jueves, 10 de diciembre de 2020

V. El falso brahmán


Los dos molosos, apenas liberados de las cadenas, no partieron enseguida. Se recogieron un momento sobre sí mismos, olfateando y volviendo a olfatear el aire, luego se descargaron con la velocidad de dos proyectiles a través de una puerta baja que debía conducir a algún refugio.
Todos los hombres tenían las manos firmes sobre sus carabinas, listos para ametrallar a aquellos misteriosos individuos que huían delante de ellos sin intentar ninguna resistencia, pero poniendo a dura prueba la paciencia de los invasores que comenzaban a tener suficiente con aquellas apestosas y oscuras cloacas. Por algunos momentos oyeron a los dos molosos gruñir espantosamente, haciendo resonar la bóveda de la galería con extraños fragores, luego siguió un breve silencio.
—En guardia —dijo Yanez—. Los perros deben haber llegado.
En aquel momento, alaridos horribles rompieron el silencio, seguidos por numerosos tiros de pistola. Debía haber sido empeñada la batalla entre los hijos de las altísimas montañas del Tíbet y los misteriosos individuos.
—¡Acudamos en ayuda de nuestros perros...! —gritó el portugués, en absoluto impresionado por todos aquellos tiros de pistola, que seguían sucediendo.
El baniano se había puesto a la cabeza del pelotón, sin llevar linterna. Él conocía el camino, conocía todos los pasajes y sus ojos veían mejor en la pesada oscuridad que en medio de la luz. No obstante, él también había empuñado sus armas de fuego y debía ser hombre tal de saber servirse en la primera ocasión. La galería continuaba extendiéndose, siempre igual, interrumpida solo por pequeños huecos llenos de arena muy fina, llevada ahí quién sabe hace cuántos años.
La lucha parecía que hubiese cesado, porque no se oían más los gruñidos feroces de los molosos, ni gritos humanos, ni disparos de armas de fuego.
No obstante, Yanez, que tenía coraje para vender a todos los indios de la gigantesca y maravillosa península, era igualmente prudente y se había detenido nuevamente presa de cierta ansiedad.
—¿Los dos molosos habrán sido asesinados? —se preguntó, mirando a Tremal-Naik.
—Heridos quizá, muertos no —respondió el indio—. Son animales demasiado robustos como para caer bajo los tiros de algunos pistoletazos.
—Sin embargo no se oyen más.
—Se equivoca, señor Yanez —dijo Kammamuri—. Me parece oírlos llegar y a gran carrera.
—Entonces, abajo.
Habían recorrido cincuenta o sesenta metros, cuando vieron caer encima a los dos molosos.
La luz de todas las lámparas fue proyectada hacia estos, y con gran estupor de todos fue constatado que aquellos perros, tan poderosos y tan feroces, aparecían presa de un verdadero espanto. Al mismo tiempo un olor muy desagradable golpeaba las narices del pelotón, que se vio obligado a alejarse un poco de las dos bravas bestias que se habían acurrucado en el suelo con el pelo erizado, ondeando furiosamente las colas.
—Eh, baniano —dijo Yanez—, han perfumado a nuestros perros por lo que parece, y con cierto perfume que no querría llevar al palacio real.
—¡Ah...! ¡Los pillos...! —exclamó el cazador de ratas—. Han arrojado encima de estas bestias algún balde de musgo. Usted sabe, Alteza, que todos los perros sienten gran espanto por los caimanes y los cocodrilos.
—¡Eh, por Júpiter, si lo sabré...! —exclamó Yanez, que comenzaba a perder su usual flema—. Ahora comprendo por qué han huído. Creían encontrarse frente a aquellos gigantescos reptiles que siempre están tan furibundos por comer a los fieles amigos de los hombres, en vez de una turba de canallas.
—Los canallas no han fallado, amigo —dijo Tremal-Naik—. Solamente han sido más astutos que nosotros.
—¿Cómo poseían musgo aquellos vagabundos? ¿Dónde van a agarrarlo?
—¿Sabes qué oficio tiene aquella gente? ¿Si se dedica a la cacería de cocodrilos? Todo es posible. Tú, baniano, ¿qué dices?
—Que los perros ciertamente no entrarán dentro de los últimos refugios, por temor a convertirse en presa de aquellos reptiles, pero que dentro de poco estaremos nosotros.
—¿Alguna vez has sentido el olor a musgo?
—No, Alteza.
—¿Podrán ser cazadores de cocodrilos?
—Puede ser, señor. Algún oficio ejercerán al menos para ganarse la vida, porque en estas cloacas no brotan las bananas.
—¿Y me aseguras siempre que no podrán escapársenos?
—Absolutamente, Alteza. Ahora merodean entre los círculos que han sido construidos sobre la inmensa arcada del canal, para desahogar mejor el agua durante los grandes huracanes. Están encerrados dentro de alguna de las muchas trampas que tienen las paredes y bóvedas de piedra. No podrán intentar nada, ni siquiera con una bomba.
