martes, 24 de noviembre de 2020

IV. La cacería a los envenenadores


La noche siguiente, apenas los gongs dispuestos en varios barrios de la capital habían dado el toque de queda, un pelotón formado por diez hombres salía misteriosamente del palacio imperial.
Estaba precedido por dos molosos tibetanos, soberbios animales, robustísimos, de cuerpo fuertísimo, con los labios colgantes, que a causa de dos pliegues les dan un aspecto verdaderamente terrible. Son grandes como un ternero y poseen tal fuerza muscular como para luchar de manera ventajosa contra los osos y derribarlos. ¡Ay si muerden...! Quiebran siempre o producen espantosas heridas. El pelotón estaba formado por Yanez, Tremal-Naik, Kammamuri, el baniano y seis shikaris que conocían a los dos molosos y que podían lanzarlos en el momento oportuno.
Todos estaban armados de carabinas y pistolones de doble cañón, de buen alcance y llevaban, bajo media capa de caucho, pequeñas lámparas chinas para encender más tarde.
Los habitantes ya se habían retirado, despejando las calles, para nada preocupados, al parecer, por el nuevo crimen que había golpeado al gobierno imperial. Aquella calma, o mejor dicho, aquella indiferencia, había golpeado un poco a Yanez, que nada se le escapaba.
—Se diría que el pueblo también conjura —dijo a Tremal-Naik que caminaba a su lado.
—Corres demasiado, amigo. Sabes que el pueblo no tiene la costumbre de ocuparse de lo que sucede en los palacios de la rani. A ellos les basta con vivir tranquilos.
—¡Uf...! ¡Uf...! —dijo Yanez, apretando un poco los dientes—. Esta calma no me tranquiliza en absoluto.
—¿Te vuelves pesimista?
—¿Qué quieres que te diga? Hasta que no esté seguro de que Sindhia se encuentra todavía en Calcuta, en el manicomio donde lo hemos hecho internar, nunca estaré tranquilo.
—De este asunto se ocupará Kammamuri. Sabes lo que vale y cuán astuto es.
—Es un hombre valioso, en efecto —respondió Yanez—. Antes hagamos esta batida, luego veremos lo que conviene hacer.
—¿Esperas descubrir a aquel maldito brahmán?
—Sí —respondió el portugués—. El corazón me dice que aquel asesino que maneja las babas venenosas de los bis-cobra, caerá pronto en nuestras manos. El baniano lo ha visto, y nosotros lo sorprenderemos dentro de las cloacas.
—Intentemos capturarlo vivo.
—Cierto —dijo Yanez—. Luego lo haremos hablar.
—Kammamuri se encargará de desanudarle la lengua —respondió Tremal-Naik—. Es famoso, el maratí.
—Lo sé —dijo Yanez, sonriendo—. Hacía hablar incluso a los thugs.
—¡Y cómo cantaban...!
—¡Pero...! ¿Dónde estamos, baniano? —preguntó el portugués.
—A poca distancia de la alcantarilla. ¿Ve aquella vieja mezquita privada de su cúpula? Bajo ella pasa, o mejor dicho, comienza la gran alcantarilla.
—¿Los misteriosos individuos ya se habrán retirado?
—A esta hora sí, Alteza. Parece que no se animan a pasear por la ciudad después de la puesta del sol.
—¿Dónde se meterán de día?
—¿Quién sabe? Jamás he osado seguirlos después de aquellos dos tiros de pistola.
—Y, aún cuando seas muy viejo todavía te importa la vida, ¿verdad?
—Pienso, Alteza, que siempre hay tiempo para morir.
Así charlando los dos hombres y su escolta habían llegado delante de la vieja mezquita, un monumento regordete y pesado, construido ciertamente por los mogoles hace trescientos años o más, y que los indios, que no creen mas que en sus divinidades, habían dejado caer en la ruina.
