robustos hombros de los búfalos con el fragor de muchos tiros de espingarda.
Más que diezmados por el fuego de las carabinas y las largas pistolas y por los golpes de trompa, los testarudos hijos de las húmedas junglas, después de haber intentado otra vez una carga desesperada, volvieron las grupas y huyeron reingresando en la floresta. Quince o dieciséis de ellos habían quedado sobre el terreno. Otros tres o cuatro estaban expirando, mugiendo desesperadamente y tirando patadas.
—¡Finalmente...! —exclamó Yanez, después de haber disparado un último tiro de carabina sobre la banda que huía, ya completamente desorganizada—. Hemos consumido buenas municiones para dar de comer a los tigres y a los chacales.
—¿Cómo, señor? —preguntó Kammamuri—. ¿No hará cortar al menos las lenguas a los muertos? Sabe bien qué exquisitas son.
—Tengo prisa por regresar a la capital.
—Al menos algunas lenguas para mostrar que verdaderamente hemos matado a estos búfalos que dan tanto miedo a los más audaces cazadores.
—Te otorgo un cuarto de hora, tiempo necesario para uncir a Sahur al carro. Toma a los shikaris y date prisa.
Los siete hombres brincaron a tierra, armados de hachas y cuchillos, mientras Yanez ofrecía al elefante un puñado de trozos de azúcar.
—¿Sabes, Cornac —dijo—, que tenemos un elefante maravilloso? No creía que este koomareah fuese capaz de cargar contra los bisontes. Un merghee ciertamente se habría rehusado.
—También lo creo, Alteza —respondió el indio, acariciando a la gran bestia a la que Yanez continuaba ofreciendo azúcar y hogazas con manteca—. Para mí es el mejor que poseemos.
—Basta, une y regresemos enseguida a la capital. Tengo mucha prisa, cornac.
—Si Sahur encuentra lugar, correrá como un caballo.
—A tierra entonces, y primero examina las cadenas porque el carro es pesadísimo.
—Dentro de cinco minutos estaremos en viaje, Alteza.
Yanez descendió del carro y alcanzó a Kammamuri y los shikaris. Éstos, trabajando con gran empeño, hundiendo y cortando, ya habían separado quince o dieciséis lenguas de dimensiones extraordinarias y que prometían bocados exquisitos.
—Me reservarás una para mí, Kammamuri, para la cena de esta noche, pero solo tú debes encargarte de su cocción.
—¡Ah...! ¿Ya ha renunciado a los huevos, señor Yanez? —dijo el maratí, con acento un poco burlón.
—Comenzaré mañana —respondió seriamente Yanez—. Deja ir a los otros búfalos.
—Pecado dejar toda esta carne a los chacales. Esta noche acudirán aquí centenares y centenares, y mañana no habrán dejado mas que los huesos.
—No tenemos tiempo de ocuparnos, mi bravo Kammamuri: partamos enseguida.
Sahur ya había sido unido al pesadísimo carro, mediante robustas cadenas, y comenzaba a dar signos de impaciencia soplando ruidosamente, pisando y pateando el terreno con sus grandes patas.
—¿Estamos listos, cornac? —preguntó Yanez.
—Cuando quiera, Alteza.
Los shikaris con Kammamuri montaron llevando las lenguas que acumularon en una esquina, cubriéndolas con un pedazo de tela para mantener alejadas a las moscas, que en las florestas indias son bastante grandes y voracísimas, luego, mientras Yanez encendía su eterno cigarrillo, el koomareah, a un grito de su conductor, recogió todas sus fuerzas y dio un tirón violento tendiendo las cadenas. El enorme carro, que tenía las cuatro ruedas medio hundidas en el terreno blando y casi esponjoso, por un momento permaneció inmóvil, no obstante, al tercer intento del bravo elefante fue como arrancado, y se puso en viaje a través de la densa floresta que comenzaba a volverse oscura por la inminente puesta del sol.
—No creí que iba a tardar tanto —dijo Yanez, que continuaba fumando sentado sobre una caja que contenía víveres y botellas—. Sin embargo, hemos partido muy temprano, ¿verdad, Kammamuri?
—Sí, apenas se veía, Alteza.
—Que el diablo lleve a las babeles infernales a ti y a todas las Altezas que reinan en la India.
—Todavía no soy demasiado viejo, señor Yanez —dijo el maratí, riendo—. Antes de irme al otro mundo quiero volver a ver las junglas del Sundarbans y la isla de Mompracem.
—¿Para buscar qué, en los Sundarbans? ¿Thugs? Los hemos destruido.
—¡Uf...! —dijo el maratí—. Hemos matado a muchos dentro de las galerías subterráneas, que nadie habrá vaciado; luego, que hayan muerto todos, no sabría decirlo, señor Yanez.
—¡Por Júpiter...! —exclamó el portugués, arrojando el cigarrillo para prender enseguida otro—. Me pones una mosca en la oreja derecha.
—Diga entonces.
—¿Quieres decir que quizá Sindhia ha buscado apoyo en los estranguladores?