—¡Qué el diablo te lleve...! —gritó Yanez—. ¡Ninguno de nosotros pensaba en bombas, y ahora nos has puesto delante de los ojos este nuevo fantasma...! Lindo asunto, si algún artefacto infernal estallase sobre nuestras cabezas.
—No creo que posean, Alteza. Para mí no son más que pobres diablos, aunque sean conspiradores, mal armados.
—¿Se mueven los perros, Kammamuri?
—No, señor Yanez.
—¿Están verdaderamente asustados?
—Es increíble.
—¿Has mirado si tienen heridas de arma de fuego o de corte?
—Ninguna, señor Yanez.
—Entonces avancemos nosotros, o terminaremos, a fuerza de charlar, convirtiéndonos en papagayos. No obstante, es verdad que aquellos bribones están encerrados dentro de trampas.
Volvieron a tomar las linternas y se pusieron nuevamente en marcha, sin apurarse demasiado, no deseando recibir una imprevista descarga de pistolones.
Los perros habían permanecido acurrucados, con las orejas y la cola baja, como si fuesen presa de un gran abatimiento. A todas las palabras del maratí se habían mantenido absolutamente sordos, como si no reconociesen más su voz.
Por otros veinte o treinta minutos el pelotón continuó avanzando, recorriendo siempre aquella galería que parecía interminable, luego comenzaron las paradas. De una parte y de la otra de las paredes se abrían vastos agujeros, que parecían tener dentro refugios bien escondidos.
—Hemos llegado al campo de batalla —dijo Yanez—. Aquellos bribones quizá están observándonos.
—Ante todo, hagamos una visita a estas celdas que pueden esconder personas —dijo Tremal-Naik—. A ustedes shikaris, y si hacen fuego respondan enseguida.
Los seis cazadores, precedidos siempre por el baniano, se lanzaron hacia aquellas aberturas, unos a derecha y otros a izquierda, arrastrándose sobre el vientre. Habían dejado las carabinas, demasiado incómodas, y habían empuñado las pistolas. Su ausencia fue brevísima. Yanez y sus compañeros los vieron salir uno a uno con aire bastante mortificado y refunfuñando fuerte. Aquellos valientes estaban listos para la batalla.
—¿Nada? —preguntó el portugués, que comenzaba a perder su excepcional flema.
—He encontrado ratas ya peladas y media cola de cocodrilo —dijo un shikari.
—Yo —dijo un segundo—, no he encontrado mas que viejas alfombras y cacharros de hierro colocados sobre dos piedras listos para hervir, porque la leña no faltaba.
—Entonces han escapado —dijo Yanez, haciendo un gesto de malhumor.
—Pero no, Alteza —dijo el baniano—. Conozco aquellas celdas y sé que no tienen salida. No obstante, le puedo asegurar que el enemigo no está lejos.
—Estrechémoslos de cerca.
—Estoy listo, señor.
—Y también nosotros —respondieron los shikaris, volviendo a agarrar sus carabinas.
—¡Y aquellos perros haraganes que no nos han seguido...! —gritó Kammamuri, sacudiendo contra las paredes las cadenas de acero—. ¡Diría que han sido embrujados...!
—Silencio, sahib —dijo el baniano—. Los hombres misteriosos vuelven a silbar y los sonidos están mucho más cerca. Allá, frente a nosotros, a treinta pasos de distancia, se encuentra una gran cavidad con una abertura tan amplia como para permitir un asalto furioso.
—¿Cuántas personas puede contener aquella caverna? —preguntó Yanez.
—Incluso cincuenta.
—¡Por Júpiter...! ¿Acaso no habías dicho diez o doce...? ¡Ah...! ¡Ahora lo veremos...!
Escupió el trozo de cigarrillo apagado, embrazó la carabina y avanzó intrépidamente, gritando con gran voz:
—¡Están atrapados...! O se rinden ante mí, que soy el maharajá de Assam, o los hago descuartizar por mis perros.
Un gran estallido de risa fue la respuesta.
—¡Canallas...! —aulló el portugués, que comenzaba a calentarse—. Tenemos otros molosos. Y luego tenemos estas...
Una ensordecedora detonación sacudió la galería, haciéndola temblar como bajo la sacudida de un terremoto. Yanez había ametrallado a los indios que se permitían burlarlo. Enseguida fue el turno de Tremal-Naik, luego de Kammamuri.
Los shikaris habían permanecido en guardia, listos para el desquite.
Hacia la extremidad de la galería se oyeron gritos sofocados, luego algún tiro de pistola que hizo más ruido que daño.
¡Hola, bribones...! —gritó Yanez, volviendo a tomar la carabina que Kammamuri le había cargado enseguida—. Les he dicho quien soy. ¿Quiénes son ustedes que invaden el subsuelo de mi capital sin mi permiso? No se olviden que la rani ha conservado siempre en el cargo al gran verdugo. Abajo las armas y ríndanse. Quiero verles la cara.
Hubo un breve silencio, luego una voz bastante cercana, respondió:
—Nosotros no somos mas que parias que no tenemos ni techo, ni patria, ni para vivir.
—Cedan las armas y tendrán de comer hasta estallar. Apresúrense, porque mi paciencia está completamente agotada, y mis soldados están listos para masacrarlos dentro de su refugio.
