viernes, 25 de diciembre de 2020

VI. El magnetizador


Llevaban esperando casi una hora, estando el refugio de los parias bastante lejos, cuando vieron reaparecer al baniano y a los shikaris cargados como mulas, de viejas alfombras.
—Alteza —dijo el cazador de ratas que precedía a los cuatro shikaris—, aquí está la salvación.
Yanez lo miró y sonrió burlonamente.
—¿Es esta la escala que arrojarás a través del río?
—Sí, Alteza. He notado que las aguas son extremadamente pesadas, impregnadas como están de arena y desperdicios de todo tipo que las pequeñas cloacas conducen hasta aquí.
—¿Y qué esperas?
—Que arrojando delante mío alfombras y alfombras, y huyendo siempre, poder alcanzar la escala y volverla a arrojar entre los dos muelles. Peso bastante poco y, aunque ya no soy joven, todavía poseo una extraordinaria agilidad.
—¿Y si las aguas te absorben?
El baniano se pasó una mano por la frente como para limpiar las gotas de sudor frío, pero luego, sacudiendo los hombros, respondió:
—O lo intento o morimos todos. ¿En la corte saben que ha venido aquí?
—Sí —respondió Yanez—, y tienen órdenes de mandar en mi socorro a los rajputs si tardo demasiado en regresar.
—Y se perderían, Alteza. Sin un guía, aquí no se puede caminar con plena seguridad.
—Intenta arrojar una alfombra.
El baniano tomó una de las más espesas y la lanzó sobre las ociosas aguas. Como había previsto, habría podido servir al menos por algunos momentos como mesa de paso, porque las arenas y los detritus de todo tipo la sostenían casi como si fuese una barcaza.
—Jamás habría tenido semejante idea —dijo Yanez—. Ahora creo que el paso es posible para aquellos que deberán arrojarnos la escala.
—Y seré yo, Alteza, que soy el menos pesado de todos, el que saltará sobre las alfombras. Será necesario que sus hombres me ayuden.
—¿Arrojando alfombras delante de ti mientras podamos?
—Sí, Alteza: luego pensaré yo.
—Eres un valiente y te redoblo la paga.
—¿Quiere hacer de mí un pequeño rajá?
—Quién sabe, veremos.
Los shikaris, con Kammamuri y Tremal-Naik, se alinearon sobre el muelle listos para ayudar al bravo hombre, que por salvarlos se exponía a un gravísimo peligro. Un descenso en aquellas aguas que quizá, aunque siendo densísimas, podían ser igualmente bastante profundas, no era algo que todos pudieran intentar.
El cazador de ratas, siempre tranquilo, se arrojó sobre los hombros siete u ocho alfombras de las más espesas para utilizarlas más adelante, luego descendió a la orilla observando nuevamente las aguas. Solamente en aquel momento la alfombra que había sido arrojada medio minuto antes, comenzaba a hundirse a pocos metros de distancia.
—¿Sientes coraje? —le preguntó Yanez.
—Sí, Alteza. Estoy seguro de poder alcanzar la escala y treparme sobre el otro muelle. ¿Están listos los shikaris?
—Te estaremos esperando.
Tres o cuatro alfombras volaron delante del baniano, extendiéndose blandamente sobre las turbias aguas.
—¡Ve...! —gritó Yanez, preparándose para ayudar a sus hombres.
El cazador de ratas brincó sobre la primera alfombra, manteniéndose perfectamente en equilibrio. Mientras tanto, los shikaris continuaban lanzando otras, con una habilidad verdaderamente prodigiosa. Se sabe, por otra parte, que todos los indios son, más o menos, malabaristas y que poseen un movimiento de manos sorprendente. Los thugs lo demuestran. El baniano continuaba saltando como una gigantesca rata, cuidando de caer lo más ligero que le era posible. Cuando las alfombras de los shikaris no pudieron llegarle más, entonces utilizó aquellas que había llevado consigo y que, como habíamos dicho, eran las más espesas.
La escala dejada caer por los parias en su fuga precipitada, estaba a solo tres o cuatro metros, muy poca cosa para aquel saltador sin par.
Lanzó una detrás de otra sus alfombras, cuidando de que cayesen bien abiertas, para que opusiesen una breve resistencia a las aguas fangosas y se lanzó nuevamente brincando como un verdadero canguro.
Con un último y más impetuoso impulso cayó sobre la escala, una extremidad de la cual había permanecido apoyada sobre el muelle, tomó aliento, miró las alfombras que ya comenzaban a hundirse y subió con la agilidad de un mono.
—¡Bravo...! —gritaron Yanez y Tremal-Naik.