—Todo es posible en este país, señor Yanez —dijo Kammamuri, que parecía bastante preocupado.
El príncipe permaneció un momento en silencio, fumando con mayor furia, luego dijo:
—No creo: aquí se trata de envenenamientos y no de estrangulaciones. Los thugs en este asunto no deben entrar en absoluto, y luego ya son dispersados y perseguidos por la policía inglesa como perros rabiosos, y fusilados sin juicio. Acá están metidos los dacoity, estoy seguro. Tú que eres indio, dime quiénes son esos personajes.
—Valen como los thugs, señor Yanez —respondió Kammamuri—. Quizá son más peligrosos todavía.
—¿Son canallas?
—¡Y qué canallas...! Constituyen verdaderas bandas de ladrones y bandidos, astutos, muy audaces, más ágiles que las cobras de anteojos en propinar el veneno a las víctimas. Actúan generalmente en el Bundelkund, sin embargo, no me extrañaría que un puñado de aquellos bribones hubiese sido contratado por Sindhia.
—¡Sindhia...! —gritó Yanez, arrojando el segundo cigarrillo y frunciendo el ceño—. ¿Entonces tú crees que ha escapado del manicomio de Calcuta, donde Surama lo había internado con una prerrogativa más que principesca? ¿Es que quiere reconquistar su imperio? ¡Ah...! ¡No soy hombre que permita que le saquen la corona que brilla sobre la bella frente de su mujer!
—¡Por la muerte de Visnú...! ¿No hemos recuperado Mompracem, a pesar de todos los cruceros ingleses? No obstante, señor Yanez, se requerirían en su corte, una cincuentena de aquellos terribles e incorruptibles malayos.
—¿Y por qué no los hacemos venir? —dijo Yanez, que se había puesto bastante pensativo—. Entre Calcuta y Labuan hoy hay un buen cable submarino: un despacho podrá tardar como máximo una hora, los malayos para llegar aquí le pondrán apenas quince días, porque ya Sandokan, si conserva sus praos, ha dado preferencia al vapor. ¡Por Júpiter...! Estoy más inquieto de lo que crees. ¡Dacoity en mi imperio...! Atraparé a muchos y haré fusilar a muchos. ¡Fusilar...! ¡Pero qué...! Los haré atar a las bocas de los cañones y mandaré al aire a sus andrajos de carne junto con los huesos.
—¡Señor Yanez, vuélvase feroz como el Tigre de la Malasia...!
—Debo defender a mi mujer y a mi hijo —respondió el portugués, con voz grave—. No escatimaré ningún castigo contra los envenenadores. ¡Tres ministros en un mes...! ¡Rayos de Júpiter, son demasiados...! ¿Cómo estoy vivo?
—No lo han envenenado, porque le tienen demasiado miedo, y luego, saben que Tremal-Naik vigila estrechamente.
—Un poco de veneno de cobra de anteojos dejado caer dentro de una botella o en una máquina de hacer helado habría más que bastado para quitarme para siempre el vicio de fumar. ¡Por Júpiter...! Quiero ver bien el interior de este asunto. Si son los dacoity que actúan por cuenta de Sindhia, no tendrán cuartel. Consumiremos pólvora para estrellar cuerpos humanos, indignos de vivir. ¡Primero los thugs, ahora los dacoity...! ¡Linda guerra...! Esto me divertirá más que las cacerías a búfalos y tigres. Cornac, si puedes, date prisa.
—Sí, Alteza. Incito a Sahur, pero la floresta es densa y el carro, demasiado enorme. El primer rastro se ha perdido, o mejor dicho, ha sido arruinado por los jangli khulga.
—Por los bisontes, quieres decir.
—Sí, Alteza.
—Llegaremos a la ciudad de noche.
—Haré lo posible, habiendo salido de la floresta, por empujar a Sahur, si no a la carrera, al menos, a buen paso —respondió el cornac.
El enorme carro procedía chirriando y oscilando casi como si se hubiese vuelto una nave embestida por un buen balanceo. Bajo los tirones violentos del elefante, obligado a abrirse un nuevo camino entre toda aquella densa vegetación, las vigas, aún cuando estuvieran bien arponeadas, amenazaban con levantarse y destrozar todo el bastión rodante.
Anochecía rápidamente bajo el monte y también más allá de la inmensa cúpula de hojas, la luz iba apagándose entre los últimos destellos de oro.
Los vampiros, que son tan numerosos en la India y especialmente en Assam, salían en bandadas de los troncos podridos que les servían de refugio durante el día, y revoloteaban alrededor del carro desplegando sus grandes alas que medían más de un metro.
Grandes y feas bestias eran aquellos flying fox, como los han llamado los ingleses, porque se asemejan a verdaderos zorros, con el hocico igualmente puntiagudo, los dientes afilados y sólidos, y el pelaje bastante espeso que tira al rojizo.
Aún cuando a aquellos enormes murciélagos los hemos llamado, más allá de zorros voladores, también vampiros, son absolutamente inofensivos. Se contentan con devastar los huertos de fruta, pero dejan a los cultivadores, generalmente dormidos en sus cabañas de paja y barro, muy tranquilos; y no interrumpen su sueño.