—¿Y una vez arrojadas las armas? —preguntó el paria—. ¿No nos matará?
—Te doy mi palabra de príncipe que no les haré ningún daño, salvo quizá a uno que debe encontrarse en su compañía.
—Dime el nombre de aquel hombre.
Yanez estalló.
—Estás perdido, tienes cincuenta carabinas delante tuyo y una docena de molosos, ¿y tratas conmigo de igual a igual? El nombre lo sabrás cuando haya puesto las manos sobre aquel hombre.
—Espera a que interrogue a mis compañeros, príncipe.
—Te otorgo solo cinco minutos, luego montaremos al asalto y la metralla hablará. Es inútil que busquen escapar. Nosotros también conocemos todos los canales y todos los refugios de las cloacas y no ganarías nada.
—¿Aquel hombre al que buscas es un paria? —preguntó el desconocido, que se cuidaba bien de acercarse a las linternas que habían sido depuestas en el suelo en modo de formar un semicírculo.
—Te lo diré más tarde, señor curioso —respondió Yanez—. Te advierto mientras tanto, que han transcurrido veinte segundos y que cinco minutos no son largos. Ve y apresúrate.
Dentro del refugio oyeron hablar a los fugitivos. Ciertamente no alzaban la voz, pero las bóvedas eran siempre muy sonoras y repercutían los más leves rumores.
—¿Crees que se rendirán? —preguntó el portugués al cazador de ratas, que estaba al lado suyo, apoyado sobre la carabina.
—Sí, Alteza, porque no tienen ningún canal o galería para huir.
—¿Crees que son muchos?
—Ciertamente mucho más numerosos que nosotros, pero los parias jamás han tenido un destello de coraje.
—Sin embargo, estemos en guardia —dijo Tremal-Naik—. Los haremos desfilar uno por uno delante nuestro y si entre ellos, como espero, encuentro al envenenador de tus ministros, lo aferro por el cuello y bien estrechado.
—¿Tú sabrías reconocer a aquel misterioso brahmán?
—Y sin vacilar.
—También yo —dijo Yanez—. Aquel bribón no se nos escapará.
Debiendo esperar todavía cuatro minutos, encendió un cigarrillo, y habiendo encontrado una gran piedra, caída probablemente de la bóveda, se había sentado dando, no obstante, signos de impaciencia.
Los shikaris, Tremal-Naik y Kammamuri, como buenos indios, conservaban una tranquilidad absoluta.
Ellos no tenían ninguna prisa y mucho menos el cazador de ratas, habituado a esperar a los habitantes de cuatro patas de las alcantarillas por horas y horas, y sumergido en la más profunda oscuridad.
Yanez desde el principio había sacado su cronómetro de oro y miraba las manecillas, contando los primeros segundos y minutos.
Refunfuñaba el bravo portugués y fumaba como un torpedero, oscureciendo de vez en cuando la luz de las linternas.
Los cinco minutos estaban por sonar cuando la voz de antes rompió el silencio que reinaba en la galería:
—Mis hombres han decidido.
—¡Finalmente...! —gritó el portugués, arrojando precipitadamente el cigarrillo y embrazando la fiel carabina—. ¿Qué han decido entonces?
—Rendirnos al maharajá siempre y cuando prometa no hacernos fusilar o ahogarnos en el río negro.
—¿Cuántos son, ante todo?
—Treinta y cinco.
—¿Todos parias?
—Sí, príncipe.
—Les prometo salvar la vida. Desfilarán uno a la vez, delante nuestro, en medio de la luz de las linternas. No piensen en una fuga a través nuestro, porque somos un buen número y tenemos armas como para destruirlos a todos. Ahora quiero saber qué oficio ejercen.
—Somos pobres cazadores de cocodrilos, me parece haberle dicho. Vamos a pescarlos a la laguna de Monor que está siempre llena.
—Está bien: ahora avancen, uno a la vez, teniendo las armas en alto.
Luego volviéndose rápidamente hacia Tremal-Naik y a Kammamuri, les dijo:
—Cuéntenlos atentamente: deben ser treinta y cinco, pero en cambio, creo que son treinta y seis. Tres shikaris a derecha, tres a izquierda con las linternas alzadas y las pistolas armadas. Por ahora dejen en paz a las carabinas.
—Y observemos atentamente a aquellos bribones —dijo el maratí.
En aquel momento se oyó una voz gritar:
—No hagan fuego: soy el primero.
Una sombra no tardó en mostrarse, tomando muy pronto consistencia y se expuso a la luz de las diez linternas.
Era un joven hindú, bastante pálido y delgado, que tenía los costados cubiertos por un trapo de un color indefinible y que apestaba horriblemente a musgo. En la mano derecha, bien alzada, tenía una cuchilla de hoja cuadrada, arma usada por los cazadores de cocodrilos y gaviales, y que dejó caer a los pies de Yanez con gran estrépito, haciendo rebotar dos o tres veces la hoja que debía ser de un acero purísimo.
—Pasa —le dijo el portugués, después de haberlo observado atentamente—, y no te detengas en las cloacas si valoras la vida.
El paria se inclinó casi hasta tierra y se alejó arrastrando los pies.