Los shikaris y Kammamuri, no menos entusiasmados que sus amos, también lanzaban gritos, haciendo atronar la bóveda de la alcantarilla, y los molosos, por hacer también algo, ladraban contra el prisionero, cuidando bien de que no se alejase.
El baniano, habiendo alcanzado el muelle, retiró la escala, la izó toda, algo facilísimo, siendo de bambú ligero, y la lanzó a través del río negro.
El puente estaba listo y justo en el momento en que la última alfombra desaparecía en el fango pestilente, envolviéndose sobre sí misma.
También esta vez fueron los molosos los que pasaron primero.
—¡Kammamuri, cuida al brahmán...! —gritó Yanez—. No lo dejes caer.
—Somos siete listos para detenerlo —respondió el maratí.
El prisionero tuvo un movimiento de rebelión, sintiéndose empujar adelante, retenido sólidamente con la cadena de acero.
—¡Ustedes me quieren ahogar dentro de aquella acequia fangosa...! —gritó, intentando retroceder.
—No, mi querido, al contrario, nosotros queremos llevarte al palacio real —respondió el portugués—. Tú eres un hombre demasiado valioso como para dejarte morir. ¡Pasa o disparo...!
—Prefiero un tiro de fusil.
—¡No, no...! Los muertos no pueden hablar más, mientras tú, que todavía estás vivo, debes contarnos muchas cosas más o menos interesantes.
—¡Dispárame...! —aulló el paria, rechinando los dientes—. Busco la muerte.
—Salta en el río fangoso entonces.
—¡Ah, no, Alteza...! Creo que nadie tendría el coraje.
—Sin embargo, como has visto, aquel simple cazador de ratas ha desafiado a la corriente.
—Yo no soy un baniano.
—¡Eres peor que él, un paria! —gritó Yanez impaciente, aferrándolo por la faja de seda que le estrechaba la larga sotana.
—¡No, soy un brahmán! —protestó el prisionero.
—Sí, como yo. Sígueme, o te hago llevar por mis shikaris.
El desgraciado, viéndose ya perdido, avanzó sobre la escala precedido por el portugués y seguido por Kammamuri que tenía bien estrechada la cadena.
Cuando estuvieron en medio del río apestoso, el paria, aún cuando tuviese los brazos bien atados detrás del dorso, intentó saltar para llegar primero al muelle, sin pensar que allí estaba listo el baniano, como estaban también los molosos.
Un poderoso puñetazo, que por poco no le hizo perder el equilibrio, suministrado por el maratí en pleno dorso, lo persuadió de la inutilidad de sus esfuerzos. Se puso a saltar los escalones, cuidando bien dónde ponía los pies, por temor de seguir a las alfombras y cayó finalmente entre los brazos del cazador de ratas bien extendidos para recibirlo.
—He aquí que nos dará qué hacer si queremos hacerlo hablar —dijo Yanez a Kammamuri.
—Pero no, señor. Yo lo volveré más dócil que un cabrito, se lo aseguro.
—¡Uf...!
—¡Lo verá...! Deme una bodega y dos marabúes argala. No pido más.
—¿Y este bribón hablará?
—Mejor que un papagayo amaestrado, señor Yanez. Usted ya sabe que nosotros, los maratíes, somos famosos por torturar a los prisioneros de guerra.
—También son demasiado feroces.
—No, si hablan, se los deja ir. ¿Qué más pueden desear?
Los shikaris habían llegado guiados por Tremal-Naik. Volcaron la escala en la alcantarilla hedionda, atraparon en medio al paria y se lanzaron sobre el muelle que debía conducirlos a la luz y al aire puro.
Marchaban por cinco o seis minutos, empujando continuamente al prisionero, que intentaba oponer continua resistencia, cuando vieron otras lámparas avanzar.
Eran veinte o veinticinco, dispuestas en dos filas.
—¿Quién va ahí? —gritó Yanez, haciendo atronar las bóvedas con su voz sonora.
—Rajputs del maharajá —respondieron varias voces—. ¡No hagan fuego...!
—Y yo soy el maharajá en persona.
Un gran grito de alegría resonó entre los hombres que avanzaban, y que ciertamente debían haber sido mandados por la rani a fin de que le traigan de vuelta a su esposo.
Aquellos salvadores, ya demasiado tardíos, eran veinticinco rajputs guiados por un oficial, espléndidos tipos de soldados, de facciones orgullosas y bastante características, con los rostros muy barbudos. Se asemejan a los cosacos de Rusia, y como aquellos son habilísimos jinetes y nadie los supera en el manejo de la lanza.
—Alteza —dijo el oficial, saludando con la cimitarra—. La rani está inquieta y nos ha mandado a buscarlo. Temía que le hubiese sucedido alguna desgracia.