Es verdad que a veces se les une un murciélago de más modestas proporciones, al que le importa más la sangre humana que las perfumadas bananas. No obstante, ni siquiera esto es peligroso, aún cuando los indios estén convencidos de que en una sola noche pueda desangrar completamente a un hombre sorprendido en el sueño o a una vaca.
Se contentan con pocas gotas, luego se van, y aquellas ligeras extracciones de sangre, para hombres y animales que viven bajo un clima muy ardiente, son casi más útiles que nocivas.
También las bighana, los pequeños lobos indios, que van en grandes manadas, y que, no obstante, no son peligrosos en absoluto para los hombres, comenzaban a dejar sus escondites, anunciándose con aullidos que terminaban en una nota aguda desgarradora. Ya debían haber olfateado a las gigantescas presas que yacían inertes en medio de la floresta, y acudían de todas partes, a carrera desenfrenada, por temor a llegar demasiado tarde al banquete.
Yanez, tanto para pasar el tiempo, o mejor dicho para engañar su malhumor, fusiló a cinco o seis que habían tenido la audacia de galopar al costado del carro, haciendo escapar, con el estruendo de su gran carabina que parecía media espingarda, a todos los murciélagos que revoloteaban bajo las plantas.
A las florestas de tara y latania, sucede muy pronto otra magnífica floresta donde el elefante podía adentrarse sin grandes esfuerzos. Estaba formada toda de palash, plantas que no crecen arrimadas unas a otras, aún cuando sus troncos nudosos, coronados por un denso pabellón de hojas aterciopeladas, estén siempre conectados entre ellos por montones de lianas que un buen golpe de probóscide puede fácilmente abatir. Sahur se había puesto en carrera, amenazando con destrozar el enorme carro, de modo que el cornac está obligado a moderar su ardor, para que no suceda una desgracia al príncipe y a sus cazadores, que se sacuden sobre sus suaves colchones.
También la floresta de palash es atravesada y aparece una vasta llanura donde descollan los kalam, alcanzando incluso los quince pies de altura, en medio de los cuales vuelan bandadas de magníficos pavos reales, aves muy respetadas por todos porque para los indios representan a la diosa Sarasvati que protege los nacimientos y los matrimonios.
En la extremidad de aquella llanura, casi toda invadida por malas hierbas y con poquísimos arrozales y plantaciones de mostaza, al último rayo de luz aparece Gauhati, la capital de Assam, que encierra dentro de sus viejos aunque todavía firmes bastiones, a más de trescientas mil almas.
—Finalmente —dijo Yanez, respirando profundo—. Ahora, cornac, puedes lanzar al elefante, y si pasa sobre los terrenos cultivados pagaremos los daños a los pobres agricultores.
—El carro puede destrozarse, Alteza —respondió el conductor.
—No te preocupes. Caeremos junto con los colchones.
Carro y elefante vuelven a partir con un fragor infernal, abriendo un inmenso surco entre las altísimas hierbas, y después de media hora, sin haber dañado demasiado los pocos terrenos cultivados, entran en la capital por una de las veinte puertas. Un pelotón de soldados que lleva puestos los pintorescos uniformes de los cipayos, centelleantes de plata, presentan las armas a Yanez que responde de buen humor con un:
—Buenas noches, muchachos.
De pronto ocho caballos, enjaezados a la turca, con los estribos cortos y las gualdrapas llameantes, salen de una casamata.
Yanez y sus hombres dejan el carro, montan en la silla y parten boca abajo, a grito pelado:
—¡Largo...! ¡Largo...!
Las calles están aún atestadas, porque la rani de Assam ha regalado a sus súbditos una especie de iluminación nocturna formada por majestuosas y pintorescas linternas chinas.
Al paso del príncipe todos hacen lugar, saludando respetuosamente, de modo que en menos de cinco minutos el pelotón llega delante del palacio imperial, un edificio todo de mármol, de dimensiones gigantescas, con cúpulas, terrazas y vastos patios.
Yanez brinca ágilmente a tierra y sube precipitadamente la gradería, seguido por Kammamuri. El primer hombre que ve es Bindar, el bravo jinete que con sus audaces evoluciones ha desviado la atención de los búfalos, liberando por un momento al carro.
Ha escapado milagrosamente al grave peligro, porque no tiene ninguna herida. Detrás de él comparecen de pronto tres viejos indios de largas barbas blancas, con gigantescos turbantes y amplias vestimentas de seda que descienden hasta la punta de las botas con punta realzada. Todos están armados de un talwar que tiene la empuñadura de oro y que está exquisitamente cincelada.
