miércoles, 11 de noviembre de 2020

III. El cazador de ratas


Un momento después entraba en la pequeña sala el famoso cazador de la jungla negra y de los thugs de los Sundarbans.
Era un bellísimo tipo de indio bengalí, ya casi de sesenta años, una persona elegante y flexible sin ser delgada, de facciones finas, enérgicas, la piel levemente bronceada como los indios que salen de las altas castas, no contaminadas por las impurezas de los parias.
Vestía como los ricos indios modernizados por la Young India, que ya han dejado el dhoti y la dupatta por el traje típico anglo-indio, bastante más cómodo: chaqueta de tela blanca con alamares de seda roja, faja bordada altísima que sostenía dos largas pistolas, pantalones estrechos también de seda blanca, y sobre la cabeza un pequeño turbante variegado.
—¿De dónde vienes? —gritó Yanez, tendiéndole la mano, imitado enseguida por Surama—. Creía que te habían envenenado también a ti.
Sobre la frente del indio pasó como una nube, y sus ojos negrísimos tuvieron un destello.
—Como ven, amigos míos, todavía estoy vivo y en perfecto estado de salud —respondió el indio—. Me he cuidado bien de detenerme en algún albergue para vaciar una botella de cerveza inglesa. ¡Por Shivá! El asunto es grave.
—¿A mí me lo dices? —dijo Yanez—. Digamos en cambio gravísimo. ¿Dónde has estado?
—He dado caza al envenenador de tu primer ministro junto con Timul. Aquel joven sabe encontrar una pista entre mil, de manera absolutamente asombrosa.
—¿Y lo han descubierto? —preguntaron a la vez la rani y el portugués.
—Les digo que aquí, en su capital que parece tan tranquila, se conjura para arrebatarles probablemente la corona.
—¿Pero dónde están estos conjurados? —gritó Yanez—. Dímelo y los haré arrestar inmediatamente.
—Será un asunto un poco difícil —respondió el indio, sentándose sobre una silla poltrona mecedora—. ¿Conoces el subsuelo de tu capital? Apostaría una rupia contra mil que lo ignoras.
—Sé que el terreno que sostiene nuestros palacios, nuestras pagodas, nuestros monumentos, está compuesto por una buena tierra mezclada con losas de piedra.
—¿Nunca has oído hablar de las inmensas cloacas que corren y que se ramifican bajo esta ciudad?
—Sí, pero me he cuidado bien de meterme dentro de aquellos intestinos llenos de microbios peligrosos. ¡Oh...! ¡Los asuntos del estado...! Nunca me dejan ni un momento.
Surama y Tremal-Naik estallaron en una carcajada.
—Ya —dijo el indio—, tú conduces las riendas del estado cazando y masacrando casi todos los días búfalos, tigres, osos y elefantes.
—Un príncipe debe distraerse —respondió serio el portugués—. Y luego, libero mis florestas de las bestias peligrosas que devoran o destripan a mis súbditos. Surama firma los decretos por mí y yo hago tronar mi carabina. Tú me hablabas de cloacas.
—Sí, amigo: la pista que Timul ha seguido se ha detenido delante de una gigantesca alcantarilla construida quizá por los mogoles hace doscientos o trescientos años.
—¿Y no podría haberse engañado? —preguntó Surama, que se había puesto bastante pálida.
—Cuando aquel diablo de Timul se pone sobre un rastro, lo sigue siempre, sin equivocarse nunca. Ha relevado atentamente los pies del brahmán que ha huído después de haber envenenado al ministro.
—¿Será luego un brahmán? —preguntó Yanez—. ¿No será en cambio un dacoity?
—Es misterio está ahí, pero no me desespero por dilucidarlo. ¿Te acuerdas, Yanez, cuando junto con Sandokan y sus cachorros, hemos dado caza a los últimos thugs que se ocultaban en los subterráneos de Rajmangal?
—Como si fuera ayer. Me acuerdo muy bien que estaban por ahogarse como ratas de agua sorprendidas por un imprevisto huracán. Durante una hora la muerte ha pasado y vuelto a pasar delante de nosotros y...
Se había interrumpido alzándose bruscamente.
—¿Quién es?
—Yo, señor: he golpeado ya tres veces y no me ha oído mas que a la tercera.