—Nadie quiere tomarse la molestia de sacarme la piel —dijo Yanez—. ¿Ha habido algún nuevo envenenamiento? Esperaría que no.
—El palacio estaba demasiado custodiado como para que alguno osase acercarse e intentar algo.
—Entonces podemos ir a cenar. Todos tenemos mucha hambre, después de tantas marchas y contramarchas.
—Junto a la salida de la alcantarilla hay cuatro rath tiradas por cebúes escogidos que en un momento lo llevarán al palacio real.
—No esperábamos tanto. En camino, y los ojos siempre sobre el brahmán.
Recorrieron velozmente el último trecho del muelle y aparecieron junto a la vieja mezquita decapitada.
Cuatro ricas carrozas, llamadas rath por los indios, bastante elegantes, coronadas por ligeras cúpulas doradas, rodeadas inferiormente por cortinas de seda azul y tiradas cada una por cuatro pequeños bueyes corredores, todos blancos, gibosos y con los cuernos dorados, esperaban a Yanez y a sus compañeros.
Eran las dos de la mañana y la ciudad dormía profundamente. Incluso las lámparas de aceite, un gran lujo para los asameses, que nunca antes habían podido apreciar las ventajas de la iluminación nocturna, estaban por apagarse.
Yanez con Tremal-Naik, se subió al primer rath, los otros se acomodaron sobre los tres que estaban detrás, luego los cebúes partieron a carrera desenfrenada, sin tener necesidad de ser incitados por sus conductores que estaban armados de aguijones.
El cruce de la populosa ciudad fue cumplida en brevísimo tiempo y las cuatro tripulaciones, hacia las dos y media de la mañana, se detenían delante del imponente palacio del maharajá de Assam.
Yanez dejó a los shikaris custodiando su apartamento y entró en el gabinete, siempre iluminado, junto con Tremal-Naik, Kammamuri, el cazador de ratas y el prisionero.
Surama ya estaba, vestida con un largo albornoz de seda blanca con ligerísimos bordados de plata.
—¡Ah, mi señor...! —gritó, moviéndose solícitamente al encuentro del portugués—. Has jurado hacerme temblar siempre.
—Mi querida —respondió Yanez—, esta vez no se ha tratado de una partida de caza, sino de asuntos de estado. ¿Sabes que hemos conseguido descubrir al envenenador de nuestros ministros? Mira un poco a este bello tipo que se obstina en venderse como brahmán, mientras que para mí no debe ser mas que un miserable paria.
—¿Será verdaderamente él, Yanez?
—Lo hemos reconocido. Ahora nos dirá por cuenta de qué persona obraba. Aquí abajo hay un misterio que debemos aclarar.
Surama había fijado sus ojos en los del brahmán y de pronto sintió un extraño malestar. Bajó los párpados pero le pareció ver todavía los ojos fosforescentes del prisionero cargados ciertamente de algún poderoso fluido magnético. Entonces se alzó y se acercó a Yanez, diciéndole:
—Deja que me retire, mi señor, aquel hombre me da demasiado miedo.
—¿Miedo de qué, si estás entre nosotros, mi pequeña rani?
—De sus ojos.
El portugués miró al malandrín, y vio que su mirada, siempre fosforescente como la de un tigre, seguía por todas partes a Surama.
—¡Alto ahí, bandido...! —gritó, precipitándose hacia él con los puños apretados—. Mira otra vez a mi mujer y te parto los huesos.
Luego volviéndose hacia Surama, que parecía como presa de un vago espanto, le dijo:
—Ve a descansar, mi pequeña, y déjanos a mí y a mis hombres despachar este oscuro asunto.
Esperó a que Surama se hubiese retirado, por dos pajes hizo traer fiambre, caza asada, fruta con un pudding de proporciones monumentales, y se sentó a la mesa redonda.
Mientras tanto, Kammamuri había encadenado bien al prisionero a la poltrona sobre la que había sido obligado a casi dejarse caer, poniéndole para mayor precaución a los dos lados los molosos del Tíbet siempre gruñendo y de mal humor.
El cazador de ratas, que no osaba cenar con el maharajá, se había sentado en otra poltrona que estaba detrás de la del brahmán.
Los cuatro hombres, porque también el bravo brahmán no había sido olvidado, comieron a prisa unos pocos bocados, en silencio, presa de muchas preocupaciones, luego el portugués, que no había ofrecido al prisionero ni siquiera un vaso de cerveza, encendió el cigarrillo, se tendió sobre su ancho y cómodo respaldo, cruzó las piernas y dijo:
—Ahora aquí se debe jugar con las cartas descubiertas, señor sacerdote de no sé qué divinidad. Recuerda que no estamos más en las cloacas y que no podrás tener ninguna ayuda de tus compañeros, aquellos famosos cazadores de cocodrilos bastante sospechosos, y que quizá mañana haré arrestar a todos en la laguna, por mis rajputs.