Son los tres ministros que manejan las riendas del estado.
Yanez, sin responder a sus reverencias, se acerca al más viejo, preguntándole de pronto, con la voz un poco alterada:
—Pues bien, Bharawi, ¿entonces un nuevo delito ha sido cometido?
—Sí, Alteza: tu primer ministro ha sido envenenado.
—¿Dónde se esconden estos envenenadores? Un día u otro también nos mandarán a todos nosotros al otro mundo. ¡Por Júpiter...! ¿Mi mujer? ¿Mi hijo?
—Están muy bien, Alteza.
—He temido por ellos. ¿Dónde está el muerto? Veamos si se puede descubrir en qué modo lo han envenenado.
—Está en la sala de las esmeraldas.
—Vamos enseguida y no dejen entrar a nadie excepto a Kammamuri y a Bindar, que son fieles a toda prueba.
Atravesaron un inmenso patio, circundado por pórticos de estilo morisco, y entraron en una vasta sala que tenía las paredes de mármol verde, relucientes casi como enormes esmeraldas.
En medio, sobre un lecho bajo, cubierto por un ligero edredón de seda azul, yacía un hombre ya bastante viejo.
Su rostro estaba espantosamente alterado. Sus ojos, grises como los de un viejo tigre, parecía que fueran a salir de un momento a otro de las órbitas. La boca, contorsionada por un último espasmo, mostraba los dientes, ennegrecidos por el largo uso del betel.
—Basta una mirada para entender que este hombre ha sido envenenado —dijo Yanez, frotándose con un pañuelo de seda algunas gotas de sudor frío que le perlaban la frente—. ¿Qué ha bebido?
Bharawi se acercó a un pequeño mueble que se asemejaba a un pavo real y sacó una botella y una copa de cristal purísimo, ofreciendo una y otra al príncipe.
En la botella, que sabía fuertemente a naranja, había todavía tres dedos de agua de un feo color rojizo.
Yanez olfateó largo tiempo, luego sacudió la cabeza murmurando para sí mismo:
—Son manipuladores de venenos demasiado hábiles estos indios entre sí como para entender algo enseguida.
Tomó una mecedora, volvió a encender el cigarrillo que había dejado apagar y le dijo a Bharawi:
—Ahora cuéntame todo.
—Tú sabes, Alteza, que hace tres días se ha presentado aquí un brahmán para pedir un favor.
—¡Por Júpiter, me acuerdo...! —respondió Yanez—. Quería que le otorgase una mina de diamantes sin pagarme una rupia, ¡otra que favor! Era un asqueroso ladrón, y lo he mandado más que rápido para que retome sus plegarias en la pagoda. ¡Ahora continúa!
—Esta mañana —reanudó el viejo ministro—, tres horas después de que hubieras partido, se ha vuelto a presentar insistiendo en hablar con tu primer ministro que estaba descansando justo en este lecho.
—¿Otra vez por el asunto de la mina?
—No se sabe, porque el ministro y el brahmán han permanecido absolutamente solos.
—Y ha sido una gran imprudencia, señores míos.
—Es verdad, Alteza, una imprudencia que él ha pagado con la vida.
Yanez se había alzado arrojando el cigarrillo con un movimiento rabioso y se había puesto a pasear por la amplia sala con las manos hundidas en los bolsillos. Parecía bastante preocupado, es más, casi asustado, sin embargo, coraje y sangre fría tenía para vender a todos sus súbditos.
Se detuvo delante de la botella, volvió a olfatearla y no sintió mas que un ligero olor agrio, atenuado bastante por el de la naranjada.
—¿Qué veneno crees que sea, Bharawi? —preguntó—. Tú eres indio y más viejo que yo, y sabrás más.
—Creo, señor, que dentro de esta botella han dejado caer algunas gotas del veneno del bis-cobra.
—¿Ningún hombre podría resistir?
—No, Alteza. El veneno destilado del bis-cobra es veinte veces más activo que el de la cobra de anteojos.
—¿Es verdad, Kammamuri? —preguntó Yanez al maratí—. Un día muy lejano has sido un famoso cazador de reptiles en la temible jungla negra recorrida por los thugs de Rajmangal.
—Muy cierto, señor. Aquel gran lagarto es más venenoso que la serpiente del minuto y que todas las cobras. No se ha descubierto ningún antídoto contra su veneno.
—¿Has matado a alguno de aquellos feos lagartos?
—Centenares, señor: mi amo y yo hacíamos verdaderos estragos.
—¿Crees que de los colmillos se pueda hacer brotar el veneno?
—Fácilmente, señor.
—¿De qué color es aquel veneno?
—Tiene un color diáfano, casi nacarado —respondió el maratí.
—¿Has probado alguna vez mezclarlo con un poco de agua?
—No, nunca, señor. Teníamos demasiadas ocupaciones en la jungla negra en aquel tiempo como para hacer experimentos.