—Para ti, Kammamuri, nuestro apartamento privado está siempre abierto. Pasa, que también está tu amo.
—Lo sé, señor, lo he visto antes que usted.
La puerta fue abierta de par en par y el maratí entró seguido por cuatro valets que llevaban, sobre gigantescas bandejas de oro espléndidamente esculpidas, dos enormes lenguas de búfalo ahumadas.
—¿Te has vuelto cocinero, ahora? —preguntó Tremal-Naik.
—Sí, hasta que no hayamos descubierto y colgado o fusilado a los envenenadores —respondió el maratí—. En la cocina ahora impero yo, y no pierdo de vista a los cocineros. Usted, señor Yanez, se había olvidado de la cena.
—Casi —respondió el portugués—. No obstante, la saludo con mucho gusto, tanto mas porque no correré ningún peligro de sorber también algunas gotas de veneno de los bis-cobra.
—Estas lenguas, señor, y también la salsa que las rodea, han sido preparadas solo por mí, porque no he querido ningún ayudante, así estará más seguro.
Mientras tanto, otros cuatro valets habían entrado trayendo bandejas de plata, cubiertos, botellas, toallitas y mantel. Una mesa redonda, de ébano, con incrustaciones de madreperla y fileteada artísticamente de oro, fue empujada en medio del estudio.
Rápidamente los valets prepararon todo, luego, a una seña de Yanez se fueron en puntas de pies, sin haber pronunciado una palabra.
—¿Los ministros velan siempre al muerto? —preguntó el portugués a Kammamuri.
—Sí, señor, y también beben mucho.
—Déjalos hacer. Nadie más ha de entrar aquí excepto Timul que será llamado en el momento oportuno.
Cerró la puerta con llave y se sentó a la mesa al lado de la bellísima rani, con Tremal-Naik al frente.
Kammamuri de cocinero se había convertido en sirviente, o mejor dicho camarero, y cortaba las lenguas con gran habilidad, cubriendo las generosas fetas con una salsa rojiza que desprendía un agudo perfume a pimiento, la especia preferida de los indios. A pesar de sus preocupaciones, los dos hombres y la reina hicieron honor a la cena, no habiendo osado tocar más comida después de la muerte del ministro.
Antes de abrir las botellas de cerveza, Yanez observó con atención si estaban perfectamente selladas, luego, satisfecho, llenó los altos y estrechos jarros de cristal azul.
—Ahora podemos reanudar nuestra conversación —dijo ofreciendo cigarrillos a Tremal-Naik—. Entonces, me decías que la pista del envenenador se ha detenido delante de la alcantarilla.
—Detenido, por así decirlo, porque ni Timul ni yo hemos osado meternos en aquellas gigantescas cloacas que no se sabe ni siquiera cuántos canales tienen, ni dónde comienzan, ni dónde terminan. Te digo que allá abajo, en medio de aquella atmósfera corrompida, viven centenares y centenares de personas que no tienen otro techo.
—¿Parias?
—¿O conspiradores? Me he informado por un indio que conoce muy bien aquellas cloacas, si antes las alcantarillas estaban ocupadas por todos aquellos desesperados, y he tenido una respuesta negativa. Hace solamente algunos meses, cuando la noche cala, aquellos misteriosos individuos alcanzan sus repugnantes refugios. ¿Qué van a hacer allá abajo, en la ciudad subterránea? ¿A cazar ratas? No lo creo en absoluto.
—Ni tampoco yo —respondió Yanez, envolviéndose en una nube de humo oloroso.
—¿Quién es aquel indio que conocía las alcantarillas?
—Un viejo, un soberbio tipo que se asemeja más a un baniano.
—Los banianos siempre han sido demasiado haraganes como para conspirar. Sería necesario volver a encontrar a aquel hombre.
—No lo he dejado escapar, Yanez: ya está aquí, protegido por Timul.
—Hazlo venir enseguida. Aquel hombre podrá sernos inmensamente valioso.
—Así he pensado también, porque se necesita poco para extraviarse en aquellas inmensas cloacas.
Tremal-Naik vació su vaso de cerveza, arrojó el cigarrillo, abrió la puerta y salió, mientras Kammamuri sacaba las bandejas, dejando no obstante, las botellas.