El rostro del prisionero permaneció absolutamente impenetrable; solamente la extraña llama magnética que alimentaba sus ojos pareció volverse más intensa.
—Entonces —prosiguió Yanez, que experimentaba tranquilamente aquellas ojeadas que tanto habían espantado a la rani—, ¿todavía te obstinas en hacernos creer que eres un brahmán, antes que un miserable paria?
—Mi padre poseía una pagoda —respondió el prisionero.
—¿Dónde?
—Sobre las orillas del terrible lago de Jaipur, siempre pululantes de cocodrilos.
—¿Y por qué has venido a mi capital?
—Quería visitar toda la India, sahib.
—¿Arrastrando contigo a aquellos treinta o cuarenta seres impuros a los que ningún brahmán osaría acercarse, aunque estuviese a punto de morir?
—Podría engañarse sobre su verdadero ser, sahib.
—Un paria se reconoce a una milla de distancia, y luego tienen rostros que no se asemejan en absoluto a ningún indio, ni siquiera de casta baja, como los shudra. No juegues conmigo. Gobierno desde hace tiempo una buena parte de la India y conozco sus diversas poblaciones, y te repito que un brahmán jamás habría osado comer en compañía de un impuro. Antes se habría dejado morir de hambre. ¿Qué tienes para responder?
—Que aquellos hombres que habitaban las cloacas no eran parias, eso es todo —respondió el prisionero, que continuaba clavando sobre Yanez miradas siempre cargadas de magnetismo.
—Cierra esos párpados y si quieres mirar, mira al piso o a lo alto —dijo el portugués, que comenzaba a alarmarse—. Si crees poder hipnotizarme para ordenarme luego hacerte soltar las cadenas y abrirte las puertas, te equivocas, envenenador de mis ministros.
El brahmán alzó los hombros y miró para otra parte, mordiéndose fuertemente los labios, quizá fastidiado porque se hubiesen dado cuenta del extraordinario poder de su mirada.
—Continua, Yanez —dijo Tremal-Naik, que había encendido una gran pipa de tipo narguile—. Veamos hasta dónde intenta engañarnos.
—No sacaremos nada de su boca sin los grandes métodos de Kammamuri —respondió el portugués—. Intentemos una prueba. Desátalo y condúcelo a la sala donde todavía se encuentra su víctima.
—¿Cuál? —preguntó el brahmán con una sonrisa casi insolente.
—¡Lo mato con una botella de cerveza...! —gritó el maratí.
—¿Y luego? Adiós secreto, mi bravo Kammamuri. No, este hombre debe vivir y confesar, y en eso debes pensar tú.
—Todavía era joven, señor Yanez, sin embargo, aún recuerdo bien cómo mis compatriotas trataban a los espías de los ingleses. Ninguno podía resistir, e incluso este bandolero, venido de quién sabe qué región, no permanecerá mucho callado. Una bodega y dos marabúes argala y estaremos bien.
—Bajo el palacio hay subterráneos en cantidad. No tendrías mas que escoger.
El brahmán se había dejado liberar de las cadenas, no obstante, por primera vez pareció un poco agitado, y un temblor extraño recorrió su rostro bastante moreno.
Lo aferraron por las muñecas y lo arrastraron hasta la gran sala donde el primer ministro, velado por media compañía de soberbios rajputs, dormía el sueño eterno.
El veneno comenzaba a producir sus efectos. Los ojos del desgraciado, horriblemente abiertos de par en par e inyectados de sangre, parecían que de un momento a otro fueran a saltar. Las facciones estaban espantosamente alteradas, mientras la carne, en cambio, conservaba todavía una relativa frescura.
—Aquí está el hombre que has envenenado —dijo Yanez, aferrando por el cuello al brahmán y obligándolo a inclinarse sobre el cadáver—. Esto es obra de los bis-cobra. Destilan un veneno terrible aquellos feos lagartos. Jamás lo habría creído.
—¿Y quién ha suministrado a este hombre el veneno? Es necesario buscarlo antes que inculparme. Y luego, ¿quién dice que el veneno del bis-cobra es mortal?
—Aquí tienes una prueba.
Tremal-Naik se acercó al pequeño y elegante mueble sobre el que todavía se encontraba la botella de limonada, la tomó y volvió hacia el brahmán, que conservaba siempre una calma extraordinaria, increíble.
—¿Beberías este veneno? —le preguntó—. Ten en cuenta que es baba de bis-cobra.
—¿Que yo he puesto ahí dentro?
—Sí —afirmó Yanez—. Te han visto vaciar una ampolla.
—¿Quién?
—Lo sabemos nosotros y nos basta.