Enseguida otro lo sucedió, luego otros y otros todavía, algunos armados de viejas pistolas que descargaban en el aire antes de entregarlas, otros con armas blancas de todas las formas y dimensiones. Casi todos eran jóvenes sin patria y sin techo, y no muy bien de carnes, a pesar de que los indios son gustosos, al igual que sus vecinos birmanos y arakaneses, de las colas de los reptiles de los pantanos.
—Soy el último —dijo finalmente un hombre que parecía escoltar aquella pequeña tribu y que era bastante barbudo—. Detrás mío no hay nadie más.
Yanez fue pronto a detenerlo.
—¿Dices la verdad? —le preguntó, apuntándole una pistola.
—Sí, príncipe: lo juro sobre todos los cateri de nuestro país.
—Deja estar por ahora a aquellos gigantes que probablemente no han existido mas que en tus fantasías, y dime cuántos eran.
—El número le ha sido gritado.
—Entonces alguno ha permanecido escondido en el refugio —dijo Yanez.
—Es imposible, príncipe. Yo he sido el último en salir.
—Sin embargo, no han pasado mas que treinta y cuatro personas, mientras debían ser treinta y cinco.
—Quizá habré contado mal, príncipe —dijo el paria, con voz absolutamente tranquila.
—Eran solamente treinta y cuatro —confirmó Tremal-Naik, interviniendo—. Yo he contado exactamente, al igual que mis shikaris.
—No sé nada: deben haberse equivocado todos.
—Kammamuri —dijo Yanez—, retiene a este hombre hasta que Tremal-Naik y yo vayamos a hacer una visita al refugio. Estos pillos intentan engañarnos, pero nosotros no somos tontos. Mantén reunidos a los cazadores y si hay alguna amenaza no hagas economía de metralla. Baniano, guíame.
—Estoy a sus órdenes, Alteza —respondió el cazador de ratas—. Verá que el paria que falta, lo descubriremos en algún lado.
—Si no ha osado pasar delante nuestro, aquel hombre debe tener la conciencia bastante sucia —dijo Tremal-Naik.
—Una conciencia cargada de veneno —dijo Yanez—. El bribón esta vez no se nos escapará.
Esperaron a que Kammamuri hubiese encadenado al paria, que por otra parte no había intentado oponer la mínima resistencia, luego avanzaron decididamente, teniendo bien altas las linternas, no confiando en absoluto de aquella oscuridad demasiado propicia para las emboscadas. Fue una marcha de apenas un minuto, luego los tres hombres se encontraron delante de una vasta abertura semicircular tan alta como para poder pasar incluso un elefante.
—¿Es este el último refugio del muelle que hemos recorrido? —preguntó Yanez.
—Sí, Alteza.
—Vayamos un poco a ver si alguno se ha olvidado de salir.
Pasó bajo la arcada y se encontró dentro de una especie de sala circular, que tenía numerosos agujeros en las paredes y mucha arena por tierra. Incluso cincuenta personas habrían podido refugiarse cómodamente allí dentro y ni siquiera encontrarse mal, porque no se oía ningún goteo.
—Una bodega sanísima que ni siquiera yo poseo —dijo Yanez—. Entre esta arena fina la cerveza se conservaría maravillosamente por meses y meses, sin sentir las mordeduras del calor.
—Una cerveza atrozmente perfumada, Yanez —dijo Tremal-Naik—. Aquí todo sabe a caimán.
—Ya casi me he habituado a aquel desagradable olor. ¡Ah...! ¡Ah...! Veo allá un montón de viejas alfombras que podrían esconder a alguna persona.
—También a dos, amigo. No se contentaban con la arena, los parias, para descansar.
El baniano, después de haber lanzado una rápida mirada alrededor y de haberse puesto a escuchar, depuso la linterna y comenzó a tirar de todas aquellas alfombras impregnadas de musgo, andrajosas y llenas de agujeros. Ciertamente, no venían de las célebres fábricas de Punyab o Cachemira.
—Hurga, hurga sin miedo —decía Yanez—. Tenemos las pistolas en la mano y aquí podemos ver lo suficiente.
El cazador de ratas continuaba haciendo volar alfombras y también trapos, sudando y bufando, y dando frecuentes saltos hacia atrás como si temiese ser asaltado imprevistamente por alguna gigantesca serpiente pitón o por alguna venenosísima cobra.
Ya casi había despejado el suelo, cuando debajo de las tres o cuatro últimas alfombras divisó un hinchazón sospechoso.
—Alteza —dijo tirándose de lado para no recibir algún pistoletazo—. El hombre que faltaba está aquí abajo: lo oigo respirar.
—Déjame a mí, Yanez —dijo Tremal-Naik, deteniendo prontamente al portugués—. Yo no tengo mujer.
—Tienes una hija: Darma.
—Está lejos.
El valiente indio hizo volar rápidamente por el aire las tres últimas alfombras y puso al descubierto a un hombre que estaba todo agazapado sobre sí mismo y que, detalle gravísimo, llevaba puesto la larga vestimenta amarilla de los brahmanes.
Yanez miró bien si estrechaba entre los dedos alguna pistola, luego, viendo que no se decidía a alzarse, le dijo:
—¿Esperas que Visnú te extienda la mano?
El hombre no se movió y se mantuvo más agazapado que nunca.
—¿Te has vuelto sordo? Sin embargo, ningún rayo ha estallado aquí adentro —continuó Yanez, con su usual voz burlona.
—Te engañas, amigo —dijo Tremal-Naik—. No espera mas que una poderosa patada para mostrar su cara.
—Entonces estoy listo para dársela y será bien fuerte. No querría recibirla.
Estaba por alargar la pierna, cuando el brahmán saltó en pie con la agilidad de un tigre, clavando sobre los tres hombres miradas fosforescentes.
A juzgar, a primera vista no debía tener más de treinta años. Tenía las facciones bastante angulosas, la frente baja como la tienen todos los parias de la India, aquellos maldecidos, sin culpa y sin pecado, por todas las divinidades. Yanez mandó de pronto un gran grito:
—¡Te he reconocido, mi querido...! ¡Ah...! ¿Tú querías que te cediese algunas minas, no sé si de rubíes o esmeraldas, y mientras tanto envenenabas a mis ministros, verdad?
El brahmán, o mejor dicho, el falso brahmán, porque todos los sacerdotes indios tienen las facciones puras de las altas castas, apretó los dientes y los labios sin mandar fuera ningún sonido.
—¡Por Júpiter...! —gritó Yanez—. Ahora es Shivá el que te ha paralizado de golpe la lengua. Puesto que nosotros estamos en óptima relación con todas las divinidades hindúes, pensaremos en hacértela desanudar muy pronto.
El paria frunció el ceño, de sus ojos negrísimos lanzó dos rayos impregnados de odio, pero como antes no respondió.
—Aquí se necesita a Kammamuri —dijo Tremal-Naik—. Solamente él es famoso por hacer hablar a los prisioneros.
—Entonces llevémoslo afuera.
Estaba por acercarse al paria, que demostraba una calma absoluta, cuando se sintió rechazado violentamente atrás, mientras Tremal-Naik gritaba:
—¡Cuidado...! ¡La minute snake...!
La vestimenta del falso brahmán se había abierto imprevistamente y una pequeña serpiente, que hasta entonces debía haber tenido escondida en el pecho, no más larga de veinte centímetros, delgada como un canutillo, con la piel negra interrumpida por manchas amarillas bastante brillantes, se había lanzado hacia el portugués mandando un agudo silbido. No obstante, en su salto había encontrado a Tremal-Naik, el viejo cazador de serpientes de la jungla negra.
Resonó un disparo y la terrible pequeña serpiente, que en noventa segundos manda al otro mundo incluso a las vacas, había caído al suelo como un trapo. Solamente la pólvora, que la había golpeado a quemarropa, la había matado. No obstante, el baniano, para mayor precaución se había apresurado a romperle la espina dorsal con una poderosa patada.
—¡Ah...! ¡Bandido...! —gritó el portugués, que se había puesto bastante pálido—. ¿También llevas puesto serpientes? ¿Quién eres? ¿Un encantador?
El paria se contentó con alzar los hombros.
—Canalla —retomó el portugués, amenazándolo con la pistola—. Merecerías que te queme el cerebro, y no estarías más vivo a estas horas si no me oprimiese tener de ti noticias que me interesan. Sácate la vestimenta y muéstrate desnudo.
—No llevo puestas serpientes —dijo el paria—. No sé cómo se encontraba escondida aquella snake y cómo me ha perdonado.
—¡Abajo, abajo, perro...! ¡Basta de traiciones...!
El paria, viendo a los tres hombres avanzar amenazadoramente, con las armas en puño, después de una breve indecisión abrió la larga sotana, haciendo saltar por la ira no pocos botones, y se mostró desnudo.
—¿Cómo tenías aquel reptil? —preguntó Yanez, haciéndole señas de volver a cubrirse—. ¿Eres un sapwala?
—No, soy un brahmán —respondió el prisionero.
—Que ha recibido el encargo de envenenar a mis ministros y posiblemente también a mí. ¿Por cuenta de qué secta secreta actúas?
—No he recibido ningún encargo de nadie, Alteza.
—¿O has intentado vengarte porque no te he cedido las minas de piedras preciosas?
—No sé de qué habla, Alteza. Un brahmán no puede poseer minas.
—Eres tan brahmán como yo —dijo Tremal-Naik—. Tienes sobre tu rostro los estigmas indelebles de los parias.
—Se equivocan todos —dijo el prisionero—. Ustedes me confunden con otro.
—¡Cómo, bribón...! ¿Negarás haber estado conmigo, en mi palacio, hace dos días? —gritó Yanez.
—Jamás he osado cruzar el umbral del palacio real.
—Te hemos reconocido bien, feo marabú, y también habrá otra persona que te reconocerá dentro de poco. ¿Has terminado con tus botones?
—Sí, Alteza.
El baniano y Tremal-Naik enseguida lo aferraron firmemente por las muñecas arrastrándolo hacia la galería.
—¿Qué quiere hacer conmigo? —gritaba el paria, intentando rebelarse—. Piense que soy un brahmán, y que como tal, nadie me puede tocar, ni siquiera un rey.