No había transcurrido un minuto que volvía a entrar seguido por un viejo de larga barba blanca y ojos centelleantes como los de las serpientes.
Era delgadísimo y se envolvía majestuosamente en una vieja dupatta que un día debía haber sido amarilla, pero que por el momento no mostraba mas que vastas manchas blancas y muchos agujeros.
En la cabeza llevaba un pequeño turbante, también en malas condiciones.
Apenas había entrado hizo tres profundas reverencias a la rani y otras tantas a Yanez, luego esperó a ser interrogado, mirando fijo a los poderosos con sus ojos que tenían a veces la fosforescencia de las pupilas de los gatos y los tigres.
—¿Eres indio de qué región? —le preguntó Yanez, indicándole una silla y haciéndole traer por Kammamuri un jarro de cerveza.
—Soy un baniano, Alteza —respondió el viejo.
—Todos tus compatriotas son habilísimos y afortunados comerciantes. ¿Qué haces tú aquí en mi capital? ¿Qué vendes?
—Pieles de rata que mando a Calcuta y a una casa inglesa, y que sirven para hacer excelentes guantes.
—¡Por Júpiter...! ¿Eres cazador de roedores?
—Sí, Alteza.
—¿Y ganas?
—Tanto como para no poderme comprar otra dupatta —suspiró el baniano.
—En esto pensaremos nosotros. ¿Es verdad que conoces todas las alcantarillas de la ciudad?
—Sí, Alteza, y puedo dar vueltas por todas sin temor a extraviarme.
—¿Hay peligro de perderse?
—Bastante, porque allá abajo, entre todos aquellos canales que se entrecruzan y que se cortan, que suben y descienden, descargando sus aguas fangosas en la gran alcantarilla, se pierde pronto la orientación —respondió el baniano—. Cuántos desgraciados, que no tenían una casa, he encontrado allá adentro muertos de hambre y luego descarnados por las ratas. ¡He visto algunos esqueletos...!
—¿Es entonces tan gigantesca la alcantarilla? —preguntó la rani.
—Inmensa, señora y es un trabajo que merecería ser visitado. ¡Cuántos nichos, cuántos canales de descarga, cuántos saltos de agua por las lluvias imprevistas...!
—¿Hasta dónde se extiende? —preguntó Yanez, haciendo una seña a Kammamuri de traer al desgraciado cazador de ratas una enorme feta de lengua con varias hogazas.
—Jamás la he medido, Alteza; no obstante, puedo decirle que se extiende por muchas y muchas millas inglesas, y que se prolongan todavía más allá de las murallas de la ciudad.
—¿Entonces serías capaz de guiarnos a través de la ciudad subterránea?
—Y podría decirle, Alteza, cada cien o doscientos metros, que sobre nosotros pasa tal calle, se yergue tal pagoda, tal monumento.
—¿Pero cuánto llevas viviendo en aquel infierno? —preguntó Tremal-Naik.
—Tres años, señor. Mis cosas habían ido mal, un inglés me había propuesto procurarle millares y millares de pieles de ratas y me he metido ahí dentro, procediendo al principio con extrema prudencia, porque hay lugares difíciles de atravesar. Aquella extraña industria me daba al menos de comer. No obstante, cuando aquellos desconocidos invadieron la alcantarilla, en pocos días me encontré sin trabajo.
—¿Y por qué? —preguntó Yanez.
—Las ratas, o habían huido o habían sido comidas.
—¡Comidas...! ¿Y por quién?
—Por aquellos invasores —respondió el baniano.
—¡Oh...! —dijo la rani, con un gesto de horror.
—No son tan feas como se cree, señora. He comido centenares y centenares asadas y también en salsa picante.
—Excelentes como la lengua que estás devorando —dijo Kammamuri, riendo.
—¡Oh, no...! Las viejas ratas son demasiado coriáceas, y luego tienen cierto olor que no siempre gusta. Las crías jóvenes, no obstante, son exquisitas.
—Que el diablo te lleve —dijo Yanez, estallando en una carcajada—. Y con tantos asados de ratas has quedado delgado como un faquir.
—No todos los días lo hacía, Alteza —respondió el viejo—. Habían sentido al enemigo que las mataba a palos y escapaban hacia las bóvedas superiores de la alcantarilla que son extremadamente difíciles de recorrer, porque tienen el pavimento en pendiente, ¡y qué pendiente...! Algunas veces es necesario arrastrarse sobre el vientre para ganar unos pasos.