—¿Y esto es veneno?
—Ha matado al hombre que tienes delante de los ojos.
—¿Quién se lo ha dicho, sahib?
—Mis ministros.
—Se han equivocado. Esto no es veneno.
Arrancó con violencia la botella de las manos de Tremal-Naik, e intentó tragar la sustancia roja para escapar a las torturas que le esperaban, pero Yanez y Kammamuri estuvieron listos para impedirlo.
—Nada de bromas —dijo el primero, arrojando el cristal contra la pared—. Por ahora me basta un muerto en mi palacio. No deseo dos, en absoluto.
—Le habría demostrado que aquello no era veneno —dijo el brahmán—, y que mañana estaría más vivo que antes.
—¡Entonces eres un encantador de reptiles, un sapwala, mas que un brahmán...! —dijo Yanez—. Se sabe que aquellas personas pueden desafiar impunemente las mordeduras de las cobras sin morir y beber venenos. ¿Acaso no tenías escondida en tu vestimenta una serpiente del minuto, una de las más peligrosas que existen, y que no perdonan?
—No la había puesto yo —respondió el obstinado.
—Pierdes inútilmente tu tiempo, Yanez —dijo Tremal-Naik—. Este hombre es más fuerte de lo que creímos, y si es Sindhia quien lo ha escogido, aquel loco alcoholizado no se ha equivocado. Este vale por el griego que nos ha dado tanto que hacer aquí y luego también en Borneo, y que era su mano derecha. ¿Te acuerdas del bravo Teotokris?
—¡Por Júpiter...! Me parece verlo todavía estallar como una rana hinchada de tabaco. Este Sindhia tiene suerte en buscarse a sus malandrines. Vamos, ¿qué hacemos aquí delante de este muerto?
—Ordena: todos nosotros estamos listos para obedecerte.
—Que Kammamuri y el baniano vayan a buscar un lugar subterráneo y lleven con ellos al prisionero. Les añadiremos, para mayor precaución, un par de shikaris y un moloso. Que ellos intenten arrancar alguna valiosa confesión a este brahmán que nunca ha sido sacerdote.
—Déjeme a mí, señor Yanez —dijo Kammamuri.
—Y también un poco a mí, que tengo mucho conocimiento de ratas, Alteza —dijo el baniano.
El portugués los miró con un poco de aprensión.
—No quiero que muera —dijo—. Recuérdenlo.
—Tirará todavía cincuenta años, se lo digo yo —dijo el maratí—. Le prometemos no estropearlo demasiado.
—Les mandaré dos shikaris.
—Son inútiles. Este malandrín está en nuestras manos y no se nos escapará, se lo aseguro, ¿verdad cazador de ratas?
—Sí, nosotros bastamos —respondió el baniano.
—Debo advertirles una cosa.
—Diga, señor Yanez —dijo Kammamuri.
—Cuídate de sus ojos.
—Nosotros nos mantendremos en la oscuridad y sólo él estará iluminado. Ya me he percatado del poder magnético de su mirada, pero si cree que me dormirá, se equivoca. Y luego estará bien atado y con las cadenas de acero de los perros.
Por los rajputs que velaban al muerto, se hizo dar dos linternas y se alejó con el baniano y con el prisionero, que por otra parte no había opuesto ninguna resistencia, habiendo comprendido bien que habría sido inútil.
Iba al encuentro del lugar subterráneo apto para atormentar, en silencio y sin ser molestado, el envenenador.
Yanez y Tremal-Naik todavía se detuvieron algunos minutos en el vasto salón confiriendo con dos ministros que habían sobrevenido, en torno a las medidas a tomar para los funerales, que deberían ser espectaculares tratándose de tan gran personaje, luego, ambos un poco preocupados, regresaron al gabinete de trabajo delante de cuya puerta velaban, siempre insensibles al sueño, los seis shikaris.
Apenas se habían sentado a la mesa redonda para beber un último vaso de cerveza y para fumar otra vez, cuando la puerta de la estancia de Soarez se abrió y apareció Surama con todo el cabello suelto que casi le llegaba hasta el piso envolviéndola como en un manto de terciopelo, y los ojos extraordinariamente dilatados y fijos en un punto. Yanez y Tremal-Naik se habían alzado precipitadamente mirándola con viva sorpresa.
—Calla —había dicho prontamente el primero al indio—. Diría que está presa de un sueño. ¿Ves? Ni siquiera se ha percatado de nuestra presencia. Dejémosla hacer.
—Aquí se trata de la mirada magnética del brahmán —dijo Tremal-Naik.
—Es lo que temo. Veamos.
Se habían retirado a un ángulo del salón, sentándose sobre un pequeño diván.