—Yo no soy indio, de manera que me traen sin cuidado todos los espantosos castigos que sus divinidades han inventado para su exclusivo beneficio. ¡Pero sí...! Pasaré después de muerto al cuerpo de un escarabajo para luego transmutarme quién sabe en qué bestia asquerosa: una pulga o un piojo. ¡Ah, mi querido...! ¡Me río de Brahma, de Shivá, de Visnú, de Párvati, la tétrica diosa de la muerte, y también de la sanguinaria Kali! Yo no tengo mas que un solo Dios, que no tiene nada que ver con los suyos.
—Navegará por diez mil años en el océano de leche, en vez de convertirse en un mono o algo peor. Nosotros los brahmanes podemos condenar y absolver.
—Condena, entonces, carga siglos y siglos —dijo Yanez, empujándolo porque veía que intentaba oponer resistencia—. Seremos nosotros, bribón, los que te condenemos.
—Ninguno lo osaría: soy un brahmán.
—Eres un bribón que debe ser parte de alguna banda de bandoleros o conspiradores organizados por aquel loco de Sindhia.
Oyendo aquel nombre el paria se había detenido de golpe volviéndose hacia el portugués que intentaba empujarlo.
—Sindhia —dijo—. ¿Quién es ese?
—Pedazo de burro —dijo Tremal-Naik—, era el maharajá que reinaba antes sobre Assam. Lo saben también las plantas y tú, hombre instruido, ¿finges ignorarlo? ¿No aprenden los brahmanes la historia de su propio país?
—Tienen mucho que rezar —respondió secamente el prisionero—. Nosotros no tenemos mas que asuntos con los dioses, y no con los reyes, que nada pueden sobre nosotros.
—Espera un poco y verás si puedo hacer algo —dijo Yanez—. Vamos, marcha, o te machaco las costillas con la culata de mi carabina desafiando a todas tus divinidades para que te amparen de los golpes.
Se comenzaban a ver las lámparas de los shikaris y de Kammamuri, que no habían abandonado el lugar por temor a que los parias hiciesen un frente a retaguardia e intentasen un ataque.
El brahmán, viéndose ya perdido, y teniendo muy poca confianza en las tres divinidades de la India, se había puesto a caminar rápidamente, quizá con la esperanza de alcanzar a sus compañeros. Con no poco estupor, Yanez encontró a los dos molosos tendidos a los pies de Kammamuri y bastante tranquilos.
—Podemos contar otra vez con ellos —dijo el maratí—. No tienen más miedo de los cocodrilos.
—Deja ir a los perros y mira atentamente a este hombre —dijo el portugués, empujándole al prisionero—. Mira bien.
—¡Por la Trimurti india...! —exclamó el maratí, que había alzado la linterna—. ¿Me pregunta si lo conozco, señor Yanez?
—Precisamente: Tremal-Naik y yo ya no tenemos ninguna duda sobre él.
—Este, señor, es el brahmán, verdadero o falso, que se ha introducido en el palacio real. Lo recuerdo muy bien. ¡Oh...! Aquellos ojos no se olvidan fácilmente.
—Ojos de encantador de serpientes, ¿verdad, Kammamuri?
—Sí, de sapwala. Estoy sorprendido de no verle llevar el pungi.
—Este bribón no lo necesita, te lo digo yo. Maneja a aquellos terribles reptiles con una facilidad extraordinaria y hemos tenido una prueba, ¿verdad, Tremal-Naik?
—Un momento de indecisión y no sé si la bella Surama tendría todavía vivo a su esposo —respondió el indio.
—¿Y este canalla vive todavía?
—Al contrario, no tenemos prisa en absoluto porque haga el gran viaje —dijo Yanez—. Ya sabes por qué.
—Entiendo, señor.
—Te advierto que a este hombre no le gusta hablar.
—Yo me encargaré de esto. ¿Es que no soy un maratí y en los alrededores de la ciudad no hay más marabúes argala?
El portugués lo miró con cierta sorpresa.
—Verá, amo, aquellos feos pajarracos roñosos me servirán mucho para hacer cantar a este brahmán.
—Veremos. Vamos, regresemos al palacio. Surama estará bastante inquieta y yo también lo estoy. Temo siempre alguna nueva traición.
Con una cadena de acero de los perros ataron las manos detrás del dorso al prisionero, y después de haberlo puesto, para mayor precaución, en medio de los shikaris, retomaron el camino de regreso para volver a atravesar el apestoso río negro. Los dos molosos, que habían recuperado el ánimo, precedían al pelotón, gruñendo y olfateando continuamente el aire.
De los parias dejados libres no había ningún rastro. Creyéndose demasiado afortunados por haber salvado la piel tan barato: debían haberse alejado a paso de carrera, ansiosos por dejar las cloacas.
También el pelotón se había puesto a marchar bastante rápido, observando por todas partes, aún cuando nadie creyese que los fugitivos pudiesen regresar sobre sus pasos, ahora que no tenían más armas y que habían sido privados de su jefe.
Después de unos buenos veinte minutos, llegaron allá donde el baniano había arrojado, a través del río apestoso, la escala.