—¡Por todos los rayos de Júpiter...! —exclamó Yanez, reanudando su paseo más furiosamente que antes, para no detenerse mas que algunos instantes bajo las cuatro gigantescas linternas chinas que proyectaban una luz dulcísima, semejante a la de la luna.
Maldecía, el bravo hombre, y no sabiendo con qué desahogarse, se la tomaba con su cuadragésimo cigarrillo que hacía humear como una pequeña máquina a vapor. De pronto se volvió hacia el viejo ministro y le preguntó:
—¿Crees que fuera realmente un sacerdote brahmán?
—No sé, pero tengo mis dudas, Alteza —respondió Bharawi—. Su rostro no me parecía el de un hombre perteneciente a las altas castas.
—¿Dónde está Tremal-Naik?
—Ha partido media hora después de haber descubierto el delito, junto con Timul, el famoso buscador de pistas.
—¿Un rastro ha sido encontrado, entonces?
—Así parece. El pequeño tigre de Borneo no habría dejado el palacio si no hubiese tenido muy serios motivos.
—¡Quién sabe...! Si tiene consigo a Timul se puede esperar cualquier cosa. Cuando aquel jovencito advierte una pista no la deja más, y sabe volverla a encontrar incluso en medio de los caminos polvorientos y las densas florestas. ¿Qué piensa de este nuevo delito?
—Nada bueno —respondió Bharawi para todos—. Mañana o dentro de ocho días podría sucedernos también un caso similar. Sus misteriosos enemigos la tienen a muerte con sus ministros.
—¿Quiénes son? Querría saberlo.
—Hemos lanzado a toda nuestra policía a través de las calles de la capital.
—¿Y nadie ha regresado todavía?
—No, Alteza.
—Haz guardia al cadáver, y si sucede algo, ven enseguida a advertirme a mi gabinete. Ya, esta noche no dormiré.
—¿Quiere dar caza al asesino, señor? —preguntó Kammamuri.
—Antes esperemos que regrese Tremal-Naik. Quédate también aquí de guardia, y si aquel brahmán regresa, aférralo por el cuello y, sea como sea, incluso medio estrangulado, tráemelo.
—¡Uf...! Dudo que se haga ver, señor —respondió el maratí, sacudiendo la cabeza.
—Te equivocas, amigo. Los asesinos sienten casi siempre una prepotente necesidad de volver a ver el lugar donde han cometido el delito.
Yanez deseó a sus tres ministros las buenas noches y salió de la sala precedido por los dos masalci que llevaban linternas monumentales.
Atravesó varias galerías, todas resplandecientes de armas dispuestas en grandes grupos bastante artísticos, luego otras salas inmensas, débilmente iluminadas, y se detuvo delante de una puerta, diciendo a los portadores de las linternas:
—Vayan: no tengo más necesidad de ustedes.
Los dos masalci hicieron una profunda inclinación, casi tocando con la frente las piedras muy relucientes y bien pulidas, y Yanez, habiendo girado bruscamente el picaporte, entró en un elegante salón que tenía las paredes cubiertas de seda azul bordada de oro, con muchos divanes bajos alrededor, e iluminado por una lámpara que proyectaba debajo como una luz lunar. Se acercó a otra puerta, sobre cuyo estípite había colgado un gong, tomó un martillo de madera e hizo resonar tres veces el instrumento, desencadenando un fragor ensordecedor.
Un momento después la misma puerta se abría casi violentamente y la rani, su mujer, aparecía, presa de una vivísima agitación, gritando:
—¡Oh, mi Yanez...! ¡He temblado por ti...!
La princesa de Assam era una espléndida mujer, de apenas treinta y cinco años, de piel ligeramente bronceada, de facciones dulces y finas, con ojos negrísimos, profundos, y cabellos aún más negros, bastante largos entrelazados con flores de mussaenda de color sanguíneo y con grupos de perlas de los bancos de Mannar.
Llevaba puesto un magnífico vestido de seda roja, todo bordado en oro, y tenía largos pantalones de seda blanca que hacían vivamente destacar las rojas babuchas de punta realzada, también bordadas en oro con pequeños diamantes. Yanez abrió los robustos brazos, estrechando en el pecho a la pequeña rani.
—¡Ah, mi señor...! —exclamó Surama, dejándose casi llevar hacia una otomana baja, toda reluciente de oro con grandes cojines, de varios colores, bordados.
—Cuando tú, mi pequeña mujer, me veas tomar el fusil, inquiétate —dijo Yanez riendo—. Jamás parto solo, y luego sabes que incluso los tigres más feroces, y también los solitarios, nunca han podido conmigo.
—Desatiende los asuntos de nuestro estado, mi señor.
—¿No tenemos ministros que nos devoran diez mil rupias al año para luego dejarse envenenar estúpidamente? Y luego, sabes que tengo la sangre inquieta de los tigres de la Malasia. ¿Y Soarez?
—Duerme.
—¿Quién lo vela?
—Su nodriza. La puerta de su estancia está atrancada, y de afuera velan dos rajputs con dos molosos del Tíbet. Ninguno osaría acercarse.