Surama continuaba inmóvil, con los ojos vidriosos fijos en el vacío, cargados de extraños destellos, y con las manos abandonadas a lo largo del cuerpo. Un temblor vivísimo agitaba sus miembros, desordenando incluso su soberbia cabellera.
Avanzaba como una autómata, rozando ligeramente las alfombras densísimas que cubrían el pavimento, sin producir el mínimo ruido. Se detuvo un momento haciendo un gesto vago, tuvo como una indecisión, luego se movió rápidamente hacia la poltrona a la que había sido atado el brahmán. Sus manos se movieron a lo largo de los apoyabrazos, luego un grito se le escapó:
—¡Me has llamado y no estás...!
Yanez se había alzado de repente, presa de una vivísima agitación.
—¡Aquel perro me la ha hipnotizado...!
Avanzó hacia la rani sin hacer ruido y se detuvo a unos pasos de distancia, con los brazos alargados, listo para recibirla si se caía.
Tremal-Naik también se había alzado alcanzando al fiel amigo.
Surama continuaba pasando y volviendo a pasar sus pequeñas manos por los apoyabrazos y parecía que con los dedos intentase desatar los nudos. ¿Las cadenas de acero que estrechaban las muñecas del brahmán, quizá?
—Comienzo a tener miedo de aquel hombre —dijo Yanez en voz baja a Tremal-Naik—. Aquel malandrín es más terrible que el griego y traerá la ruina sobre mi corona.
—Hazlo fusilar al despuntar el sol —respondió el indio.
—No, primero debe hablar. Todavía no estoy seguro de que sea Sindhia el que esté reintentando la conquista de su corona y...
Se había interrumpido bruscamente, tomando entre los brazos a Surama a la que imprevistamente le había faltado el equilibrio. La estrechó al pecho con pasión besándole los densísimos cabellos negros, y la vio como rechazándolo.
—No eres tú el que me ha llamado —dijo la rani, con voz débil—. No he encontrado las cadenas... no sé encontrar el camino para ver tu mirada fatal.
—No la despiertes —dijo Tremal-Naik—. Llévala al lecho y confíala al cuidado de la nodriza de Soarez.
Yanez levantó a la rani entre los robustos brazos y la llevó a su apartamento. El indio había permanecido en el salón, paseando nerviosamente. Su amplia frente aparecía cubierta de profundas arrugas y sus ojos mandaban oscuros relampagueos. La ausencia del portugués duró solamente dos o tres minutos.
—¿Entonces? —preguntó el indio con cierta ansiedad.
—Se ha dormido tranquilamente oyendo mi voz que le ordenaba cerrar los párpados.
—¿Es un cateri (demonio) aquel hombre?
—No sé qué decir, pero espero que lo sepamos muy pronto. Cuento con Kammamuri.
—Y será implacable, te lo digo yo. Ay de él si no confiesa. Todos los maratíes se puede decir que nacen verdugos, y lo han sabido los ingleses cuando han conquistado, a fuerza de traiciones, más que por el valor de las armas, aquel estado.
—No obstante, no te escondo, Tremal-Naik, que estoy bastante impresionado con lo que he visto hace poco.
—Y yo no menos que tú, Yanez. Aquel miserable apenas la ha visto y encontrándola ciertamente no tan robusta como nosotros, la ha magnetizado, imponiéndole desatarle las cadenas de acero que lo tenían cautivo en la poltrona.
—¿Surama también descenderá a las bodegas donde se encuentran nuestros hombres?
—Estaremos listos para impedírselo. El asunto no es tan extraordinario como crees. Entre los hombres de nuestra raza se encuentran hipnotizadores de una fuerza extraordinaria, que imponen fácilmente su voluntad a sus sujetos. Una vez, y no hace mucho tiempo, un paria magnetizó a un muchacho de apenas quince años, ordenándole ir a matar a un viejo inglés que habitaba solo en un pequeño bungalow. Ahora bien, el delito fue cometido, el blanco fue degollado y el asesino, arrestado, declaró no recordar nada. No obstante, algunas personas habían visto al paria magnetizarlo y si el muchacho escapó a la horca, cayó el otro y murió maldiciendo a todas las divinidades de nuestro país.
—Un canalla menos —dijo Yanez—. También en Malasia he oído hablar de magnetizadores extraordinarios, especialmente entre los dayak, no obstante, jamás he creído en el poder de la mirada.
—Lo viste aquí.
—Desgraciadamente.
Sacó del bolsillo el reloj y miró la hora.
—Dentro de poco despuntará el alba —dijo—. Ya son las tres y media. La noche está perdida y no vale la pena irse a acostar. ¡Ah...! ¡Los asuntos del estado...!
—¿Te molestan?
—Antes no, ahora sí. Estos envenenamientos no me predicen nada bueno. El carro del poder comienza a caminar de lado como los cangrejos.