Un aullido de furor salió de todos los pechos. Los parias, en su retirada, habían sacado la escala, arrojándola sobre el muelle opuesto.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez—. ¡Nos han cortado la retirada...! ¿Quién osará lanzarse en medio de aquellas arenas traicioneras y envenenadas por quién sabe qué miasmas? Tú, cazador de ratas, ¿nunca te has sentido en grado de ganar la otra orilla?
—Jamás lo he intentado, Alteza —respondió el baniano—, porque estaba seguro de no regresar más a flote. Sin embargo, no se preocupe: también este muelle tiene pasajes que desembocan en los alrededores de la mezquita.
—Aquellos canallas nos la han jugado bien —dijo Tremal-Naik—. Casi que sospechaba semejante traición.
Convencidos de que nadie podría ir a retirar la escala, después de una breve pausa reanudaron la marcha sobre el ancho muelle que costeaba el río negro. El cazador de ratas se había puesto nuevamente a la cabeza del pelotón, y alargaba el paso como si temiese algún nuevo peligro. En efecto, de vez en cuando se detenía y, después de haber observado las murallas y las bóvedas, había sido sorprendido haciendo gestos de inquietud.
Sin embargo los dos molosos precedían tranquilos, sin mostrarse irritados, ni siquiera por la presencia del paria o brahmán, lo que fuera.
Aquella segunda carrera duró otra media hora, luego el cazador de ratas se detuvo delante de una arcada, mandando un grito de desesperación.
—¡Por Júpiter...! —exclamó Yanez—. Continúas espantándome.
—El pasaje ha sido arruinado y por esta parte no es posible salir más, Alteza —respondió el baniano.
—¿Arruinado? ¡Y desde cuándo! No hemos oído ningún estruendo de rocas precipitándose desde lo alto.
—Quizá desde hace varios días, para impedir a sus rajputs intentar alguna excursión.
—¿Y no existen otros pasajes?
—Sí, no obstante, sobre el otro muelle. Hay uno también aquí, estrecho como la campana de una chimenea, que desemboca al ras de la tierra y que está cerrado por una robusta reja de bronce que ninguno de nosotros podría romper. He encontrado un día, con la cabeza metida entre las barras, a un joven indio, que debía haberse perdido para morir de hambre porque ninguno, por lo que parece, ha oído sus gritos desgarradores y sus últimos estertores.
—De modo que estamos como sepultados vivos —dijo Tremal-Naik—. Tú conoces estas cloacas: busca en tu memoria si has visto alguna otra salida.
El baniano sacudió la cabeza con un gesto desolado.
—Si no atravesamos el río y volvemos a poner en su lugar la escala, quién sabe cuándo saldremos de este infierno.
—¡Caramba...! El asunto se agrava extraordinariamente —dijo Yanez—. No me esperaba esta sorpresa.
Luego, clavando al prisionero una mirada terrible le preguntó:
—Y tú, ¿no sabes donde se encuentra otro pasaje?
—No, sahib, conozco muy poco esta ciudad subterránea. Quien guiaba a toda la tropa, usted lo ha dejado escapar y a esta hora estará muy lejos.
—Intentas engañarnos en todos los sentidos.
—¿Con qué propósito? Tampoco tengo ningún deseo de morir en esta pestífera oscuridad.
Yanez, presa de una sorda cólera, se había puesto a pasear rabiosamente, agitando los brazos y barboteando. Buscó al cazador de ratas y lo vio inmóvil sobre la orilla del río negro, ocupado en mirar las lentas aguas que parecían casi densas como la pez.
—¿Quieres hacer una zambullida ahí dentro? —le preguntó.
—En realidad una zambullida, no, pero le prometo atravesar esta alcantarilla frente a la escala que ha sido abandonada por los parias.
—¿Has enloquecido?
—No, Alteza: deme cuatro shikaris para que me acompañen al refugio.
—¿Quieres intentar hundir las paredes? —preguntó Tremal-Naik, que había oído todo.
—Perdería mi tiempo inútilmente, sahib. Se requerirían bombas y nosotros no las tenemos.
—Tenemos pólvora y podremos preparar una buena mina —dijo el portugués.
El cazador de ratas sacudió la cabeza, luego dijo:
—Una mina no bastaría. Déjemelo a mí, Alteza. Tengo mi plan, peligroso quizá para mí, sin embargo no desespero. Las aguas son densas y no ceden enseguida.
—¿Qué quieres decir?
—Vaya a esperarme frente a la escala. Regresaremos bastante rápido.
Tomó cuatro shikaris y se alejaron corriendo, sin haber explicado más.
—¿Se habrá vuelto loco? —preguntó Tremal-Naik.
—No creo. Dejémoslo hacer.
Confiaron el prisionero a los otros dos shikaris y a Kammamuri y remontaron todos juntos, lentamente, el muelle sobre el que ondeaba una ligera niebla cargada de miasmas venenosos.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Pungi: La flauta de los encantadores de reptiles.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Salgari se olvidó que Kammamuri había tomado prisionero al último que había salido voluntariamente del refugio.