—Lo creo. Aquellos perros son tan fuertes como para derribar incluso a los osos. Vamos a ver a nuestro hijo.
—No hagas ruido: duerme.
—Y lo dejaré dormir tranquilo —respondió Yanez.
Se alzaron manteniéndose casi abrazados, y abrieron la puerta que estaba en parte escondida por una cortina de pesado brocado.
Se encontraron en una estancia apenas iluminada, con las paredes cubiertas todas de seda blanca y el pavimento de gruesas alfombras de colores veteados provenientes de Cachemira, con pequeños divanes que se sucedían todo alrededor.
En el medio, en una cuna de hilo de plata, que se asemejaba a un pez, cubierto por una ligerísima muselina de seda, dormía el hijo de los soberanos de Assam.
Yanez había levantado la muselina mirando al niño que dormía plácidamente, con una mano extendida, como si empuñase algún arma.
No tenía mas que dos años, pero ya estaba bastante desarrollado para aquella edad. Su piel era ligeramente diáfana, con aquellos reflejos nacarados que se verifican en los rostros de los criollos americanos, de Cuba y de Puerto Rico, debido al cruce de sangre. Los cabellos eran negrísimos como los de su madre, todos rizados y ya bastante largos.
—Se diría que sueña futuras batallas —dijo Yanez, dejando caer lentamente la muselina—. Su manito temblaba como si se oprimiese sobre alguna carabina.
—Es hijo tuyo y algún día se convertirá en un gran guerrero, mi señor —dijo Surama—. Nosotros no sabremos domar los ímpetus de su sangre.
—Lo mandaremos con Sandokan, si aquel bravo hombre todavía está vivo. Todos los tigres de la Malasia envejecen —dijo Yanez, con un suspiro.
—El Tigre vivirá cien años.
—Le deseo muchos años, Surama.
Le pasó el brazo por la delgada cintura y la volvió a conducir a su estudio. Se había puesto bastante serio.
—¿Sabes, mi pequeña mujer, que nuestro estado comienza a andar mal? Tiene una rueda dañada que es necesario ajustar lo más pronto posible, o moriremos todos envenenados.
—Estoy espantada, Yanez: temo siempre por ti y por Soarez.
—Y yo por ti, Surama. Ahora son nuestros ministros a los que mandan a pasear al Kailash de donde no se regresa más, y mañana, o dentro de un mes, ¿no tocará nuestro turno? Estos crímenes me han impresionado bastante.
—Sin embargo, el pueblo nos ama, Yanez.
—No digo lo contrario, pero el pueblo no tiene nada que ver con estos siniestros envenenadores.
—Tienes una sospecha, mi señor. Lo leo en tus ojos.
—Sí, que Sindhia haya escapado de Calcuta, después de haber recuperado la razón, y que ahora intente, a su vez, quitarnos de las cabezas nuestras coronas.
—También a mí me había venido, y varias veces, a los labios, aquel nombre. Sindhia no debe ser menos pérfido que su hermano, que para divertirse, fusilaba a sus parientes.
—¿Qué me aconsejas hacer?
—Mandar a Kammamuri a Calcuta para asegurarse si Sindhia se encuentra todavía allí o bien ha escapado.
—Y le encargaré también otra misión —dijo Yanez, que se había alzado bruscamente, poniéndose a pasear—. Haré mandar un despacho cifrado a Labuan y haré acudir lo más pronto posible a Sandokan y a sus invencibles cachorros. Con ellos y con los montañeses de Sadiya, que siempre te son muy fieles, torceremos el brazo a aquel loco sanguinario.
—¿Quieres hacer venir a Sandokan...?
—Creo que es necesario, mi pequeña mujer. Nuestro trono oscila demasiado. Dentro de veinticinco días los cachorros de Mompracem podrían llegar aquí con su jefe.
—¿Pero vendrá Sandokan?
—¿Qué quieres que haga en Mompracem, ahora que allá abajo todo está tranquilo? Debe aburrirse mortalmente. Sabes que aquel hombre no vive mas que para pegar manotazos, disparar carabinazos y pistoletazos. Zarpará enseguida con su pequeño crucero he hilará a través del Océano Índico a todo vapor.
En aquel momento llamaron a la puerta.
—Pase —dijo Yanez, no obstante poniendo instintivamente una mano sobre la culata de la pistola que había pasado a través de la faja.
—Soy yo —respondió una voz fuerte y sonora.
Surama y el portugués habían mandado dos gritos de alegría:
—¡Tremal-Naik...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Por primera vez tenemos una referencia concreta de la edad de Surama. Sin embargo, en el texto original dice que tiene 25 años. Lo ajusté, porque si esta novela sucede aproximadamente en 1883 y la primera aparición de Surama fue en “Los dos tigres” que transcurre en 1857, debería haber sido una bebé. Y como entonces ya habían pasado 5 años del asesinato de su familia, cuando era pequeña, podemos estimar que en 1857 tendría unos 9 años. Así que modifiqué la edad a 35 años.