—¿Y aquellos desconocidos cuándo han invadido las cloacas?
—Hace alrededor de un mes, Alteza.
—¿Eran muchos?
—No he podido contarlos, porque una noche mientras cazaba en una alcantarilla lateral me han disparado dos tiros de pistola, y note que yo jamás llevo conmigo ninguna luz, porque veo como los gatos y los tigres.
—Se ve por el destello fosforescente de tus ojos, que ahora son negros y ahora verdosos. ¿Y desde entonces no has osado descender más en las cloacas?
—No, Alteza. Si uno es herido y cae en uno de aquellos canales fangosos y hediondos, no se salva más, y la muerte es horrible.
—¿Has espiado a aquellos hombres?
—Por muchas y muchas noches.
—¿Qué te parecieron?
—Parias.
—¿No has notado, entre ellos, verdadero o falso, un brahmán?
El baniano depuso bruscamente el vaso de cerveza que Kammamuri le había llenado nuevamente, y mandó un grito de estupor:
—Sí, hay entre ellos, un hombre que lleva la vestimenta de un brahmán —dijo—. Cómo un sacerdote se une a aquellos canallas escapados de todo, no lo comprendo y me lo pregunto siempre.
—¿Joven o viejo? —preguntó Tremal-Naik, saltando.
—Viejo —respondió el cazador de ratas—. Tiene la barba casi blanca.
—No es el envenenador. Aquel que se ha presentado a mí era joven todavía, en los treinta años —dijo Yanez.
—Y también aquel que se ha vuelto a presentar —dijo Tremal-Naik—. ¿No has visto otro?
—El baniano se pasó varias veces la mano por la ancha frente, luego dijo, no obstante, con cierta indecisión:
—Sí, en efecto, una noche me pareció ver a otro descender a las cloacas.
—¿Sabrías reconocerlo?
—No sé, señor, pero quizá encontrándome delante de él podría ser. Aquel tipo no se me ha escapado del todo.
—¿Y era también aquel un brahmán? —preguntó Yanez.
—Al menos llevaba la vestimenta.
—¿Qué opinión te has hecho de aquellos hombres que viven en medio de la oscuridad, las ratas, los miasmas y las fiebres?
—Que no son nuestros conciudadanos —respondió el baniano—. Aquella gente me ha arruinado y no puedo descender más a la alcantarilla para capturar una sola rata. Por Visnú y Brahma, disparan pistoletazos sin ni siquiera gritar: “¡Cuidado!”
—¿Quieres pasar a nuestros servicios? —preguntó Yanez—. Te ofrecemos cincuenta rupias por mes.
—Me haré muy rico, Alteza —dijo el baniano—. No gasto mas que dos en varios días.
—Las dejarás a un lado. Come, bebe y déjanos tranquilos y finge ser sordo.
—Si quiere, Alteza, me corto las orejas.
—No exijo tanto. Solamente intenta olvidar lo que oirás aquí dentro.
El baniano prometió con las dos manos alzadas y los dedos abiertos, luego retomó la comida demasiado interrumpida, trabajando ferozmente con los dientes como las ratas que cazaba.
Yanez hizo volar un cigarrillo, bebió un vaso de cerveza, luego mirando a la rani le preguntó:
—¿Qué piensas de todo esto, mi pequeña mujer? Tú estás a la cabeza de las riendas del estado, mejor dicho eres el timón, mientras que yo no soy más que un freno.
—Yo digo que el asunto me parece grave —respondió Surama—. Debemos descubrir y arrestar a aquellos misteriosos individuos.
—Ya he trazado mi plan —dijo Yanez, acariciándose la barba—. Mañana por la noche, apenas haya bajado el sol, Tremal-Naik, Kammamuri, mis seis fidelísimos shikaris y yo, iremos a explorar aquellas cloacas, no obstante, precedidos por el baniano y por nuestros dos molosos del Tíbet.
—¿Y por qué quieres ir tú? ¿No tengo a mis rajputs?
—Déjalos descansar. Nunca he tenido confianza en aquellos mercenarios, aún cuando sean bravos soldados. Se venden con demasiada facilidad.
—¿Quieres que haga venir a doscientos o trescientos montañeses de Sadiya? Sabes cuán devotos me son y qué valerosos son.