Sahib: Es el honorífico árabe que equivale a “señor” o “don”. Se utiliza como término de respeto en el subcontinente indio.

Torpedero: Dicho de un barco de guerra: Destinado a disparar torpedos.

Laguna de Monor: No encontré referencia ni traducción para esta supuesta laguna.

Gaviales: Reptil del orden de los Emidosaurios, propio de los ríos de la India, parecido al cocodrilo, de unos ocho metros de largo, con el hocico muy prolongado y puntiagudo y las membranas de los pies dentadas.

Arakaneses: “Arracanesi” en el original, eran los habitantes de la antigua Arakán, actual estado de Rakáin en Myanmar.

Punyab: “Pendjab” en el original, estado del noreste de India que limita al oeste con Pakistán. Es conocida como la región de los cinco ríos (de ahí proviene su nombre).

Sapwala: “Sapwallah” en el original, son los encantadores de serpientes.

Marabú: Nombre vulgar con el que se conoce a los leptoptilos, género de aves ciconiformes. Son carroñeras que se distribuyen por zonas tropicales de Asia y África.

Kali: “Kalì” en el original. En el hinduismo es una de las diosas principales, considerada consorte de Shivá. Representa el aspecto destructor de la divinidad.

Océano de leche: “Mar di latte” en el original, si bien la traducción literal sería “mar de leche”, es uno de los mitos fundamentales del hinduismo que se denomina “samudra manthana” (batido del océano) al “batido del océano de leche” que no es precisamente el Vaikuntha.

Trimurti: Término sánscrito (“tres formas”) que hace referencia a los tres dioses principales de la mitología hindú: Brahma, Visnú y Shivá. Representan, respectivamente, el principio de la creación, de la conservación y de la destrucción.

Pungi: “Tomril” en el original, es la flauta típica de los encantadores de serpientes indios. Se sopla por una calabaza a la que se le añaden dos cañas de bambú selladas con cera.

Marabúes Argala: “Arghilah” en el original, es una especie de ave (Leptoptilos dubius) perteneciente al género de los marabúes. Son carroñeros de gran tamaño y actualmente están en peligro de extinción. “Argala” (y “Hargile” en inglés) deriva de la palabra bengalí “hāṛa gilē”, que significa “traga huesos”.

¡Caramba...!: “Corbezzoli!...” en el original, literalmente significa “madroño”, que es un arbusto de la familia de las Ericáceas, con tallos de tres a cuatro metros de altura. Sin embargo, en este caso se utiliza como una interjección que denota extrañeza o enfado, por eso lo traduje como “caramba”.

Pez: Excremento de los niños recién nacidos.

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