El baniano dio una vuelta alrededor de la enorme mole y mostró a Yanez una gigantesca abertura, toda oscura, exhalando miasmas y olores indecibles.
—¡Por Júpiter...! —dijo Yanez—. Debimos traer con nosotros algunas botellas de agua de rosas también, ¿verdad, Tremal-Naik?
—Nos perfumaremos más tarde.
—Enciendan las linternas —comandó el baniano—. Que nadie, por el motivo que sea, me adelante, porque podría encontrar una muerte horrenda.
—Bella perspectiva —dijo Yanez.
Las lámparas fueron encendidas, luego los diez hombres entraron en aquella gigantesca hondonada que debía recoger los desagües de todas las otras cloacas.
En el medio corría un agua podrida, pestilente, deslizándose silenciosamente entre dos anchos muelles de piedra todavía bien conservados. Dónde iba a terminar, nadie habría podido decirlo.
—Si uno se cae ahí dentro, en medio de aquella gacha formada por todos los desagües de la ciudad, ciertamente no saldría vivo —dijo Yanez.
—También lo creo —dijo Tremal-Naik, que se mantenía prudentemente cerca de la pared que sostenía la gran arcada del túnel.
—Me pregunto cómo hacen para resistir aquellos conspiradores, llamémoslos así, esta atmósfera sofocante, impregnada de olores tan nauseabundos. ¿Es que no tienen nariz?
—Esto lo averiguaremos cuando los hayamos capturado.
—¿Eh, baniano?
—¡Alteza...!
—¿Habrá mucho para caminar?
—Deberemos alcanzar los conductos de empalme —respondió el cazador de ratas.
—¿Otros canales?
—Sí, Alteza, pero redondos y estrechísimos, con pendientes vertiginosas, que deberemos superar arrastrándonos boca abajo y de espaldas al muro, y que terminan en vastos nichos, que se prolongan sobre la arcada de la gran galería. Para llegar a aquellos refugios estaremos obligados a hacer una gimnasia terrible y siempre peligrosa, porque si una de las piedras que sobresalen y que sirven para la escalada cae, rodaremos sin podernos detener, al río de barro.
—Tenemos músculos de acero, mi bravo cazador de ratas, y hemos nacido gimnastas. Cuidado tú, en cambio.
—Oh, ni lo piense, Alteza —respondió el viejo—. Soy experto en estas cloacas y mis brazos todavía son bastante elásticos.
—Solo te preguntaba si aquellos refugios estaban todavía lejos.
—Algunas millas, Alteza.
—Si sabía eso, venía aquí dentro con mi elefante favorito —dijo Yanez.
—Otra vez será. Sobre este muelle habría podido avanzar tranquilamente, sin correr ningún peligro.
Y en efecto la orilla de aquel río hediondo se mantenía siempre entre los seis y siete metros de ancho y por consiguiente, también había lugar para un paquidermo. Luego, la bóveda de la hondonada era tan alta como para no temer que una de aquellas grandes bestias pudiese chocar dentro con el macizo cráneo: es más, ni siquiera habría podido alcanzarla con la probóscide.
—Los mogoles sabían construir mejor que los actuales indios —dijo Yanez, que se aburría de quedarse callado—. Nunca me habría imaginado que bajo mi capital se extendiesen trabajos tan grandiosos. Lástima que aquí falten el aire y la luz.
En aquel instante Kammamuri, que tenía por el collar a los dos gigantescos molosos del Tíbet, de los que era el guardián, se detuvo bruscamente levantando la linterna china. También el baniano había hecho una pirueta, metiendo mano enseguida a una larga pistola de dos tiros.
—¿Qué hay, entonces? —preguntó Yanez, aferrando su gran carabina cargada de metralla hasta la mitad del cañón e incluso más arriba.
—Algo hay, señor —respondió el maratí—, porque los perros comienzan a dar signos de inquietud.
—Sin embargo, no se ve nada.