—Sin ellos jamás habríamos podido destronar a aquel loco de Sindhia. No obstante, por ahora también déjalos tranquilos; si las cosas se agravan, haremos acudir a Khampur con dos o tres millares de hombres y al Tigre de la Malasia con sus terribles piratas. Daremos grandes problemas al ex soberano, si quiere reconquistar la corona.
—¿Tienes la idea fija de que Sindhia huyó de Calcuta, verdad, mi señor?
—Sí, mi reina.
—¿Tendrá todavía partidarios aquí? —preguntó Tremal-Naik.
—Puede ser.
—¿Pero qué hace tu policía?
—Come, bebe, masca betel y duerme lo más que puede, afirmando siempre que el estado descansa sobre bases de granito y que nadie lo amenaza.
—Yo mandaría a tu policía a dar caza a aquellos hombres misteriosos.
—Aquellos bravos agentes harían veinte o cincuenta metros dentro de las cloacas, luego regresarían para decirnos que el baniano ha soñado. No, iremos nosotros, sin estruendo, sin una gran escolta, y verás que obtendremos un buen resultado.
—Y quizá te expongas a un grave peligro, mi señor —dijo Surama—. ¿No has oído que han disparado dos tiros de pistola contra el baniano?
—¿Qué valen las pistolas contra nosotros? Somos gente habituada a la gran música del cañón y a los tiros de metralla de las espingardas. ¿Verdad, Tremal-Naik?
—Sí, amigo —respondió el indio—. No queremos juguetes contra nuestros cuerpos.
—También una bala de pistola puede matar si se dispara en el momento oportuno —dijo Surama, con angustia—. Piénselo, mi señor.
—Pienso que he combatido por más de treinta años bajo la bandera roja del Tigre de la Malasia, sin recibir nunca un rasguño. Y no hacían ahorro de metralla ni los praos de James Brooke, ni los cruceros ingleses. Se ve que algún buen genio me protege siempre cuando me lanzo a la batalla.
—Sin embargo, tengo miedo, mi señor.
—¿De aquellos miserables? Enseguida tendremos las de ganar, te lo aseguro, especialmente si somos apoyados por los dos molosos.
—Deja entonces que vaya contigo.
—Yanez frunció el ceño.
—La rani de Assam debe dormir en su palacio —dijo luego—. Si durante mi ausencia sucediese algo grave otra vez, ¿quién mandaría aquí?
—Están los ministros.
—No son gente de guerra, cuidan más las abundantes pagas que les has asignado, que todo el resto.
—Quizá tengas razón, mi señor.
—Y luego está Soarez aquí, nuestro hijo, que puede de un momento a otro correr algún grave peligro.
—¿Quieres espantarme, mi señor?
—Creo que nadie tendrá tanto coraje como para entrar en nuestros apartamentos privados. Están bien custodiados, me parece.
—Haz como quieras.
Yanez vació otro vaso de cerveza, y volviéndose hacia el cazador de ratas que había terminado la cena, le dijo:
—¿Has conocido al rajá Sindhia?
—Sí, Alteza. Reinaba antes que usted y la rani, poniendo a dura prueba la paciencia de su pueblo con sus locuras.
—¿Crees que aquel malvado que ha asesinado a tanta gente, todavía pueda tener partidarios?
—Ha sido demasiado malo como para tenerlos. Valía tanto como su hermano, el destructor de todos los parientes durante los banquetes, sin embargo, ¿quién sabe? Las rupias en India hacen a menudo verdaderos milagros. He oído decir que había ahorrado una fortuna y que la puso a salvo antes de su destronamiento.
—También nosotros —dijo Surama—. No obstante, jamás lo hemos creído, y yo pagaba al príncipe despojado mil rupias al mes.
—Señora —dijo el cazador de ratas—. Yo he asistido desde lo alto de una terraza a la destrucción de todos sus parientes, y no sé por qué milagro usted ha huído a los tiros de carabina que aquel alcoholizado disparaba sin parar.
—¡Tú...! —exclamó Surama con viva emoción.
—Sí, señora, porque entonces yo era un paje del rajá.
—Cuéntanos aquella escena espantosa —dijo Yanez—. La conozco, pero prefiero oírla de tus labios.