—Nosotros lo pondremos en el camino recto y ungiremos bien sus trescientas o cuatrocientas ruedas.
—¡Demasiadas, Tremal-Naik! ¿Quieres que descendamos a los subterráneos? Deja antes que vaya a ver si Surama duerme tranquila. Tendré para decir dos terribles palabras al magnetizador.
—Te espero —respondió el indio, encendiendo un cigarrillo que le había dejado el portugués.
Sorbió otro vaso de cerveza que un paje le había llenado, luego se puso a pasear por el salón. También el famoso cazador de serpientes de la jungla negra, el enemigo terrible de los thugs de Rajmangal, parecía muy inquieto. Barboteaba y hacía gestos de cólera. De pronto Yanez reapareció.
—Sí, no obstante sueña y pregunta por aquel hombre.
—¿Todavía?
—No obstante, he conseguido tranquilizarla pasándole varias veces mi mano sobre la frente, como me ha sugerido la nodriza de Soarez, imponiéndole dormir.
—¿Y se ha dormido?
—Enseguida. Vamos a buscar a Kammamuri y al cazador de ratas. Tengo curiosidad por saber qué están haciendo contra aquel brahmán canalla.
—Pero no brahmán, Yanez, paria. Soy indio y no puedo equivocarme.
—También lo creo —respondió el portugués—. Llamémosle así por ahora.
Tomó dos linternas que estaban sobre un mueble, encendió las velas y salió seguido por el indio, que antes había ido por sus propias armas. Fue un rajput, que velaba sobre el difunto ministro el que los guió en los inmensos subterráneos del palacio gigantesco. Descendieron varias escaleras y se detuvieron un poco estupefactos encontrándose frente a seis monstruosos y asquerosos pajarracos, que tenían las patas atadas y gritaban a todo pulmón:
—¡Kra...! ¡Kra...! ¡Kra...!
Eran seis marabúes argala, llamados también, no se sabe por qué, ayudantes, extrañas aves altas como un hombre, con la cabeza calva, sarnosa, perforada por ojitos redondos de un negro intenso con el borde rojo, y armados de un pico enorme en forma de embudo afilado, capaz de engullir medio cordero o media docena de cuervos y embutirlos a la fuerza en un saco violáceo que les sirve de antecámara a un estómago no menos poderoso que el de los avestruces africanos.
Son los basureros de todas las ciudades indias, y como tales son respetados y se los deja pasear por las calles, con la cabeza extrañamente hundida entre los hombros de un cuerpo blanco, sobre el que se repliegan dos alas con franjas negras semejantes a brazos cruzados detrás del dorso.
Encuentran a su paso un gato y se apresuran a hacerlo desaparecer dentro del gigantesco embudo; encuentran un marabú y lo matan con un solo golpe y se lo comen tranquilamente. Los cuervos luego, que son tan numerosos en las ciudades indias, son engullidos vivos a pesar de sus desesperadas protestas.
—¿Qué hacen aquí estos pajarracos? —se preguntó Yanez, mientras las aves lo ensordecían con los “Kra.. Kra...”.
—Kammamuri sabrá —respondió Tremal-Naik—. Aquel es un astuto que le pondrá los puntos al paria.
—¡Por Júpiter...! ¿Querrá hacerlo comer por estos terribles ventrílocuos?
—No sabría decirte. Se lo preguntaremos a él.
Bajaron la escalera despejando a los pajarracos que intentaban utilizar el pico, y abrieron una pesada puerta de bronce, a través de cuyas rendijas se filtraban rayos de luz. Un rajput, armado con lanza y con la faja llena de pistolones, velaba al fondo en el último escalón.
—Eh, Kammamuri, ¿duermes entonces? —gritó Yanez, abriendo impetuosamente la puerta, y entrando en una especie de bodega muy vasta y que apestaba a moho, y que estaba iluminada por dos linternas chinas.
El maratí corrió pronto al encuentro del maharajá, seguido por el cazador de ratas.
—Pues, ¿qué se hace aquí? —preguntó el portugués.
—Mírelo: ahí está el malandrín.
El brahmán había sido arrojado sobre un viejo colchón enmohecido, con las piernas y los brazos sólidamente atados con cadenas de acero.
—¿Ha hablado?
—Es mudo como un pez —respondió Kammamuri—. Diría que para no hablar se ha cortado la lengua.
—No faltaría más —dijo Tremal-Naik.
—No sale sangre de su boca, por consiguiente la lengua todavía debe encontrarse en óptimo estado. Es que no quiere obrar, por ahora.
—Estará paralizada por el espanto.
—No creo, amo. Aquel hombre de ahí es quizá más fuerte y más astuto que el famoso griego, que era el primer ministro de Sindhia.