—Ciertamente no tenemos ni la vista, ni el olfato de aquellas bestias.
—¿Estás bien seguro? —preguntó el portugués, riendo—. Yo, a los enemigos siempre los he olfateado, sino visto, y a grandes distancias.
—Oh, también nosotros, cuando habitábamos la jungla negra, ¿verdad amo?
—Con tantos enemigos que acechaban día y noche nuestra vida, siempre listos para estrangularnos con un buen lazo o con un simple pañuelo de seda negra, diestramente lanzado, habíamos adquirido ojos como para desafiar a los catalejos marinos y un oído como para rivalizar con el de los tigres.
—Te creo —respondió Yanez—. Veamos.
Se acercó a los dos terribles perros que reconocían en él al amo y los observó atentamente, proyectando sobre ellos la luz azulada de su lámpara, que en lugar de vidrios tenía papel aceitado, levemente con arabescos y un par de inevitables medias lunas más o menos sonrientes.
En efecto, parecían inquietos y arrugaban el hocico y sacudían las anchas orejas, no obstante, sin mandar ningún gruñido.
—¿Crees que estamos cerca de aquellos difíciles refugios? —preguntó al cazador de ratas, que empuñaba siempre su pistolón.
—No, Alteza.
—Sin embargo, como ves, los perros están inquietos.
—¿Cree que aquellos hombres misteriosos no tienen centinelas? Alguno habrá atravesado la hondonada y lo habrán olfateado.
—¿Atravesado el río de barro? ¿Y de qué modo? ¿Con qué medios? Tendría curiosidad por saberlo.
—Con una simple escala de bambú arrojada entre las dos orillas.
—Y nosotros, ¿cómo pasaremos? Las retirarán todas para impedirnos avanzar.
—No se preocupe, Alteza. Aquí dentro también tengo mi nido, o mejor dicho, lo tenía antes del arribo de aquellos intrusos, y ninguno debe haberlo descubierto. Allí encontraremos escalas de todas las longitudes y que me eran necesarias para pasar los canales y estrechar la cercanía con las ratas.
—Podrías decir tu cueva de tigre —dijo Yanez.
—Como quiera, Alteza.
—¿No la habrán desvalijado?
—No: mi refugio está demasiado bien escondido y luego, la subida es muy difícil.
—¡Kammamuri...! ¡Déjalos ir...! —gritó en aquel momento Tremal-Naik.
Los dos molosos, liberados de las cadenas de acero, delgadas y, sin embargo, robustísimas, dieron dos brincos hacia adelante gruñendo como las panteras, luego partieron a carrera desenfrenada, siguiendo la orilla del río hediondo. El pelotón se había lanzado a su vez, armando rápidamente las carabinas. El muelle era siempre ancho y todos podían correr muy bien, también porque las piedras estaban aún bastante niveladas.
Habían transcurrido apenas dos minutos, cuando oyeron a los perros gruñir ferozmente y poco después retumbar dos tiros de arma de fuego.
—¡Adelante...! ¡Rápido...! —gritó el portugués—. ¡Aquellos pillos asesinan a nuestras bestias...!
Los diez hombres precipitaron la carrera, manteniéndose siempre un poco alejados de la orilla del río fangoso, que les inspiraba un espanto invencible, y alcanzaron finalmente a los dos molosos que se habían detenido a trescientos metros o más, más arriba. Plantados sobre sus robustas patas, los poderosos animales continuaban gruñendo sordamente, agitando sus grandes colas y demostrando una viva irritación.
Miraban a la otra parte del río hediondo, olfateando ruidosamente el aire y contrayendo los pliegues de sus mandíbulas de forma de dejar al descubierto dos hileras de dientes que podían estar muy bien en la boca de un oso labiado del Himalaya.
Tremal-Naik, a riesgo de recibir algún tiro de pistola, porque ya todos sabían que aquellos misteriosos habitantes del subsuelo de la capital poseían armas de fuego, avanzó hacia la orilla, alzó la lámpara y proyectó la luz lo más lejos que pudo.