—El rajá se había metido en la cabeza que todos sus parientes se habían aliado para arrancarle el poder. La tenía especialmente con su hermano Sindhia, que no ha resultado mejor, y con un tío suyo que era jefe de una tribu de chatrias, o sea, guerreros, hombres valerosos entre los valerosos, que varias veces habían defendido las fronteras del estado contra las correrías de los birmanos, infligiendo a aquellos pueblos semisalvajes, tremendas derrotas. Por eso, gozaba de una gran popularidad en todo Assam, y esto hacía sombra al rajá.
—Se llamaba Mahur, ¿verdad? —dijo la reina con un sordo sollozo.
—Sí —respondió el cazador de ratas.
—Era mi padre.
—Lo sabía.
—Continúa —dijo Yanez.
—Había caído sobre Assam una gran hambruna debido a una extrema sequía. Por meses y meses no había caído una gota, y el sol todo quemaba en las campiñas. Los brahmanes y los gurús aconsejaron al rajá organizar grandiosas fiestas religiosas para aplacar la ira de los dioses. El loco no esperaba mas que la ocasión para destruir a todos sus parientes. Fiestas magníficas fueron dadas, que el pueblo debe recordar aun no menos que yo, luego en el gran patio de este palacio fue preparado un gran banquete al que habían sido invitados todos los parientes del rajá que vivían diseminados en varias provincias del estado. El primero en llegar fue el héroe de las fronteras birmanas, que llegaba con su mujer, dos hijos varones y una niña.
—Era yo —dijo Surama, en cuyas pupilas pasó un destello húmedo.
—Todos los parientes habían sido recibidos con grandes honores y con gran cordialidad y alojados aquí. ¿Lo recuerda, señora?
—Sí —respondió Surama.
—El banquete ofrecido a todos los parientes estaba por terminar, cuando el rajá, que había bebido una enorme cantidad de licores, desapareció con sus ministros para aparecer poco después sobre una terracita, armado de carabina. Resonó un tiro y el jefe de los chatrias fue el primero en caer con la cabeza atravesada por una bala. El estupor, causado por el asesinato, que para todos los comenzales era inexplicable, todavía no había cesado, cuando un segundo tiro atronaba y otro convidado se desplomaba sobre a la mesa, manchando el mantel de sangre y de materia gris. El rajá parecía un demonio. Tenía los ojos brotando de las órbitas y llameantes como los de una pantera, las facciones espantosamente trastornadas y reía sarcásticamente, el asesino. En torno suyo, sus ministros estaban listos para ofrecerle otras carabinas y derramarle otros licores para excitarlo mucho más. Los desgraciados comensales, hombres, mujeres y niños, se habían puesto a correr por el patio, buscando en vano una salida, mientras el rajá, aullando como una bestia o un loco, continuaba disparando haciendo nuevas víctimas. El estrago duró media hora: solo dos habían escapado milagrosamente al exterminio, el hermano del rajá y su señora. Treinta y siete eran los parientes del príncipe, y treinta y cinco cayeron para no levantarse más, y había mujeres y niños.
—¡Oh...! Cómo recuerdo aquella trágica escena —dijo Surama—. Aquel día perdí a mi padre, mi madre y dos hermanos.
—¿Y luego? —preguntó Yanez.
—Sindhia, el joven hermano del rajá, había sido señalado con tres tiros de carabina que habían fallado, porque no había dejado de dar verdaderos saltos de tigre, volviendo casi imposible apuntar, especialmente a un hombre ya completamente ebrio. Presa de un loco terror había gritado varias veces al hermano: “Dame la gracia de la vida, y abandonaré para siempre Assam. Soy hijo de tu padre: no tienes derecho de matarme”. El rajá continuaba riendo sarcásticamente y amenazándolo con otra carabina, pero luego, tomado quizá por un arrepentimiento tardío, gritó al desgraciado que continuaba con sus saltos desesperados: “Si es verdad que abandonarás para siempre mi estado, te concedo la vida, pero con una condición”. “Estoy listo para aceptar todo lo que quieras”, respondió enseguida Sindhia. “Arrojaré al aire una rupia y si la agujereas con un tiro de carabina te dejaré partir a Bengala sin hacerte ningún daño”. “Acepto”. “No obstante, te advierto”, aulló el rajá, “que si fallas a la moneda sufrirás la misma muerte que los otros”. “¡Arrójala!”, gritó Sindhia. Le fue bajada una carabina, luego el rajá hizo volar al aire la pieza de plata. Se oyó enseguida un disparo, y no fue agujereada la moneda, sino el pecho del tirano. El joven príncipe había volteado rápidamente el arma contra el hermano, y siendo un buen tirador, lo había fulminado con una bala en el corazón. Enseguida los ministros y los oficiales se apresuraron a descender al patio bañado de tanta sangre, y se prosternaron delante del nuevo príncipe jurándole fidelidad. ¿Se acuerda, señora?