—¿Y qué planeas hacer? —preguntó Yanez—. He visto, bajando la escalera a seis ayudantes que me parecieron bastante enfurecidos. ¿Qué quieres hacer con aquellos pajarracos?
—Serán aquellos feos ogros los que me darán la victoria sobre el brahmán. Él cree en las ratas, que ciertamente aquí no deben faltar, en cambio yo creo que no harán nada. La mirada de este malandrín las detendrá, se lo aseguro.
—He bajado precisamente para hablarte de los ojos de aquel canalla. ¿Sabes que ya ha magnetizado a Surama?
—No me extrañaría —respondió Kammamuri—. Soy hombre, y muy fuerte, sin embargo, en ciertos momentos necesito escapar a aquellos ojos. Yo, en su lugar, señor Yanez, se los haría sacar.
—Corres demasiado, amigo —dijo el portugués, riendo—. ¡Qué feroces son estos maratíes...! Son terriblemente rápidos de mano.
—En el fondo son siempre un poco salvajes, a pesar de su antigua civilización —dijo Tremal-Naik.
—Quizá tenga razón, amo —dijo Kammamuri, que no era de ofenderse fácilmente.
—Como te decía —dijo Yanez—, mi mujer ha sido hipnotizada, y no me sorprendería que bajase aquí y que intentase liberar al prisionero.
—Estaremos nosotros, señor; y luego hay un rajput en custodia de la puerta y no la dejará entrar.
—Al contrario, debes dejarla hacer, porque un despertar imprevisto a veces puede ser peligroso, ¿verdad Tremal-Naik?
—Así es —respondió el indio—. Si libera al brahmán volveremos a atarlo más fuerte que antes.
—Señores —dijo Kammamuri—. ¿Quieren dejarnos con nuestros asuntos? Si hay novedades iremos enseguida a advertirles.
—Arréglatelas como quieras —dijo Yanez—. Nosotros regresaremos donde la pequeña rani.
—Y será mejor, porque las ratas por cierto, no vendrán oyendo a tantas personas hablar.
—¿Pero qué quieres hacer tú?
—Yo espero a los filósofos y no ya a los roedores. Creo que el baniano se equivoca.
Yanez y Tremal-Naik, que debían dar las últimas disposiciones para la sepultura del desgraciado ministro, dejaron el subterráneo, no sin haber arrojado sobre el paria una mirada cargada de amenazas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando dice que Kammamuri “...se alejó con el baniano y con el prisionero...”, en el original, en realidad dice “...si allontanò col malabaro e col prigioniero...”. Salgari nombra erróneamente al cazador de ratas como “malabar” (natural de Malabar, región del sur de la India) y no como venía haciendo desde su presentación, “baniano” (comerciante de la India, por lo común sin residencia fija), por lo cual lo ajusté.

Cuando Salgari describe lo que comen los marabúes argala, incluye en su dieta “marabúes”. El texto original siempre llama a los marabúes argala, solo “arghilah”, como si no fueran marabúes. Sin embargo, marabú es el nombre común de 3 especies: menor, argala y africano.

Rath: “Ratt” en el original, son carrozas de madera con grandes ruedas y adornadas con motivos religiosos para uso en festivales.

Albornoz: Especie de capa o capote con capucha.

Pudding: Salgari utiliza directamente la palabra en inglés para denominar al “pudin” o “pudín”, o sea, un dulce que se prepara con bizcocho o pan deshecho en leche y con azúcar y frutas secas. En italiano sería “budini”.

Jaipur: “Jeupore” en el original, conocida también como la ciudad rosa, es la capital del estado de Rajastán, al noroeste de la India. Fue construida en estuco rosado para imitar la arenisca. La única referencia al lago es del libro “Le Tour du Monde” (Louis Rousselet, 1868), donde lo describe lleno de cocodrilos.

Shudra: “Sudra” en el original, es el miembro de la cuarta y última casta, la de los siervos (peones que trabajaban por comida y techo).

Narguile: Pipa para fumar muy usada por los orientales, compuesta de un largo tubo flexible, del recipiente en que se quema el tabaco y de un vaso lleno de agua perfumada, a través de la cual se aspira el humo.

Bungalow: Voz inglesa de “bungaló”, una casa pequeña de una sola planta que se suele construir en parajes destinados al descanso. El origen de la palabra hace referencia a “bengalí” y puede ser tomado como “casa en el estilo bengalí”.

2 comentarios:

  1. Hola! Excelnte, excelente proyecto, muchas gracias! Ahora lo invito a navegar por la alimentación saludable en https://almacenelreydelmar.blogspot.com/
    Saludos y Feliz Año!

    ResponderBorrar