—¡Ah, pillos...! —exclamó.
—¿Ha caído una parte de la galería? —preguntó Yanez, que avanzaba con la gran carabina embrazada, listo para desencadenar un huracán de metralla.
—Han escapado por la otra parte sirviéndose de una escala de bambú que no han podido retirar enteramente. ¿La ves?
—Sí —respondió Yanez—. Han sido más rápidos que nuestros perros.
Una escala, de una decena de metros, de una solidez ciertamente a toda prueba, se apoyaba con una extremidad al muelle opuesto, mientras que la otra permanecía hundida en el río fangoso.
—¿Qué dices tú, baniano? —preguntó Yanez.
—Que detrás nuestro se encuentra mi refugio donde encontraremos escalas para atravesar el río —respondió el cazador de ratas—. Ya aquellos bribones se han refugiado sobre el otro muelle retirando el paso.
—¿Han escapado o estarán espiándonos? Nosotros, con nuestras lámparas somos visibles y ofrecemos magníficos blancos, mientras que ellos están protegidos por la oscuridad. Qué lástima no tener los ojos de los gatos o de los tigres; ¿y tú ves algo, baniano?
—La luz de las lámparas me ha arruinado la vista. Necesitaría un cuarto de hora de oscuridad para devolverla.
—¿Si disparase? Ya hemos sido descubiertos y es inútil tomar precauciones. La sorpresa ha fallado.
—Por culpa de las linternas, Alteza.
—¡Eh, lo sé, por Júpiter...! Nosotros no somos cazadores de ratas y sin un poco de luz no habríamos conseguido poner un pie delante del otro aquí dentro.
—A esta hora estaríamos probablemente dentro del río fangoso pescando quién sabe qué peces o crustáceos —dijo Tremal-Naik.
—¡Puaj...! —dijo el portugués.
Luego volviendo a levantar la gran carabina:
—Disparo y barro con un nubarrón de metralla el muelle opuesto. Así aquellos misteriosos individuos entenderán que poseemos armas formidables. Pónganse todos en posición de hacer fuego y si aquellos canallas tiran, respondan enseguida, sin un momento de indecisión, si quieren capturarlos.
Apuntó hacia la extremidad de la escala que se apoyaba en el muelle y oprimió el gatillo. Más que un tiro de carabina, parecía un verdadero tiro de cañón. La detonación, centuplicada por el eco de todas las alcantarillas, se esparcía con un fragor formidable atronando continuamente.
Cuando parecía que todo hubiese cesado, un eco lejanísimo respondía aún, no obstante, bastante débil.
—Un verdadero cañonazo —dijo Tremal-Naik—. No te sirvas más de tu gran bestia o nos harás caer encima todas las arcadas de la alcantarilla, que deben ser un poco viejas.
—Callados, señores —dijo el baniano.
Ningún grito había resonado en la otra parte del muelle, signo evidente de que los bribones se habían puesto a salvo a tiempo, incluso, simplemente arrojándose a tierra. No obstante, habiendo cesado todo aquel fragor, el oído agudo del cazador de ratas había recogido una serie de silbidos estridentes, que ciertamente debían ser señales.
—Tocan retirada —dijo Kammamuri, que había recargado enseguida la carabina del portugués y también había oído.
—Ahora ya deben estar lejos —añadió el cazador de ratas—. No han aceptado la batalla a cara descubierta y buscarán tendernos alguna emboscada.
—Que nuestros molosos harán fracasar enseguida —dijo Yanez, volviendo a agarrar su arma—. Ve a buscar una escala lo suficientemente larga como para atravesar el canal.
—Sí, Alteza.
—¿Necesitas ayuda?
—El bambú pesa poco y luego mi madriguera está situada en un lugar bastante difícil de alcanzar para quien no tiene práctica en estas cloacas.