—Sí, como recuerdo que aquel nuevo monstruo en vez de dejarme volver a mis montañas, entre mis fieles chatrias, enseguida me hizo atrapar para venderme luego, secretamente, a una banda de thugs que recorrían Assam —dijo la rani—, y entre los que quizá me encontraría aún, sino fuera por ti, mi señor.
—Todo ha terminado bien —dijo Yanez—. Te he raptado de los estranguladores, te he traído aquí, he empeñado resueltamente la lucha contra Sindhia, que ya el pueblo comenzaba a odiar por su crueldad, y con la ayuda de los tigres de Mompracem y de tus montañeses te he dado la mitad de la corona porque espero que una parte la dejes brillar también sobre mi frente.
—¡Toda, mi señor...! —gritó Surama, posando sus manos sobre los hombros vigorosos del portugués.
—De los asuntos del estado nunca me he ocupado, mi pequeña reina. Prefiero ir a cazar tigres y elefantes. ¿Yanez gran príncipe supremo? Ya soy maharajá, y tengo demasiado con este título que me obliga, cada vez que salgo de aquí, a saludar a cincuenta mil o a cien mil personas. La corona entera la recogerá nuestro pequeño, si el diablo no mete la cola, porque, como te he dicho, a las ruedas de nuestro carro parece que les falta grasa. ¡Bah...! ¡Lo veremos...! Tú tienes a tus chatrias siempre fidelísimos, yo tendré otra vez a los tigres de Mompracem, siempre listos para acudir a mi primera llamada con su invencible Sandokan, y si es verdad que Sindhia ha huído y que intenta reconquistar el poder, tendrá que trabajar dientes y uñas como una bestia feroz.
Sacó de un bolsillo un reloj y miró la hora.
—¡Por Júpiter...! —exclamó—. ¡Ya es medianoche...! Como pasa el tiempo conspirando, porque ahora nosotros somos un poco los conspiradores. Kammamuri, conduce al baniano a una estancia: le darás una dupatta llameante, pero le pondrás dos centinelas en la puerta.
—¡Alteza...! —gritó el baniano—. ¿Duda de mí?
—En absoluto: solamente tomo precauciones. Comprenderás que aquí se envenena demasiado.
—Tiene razón, Alteza.
—Luego le harás dar por el tesorero de la rani cincuenta rupias.
—Son demasiadas, Alteza, ya se lo he dicho.
—Las guardarás para cuando no puedas cazar más ratas.
—¿Mañana a la noche? —preguntó Tremal-Naik.
—Sí, después de que se ponga el sol. Trae linternas y no te olvides de los dos molosos del Tíbet.
—Cuidado con lo que va a hacer, mi señor —dijo Surama.
—Espero pasar una bella noche —respondió Yanez, sonriendo—. ¡Una cacería humana subterránea, entre las aguas podridas y legiones de ratas...! Debe ser bastante interesante. Y luego, es absolutamente necesario descubrir a estos envenenadores, ¡por Júpiter...! Cuando hayamos decapitado a quince o veinte, verás que nos dejarán tranquilos.
Se había alzado.
Tremal-Naik y Kammamuri salieron enseguida conduciendo con ellos al viejo baniano, aún cuando estuvieran más que seguros de su fidelidad.
Yanez vació una última taza de cerveza y se retiró, con la rani, a su apartamento privado, cuyas puertas estaban todas trancadas y vigiladas por rajputs armados hasta los dientes.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Gurús: Sacerdotes de Shivá.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando hace referencia a la edad de Tremal-Naik, en el original dice que ya tiene más de cuarenta y cinco años, así que lo ajusté, porque debería tener aproximadamente 59.