Bis-cobra: “Bis cobra” en el original, es el nombre con el que en India se conoce al “varano de bengala” (Varanus benghalensis). Reptil de 175 cm que no es venenoso.

Brahma: En el hinduismo es el dios creador del universo.

Espingarda: Escopeta de chispa y muy larga.

Sundarbans: “Sunderbunds” en el original, es parte del golfo de Bengala y constituye el bosque más grande de manglar (hábitat formado por árboles tolerantes a la sal) del mundo. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1997. Se extiende a través de Bangladés y la India abarcando 139.500 ha.

“...me pones una mosca en la oreja...”: “...mi metti una pulce nell’orecchio...”, en el original, es una frase que significa con recelo o con prevención para evitar algo. En el original, en lugar de mosca es una pulga.

Labuan: Isla principal del Territorio Federal de Labuan, Malasia, cuya capital es Victoria. Localizada a 9,7 km de la costa noreste de Borneo.

Praos: “Prahos” en el original, son embarcaciones malayas de poco calado, muy largas y estrechas.

Jangli khulga: “Jungli-kudpa” en el original, palabra hindi que significa “búfalo de la jungla”, otro de los nombres del gaur (Bos gaurus), el búfalo indio, bovino salvaje distribuido por la India, Nepal e Indochina, estrechamente emparentado con las vacas domésticas, aunque miembro de una especie diferente. Los machos adultos pueden llegar a los 2,2 metros de altura y más de 3 de longitud. El color del pelaje varía entre el pardo rojizo y el marrón oscuro.