—Te escolto con un perro hasta la entrada —dijo Kammamuri—. Nunca se sabe lo que puede suceder con la oscuridad que nos rodea y que las linternas apenas consiguen romper.
Yanez, Tremal-Naik y la escolta se habían sentado en tierra, teniendo sobre las rodillas la carabina. No obstante, antes habían tenido la precaución de llevar las linternas a una veintena de pasos más adelante, a fin de que pudieran servir de blanco ellas solas, en el caso de que los habitantes del subsuelo se hubiesen decidido a hacer uso de sus armas de fuego.
Miles de ruidos llenaban la gigantesca cloaca. A lo lejos, por otros canales debían afluir con gran furia, en el adormecido río fangoso, otras aguas que bajaban de la ciudad. Era una extraña música que repercutía vivamente en el gran vacío de la hondonada, cuyas bóvedas debían ser extremadamente sonoras. Aquellas aguas ahora parecía que rugían, ahora que reían sarcásticamente, ahora que aullaran como una manada de lobos hambrientos. No obstante, el río no se sacudía. Fluía siempre lentamente, con un murmullo que cansaba, llevando fatigosamente todos los desperdicios de la capital y emanando continuamente miasmas pestilentes, casi sofocantes.
—Agarraremos fiebre si nos detenemos mucho aquí abajo —dijo Yanez.
—Esta es una expedición quizá más peligrosa que la que hemos emprendido contra los thugs de Rajmangal. Allá al menos las aguas eran limpias y eran aguas marinas. ¿Te acuerdas, Tremal-Naik?
—Como si fuera ayer —respondió el indio—. Aquí al menos espero que no podamos ahogarnos.
—Pregúntale al cazador de ratas.
—Eh, bravo hombre —dijo Tremal-Naik—, ¿hay cascadas de agua en estas cloacas?
—Ninguna, señor —respondió el baniano—. Es más, las aguas son tan bajas en esta estación que ni siquiera cubren los pequeños canales y los refugios circulares que están siempre secos.
El baniano llegaba en aquel momento con una larguísima escala de bambú, ligerísima y sólida, ayudado por Kammamuri.
—¿Qué teme, una inundación imprevista? —preguntó—. No hay ningún huracán en el aire. El trueno repercutiría como tiros de cañón aquí abajo. La noche es tranquila y un imprevisto aguacero por ahora no lo veremos.
Ayudado siempre por el maratí, tomó la larga escala, que medía una docena de metros y la arrojó a través del río fangoso, apoyándola sobre el otro muelle. Los primeros que pasaron, saltando y gruñendo, fueron los molosos del Tíbet. Los diez hombres, más que seguros de la solidez de la escala, no tardaron en seguirlos, y en menos de medio minuto se encontraron todos reunidos en la otra parte del río.
—Despacio —dijo Yanez—. Es aquí que comenzarán las sorpresas. Es verdad que tenemos perros capaces de descuartizar a un hombre como si fuese un conejillo de Indias. Sin embargo, estemos en guardia.
—Ninguna precaución está de más —sentenció el baniano—. Aquí se puede matar a traición a una persona y hacerla caer en aquella fétida hondonada.
—¿Conoces los últimos refugios?
—Sí, Alteza.
—Y entonces vayamos a descubrir a aquellos bandidos. Es al brahmán, verdadero o falso, al que quiero encontrar.
—Lo encontraremos, señor. Aquellos refugios no tienen ninguna desembocadura. O aquellos misteriosos personajes nos dan batalla o se rinden frente a sus carabinas cargadas de metralla.
—Si tienen solamente pistolas, aunque sean de cañón largo, podrían hacer muy poco contra nosotros —respondió Yanez.
—¡Oh, pobre gente...!
—Cuidémonos de las sorpresas, Yanez —dijo Tremal-Naik.