Aunque parezca extraño, encontré que la compañía inglesa Dents, fabricante tradicional de guantes, tenía unos hechos con piel de rata de fines del S.XIX.

Cuando Yanez dice que combatió por más de treinta años con Sandokan, en el original dice más de veinte años. Ajusté el lapso temporal a un valor más cercano a lo que sucedió.

Como en el tercer capítulo de “A la conquista de Mompracem”, nos vuelven a contar cómo Sindhia mató a la familia de Surama.

Young India: Movimiento político reformista de la India. Entre 1919 y 1932 (varios años después de la publicación de la novela), Mahatma Gandhi publicó en India un diario semanal en inglés llamado, justamente, “Young India”. En “Los piratas de la Malasia” era el nombre del buque que transportaba a Kammamuri que encalla en Mompracem.

Dhoti: “Dootée” en el original, es la prenda de ropa típica para los hombres en la India. Consiste en una pieza rectangular de algodón que puede llegar a medir 5 metros de largo por 1,20 de ancho. Generalmente de color blanco o crema se enrolla en la cintura y se une por medio de las piernas.

Dupatta: “Dubgah” en el original, es un chal típico de la vestimenta femenina en la India.

Alamares: Presilla y botón, u ojal sobrepuesto, que se cose, por lo común, a la orilla del vestido o capa, y sirve para abotonarse, o meramente para gala y adorno o para ambos fines.

Variegado: De diversos colores.

Mogoles: “Mongoli” en el original, se trata del Imperio mogol, un poderoso estado turco islámico que gobernó el subcontinente indio entre los S. XVI y XIX.

Ratas de agua: “Topi della foce” en el original, cuya traducción literal sería “ratón/rata de la desembocadura”. Como no encontré una referencia directa al término, utilicé el nombre común en castellano del gran roedor anfibio Arvicola sapidus que habita gran parte de Francia, España y Portugal.

Madreperla: Molusco lamelibranquio, con concha casi circular, de diez a doce centímetros de diámetro, cuyas valvas son ásperas, de color pardo oscuro por fuera y lisas e iridiscentes por dentro, y que se cría en el fondo de los mares intertropicales, donde se pesca para recoger las perlas que suele contener y aprovechar el nácar de la concha.

Baniano: Comerciante de la India, por lo común sin residencia fija.

James Brooke: Personaje histórico, de padres ingleses, nacido en la ciudad de Benarés, a orillas del Ganges, en 1803, y donde vivió hasta los 12 años. Luego, formó parte de la Armada Bengalí de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Más tarde, después de ayudar al Sultán de Brunéi en un alzamiento, lo amenazó y éste le otorgó el título de Rajá de Sarawak donde se estableció y comenzó a regir. Se dedicó a reformar la administración y a luchar contra la piratería. Falleció en 1868.

Rajá: “Rajah” en el original, es el soberano índico. Viene del francés “rajah” y éste del sánscrito “raja”, rey.

Chatrias: “Kotteri” en el original, en la India, individuo perteneciente a la segunda casta, o sea noble, guerrero.

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