Flying fox: Nombre en inglés del murciélago “zorro volador de la India” (Pteropus giganteus). Su cuerpo mide 30 cm de longitud y llega a tener una envergadura de 120 cm. Pesa en promedio 800 g. Tiene tonos castaño rojizos, pardos y negruzcos y se alimenta de fruta.

Bighana: “Bighama” en el original, significa “lobo” en hindi. Seguramente haga referencia al lobo indio (Canis lupus pallipes). Posee pelaje muy corto y denso que suele ser rojizo, leonado, beige o de colores. Alcanza 60 a 95 cm de altura y pesa entre 18 y 27 kg. Está adaptado a zonas semi-áridas y cálidas.

Latania: Género con tres especies de plantas con flores perteneciente a la familia de las palmeras.

Palash: “Palas” en el original, es el nombre en maratí del árbol Butea monosperma, también conocido como Butea frondosa. Es una especie de planta medicinal perteneciente a la familia de las fabáceas, nativa del Asia que alcanza los 15 m de altura con flores de color naranja-rojo en forma de racimos.

Kalam: Nombre maratí del Mitragyna parvifolia, especie de planta perteneciente a la familia de rubiáceas. Alcanza los 30 m de altura, con un tronco corto.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 15 pie equivalen a 4,57 m.

Sarasvati: “Sarassuadi” en el original, es la diosa del conocimiento en la religión védica y una de las tres principales, junto a Laksmí y Párvati. Es esposa, o hija, o ambas del dios Brahma. Se la muestra junto a un pavo real, que representa la arrogancia y el orgullo.

Gauhati: También conocida como Guwahati es una ciudad del estado de Assam, en la India, fundada en el S.VI. Está ubicada en las orillas del río Brahmaputra. Al sudeste de su área metropolitana se encuentra Dispur, la capital de Assam. Tiene más de 900 mil habitantes. El nombre deriva del sánscrito “guwa”, areca o nuez betel.

Gualdrapas: Cobertura larga, de seda o lana, que cubre y adorna las ancas de la mula o del caballo.

Casamata: Bóveda muy resistente para instalar una o más piezas de artillería.

“...manejan las riendas del estado...”: “...guidano il carro dello stato...” en el original, la traducción literal sería “...guían el carro del estado...”. Lo modifiqué por una expresión común en castellano.

Betel: Planta trepadora de la familia de las Piperáceas. Tiene cierto sabor a menta y estimula la producción de saliva. Es usado para prevenir diarreas y parásitos intestinales así como tos, asma y halitosis.

Rajmangal: Sigo sin encontrar ninguna referencia a esta supuesta isla, sin embargo, el nombre está tomado del río Raimangal —llamado Mangal en las novelas—. Según la edición de las novelas de Sandokan, se puede encontrar el nombre Rajmangal o Raimangal. Me decidí por el primero, más que nada, para no confundirlo con el nombre del río.

Masalci: “Mussalchi” en el original, palabra que proviene del hindi “maš‛alcī” y significa “portador de antorcha”.

Mussaenda: “Mussenda” en el original, es un género de plantas con flores rosadas.

Mannar: “Manahar” en el original, es una ciudad del norte de Sri Lanka. Antiguamente, en el siglo I, ya era conocida como un centro de pesca de perlas.

Babuchas: Calzado ligero y sin talón, usado principalmente en países orientales y del norte de África.

Rajputs: “Rajaputi” en el original, también conocidos como “rashputs”, son miembros de uno de los clanes patrilineales territoriales del norte y centro de la India. Se consideran a sí mismos descendientes de una de las castas chatria (guerreros gobernantes). En la actualidad, el estado indio de Rajastán es el hogar de la mayoría de los rajput.

Molosos: “Molossi” en el original, se dice de cierta casta de perros procedente de Molosia, en la antigua región de Epiro al noreste de Grecia.

Cachemira: “Caschmir” en el original, es una región ubicada al norte del subcontinente Indio, compartida por China, India y Pakistán.

Kailash: “Kailasson” en el original, es un monte que forma parte de los Himalayas, en Tíbet. Según la mitología hindú, Shivá reside en la cumbre de este monte y en algunos credos es considerado el paraíso y último destino de las almas.

“...torceremos el brazo...”: “...daremo del filo da torcere...” en el original, no encontré una frase en castellano que refleje la idea original de la expresión que significa oponerse, obstaculizar. Proviene del ámbito textil, de la fase de torsión de tejidos, que si se hace de forma manual, como en el pasado, es muy compleja y exigente.

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