—Como te he dicho, con los perros no será posible y luego, aquí no están los canales misteriosos de Rajmangal. Allá bastaba hundir una bóveda para que el agua de un río se precipitase a través de las galerías. Estábamos a veinte metros bajo el nivel del mar y las mareas que subían del Océano Índico con gran furia, las volvían peligrosísimas.
—Seremos prudentes —respondió Tremal-Naik—. No obstante, no nos mostraremos miedosos. Somos siempre un poco los tigres de Mompracem, especialmente tú.
Ninguna persona se había presentado a contrarrestar el paso. Los misteriosos individuos, ya sabiéndose perseguidos, debían haberse refugiado en las últimas cuevas que solamente el cazador de ratas podía descubrir.
—Aquellas personas no son muy valientes —dijo el portugués, teniendo siempre embrazada la gran carabina—. ¡Por Júpiter...! ¿Conseguiremos atrapar al brahmán? ¡Suponiendo que sea un brahmán, porque siempre tuve mis dudas...!
—Le prometo, Alteza, que lo sorprenderemos —respondió el cazador de ratas—. Más allá de sus refugios no podrán ir. Conozco todos los pasajes de las cloacas, los secos y los húmedos, donde ninguna persona, en estos últimos tiempos, podría vivir más de una noche. Y agradézcame que he destruido a millares y millares de ratas siempre listas para comer alguna nariz o alguna oreja a los durmientes.
Un túnel bastante estrecho se había presentado delante del pelotón, que procedía siempre precedido por los molosos.
—Pues bien, baniano, ¿a dónde vamos a terminar? —preguntó Yanez.
—Vamos a descubrir en sus últimos refugios a los misteriosos individuos —respondió el cazador de ratas con su usual voz tranquila.
—¿No nos matarán?
—¿Con su carabina y sus shikaris? Creo que no empeñarán ninguna lucha.
—¿Qué dices, Tremal-Naik, de la seguridad de este hombre?
—Pienso que debe saber más que nosotros —respondió el indio.
—Entonces avancemos sin miedo —dijo Yanez—. Me molesta solo una cosa.
—¿Cuál?
—No poder fumar algunos cigarrillos. Tengo mis manos ocupadas con la carabina como si estuvieran estrechadas por las cadenas de algún policía. Me tomaré más tarde una buena revancha.
—Beneficiará un poco a tu salud —dijo Tremal-Naik, sonriendo.
—Y en efecto, soy tan delgado como un faquir que pesa la belleza de ochenta y cinco kilogramos y todo por culpa de los cigarrillos.
—¡Ya, bromeando...!
Se habían detenido delante de la entrada del túnel, observando ante todo el comportamiento de los perros. Las bravas bestias aparecían siempre inquietas y afilaban los formidables dientes como si de un momento a otro fuese a aparecer algún enemigo.
—No están tranquilos —dijo Kammamuri, que los contenía con las cadenas, con poderosos tirones—. Debemos estar sobre la pista buena.
—Para llegar a aquellos refugios no hay otros pasajes —dijo el baniano—. Los fugitivos han pasado por aquí, se lo digo yo.
Antes de moverse, se pusieron a escuchar, pero no oyeron mas que un lejano diluvio de aguas, fluyendo quién sabe dentro de qué pútridos canales.
—Calma completa —dijo Yanez—. Cuando el enemigo duerme, se intenta sorprenderlo.
—¡Uf...! —dijo Tremal-Naik—. Todos aquellos ojos estarán bien abiertos para interrogar, más o menos angustiosamente, la oscuridad.
—También lo creo, ¿sabes? ¡Adelante...!
Kammamuri recogió en su mano izquierda las cadenas de los dos molosos, con la derecha empuñó una larga pistola de doble cañón, dejando a los otros la tarea de iluminar el camino.
Hombre acostumbrado a todas las aventuras, a las más trágicas emociones, aguerrido en la guerra de exterminio de los thugs de la jungla negra, no era hombre de retroceder tan pronto.
Ya se sabe que entre todos los indios, los maratíes son los más valerosos y que preceden incluso a los rajputs de la alta India, que también son de una resistencia a toda prueba, especialmente ante el fuego y las cargas de la caballería.
El túnel conservaba siempre el mismo ancho: cuatro metros de lado y cinco de alto, y estaba dotado de tal sonoridad, que por mucho que el pelotón intentase ocultar su avance, caminando casi en puntas de pies, continuaba vibrando como si pasase bajo la bóveda no ya un minúsculo pelotón, sino medio regimiento de cipayos. Cierto era que los bramidos de las aguas lejanas amortiguaban bastante el ruido, pero quizá no bastaba.
Los dos molosos no dejaban de mostrarse inquietos. Erizaban el espeso pelaje, agitaban furiosamente sus grandes colas y tiraban fuertemente de las cadenas que Kammamuri les había puesto y que sostenía con mano firme. No obstante, se cuidaban bien de gruñir: habían comprendido que sus amos no pedían por el momento, mas que silencio para conducir a buen fin su terrible empresa. Por diez buenos minutos el pelotón continuó avanzando, subiendo siempre, como si se estuviese acercando al empedrado de la capital, luego el cazador de ratas, que marchaba al lado del maratí, dijo:
—Aquí está el peligro.
—¿Por qué dices eso, baniano? —preguntó Yanez, que masticaba rabiosamente medio cigarrillo, no estando seguro de poder fumarlo.
—El túnel termina aquí, Alteza, y comienzan los refugios secos, muy difíciles de asaltar.
—¿Y por qué?
—Porque estaremos obligados a avanzar sobre el vientre, agarrándonos a las piedras que sobresalen.
—¿Qué amplitud tienen aquellos refugios?
—El de un camarote de navío y el mobiliario no falta. Estos extraños individuos intentan procurarse cierta comodidad y he encontrado dentro ciertas madrigueras con alfombras viejas, paja, provisiones de leña, muchos gatos y sobre todo muchas ratas listas para cocinar.
—Te robaban tu parte —dijo Yanez, riendo.
—Sí, Alteza —respondió el baniano—. Me han quitado los alimentos.
—¿Y te quejas ahora?
—¡Oh...!
El portugués se había volteado hacia el cazador de ratas, que se había interrumpido bruscamente, no alzando más la lámpara, sino poniéndola de lado.
—¿Has descubierto al brahmán? —le preguntó, con acento un poco irónico.
—No todavía, Alteza, no obstante, le puedo asegurar que no debe encontrarse lejos.
—Estamos muy cerca de las cuevas, dijiste.
—Sí, Alteza. Prepare también su gran carabina.
—Por todos los rayos de Júpiter, casi que no veo más allá de la punta de mi nariz.
—La luz arruina sus ojos como ha arruinado los míos.
De pronto posó una mano sobre un brazo del portugués:
—¿Oye, Alteza? —preguntó.
—Silban, me parece.
—Son señales.
—No obstante, me has asegurado que aquellos refugios no tienen ninguna otra salida.
—Y se lo confirmo, Alteza.
A través de la oscuridad llegaban silbidos agudísimos que variaban continuamente de tono. Por lo tanto, los bandidos estaban cerca.
Yanez alzó su famosa carabina y dijo a Kammamuri:
—¡Desencadena a los perros...! ¡Veamos qué sucede...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Oso labiado: Se trata del Melursus ursinus, también conocido como oso bezudo. De hábitos nocturnos, se encuentra en India, Nepal, Bangladés, Sri Lanka y Bután. Se lo distingue por su pelo largo, lacio y negro, el hocico elongado con una nariz y labios muy prominentes y móviles.

Conejillo de Indias: Mamífero roedor, parecido al conejo, pero más pequeño, con orejas cortas y cola casi nula, muy usado en experimentos de medicina y biología.

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